1. Tiempo de revoluciones
Los nuevos tiempos, que son los nuestros, tuvieron en Hegel su heraldo, porque, según él, los motivos centrales de la Revolución Francesa y su expansión a toda Europa por los ejércitos y la obra jurídica de Napoleón anunciaban la realización de la razón en la historia. Más tarde, ya vencido Napoleón y deshecha aparentemente su obra, Hegel fijó su mirada en Prusia, una de las potencias vencedoras. Estaba convencido de que su filosofía unificaba el mundo por el pensamiento mientras las fuerzas políticas y militares lo unificaban por la acción. No era la primera vez que sucedía algo parecido. Aristóteles, con quien tanto gustaba Hegel compararse, también se había esforzado por integrar en un sistema coherente todo el saber anterior con el fin de comprender el mundo mientras su discípulo Alejandro lo conquistaba por los armas y las leyes y extendía a todos sus confines la cultura helénica. Como Aristóteles también, Hegel cierra un ciclo histórico y abre otro. Él mismo creyó que era así.
Suele darse por sentado que este ciclo, denominado Edad Contemporánea, empieza con el Congreso de Viena de noviembre de 1815, cuando las potencias victoriosas, tras haber aniquilado a las tropas de Napoleón en la batalla de Waterloo librada el mes de julio del mismo año, se repartieron Europa y pretendieron fortalecer la legitimidad del Antiguo Régimen. En Viena se habría querido dar nueva vida al pasado que la Revolución de 1789 y su primer vástago, el Imperio Napoleónico, habían estado a punto de enterrar para siempre.
Pero el Congreso fue un vano empeño por contener una corriente que no tardaría en demostrar que era incontenible. Sea suficiente para comprenderlo así el caso de España, donde entró Napoleón en 1808 y entronizó a su hermano José para que instaurara la igualdad en el sistema legal y la educación general, y decretara el fin de la Inquisición, la aconfesionalidad estatal, la abolición de la servidumbre, el sufragio universal, etc., pero fue rechazado por el pueblo alzado en armas. Fernando VII, el rey felón, representó a continuación ese rechazo y pretendió volver al estado de cosas anterior. Pero la historia de España ha acabado derribando lo antiguo y recobrando las reformas napoleónicas, depuradas y acopladas más o menos a nuestra tierra. Tal vez esto fue lo que Hegel entrevió para la historia universal. La revolución política, temporalmente fracasada en Francia y parcialmente realizada en Inglaterra, había triunfado ya en los Estados Unidos de Norteamérica, mientras la revolución social seguía su curso subterráneo, pues la burguesía estaba juntando el dominio político y social al económico, desplazando a la vieja aristocracia. Éste era un efecto poco visible, pero real, de ese proceso histórico que ha recibido el nombre de Revolución Industrial.
Acéptese que la Edad Contemporánea comienza en 1815, pero para advertir de inmediato que consta de un largo periodo de vacilaciones que dura hasta 1914, comienzo de la Primera Gran Guerra, o hasta 1917, el año de la Revolución Bolchevique. Los cambios aparecidos entretanto, cambios como el liberalismo, credo político de la burguesía, el avance de la ciencia y la técnica, las aplicaciones de ambas a la producción industrial, que han ocasionado la llamada Segunda Revolución Industrial, y el socialismo, credo político de los desheredados de la fortuna, son los padres que han engendrado las marcas de nuestro tiempo.
2. Rasgos de la Edad Contemporánea.
El cuadro de la nueva edad se cifra en los cinco trazos siguientes[1].
El primero es ese entramado de adelantos técnicos y científicos cuya floración, que algunos juzgan desmesurada, es hoy patente para cualquiera. A la revolución industrial del carbón y el acero, que trajo consigo la máquina, el trabajo en las fábricas y la transformación de la vida rural en ciudadana, sucedió otra revolución, la de la introducción de la planificación científico-técnica en la producción de bienes, que trajo consigo la producción creciente de necesidades.
El segundo es el desplazamiento de Europa como centro de la historia. Al primer periodo de expansión del industrialismo a todo el planeta, de confianza absoluta en la superioridad de los valores europeos, de proclamación incluso de la obligación moral de extenderlos a toda la humanidad, lo cual ha solido merecer la acusación de imperialismo, ha sucedido otro periodo de surgimiento de nuevas potencias que han significado el ocaso del sol de Europa. El resultado ha sido la forja actual de un mundo nuevo, cuya señal más clara es el peso planetario que han adquirido los Estados Unidos de América, pero también la emergencia de Rusia, China, Japón, etc. La política europea, aplicada durante el siglo XIX a todo el planeta, ha sido reemplazada por una política mundial cuyo centro se está dirimiendo en nuestros días.
El tercero es el despertar de las masas, que ha cambiado la vida individual y la organización política. El desarrollo de la nueva industria ha condensado enormes cantidades de hombres, las cuales han crecido exponencialmente durante los últimos doscientos años y se han convertido en aglomeraciones masivas, impersonales, estadísticas y maleables, en aglomeraciones que han planteado problemas nuevos, como la sanidad y la educación, y han forzado la elaboración de nuevas filosofías sobre la intervención del Estado. Por esto ha nacido la democracia de masas, un poder ostentado por partidos políticos que la historia no había conocido nunca.
El cuarto es la reacción de Asia, América y África contra Occidente. La superioridad europea era indiscutible todavía a principios del siglo XX, pero pronto se anunció un movimiento de signo contrario, que llegó a su apogeo entre 1945 y 1960. En esos pocos años lograron su independencia contra Occidente más de cuarenta estados, que agrupaban a más de ochocientos millones de personas. La historia tampoco había presenciado antes nada semejante.
El quinto es la aparición del marxismo como ideología política. Sus ideas originales proceden del siglo XIX, sobre todo de los escritos de Marx y Engels, pero se identificaron con el triunfo de la Revolución Bolchevique de 1917 y las que se sucedieron en otros muchos países. Su fácil propagación en forma de etiquetas rígidas merced a la nueva difusión de la cultura y los nuevos procedimientos de instrucción, han conseguido que sea un producto específico del siglo XX. De la misma manera que surgió el liberalismo a partir de 1789 como ideología destinada a negar los privilegios de la aristocracia, así también surgió el marxismo después de 1917 como ideología destinada a negar el liberalismo y fundamentar la esperada revolución de los desposeídos.
[1] V. Barraclough, G., Introducción…