Decir que la filosofía debe ser esclava de la teología es decir que el raciocinio debe estar supeditado a las verdades de la fe, pero no se entiende cómo podría suceder una cosa así. No obstante, ese apotegma no ha sido nunca una doctrina extendida y aceptada por los teólogos mismos.
El aforismo apareció por primera vez en el siglo XI cuando Roscelino, llevado por su doctrina de que los universales no tienen realidad alguna, sino que son meros soplos (flatus vocis), pareció a algunos que caía en el error triteísta porque habría afirmado que las tres Personas de la Santísima Trinidad son en realidad tres dioses, debido a que todo ser existente o bien es un individuo o bien es nada.
El aquel tiempo el cetro de la filosofía estaba en manos de los que a sí mismos se llamaban dialécticos, unos filósofos cuya razón, según decía san Anselmo, se halla tan embargada por la imaginación que no son capaces de contemplar seres inteligibles.
Uno de aquellos “herejes dialécticos”, era Roscelino, que decía, por ejemplo, que la idea de que un todo consta de partes no tiene sentido, porque la realidad se compone solo de cosas individuales. Lo cual no es en verdad algo indefendible si lo que quería decir es que la idea del todo es un concepto que se halla en la mente y que en la realidad solo hay seres particulares. Pero no es fácil dilucidarlo, pues las doctrinas de Roscelino se conocen hoy por referencias de otros autores.
Lo que sí se sabe es que aquellos sofistas, o dialécticos peripatéticos, viajaban de un centro de estudios a otro alardeando de juegos florales silogísticos y faltando a la autoridad en cuanto se les presentaba la ocasión. Más de uno se burló incluso del principio de contradicción. Sus alardes no habrían pasado de ser molestos y desde luego habrían sido inofensivos si se hubieran limitado a la dialéctica y no hubieran hecho alguna que otra incursión en el terreno de la teología.
Entre ellos se contaban Anselmo el Peripatético de Parma y Berangario de Tours. Este último mantuvo que los accidentes no pueden darse sin la sustancia y que por ello la transustanciación que se opera en la Santa Misa no puede tener lugar.
San Pedro Damián, molesto por estas transgresiones, declaró, no sin razón, que la dialéctica era un entretenimiento vano de gente ociosa y superficial, un saber superfluo. Otloh de St. Emmeran se quejó también de que algunos creían más en Boecio que en la Biblia.
Pedro Damián, aunque en sus escritos y sermones tenía que hacer uso de la dialéctica, veía que ésta estaba más pendiente de las cosas mundanas que de la salvación del alma. Por eso sentía que su utilidad tiene que ser subsidiaria, no solo porque la fuerza de los dogmas procede de una fuente superior, sino porque los mismos principios supremos de la razón tienen muy escaso valor y pueden carecer de toda utilidad en teología.
Eso le llevó a caer en contradicción, como al decir que Dios puede hacer que un hecho del pasado no haya sucedido. Incluso pensó que si una verdad de fe es contraria al principio de contradicción, tanto peor para ese principio. La razón, la filosofía, concluyó, tienen que ser velut ancilla dominae (como una esclava para su señora)
La idea fue también utilizada por Gerardo de Czanad, en Hungría, donde fue obispo. Gerardo puso la sabiduría de los apóstoles sobre la de los filósofos y dio lugar a la forma definitiva del tópico al declarar que la segunda tiene que ser ancilla theologiae (esclava de la teología)
Pero la idea no pasó de ser una convicción de un muy reducido grupo de teólogos, de individuos que apreciaban en poco el saber humano, pese a lo cual tenían que valerse de la dialéctica. Y, pese a todo cuanto se ha dicho, no es compatible con el sistema filosófico de Santo Tomás.
En realidad, la síntesis tomista, así como otras grandes filosofías de los siglos siguientes, fueron herederas de las actividades de los dialécticos del XI y no de las tendencias místicas de hombres como san Pedro Damián y Gerardo de Czanard.
(V. Copleston, F., Historia de la filosofía, 2. De san Agustín a Escoto, páginas 118-123)