Eutanasia. Dos películas

Para decir de alguien que es muy orgulloso, un viejo aforismo castellano se refiere a don Rodrigo: “Tiene más orgullo que don Rodrigo en la horca”.

Sin embargo, don Rodrigo Calderón, Marqués de Siete Iglesias, murió por degollamiento el 21 de octubre de 1621, y no dio muestras de orgullo en ese trance, sino de entereza y valor. Había sido secretario del Duque de Lerma, el que “para no morir ahorcado se vistió de colorado” en tiempos de Felipe III y, no pudiendo acogerse a la inmunidad que daba a su señor el capelo cardenalicio, comprado en Roma para librarse de la justicia debida a sus fechorías, fue ejecutado en la Plaza Mayor de Madrid al comienzo del reinado de Felipe IV. Con tanta serenidad afrontó su final que el pueblo quedó vivamente admirado, el V Duque de Alba dijo de él que había muerto con el orgullo de un romano y la piedad de un buen cristiano, y mucho tiempo más tarde seguía despertando admiración, como atestigua Azorín, que lo puso como modelo de políticos, los cuales, según dejó escrito, deberían tener “este espíritu y fervor que tuvo don Rodrigo, este sosiego, esta inalterabilidad maravillosa y profunda”.

La muerte de don Rodrigo fue una muerte muy digna. Pero no fue eutanasia, pese al significado que se atribuye a este vocablo griego con el propósito de ocultar otros que son más acordes con la realidad, porque si se trata de eutanasia activa o positiva, más parece homicidio que otra cosa, y si es voluntaria es cooperación en el suicidio. También recibieron ese nombre los programas de exterminio de los discapacitados físicos o mentales durante el régimen nazi, cuando es obvio que su nombre correcto debería ser el de asesinato eugenésico. Tampoco es correcto referirse con él al sacrificio de animales viejos o enfermos, como suele hacerse.

La eutanasia hizo acto de presencia en el mundo de la política precisamente de la mano de los nazis. Hitler firmó en 1939 un decreto que autorizaba al jefe de su Cancillería y a Karl Brandt, su médico personal, a llevar a cabo las muertes. El proyecto recibió el nombre de Aktion T4. La Santa Sede se opuso en 1940, alegando que “el asesinato directo de una persona inocente por defectos mentales o físicos no está permitido”, porque es contrario a la ley natural y a la ley divina. Durante el verano de 1941 el obispo católico de Münster y otros miembros del clero encabezaron una serie de protestas por toda Alemania, que constituyeron la oposición más fuerte a cualquier otra acción política del III Reich. De hecho, a finales de ese mismo año Hitler ordenó detener el programa de eutanasia por causa de dichas protestas.

Ese mismo año 1941 se estrenó una película, de buena factura y excelente ejecución, “Ich klage an” (Yo acuso) auspiciada por el Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda, comandado por Joseph Goebbels. Es la mejor película que nunca se haya hecho en defensa de la eutanasia. A su lado palidece la de Amenábar, que, según parece, ha tenido un influjo más fuerte sobre la gente, pues la otra sigue estando prohibida en Alemania. Hay otras diferencias: que al preestreno de la de aquélla asistieron el presidente Zapatero y su gobierno para promocionarla y que diecisiete años más tarde ha dado su fruto en forma de ley, al menos según la prensa afín a estas ideas.

La película alemana presenta una ficción. De argumento sencillo y realización perfecta, desemboca en el “asesinato por amor” de una joven esposa, a petición propia, por su marido médico, y en el juicio de éste. Se menciona también de paso la conveniencia de aplicar la “muerte digna” a niños con enfermedades que dejan graves secuelas. Se trataba, en parte, de una justificación retrospectiva, pero también de un intento de provocar en la población una convicción.

Algunas veces el acto de matar es humanitario, incluso un acto de amor, se dice en el debate que los jueces del caso mantienen antes de la sentencia; una sentencia que no se llega a dictar y se deja en suspense, invitando a que sea el espectador quien juzgue con los datos y razones y principios morales perversos suministrados por el largometraje.

El procedimiento es conocido. La población no está lista para aceptar una ley de eutanasia y hay que prepararla, quebrando sus convicciones morales. Se impulsan entonces obras literarias, se convocan certámenes artísticos, se impulsan largometrajes, etc., que hagan aceptable lo que el gobierno quiere implantar. Después viene el debate “espontáneo” sobre el asunto. O no viene siquiera. Finalmente, se convierte en ley lo que se ha logrado convertir en un “clamor popular”. Así lo dice uno de los jueces de esta película como elemento de convicción para la gente: ¿acaso no es la actuación moralmente digna el objetivo último de las leyes?

“Actuación moralmente digna”, dice el juez de la película. Sin embargo, la moral no parece refrendar esa noción. Sin necesidad de recurrir a la ley moral natural, en la Ética a Nicómaco, de Aristóteles, que, como todo el mundo sabe, no era cristiano, se encuentra este argumento sobre el suicidio:

«Pero el matarse uno a sí mismo, por salir de necesidad y pobreza, o por amores, o por otra cualquier cosa triste, no es hecho de hombre valeroso, sino antes de cobarde. Porque es gran flaqueza de ánimo el huir las cosas de trabajo y muerte, no por ser cosa honrosa el morir, sino por huir del mal. Es pues, la fortaleza de ánimo tal cual aquí la habemos dibujado.» (Ética a Nicómaco; trad. de P. Simón Abril)

Fortaleza de ánimo es lo que tuvo don Rodrigo Calderón y por eso fue digno de admiración. Lo contrario es, por tanto, cobardía, que no se justifica con sentimentalismo. Quien ayuda a otro a matarse y dice hacerlo por amor y amistad, ¿no daría acaso más señales de amor ayudando a que sea fuerte quien ha visto truncada su vida y tiene deseos de abandonarla?

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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