El que hoy se esfuerce por hablar objetivamente sobre la autoridad está nadando contra la corriente. Pocos conceptos hay tan denostados como éste. Se la hace equivaler a imposición, coerción, despotismo, etc., lo cual no debe extrañar a nadie, pues nuestro presente es deudor en gran medida de las ideas de filósofos como Rousseau, Marx, Lenin, Nietzsche, Freud, etc.
Atendamos a Marx y a Lenin, cuyas doctrinas se pusieron en práctica en Rusia, dando lugar a la restauración por vía despótica del imperio de los zares. En la Enciclopedia filosófica, editada en Moscú el año 1964, la autoridad se entiende lisa y llanamente como poder y el poder como la aplicación de diversas formas de fuerza, llegando a la intervención militar para conseguir o mantener un dominio económico o político, o para conquistar cualquier otro derecho o privilegio[1]
El poder se entiende únicamente como fuerza física directa aplicada al dominio de unos hombres sobre otros. ¿Quién habrá de negar la necesidad moral de su extinción? Los seguidores de Marx y Lenin no, desde luego. Ellos no deben dejar pasar una sola oportunidad de destruirlo. Puesto que, según creen, la historia de la humanidad enseña que el uso del poder está ligado al dominio de unas clases sociales sobre otras, aquel se esfumará por sí solo cuando desaparezca la fractura o división de la sociedad en clases y todos los hombres pasen a formar parte de una sola totalidad social. Dicha fractura se debe al “poder y el robo, la astucia y el engaño”, añade la mencionada Enciclopedia filosófica, a un manto oscuro de patrañas que oculta la igualdad esencial entre los hombres.
Esta concepción superficial del poder se sustenta sobre una visión utópica y beatífica de la igualdad humana, sobre una visión que a fin de cuentas hunde sus raíces en el cristianismo. No es extraño que, habiéndolo comprendido como una fuerza del mal, los revolucionarios hayan hecho un uso consecuente del mismo cada vez que lo han tenido en sus manos. Engels fue quien dejó sentada la doctrina. El proletariado, dijo, no busca el poder ni se apoya en él para lograr sus fines. Si se ve obligado a hacerlo es porque no tiene otra opción que enfrentarse a las fuerzas opresoras que bloquean la revolución. Son esas clases las que cogen las armas porque ven aproximarse su final y no se resignan a desaparecer. ¿Qué otra cosa puede hacer el proletariado que utilizar la dictadura contra ellas?
La doctrina fue completada y puesta en práctica por Lenin, para quien la esencia de la dictadura del proletariado no consiste fundamentalmente en el poder, sino en la organización y disciplina de su vanguardia, es decir, del Partido Comunista, para aplastar toda resistencia que le impida finalmente destruir el poder.
Este es el motivo por el que el marxismo-leninismo defiende la necesidad de la dictadura desde finales del siglo XIX hasta el hundimiento del Telón de Acero. Otros movimientos de izquierda, como el anarquismo o la socialdemocracia, no han hecho suya esta doctrina, pero sí la concepción pesimista del poder en que reposa. Y hoy dicha concepción, con algún añadido procedente de Freud y algún otro de Rousseau, mezclada con el fuerte hedonismo que potencia la actual sociedad de mercado, se ha extendido a todo el cuerpo social. Hoy se tiene a gala el hecho de carecer de autoridad en todos los órdenes de la vida. Cada uno es autoridad de sí mismo, a pesar de no ser ni siquiera autor de sus propios actos, cuya responsabilidad se esfuerza por endosar a otros. Se trata de un estado de ánimo generalizado que Steiner ha descrito de la siguiente manera:
Yo describiría nuestra época actual como la era de la irreverencia. Las causas de esta fundamental transformación son las de la revolución política, del levantamiento social (la célebre “rebelión de las masas” de Ortega), del escepticismo obligatorio en las ciencias. La admiración -y mucho más la veneración- se ha quedado anticuada. Somos adictos a la envidia, a la denigración, a la nivelación por abajo. Nuestros ídolos tienen que exhibir cabeza de barro. Cuando se eleva el incienso lo hace ante atletas, estrellas del pop, los locos del dinero o los reyes del crimen. La celebridad, al saturar nuestra existencia mediática, es lo contrario de la fama. Que millones de personas lleven camisetas con el número del dios del fútbol o luzcan el peinado del cantante de moda es lo contrario del discipulazgo. En correspondencia, la idea del sabio roza lo risible. Hay una conciencia populista e igualitaria, o eso es lo que hace ver. Todo giro manifiesto hacia una élite, hacia una aristocracia del intelecto evidente para Max Weber, está cerca de ser proscrito por la democratización de un sistema de consumo de masas (democratización que comporta, sin duda alguna, liberaciones, sinceridades, esperanzas de primer orden). El ejercicio de la veneración está revirtiendo a sus lejanos orígenes en la esfera religiosa y ritual. En la totalidad de las relaciones prosaicas, seculares, la nota dominante -a menudo tonificantemente americana- es la de una desafiante impertinencia. Los “monumentos intelectuales que no envejecen”, quizá incluso nuestro cerebro, están cubiertos de graffiti. ¿Ante quién se ponen en pie los alumnos? Plus de Maîtres (¡más maestros!) proclamaba una de las consignas que florecieron en las paredes de la Sorbona en mayo de 1968[2].
En todo este magma de ideas hay un profundo error de análisis. Los revolucionarios bolcheviques de 1917 y la abotargada masa hedonista de nuestros días odian por igual a cualquier hombre que se haya alzado una cuarta por encima de ellos. Todos odian la excelencia. Pero este hecho real no debe oscurecer la verdadera realidad. Y a la verdadera realidad se ha referido siempre la teoría política al distinguir entre auctoritas y potestas, entre autoridad y poder. El poder de mando de un presidente de gobierno va aparejado al cargo que ocupa, pero su valía personal para ese mismo cargo es una cosa muy distinta. El poder ocupar la mesa del profesor y dar clases es también algo que va aparejado al puesto obtenido por oposición, pero el saber que tenga quien ocupa la mesa es asimismo algo muy diferente. Los ejemplos, que se podrían extender a todas las facetas de la vida, mostrarían en cada caso que la autoridad, lejos de ser una losa que hay que soportar estoicamente, es un elemento necesario para la realización personal de los individuos que supeditados a ella.
En lo que sigue se exponen dos ejemplo de autoridad sobresaliente, uno extraído de la obra ya mencionada de Steiner y otro de Clausewitz. El primero guarda relación con la enseñanza y la religión, el segundo con la guerra.
Sócrates y Jesús
No es una hipérbole decir que Sócrates y Jesús están en el eje central de nuestra civilización. Los relatos de la pasión inspirados en sus muertes generan los alfabetos interiores, los reconocimientos cifrados de buena parte de nuestro idioma moral, filosófico y teológico. Siguen siendo trascendentes incluso en espacios en buena medida inmanentes, y han instilado en la conciencia occidental una irremediable pesadumbre y al propio tiempo una fiebre de esperanza. Las semejanzas, los paralelismos, los contrastes entre los dos engendradores han sido motivo de exégesis religiosas y de una hermenéutica moral y filosófica, pero también del estudio de los géneros poéticos y las técnicas dramáticas. Es casi imposible comprender los movimientos del intelecto occidental de Herder a Hegel, de Kierkegaard a Nietzsche y a Lev Chestov sin la determinante presencia de Sócrates y de Jesús. La dual iconografía es igualmente extensa. El dedo levantado de Sócrates en el momento de su despedida y en célebre cuadro de Jacques-Louis David es un deliberado antecedente del de Jesús.
He centrado mi atención en la enseñanza, en el Magisterio y el discipulazgo; en Atenas, en Galilea y en Jerusalén. El pedagogo itinerante, el virtuoso de la dialéctica que salió de Nazaret, dice a todo el que quiere escuchar que no es nada más ni nada menos que un maestro.
A diferencia de Sócrates, el Maestro galileo elige y recluta a sus discípulos. Su número tiene su lugar en la numerología heredada: en un principio son doce, como las tribus de Israel y los signos del zodíaco. No son los aristócratas ni la juventud dorada de Atenas, sino gen te corriente: “Y se sorprendieron de su doctrina, pues él les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas”.
Mientras que buena parte de la doxa platónica, puesta en boca de Sócrates, se expresa por medio de mitos, el meollo de las enseñanzas de Jesús está contenido en parábolas: una taquigrafía oral encaminada a la memorización. De forma perenne se ha discutido sobre la categoría epistemológica de estos dos modos, su validez y sus “verdaderas funciones”. Una definición cardinal del genio apunta, creo yo a la capacidad de engendrar mitos, de inventar parábolas. Esta capacidad es extremadamente infrecuente. Caracteriza a Kafka más que a Shakespeare, a Wagner más que a Mozart. Los mitos platónico-socráticos, como el de la Caverna y el grano de mostaza o el hijo pródigo -dos parábolas de Jesús-, tienen algunos rasgos comunes. Son abiertos en el sentido de que dan lugar a inagotables multiplicidades y potencialidades de interpretación. Mantienen al espíritu humano en precario equilibrio. Escapan a nuestras paráfrasis y a nuestra interpretación aun cuando nos parezca aprehenderlos (éste es precisamente el modelo heideggeriano de aletheia, de una verdad que se oculta en el momento mismo del descubrimiento). El mito del auriga y la parábola del sembrador están perfectamente delimitados y sin embargo son interminables. La física de la relatividad puede habérselas con esta aparente contradicción. Puede ser que tanto los mitos de Platón como las parábolas de los Evangelios sean, en su núcleo secreto, metáforas que se despliegan. Esta dinámica actúa en la parábola kafkiana, transparente y no obstante insondable, de la Ley. Una analogía pudiera ser la indecibilidad, aplicable y totalmente coherente, de las matemáticas.
Pero ‘analogía’, en sí una noción tan resbaladiza, no nos lleva muy lejos. Como casi ningún otro, los mitos que vuelve a narrar Platón, las parábolas que ofrece Jesús, encarnan -utilizo esta palabra a propósito- lo que es a un tiempo decisivo e inexplicable en el Magisterio, en el arte de enseñar. El hambre de significado que tiene el alma, el intelecto, obliga al discípulo (a nosotros) a volver, una y otra vez, a estos textos. Esta vuelta, siempre frustrada y sin embargo siempre renacida, puede acercarnos cuanto es posible al concepto de resurrección. El cual es también, quisiera aventurar, una metáfora.
Los matices, la economía de referencia y contexto personal, hacen casi imposible llegar a una ordenación sistemática de los alumnos y acólitos de Sócrates. En los Evangelios sinópticos, una técnica bidimensional proporciona una serie de discípulos de Jesús con una incisiva inmediatez. Como las figuras de los mosaicos bizantinos, son planas y a la vez monumentales. No obstante, milenios de invocación y exégesis litúrgica han conferido a un Pedro, a un Andrés, a Simón el Cananeo su individuación. ¿Dónde estarían sin ellos la pintura, la arquitectura de Occidente? Están en los brotes de impaciencia, incluso de violencia, de Jesús. Éstos pueden ser dirigidos a los discípulos. Santiago y Juan son reprendidos. Se predice la traición de Pedro. Se manda a un aspirante que abandone el entierro de su padre: una exigencia que aparta drásticamente a Jesús de Nazaret de la que es casi la obligación más sagrada del judaísmo. La ira del Maestro clama: “Pedro, Simón, ¿duermes? ¿Es que no puedes velar ni siquiera una hora?”. Una vez más, el motivo del insomnio unido a la gran enseñanza.
No sabemos por qué Platón estuvo ausente en la muerte de Sócrates, con el debido respeto al cuadro de David, o, dicho con más precisión, por qué se excluye él mismo de Critón, donde ser relata su muerte. ¿Acaso el dolor era demasiado grande (Sócrates manda a los discípulos contener sus lamentos)? Pablo de Tarso nunca llegó a ver a Jesús con sus propios ojos. A través de la lengua escrita, ambos discípulos otorgaron a sus Maestros una inmensidad póstuma. La oralidad se publicó y se hizo duradera, pero a un precio que se refleja en la emblemática oposición entre el espíritu y la letra. La enseñanza y la metafísica maduras de Platón se apartan cada vez más de lo que conocemos de Sócrates. Pablo transmuta a Jesús de Nazaret en Cristo. Este proceso de transformación es un elemento recurrente, incluso fundamental, de las lecciones de los Maestros. La lealtad y la traición están estrechamente unidas.[3]
[1] Kernig, C. D., (dir.), Veyme, K. von (dir. serie) Marxismo y democracia, Política 7, trad. de J. S. Guijarro, adapt. bibliográficas de J. G. Fernández, Ediciones Rioduero, de Edica, Madrid, 1975, voz “poder”.
[2] Steiner, G., Lecciones de los maestros, tr. M. Cóndor, Siruela, Madrid, 2003, pág. 172.
[3] Steiner, G., o. c., págs. 40 y ss.