Se ofrece al lector un folleto de Pi y Margall, precedido de ciertas consideraciones muy elogiosas sobre él, que vierte su biógrafo y panegirista D. Enrique Vera y González en el tomo II de un libro suyo que lleva por título Pi y Margall y la política contemporánea, y por subtítulo La democracia federal, su origen, su historia, sus destinos. Medio siglo de doctrinarismo en España. La política de programa y la política real, editado en la ciudad de Barcelona, en la tipografía La Academia, de Evaristo Ullastres, Ronda de la universidad, y, el año de 1886. El texto aquí reproducido se extiende entre las páginas 403 y 418. De seguro que el lector extraerá de su lectura curiosas conclusiones, como las referentes a la “unidad en la diversidad”, ya presente en el egregio político, o a la forma en que pensaba lograr su república federal el insigne hombre de Estado, que no era otra sino dar –él diría devolver- toda su soberanía a las provincias para que luego se federasen voluntariamente en una gran y fuerte unión, lo que no le suscitaba, según parece, ninguna duda, pues el proceso se le antojaba muy fácil y llevadero.
La República nació en circunstancias verdaderamente excepcionales. La aceptaba el partido radical, mas sólo por la fuerza de los sucesos y por la imposibilidad de encarnar en príncipe alguno la idea monárquica. Parecía dar gran base a la República el hecho de haberse fundado por el voto de las Cortes y no por la fuerza de una insurrección victoriosa: pero ¿esta circunstancia era realmente una garantía de consolidación y de firmeza? Por el voto de la Asamblea Constituyente había nacido también la monarquía de D. Amadeo, y fue la situación más débil que haya podido, existir nunca en España.
Había, además, otra circunstancia muy digna de tornarse gravísima que, por el pronto, aplazaba la federación y comprometía grandemente su triunfo; pero había que optar entre aceptar francamente la situación con todos sus inconvenientes y peligros, o negarse a reconocerla y apelar a las armas para combatirla. Prevaleció la primera opinión que era, sin duda, la más aceptable en aquellas circunstancias y los republicanos hubieron de transigir con los radicales, teniendo, empero, buen cuidado en hacer constar por boca del presidente del Poder Ejecutivo, que sacrificaban la inmediata aplicación de sus ideales por necesidades del momento; pero que no renunciaban en manera alguna a su aplicación, y que si las futuras Cortes Constituyentes se decidiesen por la República unitaria, ellos abandonarían toda participación en el gobierno y harían oposición legal, pero incesante al nuevo orden de cosas. De todas suertes, no pudo ocultarse a los republicanos, que desde el primer momento habrían de encontrar serios obstáculos en sus compañeros del día siguiente. El mismo Rivero, que era entre los radicales el más avanzado por sus antiguas convicciones democráticas, no estaba dispuesto a transigir con la República federal. Recientes estaban aun los discursos pronunciados por Echegaray, Martos y Becerra en contra de este sistema, y no era de creer que sus ideas acerca de problemas tan graves hubiesen variado completamente en pocas horas. Querían la forma republicana, o por mejor decir, transigían con ella, pero conservando los atributos esenciales de la monarquía, especialmente la centralización, que convierte en reyes amovibles a los ministros, y en rey, por plazo determinado, al presidente del Poder ejecutivo. ¿Cómo no habían de acariciar el pensamiento de suplantar a los federales, así que se creyesen fuertes para reivindicar el poder en forma de gobierno provisional o de dictadura? No faltaban, por lo demás, radicales que, apareciendo en disidencia con sus compañeros, pero interpretando en realidad sus verdaderos designios, se atreviesen a decir en voz alta, que no aceptaban la República y que preferían ser realistas sin monarca. Figuraba entre ellos el Sr. Gasset y Artirae, ex-ministro de Ultramar, y que si personalmente no tenía verdadera importancia política, la tenía en cambio como propietario y director de El Imparcial, que era entonces, sin disputa, el periódico que contaba con mayor número de lectores y ejercía sobre la opinión pública grande influencia.
Este periódico, órgano, hasta aquel momento, el más caracterizado del partido radical, declaró que aceptaba la República como imposición de las circunstancias, pero como institución pasajera, y que la falta de rey en quien encarnar el principio monárquico no podía destruir sus convicciones, pues a falta de candidato determinado defendería al rey X; es decir, a un pretendiente incógnito. ¿No era fácil predecir por esta actitud de parte de la agrupación radical que, andando los tiempos y bajo determinadas condiciones llegaría a reconocer a D. Alfonso de Borbón? Todo debían temerlo los federales de sus nuevos aliados; monárquicos en el fondo de su corazón, y que sólo aceptarían de buen grado una República unitaria y centralizadora. Los republicanos debían, pues, desconfiar y desconfiaban en efecto de sus improvisados auxiliares. No miraban éstos con menor recelo a los federales que, con ellos, constituían el Poder ejecutivo elegido por la Asamblea. Comprendían perfectamente que los republicanos -no podían renunciar a su ideal; que habían aceptado aquella transacción sólo por la fuerza de las circunstancias, y que aprovecharían cuantas coyunturas les ofreciese el desarrollo de los acontecimientos, para sacudir el pesado yugo que los oprimía bajo el vano disfraz de amistosa y cordial alianza. Veían, además, con mal disimulada inquietud la efervescencia del país, que nunca aborrece tanto los términos medios como en épocas revolucionarias, y que entonces se decidía abiertamente por la federación, como único medio de redimir de su servidumbre a las provincias y los municipios. Habían iniciado una revolución sin calcular bien la trascendencia de aquel acto, y se asustaban al comprender que iban a ser barridos por el oleaje de las aspiraciones populares. La desconfianza mutua; tal era el carácter distintivo de aquella conciliación forzada entre los republicanos convencidos y los republicanos circunstanciales. Todas las coaliciones de partidos triunfantes ofrecen el mismo fenómeno.
Las coaliciones, creadas siempre para destruir, encierran siempre un fondo de inmoralidad que en vano trataría de cohonestarse con las exigencias de la vida política. Los partidos no deben aspirar al inmediato planteamiento de sus principios, sino cuando se sientan con la fuerza y el arraigo necesarios para realizarlos sin extraña ayuda, desde las esferas del gobierno. Proceder de otra suerte, pedir cooperación a agrupaciones que sustentan diferentes principios, es marchar a sabiendas al desprestigio y al aniquilamiento. Con razón se ha dicho, que las coaliciones, si sirven para destruir, son impotentes para edificar: las mata la contradicción que llevan en su seno. El antagonismo de fuerzas iguales, en política como en mecánica, equivale a la nada. Un gobierno de coalición puede sólo admitirse como paréntesis, hasta tanto que el país exprese su voluntad; pero debe procurarse que el paréntesis sea corto, porque la lógica es superior a la voluntad de los hombres y de los partidos, y la lógica quiere que las situaciones inestables se resuelvan en breve término. Por mucho que en la práctica falseen y olviden sus programas los partidos políticos, al fin es lo cierto que algo representan y algún mote llevan en sus escudos estas agrupaciones que luchan por alcanzar el poder. Todo partido, para ser viable, necesita encarnar un orden de intereses más o menos respetables y legítimos; pero siempre bastante fuertes para aspirar a marcar impulso a la sociedad desde las esferas del gobierno. Aun contra la voluntad de sus mismos directores, los partidos son siempre exclusivistas, tienden a imponer sus soluciones y a desarrollar y plantear su programa en todo su absolutismo, y si encuentran obstáculos para la realización de este fin procuran romperlos. No hay transacción, por insignificante que sea, que no suponga una variación de programa, y el programa es la razón de ser, la finalidad, la vida misma de los partidos. Toda concesión equivale a una mutilación de su organismo, a un paso hacia la muerte, y las colectividades tienen su instinto de conservación como los individuos. De aquí la irredimible esterilidad de las coaliciones gobernantes. O tienden a la fusión en un solo partido de programa más o menos contradictorio, transformándose en este caso en agrupaciones doctrinarias y escépticas, o se disuelven bruscamente por la separación ruidosa de los elementos que las han creado. En rigor, no pueden considerarse ni aun como una tregua, pues nunca se revelan con fuerza tan poderosa los antagonismos que separan a dos partidos, como cuando la fatalidad de las circunstancias o la debilidad relativa de ambos los lleva unidos a la dirección de los negocios públicos. El detalle más insignificante se convierte entonces en motivo de discordia, temen absorberse y su aparente armonía oculta una guerra encarnizada, que al fin se hace patente a despecho de todas las conveniencias políticas, y del mismo instinto de conservación de las agrupaciones imperantes.
El gobierno elegido por la Asamblea Nacional estaba, pues, condenado por su heterogeneidad o a la inacción o a la lucha permanente. Situación angustiosa y funesta, más que nunca, en las difíciles circunstancias por que a la sazón atravesaba el país. Los conservadores, que habían estado a punto de acogerse bajo la monarquía de D. Amadeo, viendo frustradas sus esperanzas por la proclamación de la República, conspiraban ya descaradamente en favor de los Borbones, y procuraban atraerse con promesas y donativos al ejército: los carlistas, alentados por los últimos cambios y por la actitud benévola que respecto a ellos observaban los conservadores, organizaban sus fuerzas y aumentaban el número de combatientes, hasta tal punto que, en ciertas comarcas de Cataluña y de las provincias vasco-navarras, cobraban las contribuciones con mayor seguridad que el gobierno. El funesto convenio de Amorevieta, además de dar a los carlistas la importancia de beligerantes, y con ella la influencia moral, que de otra suerte no hubieran alcanzado, les había servido de tregua para lanzarse en mejores condiciones al campo de batalla, y la proclamación de la República les permitía reclutar más fanáticos, merced a las exaltadas predicaciones del clero que, temiendo la separación de la Iglesia y del Estado, convertía el pulpito en club y profetizaba todo género de atentados y persecuciones contra los católicos. La insurrección carlista, por sí sola hubiera constituido ya un serio peligro para cualquier situación, por definida y vigorosa que fuera: ¡cómo no había de pesar sobre la naciente República, que tenía que luchar además contra las intrigas de los partidos de orden, contra el antagonismo que minaba las bases de su naciente gobierno, y contra las generosas impaciencias de los federales de las provincias que, demostrando tener profundo sentido de la realidad, querían anticipar a todo trance el advenimiento de la federación, a despecho de los acomodos y aplazamientos que en Madrid dificultaban su triunfo!
Si los radicales hubieran tenido el desinterés y el patriotismo de rehusar toda participación en el gobierno y entregárselo íntegro a los republicanos que, en buena lógica, eran los llamados a ejercerlo, toda vez que la caída espontánea de la monarquía mostraba bien claramente que era llegada la ocasión de implantar la república, se habrían evitado graves complicaciones y planteándose desde los primeros momentos la federación. Entonces las provincias y los municipios, interesados directamente en sostener el nuevo orden de cosas, que se traduciría inmediatamente en grandes beneficios materiales y morales para el país, habrían combatido con verdadero entusiasmo la vergonzosa insurrección carlista, oponiendo a la bandera del absolutismo la de la libertad en su última fórmula. La transición del unitarismo a la autonomía de los municipios y las regiones, favorecida y auxiliada por el poder central, habría sido rápida y fácil, y España hubiera dado un paso gigantesco en la senda a que la llaman de consuno su historia y sus aspiraciones.
No tuvieron esta abnegación los radicales: por el contrario, trataron de asumir los cargos más importantes del gobierno para dominar, si fuese posible, la situación, y asegurarse el triunfo cuando llegase el rompimiento que todos preveían. Ya que por el fracaso de la candidatura de D. Nicolás María Rivero no podían adjudicarse la presidencia del Poder ejecutivo, votaron para ella al republicano que menos temores podía inspirarles, al Sr. Figueras, de cuya ductilidad tenían pruebas sobradas. En cambio elevaron a D. Cristino Martos a la presidencia de la Asamblea Nacional, que era el cargo más importante, sin duda, en aquellas circunstancias, creyendo que su correligionario tenía un temple de carácter que distó de mostrar cuando los acontecimientos le pusieron a prueba. Deseaban también reservarse la cartera de Gobernación, pero el hecho de no haber aceptado Pi y Margall la de Hacienda, que le ofrecieron con las más vivas instancias, les obligó a renunciar a su proyecto. No se desprendieron, sin embargo, dé la de Guerra, esperando tener así a su devoción a la mayoría de las autoridades militares; pero olvidaron que el general Córdova era hombre incapaz de grandes arranques. Confiaban, además, en el apoyo de los generales Moriones y Gaminde, que mandaban respectivamente los ejércitos del Norte y Cataluña.
Los republicanos contaban, por su parte, con la excitación revolucionaria del país, con la adhesión de las masas y con la gran base que desde luego habrían de dar a la situación los voluntarios de la república. Confiados en su gran prestigio y en la fuerza que les daban las circunstancias, no dudaron un solo momento del buen éxito de la lucha que con los radicales habían de entablar desde los primeros momentos, y no perdonaron medio alguno para demostrar que si alguien faltaba al compromiso contraído en la noche del 11 de Febrero, ellos estaban resueltos a respetarlo y cumplirlo. La conducta de los ministros federales no pudo ser en este punto más noble y caballerosa; fieles al deber que se habían impuesto de dejar íntegra la cuestión de organización del país a las Cortes Constituyentes no dieron paso alguno para prejuzgarla, y este exceso de delicadeza, que contrastaba tanto con, la deslealtad de los radicales, fue, sin duda, un grande error político que atribuyeron a imperdonable candidez los enemigos de la República. No una sino muchas ocasiones tuvieron Pi y Margall y sus compañeros para establecer la federación pero seguros como estaban, por las manifestaciones de la opinión pública de que obtendrían gran mayoría en las próximas Constituyentes, no quisieron apelar a la violencia para obtener un triunfo que tan cercano creían por las vías legales. Ya que habían hecho el inmenso sacrificio de formar parte de una situación incolora, renunciando temporalmente a sus procedimientos en aras de la tranquilidad del país; ya que, con una fe que les reconocerá siempre la historia, se habían engañado creyendo en la lealtad de sus aliados los radicales, querían mantener su palabra hasta el último momento, confiando demasiadamente en que la federación triunfaría a pesar de todo. ¡Ay! Ellos mismos, por exceso de pundonor y de nobleza, estaban dificultando el planteamiento de este hermoso ideal, mientras sus enemigos conspiraban sin descanso, atribuyendo a debilidad su hidalguía.
En un folleto publicado en 1874, cuya circulación prohibieron los radicales, ha explicado Pi y Margall su conducta en aquellas delicadísimas circunstancias. Oigámosle:
«He sido partidario de la federación desde 1854. La defendí entonces calurosamente en La Reacción y la Revolución, libro destinado a la exposición de mis ideas en filosofía, en economía, en política. La defendí, como la defiendo ahora, bajo dos puntos de vista: el de la razón y el de la historia.
La federación realizaba a mis ojos, por una parte, la autonomía de los diversos grupos en que se ha ido descomponiendo y recomponiendo la humanidad al calor de las revoluciones y por el estímulo de los intereses: de otra, el principio de la unidad en la variedad, forma constitutiva de los seres, ley del mundo. Considerábala yo, además, como la organización más adecuada a la índole de nuestra patria, nación formada de provincias que fueron en otro tiempo reinos independientes y están aún hoy separados por lo que más aleja unos de otros los pueblos: las leyes y las costumbres. Esta nación, me decía yo, presenta en todas las grandes crisis por que ha pasado en este siglo, el singular fenómeno de que sus provincias se hayan apresurado a constituirse y a buscar en sí mismas su salvación y su fuerza, sin que por esto hayan jamás comprometido ni perdido de vista la unidad de la patria: esta nación parece, como suele decirse, cortada para[1] ser una república como las de Suiza y los Estados Unidos.
»Desde 1856 a 1868, mal podíamos defender la federación cuando se nos prohibía hasta hablar de república. Poco antes de la revolución de Setiembre, puestos aún en el trono los Borbones, traduje, sin embargo, al castellano, el Principio federativo, de Proudhon, libro en que, después de sentadas la libertad y la autoridad como los dos eternos y contradictorios elementos de la vida de los pueblos, se explican las vicisitudes y los sistemas a que han dado origen, y se demuestra que la federación, última evolución de la idea política, es la única que puede afianzar en las naciones la dignidad, la paz y el orden. En Francia había yo fortalecido sobre este punto mis creencias. Observaba que aquel pueblo de gran corazón y poderosa iniciativa había levantado por dos veces la república y otras tantas la había visto morir bajo la espada de César. En las dos veces había conmovido y soliviantado a Europa, en la primera hasta le había hecho morder el polvo de sus campos de batalla; y en las dos había bastado un general y unas pocas legiones para disolver sus asambleas y reducirla a servidumbre. Esclava París, esclava Francia. El vencedor dictaba su voluntad desde el palacio de los antiguos reyes y la nación obedecía. La centralización del poder era, a no dudarlo, la causa de tan extraño fenómeno.
»Vine a las Cortes de 1869 con la firme decisión de propagar la idea federal, y, si posible fuese, aplicarla. Los que hayan seguido con mediano interés el curso de nuestra revolución, sabrán si he cumplido mi propósito. Otros habrán podido vacilar; yo no he vacilado un momento. No han quebrantado mi fe las derrotas ni las ingratitudes. La he llevado incólume al poder é incólume la he sacado del gobierno. El día 11 de Febrero de 1873 me cupo la señalada honra de redactar y sostener la proposición por la cual se había de establecer en España la República. Quise que unas Cortes Constituyentes viniesen a definir y organizar la nueva forma de gobierno; y aquel mismo día declaré clara y paladinamente ante la Asamblea Nacional que si las futuras Cortes se decidiesen por la república unitaria, seguiría en los bancos de la izquierda.
»EI país no podía ciertamente llamarse a engaño sobre mis ideas políticas. Atendido mi carácter, podía aún esperar menos que me llevase al gobierno otro fin que realizarlas. Así lo comprendieron, sin duda, los enemigos de la República, puesto que me escogieron por blanco de sus tiros. En la imposibilidad de ganarme por la lisonja, resolvieron acabar conmigo por la difamación, y así lo hicieron Desgraciadamente, los ayudaron en su obra, unos por maldad, otros por torpeza, muchos de mis correligionarios.
»Mis ideas han sido claras y precisas hasta en lo que toca al procedimiento para establecer la República. La federación, como lo dice la etimología de la palabra, es un pacto de alianza; un pacto por el cual pueblos completamente autónomos se unen y crean un poder que defiende sus comunes intereses y sus comunes derechos. Llevado de la lógica, había yo siempre sostenido que no cabía federación, es decir, pacto, mientras no hubiese en España estados autónomos, y, por lo tanto, que el movimiento federal debía empezar por la constitución de las antiguas provincias en Estados. Sobre este punto habían pensado así conmigo o yo con ellos, todas las asambleas federales, todos los directorios republicanos y, lo que es más, la inmensa mayoría del partido, cuya opinión fue bien explícita cuando la célebre declaración de la prensa.
»No se me habían ocultado los peligros que este procedimiento entrañaba. Las provincias de España tienen entre sí vínculos demasiado fuertes para que en ningún tiempo pretendan disgregarse rompiendo la unidad nacional; no por esto era menos de temer que, abandonadas a sí mismas durante el período de su conversión en Estados, ya por cuestiones de territorio, ya por la determinación de la órbita en que hubiesen de moverse, ya por la ignorancia de los más y la natural exaltación de las pasiones, surgiesen conflictos que vinieran a interrumpir, aunque por corto tiempo, la vida de la patria y los intereses de la industria y el comercio. Para conjurar estos peligros, — tan atento estaba aún entonces a conservar la unidad y la integridad de la patria, —había propuesto y se había recibido con general aplauso, que en los primeros momentos de toda revolución federal se crease con el carácter de transitorio un poder central, fuerte y robusto que, disponiendo de la misma autoridad y de los mismos medios de que hoy dispone, mantuviese en todas partes la nación y el orden, hasta que, reorganizadas las provincias, se llegase a la constitución definitiva y regular de los poderes federales[2].
»Aun así, este procedimiento de abajo arriba era aplicable sólo al caso en que la República federal viniese, o por un movimiento a mano armada, como el de 1869, o por acontecimientos y circunstancias tales que nos hubiesen permitido llegar al gobierno sin transacciones ni compromisos. No vinimos así a la República, y, como era natural, hubo de ser otro el procedimiento.
»La República vino por donde menos esperábamos. De la noche a la mañana Amadeo de Saboya que en dos años de mando no había logrado hacerse simpático al país ni dominar el creciente oleaje de los partidos, resuelve abdicar por sí y sus hijos la corona de España. Vacío el trono, mal preparadas aún las cosas para la restauración de los Borbones, sin más príncipes a que volver los ojos, los hombres políticos, sin distinción de bandos, ven casi todos como una necesidad la proclamación de la República. Resueltos a establecerla se hallaban ya los que habían previsto y tal vez acelerado el suceso; y como hombres que llevaban un pensamiento y se habían proporcionado medios de ejecutarlo, empujan unos a los tímidos, deciden otros a los vacilantes é inutilizan todos a los que aún pretenden salvar de las ruinas de la dinastía el principio monárquico. Al abrirse la sesión del Congreso la tarde del 10 de Febrero de 1873 las resistencias están ya casi vencidas; las que aún subsisten ceden al parar ímpetu de radicales y republicanos. Se declara el Congreso en sesión permanente, y la tarde del 11, leída la abdicación del Rey, se refunden en una sola Asamblea las dos Cámaras y casi sin debate aceptan la República.
»¿Qué república éra la proclamada? Ni la federal ni la unitaria. Había mediado acuerdo entre los antiguos y los modernos republicanos y habían convenido en dejar a unas Cortes Constituyentes la definición y la organización de la nueva forma de gobierno. La federación de abajo arriba era desde entonces imposible: no cabía sino que la determinasen, en el caso de adoptarla, las futuras Cortes. Admitida en principio la federación, no cabía ya empezar sino por donde se habría antes concluido, por el deslinde de las atribuciones del poder central. Los estados federales habrían debido constituirse luego fuera del círculo de estas atribuciones.
»El procedimiento—no hay para qué ocultarlo—era abiertamente contrario al anterior: el resultado podía ser el mismo. Representadas habían de estar en las nuevas Cortes las provincias, y, si éstas tenían formada idea sobre los límites en que habían de girar los poderes de los futuros Estados, a los Cortes podían llevarla y en las Cortes sostenerla. Como determinando la esfera de acción de las provincias habría venido a quedar determinada por el otro procedimiento la del Estado, determinando ahora la del poder central, se determinaba, se quisiera o no, la de las provincias. Uno y otro procedimiento podían, a no dudarlo, haber producido una misma constitución y no habría sido, a mi manera de ver, ni patriótico ni político dificultar, por no transigir sobre este punto, la proclamación de la República.
»Si el procedimiento de abajo arriba era más lógico y más adecuado a la idea de la federación, era, en cambio, el de arriba abajo más propio de una nacionalidad ya formada como la nuestra, y en su aplicación mucho menos peligroso. No había por él solución de continuidad con el poder; no se suspendía ni por un sólo momento la vida de la nación; no era de temer que surgiesen graves conflictos entre las provincias; era la obra más fácil, más rápida, menos expuesta a contratiempos y vaivenes. Aun con este procedimiento habían de presentar nuestros enemigos la federación como ocasionada a desastres; pero habían de encontrar menos eco en el país y el temor había de ser mucho menos fundado y legítimo.
»Gomo quiera que fuese, la transacción estaba hecha y yo no había de faltar a una palabra solemnemente empeñada. Unas Cortes Constituyentes eran las llamadas a decidir en primer término si la República había de ser federal o unitaria; luego, cuál había de ser su organismo. Individuo de un gobierno que había de regir los destinos del país durante el intervalo de una Asamblea a otra Asamblea, no podía adelantarme ni permitir que nadie se adelantase a la obra de las Cortes. Si después de reunidas seguía gobernando, podía tolerar aún menos que tratase nadie de usurpar las atribuciones que tenían.»
Estas leales y nobilísimas declaraciones demuestran que los ministros federales y especialmente Pi y Margall que, aunque no figuraba aún como presidente del Poder ejecutivo, era en realidad el director de la política del gobierno, permanecieron siempre fieles al compromiso contraído con los radicales, y no se creyeron autorizados a romperlo ni aun cuando la traición de aquéllos les franqueó el camino. Ciertamente fue de lamentar que los federales demostrasen tanta abnegación y no se aprovechasen de las circunstancias utilizando para el rápido triunfo de sus ideales la excitación del país y el manifiesto deseo de las provincias de constituirse en Estados; pero ¿quién que de hombre de honor se precie puede hacer cargos a un político por haberse mostrado leal y haber cumplido su palabra? Pi y Margall es un perfecto caballero, así en la vida privada como en la pública, y jamás se ha creído autorizado para transigir con su conciencia, ni a impulsos del interés personal, ni por la conveniencia de su partido. Aun después de evidenciada la artería de los radicales, quiso mantener el pacto en cuya virtud se había proclamado la República. Decía entonces Pi y Margall firmemente que las Cortes Constituyentes organizarían en breve tiempo la federación, porque la libertad electoral era la mayor garantía de triunfo para nuestro partido. Pero aun cuando hubiera estado convencido de que esta conducta era contraria a los intereses del partido, no habría sabido nunca pisotear su palabra: hubiera abandonado el Poder para que le ocupasen correligionarios menos escrupulosos : no es Pi y Margall de esos hombres que establecen un abismo infranqueable entre la vida pública y la vida privada, ni tiene una moral distinta para cada una de estas dos manifestaciones de la existencia; por eso no ha descendido jamás a las habilidades de ciertos políticos, ni ha faltado en caso alguno a su dignidad y a su decoro, ni se ha colocado nunca en esas actitudes nebulosas a que son tan aficionados los que, faltos de verdaderas convicciones, están prontos a inclinarse en uno u otro sentido, siguiendo los impulsos de la conveniencia personal. Su actitud ha sido siempre franca y resuelta: así sus amigos como sus adversarios han sabido desde el primer momento lo que debían esperar o temer de él y si ha esquivado constantemente todo compromiso que, a cambio de aparentes ventajas, pudiese encerrar algún peligro para sus ideas, ha sabido en cambio cumplir con verdadera inflexibilidad los que ha llegado a contraer, por su voluntad, o por las exigencias del momento. Quizá más que nadie deploraba Pi y Margall la intervención de los radicales en la República; porque, merced a ella, veía con profundo dolor aplazado el triunfo de los principios que había defendido toda la vida; pero una vez sellado el pacto con aquella agrupación, por nada del mundo hubiera sido capaz de violarlo, y por eso sintió tan profunda amargura ante el proceder de los que, proclamándose sinceros amantes de la nueva forma de gobierno, demostraban con sus incesantes conspiraciones la mezquindad de los motivos que habían determinado su evolución.