Cómo ser un tirano

Lo propio del Estado

La virtud o potencia propia de un régimen político no es la justicia, la felicidad de los súbditos, el bien común, ni ninguna otra cosa parecida a éstas, que son más bien virtudes morales propias de los individuos o situaciones vitales adquiridas con el propio esfuerzo. Una consideración especial merece quizá el bien común. Si se entiende como paz social, es decir, como aquella situación en que cada persona puede dedicarse a sus actividades sin temor de ser molestado, entonces sí puede considerarse como efecto propio de la virtud del Estado.

Esto es así en la medida en que la paz social contribuye a la estabilidad y posibilidad de duración en el tiempo de un Estado. Esta es la potencia o virtud política por excelencia. Nótese que “Estado” y “estabilidad” son vocablos que parten de la misma raíz, que en latín es stare y se aplica, por ejemplo, al guerrero que aguanta a pie firme la embestida del enemigo. De igual manera, lo propio del Estado es sostenerse y perdurar.

Parece obvio que la estabilidad de un régimen se mide por lo durable que es y que, existiendo distintas clases, distintas han de ser asimismo las causas que contribuyan a su duración.

Es sumamente instructiva la lectura del libro IX de la Política de Aristóteles (traducción de Patricio de Azcárate) para el mantenimiento de las tiranías. Éstas pueden ser de dos clases: una adquirida por medio de las armas y otra por medio de la demagogia. Si una sigue con facilidad a una guerra civil, la otra puede seguir con naturalidad a una democracia. Será útil comenzar por esta última, porque su eco llega hasta el día de hoy, si bien en cierto punto de la exposición no será necesario diferenciarlas.

Consejos generales

Lo que hace que una monarquía se arruine es aproximarse a la tiranía. Por lo mismo, el aproximarse a una monarquía es lo que hace que una tiranía se afiance. Con todo, el tirano debe ser capaz de gobernar con el consentimiento de todos y, si esto no es posible, debe estar dispuesto a hacerlo contra el consentimiento de todos. De otro modo no será tirano. Una vez asegurado esto, puede comportarse como un rey o, a lo menos, aparentarlo.

Con vistas a ese fin simulará ante todo que su interés único es el bien general. No deberá entonces hacer grandes dispendios entre sus amigos y allegados de las dádivas que con tanto sudor ponen en su mano los súbditos y procurará presentarse ante ellos como administrador de la riqueza del país y no como dueño de la misma, lo que en realidad es, ya que puede disponer de ella a su antojo y no tiene motivo para temer que le falte.

Puesto que debe aparentar ser el tesorero y guardián de los bienes de la nación, nunca dirá que exige impuestos por otra cosa que por el interés público. Incluso dará el nombre de “solicitud”, “ruego”, “necesidad de servicio”, etc., a lo que no será más que un mandato que nadie podrá resistir.

Nunca debe estar el que quiera ser tirano demasiado alejado de la gente. Cuando se muestre al público debe hacerlo con semblante serio, para despertar respeto, ya que no temor. Como siempre corre el riesgo de que se le desprestigie tiene que atender a esto sobremanera, lo que requiere mucho tacto político si ha de labrarse una buena reputación. Más le valdrá esto que muchas otras cosas.

Con la vista puesta en ese fin debe cuidarse mucho de ofender a los jóvenes y de permitir que lo haga alguien que pertenezca a su círculo. También debe impedir que las mujeres de su séquito riñan unas con otras, porque las riñas femeninas han perdido a más de uno que se había alzado hasta la tiranía. Si tiene demasiada inclinación por el placer, que no disfrute de él en público y haga cuanto esté en su mano para que nadie tenga conocimiento de esa inclinación. Debe dar pruebas en este asunto de la máxima moderación, porque los defectos del que se emborracha y se entrega a la prostitución se detectan con facilidad. Es como el que duerme en comparación con el que vela.

Debe embellecer las ciudades como si fueran cosa suya, aunque no debe olvidar la máxima de mostrarse como administrador y no como dueño de las mismas. Y debe dar pruebas de piedad ejemplar con la religión del momento, sea religión auténtica o mundana, porque se teme más la injusticia del hombre irreligioso que la del piadoso y porque se confía más en el tirano que sigue la religión de los súbditos que en el que no. Con todo, no debe ser religioso hasta el extremo de ser supersticioso.

Debe premiar a quien se distinga por sus buenas acciones y debe hacerlo él mismo. Los castigos, por el contrario, deben imponerlos sus subordinados y los tribunales. Así aparecerá ante la masa de los súbditos como un benefactor y se construirá en el alma de éstos un castillo inexpugnable.

Debe asimismo procurar que nadie se eleve más de lo conveniente en el ánimo de las gentes. Si no tiene más remedio que convenir en ello, entonces lo mejor será que prodigue a otros muchos las mismas mercedes y dignidades que al que las merezca. Así mantendrá la igualdad entre quienes son buenos y quienes lo son menos. En todo caso, le será conveniente que no acceda a una posición de prestigio un hombre de coraje, porque los hombres así están dispuestos a todo. De manera que si tiene que derrocar a alguien que empiece por los que sean de esta clase. Y debe hacerlo además poco a poco y no de un golpe, para que se note lo menos posible.

Un buen tirano nunca debe permitirse ultrajar a nadie, por mucho que tenga inclinación a ello y justificación para hacerlo, y menos aún a los jóvenes, porque es algo que se sufre mal tanto si pone la mano sobre alguien de carácter codicioso, porque habrá perjudicado su interés dinerario, como si la pone sobre alguien de temple digno y honrado, porque no tolerará que se rebajen su honradez y su dignidad. Se cuidará especialmente de ofender a estos últimos.

Lo mejor será, pues, que renuncie a toda idea de venganza sobre esta clase de hombres. Y si no puede hacerlo, debe procurar al menos practicarla con ánimo paternal y sin que se note que siente desprecio por ellos.

Si el tirano se relaciona con jóvenes de uno u otro sexo es conveniente que haga parecer que cede a su lujuria antes que al abuso de poder. Y, cuando haya errado en estas conductas, que la reparación de ellas supere a la ofensa, si es que quiere seguir conservando el favor de la multitud.

Puesto que tendrá enemigos que quieran atentar contra su vida, que vigile ante todo a los más peligrosos, que son aquellos que no temen perder la propia con tal de arrebatarle la suya. Estos son los que piensan haber sido ultrajados, ellos o sus afines. No piensan en sí mismos a la hora de vengar la ofensa, porque el que obra por resentimiento siempre se cuida de otros más que de sí, como dice Heráclito: «el resentimiento es difícil de combatir, porque entonces se juega la cabeza».

Debido a que la pólis se compone de ricos y de pobres, deberá convencer a unos y otros de que todos encontrarán seguridad solamente en su poder. Si se ve precisado a elegir uno de los dos partidos con exclusión del otro, que se incline por el más fuerte, no sea que llegue a verse obligado a entregar luego las armas a quien no debe y arrebatárselas a quien le podría defender. Así podrá defender su autoridad de sus enemigos.

Consejos para el tirano demagogo

La democracia extrema, que Aristóteles llama demagogia, presenta ciertos vicios iguales a los de la tiranía. Consisten éstos en dar licencia al pueblo llano para que se sienta por encima de todo. Con tal que se le deje vivir como mejor le parezca, éste es muy partidario de la demagogia y la tiranía, de modo que quienes se han allegado estas formas de dominio nada tienen que temer de él. Incluso pueden inducir en su ánimo la ficción de creer que el pueblo es en verdad el monarca y que ellos, los tiranos, son sus aduladores, como ha sucedido muchas veces en las cortes de reyes corruptos. Lo mismo que el adulador es para el monarca así es el demagogo para el pueblo. Luego el que pretenda ser un buen demagogo, debe ponerse siempre al lado del pueblo, alabar sus gustos, los que proceden de las pasiones ligadas al alimento y la reproducción sobre todo, convenciéndole de que son buenos. Debe incluso provocar en él otros nuevos y procurar satisfacerlos, para lo cual cuenta con las propiedades de los ciudadanos, de las que puede extraer lo necesario en forma de impuestos y otras gabelas.

Es cierto, por otro lado, que un alma noble y altiva conoce el amor y desconoce la adulación y que “no hay corazón libre que se preste a esta bajeza”. Por eso el demagogo no se rodeará de hombres buenos, sino de tipos perversos. Y si los que tiene a su alrededor son buenos, o bien se corromperán, quedándose junto a él, o bien serán por él expulsados lejos de sí,

porque cree que él es el único capaz de tener estas altas cualidades; y el brillo que cerca de él producirían la magnanimidad y la independencia de otro cualquiera anonadaría esta superioridad de señor que la tiranía reivindica para sí sola.

Así es como la demagogia provocada por una democracia mal entendida y peor aplicada tiende a destruir el nivel ético y moral de la población. El efecto, no buscado quizá, pero sí logrado a la larga, es que con este abatimiento moral de los súbditos y el apego al poder de la tiranía demagógica que engendra en su ánimo es muy difícil que surjan movimientos en contra de ella, con lo que habrá conseguido consolidarse.

Consejos para el tirano militar

Dicho queda que el tirano nunca debe aparecer como déspota ni como hombre que se preocupa de su negocio particular, sino como amigo del pueblo y monarca benigno. Debe además aparentar moderación y no mostrar excesos. Siempre le vendrá bien por otra parte rodearse de ciudadanos distinguidos, de artistas, sabios y filósofos. Estos últimos deben tener reconocimiento público. De los artistas son recomendables los que se dedican a las artes escénicas, porque complacen sobremanera al vulgo y a sus ojos esas personas crecen hasta la altura de los personajes que representan; a pesar de que sus vidas no suelen sobrepasar una vulgar medianía, se las relaciona con las grandes pasiones y las personalidades sobresalientes de las obras que representan, por lo que parecen muy superiores de lo que en realidad son.

Todo esto tiene como fin ganarse el afecto de la multitud, para que su autoridad parezca bella a todos y sea querida y respetada.

En una palabra, es preciso que se muestre completamente virtuoso, o por lo menos virtuoso a medias, y nunca vicioso, o por lo menos nunca tanto como se puede ser[1].

Si observa que hay peligro de sublevación de la multitud no debe dudar en cortar las espigas más altas, como hacía Periandro de Corinto, que lo aprendió de Trasíbulo, el tirano de Mileto. En efecto, tiene que aprestarse a reprimir cualquier superioridad que se levante cerca de él, oscurecer a los hombres elevados, extender la ignorancia y procurar el decaimiento de la instrucción, impedir que los ciudadanos concurran en lugares de reunión, sea por distracción o por cualquier otra causa, porque en esos lugares es donde puede prender con facilidad la rebelión. Debe también destruir la confianza que pueda surgir entre ellos, para obstaculizar que se agavillen y conspiren contra él. Y conocer todo lo relativo a su conducta y sus haciendas. Todo lo cual irá encaminado a que se acostumbren a la pusilanimidad, la bajeza moral y la servidumbre bajo su dominio.

En suma, lo mejor es que el tirano sea bueno y si no es posible, que sea medio bueno o, a lo menos, medio malo, y que esté incluso dispuesto a ser malo del todo, pero solo para las ocasiones excepcionales.

Resumen

Los procedimientos que el tirano debe seguir para afianzar su poder se resumen en tres: primero, aparecer como tesorero o administrador de los bienes del Estado; segundo, hacer que los ciudadanos desconfíen unos de otros; tercero, degradarlos moralmente. Hará uso de unos u otros según se presenten las circunstancias.

Del primer método ya hemos hablado bastante.

El segundo es necesario practicarlo para que los ciudadanos no se unan y derroquen la tiranía. Para ello es muy útil también irritar al pueblo contra las clases altas. El tercero es complementario de éste, pues, como ha de perseguir a los hombres de bien como enemigos de su poder, ya que no solo odian como degradante todo despotismo, sino que confían en sí mismos y pueden obtener la confianza de otros, aparte de que no son capaces de traicionar a nadie, no quedarán en pie más que aquellos cuya moral se ha rebajado, y esos no se inclinarán por la rebelión.

A lo cual hay que añadir que es conveniente empobrecer a los ciudadanos para que carezcan de medios con los que oponerse a su poder.

A todos estos medios se une otro procedimiento de la tiranía, que es el empobrecer a los súbditos, para que por una parte no le cueste nada sostener su guardia, y por otra, ocupados aquéllos en procurarse los medios diarios de subsistencia, no tengan tiempo para conspirar. Con esta mira se han elevado las pirámides de Egipto, los monumentos sagrados de los Cipsélides, el templo de Júpiter Olímpico por los pisistrátidas y las grandes obras de Polícrates en Samos, trabajos que tienen un solo y único objeto: la ocupación constante y el empobrecimiento del pueblo. Puede considerarse como un medio análogo el sistema de impuestos que regía en Siracusa: en cinco años, Dionisio absorbía mediante el impuesto el valor de todas las propiedades. También el tirano hace la guerra para tener en actividad a sus súbditos e imponerles la necesidad perpetua de un jefe militar. Así como el reinado se conserva apoyándose en los amigos, la tiranía no se sostiene sino desconfiando perpetuamente de ellos, porque sabe muy bien que si todos los súbditos quieren derrocar al tirano, sus amigos son los que, sobre todo, están en posición de hacerlo.


[1] Aristóteles, Política, cap. IX


 

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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