Si el nacionalismo se torna ideología, si ocupa el lugar de la religión, si presenta ante el creyente la convicción de que tiene todas las respuestas últimas a la existencia humana y al sentido de la vida, si ofrece la redención y el consuelo de todos los males, entonces es una terrible amenaza. Así fue el nacionalismo que mostró su faz con la Revolución Francesa, cuando quedó sentado que no importa cómo ejerce su voluntad una nación, que lo que importa es que la ejerza y que todo procedimiento es adecuado porque su voluntad es suprema. Convertido en fanatismo, este nacionalismo desplaza toda religión, reclama toda fe para sí y exige todo de sus fieles. Cobró cuerpo en la nación francesa en sus albores revolucionarios y después en el ideario nacionalsocialista, entre otros. Esta clase de fanatismo es siempre un nosotros contra un ellos, una exigencia de adhesión en cuyo nombre se ha derramado demasiada sangre hasta hoy.
Pero ésa no es la nación real, la que vive la gente llana que habita sus barrios en paz junto a sus vecinos y muestra en su conducta diaria que comparte con todos un pasado y una lealtad al ordenamiento social y político al que pertenecen ellos y sus familias. La que les permite decir nosotros, un lugar que integra con facilidad al que viene de fuera, con tal de que siga unas pocas normas de buena vecindad.
En su forma normal de desenvolverse, esta identidad es pacífica. Está definida en términos territoriales: para los que habitan un suelo determinado estas lealtades son el fundamento del orden legal. Es así porque son tres los factores que definen un Estado: ley, población y territorio. La ley no es, en principio, algo que surge de arriba y se impone a los de abajo, sino se fundamenta más bien en las costumbres y normas morales de la población que habita un territorio, normas que brotan de la relación de unos con otros.
Cuando la ley se define en términos religiosos, como en el Irán actual, no puede haber un nosotros, a no ser el de los fieles, que siempre será contra un ellos, los infieles. En un territorio habitado por individuos con la lealtad nacional de Sièyes, la del nacionalsocialismo, la de la clase universal del proletariado o la de los indigenismos de América y España, tampoco hay otra cosa que un nosotros contra un ellos. Entre los que viven en una nación de pacífica identidad, por el contrario, pueden coexistir varias religiones, ideologías e inclinaciones, a condición de que ninguna se haga dueña del total, a condición de separar el poder temporal y el espiritual: «A Dios lo que es de Dios, al César lo que es del César».
En lo civil predomina la ley civil, válida para todos, en lo religioso la ley religiosa, válida para los fieles. Una religión como el catolicismo es pública en cuanto no puede ocultarse en la conciencia individual, pues todo católico está obligado a propagar su fe. Pero no se inmiscuye en la ley civil, que, sin embargo, puede sentirse autorizado a criticar, como todo el que pertenezca a la nación.
La libertad religiosa, de asociación, de conciencia, de imprenta, de movilidad, etc., se dan en un territorio en que impera la ley en el sentido dicho. Es una maravillosa herencia que no nos está permitido dilapidar. No es sólo nuestro presente. Es también el presente que habrán de vivir nuestros hijos y nuestros nietos, y fue el presente que vivieron nuestros padres y nuestros abuelos, que fueron generosos reconciliándose después de una guerra fratricida. Es un lazo que une a los que no están ya, a los que no están todavía y a los que vivimos ahora.
Primero nos tratamos como vecinos, donde cabemos todos sin distinción alguna, y solamente después como miembros de una clase, una raza, una religión o una etnia, pero sin que ninguna de estas pertenencias destruya la primera y fundamental. Las obligaciones de vecindad fundan la lealtad del orden político. Las discrepancias se dirimen mediante la ley aplicada sobre quienes viven en el mismo territorio. Este es nuestro orden político, nuestra nación democrática, un orden que necesita que haya fronteras. Quienes dicen vivir en un mundo sin fronteras son apátridas y no pueden reclamar la protección de la ley o no saben lo que dicen.
Las fronteras de nuestra nación están siendo amenazadas desde fuera y desde dentro de ellas. Desde fuera por quien quiere apropiarse de una parte de nuestro territorio, desde dentro por quien llega a acuerdos con sediciosos que quieren desgajar una parte de él para instaurar un nacionalismo racial. Por esto hay que ir a la Plaza de Colón a decir que defendemos lo nuestro. A la Plaza de Colón, donde se recuerda a un marino genovés y sus tres carabelas, cuando el nosotros se abrió al máximo para acoger a gentes de otras razas, otras lenguas y otras religiones. Un nosotros universal, de lo que es prueba la lengua que todos hablamos y la religión en que nos hemos criado, ambas universales.
¡Todos a Colón el día 13!