Nacido en 1548 y fallecido en 1617, Francisco Suárez, llamado el Doctor Eximio, guarda una gran semejanza con santo Tomás en cuanto que tiene ante sí una inmensa cantidad de fuentes cada vez que pone su pluma sobre el papel. Conoce a fondo a Platón, Aristóteles, a los comentadores de ambos, a los neoplatónicos (Plotino, Plutarco, Proclo), a los escolásticos, sean dominicos, franciscanos o jesuitas, a los nominalistas, los árabes, los renacentistas, los averroístas latinos, etc. A todos cita profusamente y los trata con respeto, de todos acepta ideas después de hacerlas pasar por el tamiz de su propio pensamiento. Su sistema filosófico, bien trabado, es un compendio o resumen de todo cuanto había llegado hasta él.
Su influjo en la filosofía posterior se extiende hasta Hegel, según Heidegger, que afirma: “Suárez es el pensador que ha influido más fuertemente en la filosofía moderna. Descartes depende directamente de él”[1]. Añade a continuación que la primera sistematización y exposición ordenada de la metafísica es obra suya.
Hay que pensar, pues, que la filosofía moderna comienza con Francisco Suárez. ¿Por qué entonces todos los manuales dicen que comienza con el racionalismo cartesiano, como si éste hubiera surgido de la nada? Si lo que dice Heidegger fuera falso o exagerado, habría que conceder veracidad a los manuales, pero no lo es, porque, al menos en la línea del tiempo, muchos temas de la filosofía moderna están previamente presentes en los escritos de Suárez.
Hay un dato ajeno a esos contenidos, un dato externo e instrumental que sirve para empezar a avalar las afirmaciones de Heidegger, y es que Suárez fue un autor que se estudió en toda Europa durante el siglo XVII. Sus Disputaciones metafísicas, dos mil páginas de metafísica inaccesible al lector no versado en filosofía, se editaron por primera vez en Salamanca el año 1597, en Venecia en 1599, en Maguncia en 1605, nuevamente en Maguncia, en París y en Venecia el mismo año 1605, siendo éstas solamente las primeras ediciones. Más tarde vendrían otras, que llegarían hasta 17 entre 1597 y 1636.
Dice Gilson que esta profusión de ediciones se debió a que la obra de Suárez fue un tratado moderno de metafísica que por primera vez en dos mil años se independizaba del texto aristotélico. Lo cual sucedió en un siglo, el llamado siglo del genio, que tenía necesidad de algo más que de una lista de comentarios de Aristóteles o de escritos escépticos al estilo de Montaigne.
Hay una línea alemana, que converge en Leibniz y Wolff, que revela cómo las ideas de Suárez y otros filósofos jesuitas, los llamados filósofos de la Contrarreforma, se estudiaban no sólo en las universidades católicas, sino también en las protestantes, porque descubrieron pronto el superior andamiaje de la filosofía de los jesuitas y trataron de pertrecharse de argumentos contra sus adversarios. Tan amplia y profunda fue la influencia de Suárez y de Arriaga, Toledo, Fonseca y otros, que la Compañía de Jesús se llegó a llamar en los círculos universitarios “Compañía metafísica”.
Hay una comunidad de estilo entre Suárez y la filosofía alemana del siglo XVII. Las Disputaciones fueron el manual básico de la mayoría de los profesores alemanes de filosofía. A Scheibler, que destaca sobre los demás, se le denominó el “Suárez protestante”. Fue autor de una obra llamada Opus metaphysicum, que se editó también en Inglaterra.
Hay otra línea que pasa por los filósofos racionalistas, comenzando por Descartes, que se educó en La Flèche con maestros jesuitas que seguían la escolástica española y es seguro que estudióa Suárez. Los conceptos de modo, acto virtual, distinción, realidad objetiva y realidad formal, que utiliza en sus escritos, son propios del filósofo granadino.
También se nota su presencia en Espinosa. Ferrater Mora afirma que la “filosofía oficial” de los Países Bajos no fue otra que la que se había practicado desde Fonseca a Suárez. Otros estudiosos añaden que también Malebranche, en su idea de Dios, hereda la de Suárez. Incluso Berkeley le sigue en el asunto del conocimiento divino.
La línea alemana y la racionalista confluyen en Leibniz, quien, para perfilar su idea de la libertad, tuvo en cuenta la polémica de auxiliis y dio la misma solución que Suárez.
Wolff, por último, reconoció explícitamente su deuda con Suárez, de quien dijo que era el que con más profundidad había pensado la metafísica. Como en Leibniz, se nota el peso del jesuita en su concepción de la posibilidad y la existencia.
Se expondrá a continuación su filosofía política y jurídica, su concepción de la libertad y, por último, su metafísica.
Filosofía política y jurídica
En De legibus define la ley como la regla recta y honesta de la acción propiamente humana: un precepto común, justo y estable, promulgado de forma suficiente. En esta definición hay implícita una crítica de otras que se habían hecho anteriormente, pues en el concepto de ley habían integrado el universo, cuando se debe atender sola y exclusivamente a lo jurídico y político; al enfocar su atención sobre lo específicamente humano, Suárez pone los cimientos de los tiempos nuevos.
Su teoría del derecho se funda en el derecho natural y la ley eterna. Lo que sea contrario al derecho natural no puede ser justo. Ahora bien, tal derecho no consiste en un cuerpo de leyes ya ordenadas y conocidas, sino en una aptitud de la mente para distinguir entre el bien y el mal. Es una disposición más que un cuerpo doctrinal establecido. La ley natural está incrustada en el espíritu humano y participa de la ley eterna. De lo que se sigue que es más un trabajo que algo ya conocido y que revista carácter de norma.
La naturaleza humana no puede ser fuente del derecho porque, aun considerando al hombre perfecto, como lo fue Adán antes de la caída, hay en ella inclinaciones a las que no puede abrirse paso sin más ante la justicia del Estado.
El derecho natural, por otro lado, debe distinguirse de la conciencia moral individual. Ésta es subjetiva, aquél objetivo. La segunda es la aplicación práctica de las reglas de aquél y puede errar. El primero es la regla misma, que no puede ser falsa, aunque sí puede ser mal entendida por una conciencia errada.
De la misma manera que es preciso distinguir entre la conciencia subjetiva y el derecho natural, así también se debe distinguir entre el derecho natural y el de gentes, que siempre se había comprendido como integrado en aquél. Ambos coinciden en algo y en algo se diferencian. Una costumbre asentada a lo largo del tiempo puede llegar a tener rango de ley, lo que no la convierte en norma de derecho natural. Una ley así consagrada puede convertirse en imprescindible por obedecer a una necesidad una y otra vez sentida. Pero el derecho natural es inmutable y el de gentes no. De hecho, pueden aparecer elementos debidos al azar en el segundo, lo cual no es otra cosa que reconocer el peso que la historia y la tradición tienen en la sociedad humana.
A propósito del fundamento y justificación del Estado y la ley positiva Suárez encuentra que debe apelarse a la soberanía del pueblo para responder adecuadamente. La cuestión crucial, que ya fue planteada por san Agustín, es si un hombre puede mandar sobre otro, a lo que responde que, si bien ningún hombre nace sujeto al poder del príncipe, sí hay en cada uno una disposición a sujetarse a él, en lo cual consiste su sociabilidad. Suárez es tajante en esto: es indudable que por naturaleza todos los hombres nacen libres, y esto de manera que ninguno tiene jurisdicción política sobre otro y tampoco dominio. Ambos, la jurisdicción y el dominio, aparecen con la sociedad, sin que ello quiera decir que hay sucesión temporal. Lo cual no se debe al pecado, como habían algunos argumentado, porque incluso antes del pecado tiene que haber sociedad. Aun entre los ángeles, seres sin mancha, hay orden y subordinación sociales. La relación de esto con el pecado aparece sólo cuando alguien no acepta conducirse por motivos racionales.
Queda claro que en Suárez los individuos son anteriores al Estado. Pero su idea está lejos de la de Hobbes, porque los individuos no deciden nada ni acuerdan nada sobre derechos y deberes; esto es prerrogativa de la sociedad. No hay en los particulares poder para negar esta facultad de lo social. Según Aristóteles, la pólis es anterior a los individuos como el todo a las partes. Según Suárez, el poder político y jurídico no reside tampoco en los individuos, ya sea que se los tome uno a uno o en conjunto. Se trata de un poder ontológicamente anterior a ellos. Los individuos pueden hacer que el todo se haga o no se haga real, pero no pueden fundarlo. Ellos no son la fuente del poder, sino el sujeto del mismo. Su soberanía no es absoluta, sino relativa, porque el último fundamento del poder no reside en ellos, que son a modo de la materia en que cobra realidad una forma. Con todo, esta soberanía relativa de que el pueblo está dotado basta para que esté en su mano la clase de gobierno que prefiera tener.
Una vez constituida la comunidad política, cuya existencia, según lo dicho, no es obra de los particulares, las leyes que dicta deben ser obedecidas. Es la fuerza del derecho. Ahora bien, cuando el mal gobernante dicte alguna norma que proceda de su maldad y su injusticia, los súbditos pueden negarle toda obediencia e incluso deben hacerlo, pero sólo en lo que respecta a dicha norma. Además de esto, hay leyes que dejan de obligar, o bien porque son una pesada carga para los súbditos o bien porque han caído en desuso.
Suárez, en suma, no puede ser situado en la estela del individualismo de Hobbes, porque no cree que el Estado sea una máquina artificial que brota de la voluntad de los individuos. Él suele referirse a una totalidad de índole moral en la que tiene un gran papel la libertad, que ni puede ser enajenada por el Estado ni ser una libertad total, como la que atribuyeron Rousseau y Hobbes a la naturaleza humana originaria. Nuestro mundo ha echado en saco roto esta idea de libertad y lo está pagando bien caro.
La libertad moral[2]
Suárez comienza recordando las clases de libertad que había distinguido Hugo de san Víctor: libertad de necesidad, de pecado y de miseria, que él, llevándolas de la teología a la filosofía, distingue en libertad de la servidumbre, de la coacción y de la necesidad. Solamente la última es libertad moral, pues solo por ella merece un hombre elogios o reprensiones. En efecto, alabamos o reprendemos una acción sólo si sabemos que ha sido hecha libremente. Las otras dos no son libertad verdadera, sino en cuanto se oponen a alguna imposición. Únicamente el acto de la voluntad propiamente dicha es acto libre. Mas, en contra de lo que pensaron algunos coetáneos de Suárez, que negaron que para la libertad del acto fuera necesaria la indiferencia, es decir, la carencia de necesidad, y creían que sólo bastaba la ausencia de coacción, como más tarde creyó Hume, Suárez afirma que debe proceder de ella en cuanto indiferente. No basta que haya un querer efectivo y que no haya coacción. Se exige además que el acto no sea necesario del todo, sino que, procediendo de una potencia libre, mantenga ésta su poder íntegro y conserve su capacidad de decidir entre contradictorios, como casarse o no casarse, o entre contrarios, como casarse con una mujer o con otra. Un acto libre no puede proceder más que de una facultad libre en tanto es libre, y para que eso sea así debe mantener intacto su poder de obrar y no obrar. ¿O habría acaso libertad en la acción misma si justamente en ella fuera obstruida la indiferencia o capacidad de decidir entre el sí y el no?
Por lo demás, es preciso distinguir entre una necesidad ejercida desde el interior, o ab intrinseco, que determinaría al sujeto que obra a un solo acto, y la ejercida desde el exterior, o ab extrínseco, que dejaría libre la facultad, pero impediría que se manifestara en la acción. Una voluntad libre con necesidad ab intrinseco es contradictoria, como es patente por sí. Una, la segunda, deja libre la facultad e impide el acto. La otra ciega ambas posibilidades. Es evidente, pues, que las dos niegan la libertad.
Para que la facultad libre sea libre debe en primer lugar, por su propio poder interno, tener el dominio sobre el ejercicio de la acción y sobre su suspensión. También debe, en segundo, poder obrar y no obrar cuando ya todo esté listo para el acto.
Por lo que respecta a lo primero, la cosa parece clara, porque la libertad debe sostenerse en una facultad activa que mantenga su indiferencia para obrar y no obrar. De ahí que en esa potencia activa puedan distinguirse dos facultades, o dos partes de una misma facultad, una que se encamina a querer o ejecutar una acción y otra para no quererla, rechazarla o cancelarla. Esta última es también una perfección, pero en la conducta real se traduce en una negación, pues el no querer, o rechazar, no incluye el acto, sino su ausencia, mas, si la razón es plenamente consciente y el querer se produce se produce con pleno dominio, el no querer es libre. En todo caso, ese no querer depende del poder absoluto de la facultad, pues, para que haya suspensión del querer ha de haber un acto positivo que habrá de consistir en un rechazo o en una vuelta del querer a otro objeto, sea contrario o sea contradictorio. Lo cual se debe a que es muy difícil, si no imposible, que, estando la razón activa y clara, deje la voluntad de querer.
Todo lo cual exige explicar de otro modo cómo presta Dios su concurso a las causas libres, que debe diferenciarse del influjo que ejerce sobre las causas naturales en dos cosas. Una por la determinación en cuanto al ejercicio, porque Dios, al prestar su concurso a la causa libre, no la inclina inexorablemente a un acto concreto, ni dictamina que tal acto exista sin más, sino que quiere que exista en cuanto que depende de Él y su concurso si la voluntad humana se decide también por él.
A los agentes naturales los determina su naturaleza a las acciones que son propias de ella. La causa primera se acopla a ellos y con su concurso los determina absolutamente. Los agentes libres, en cambio, que no están determinados de la misma manera por su naturaleza a sus actos, reciben el concurso divino, pero sin esa determinación absoluta, por lo que, una vez puesto el concurso, todavía está en la mano de la causa segunda obrar y no obrar, u obrar de una manera y de otra distinta.
Así es posible saber en qué consiste la libertad de la voluntad, el punto alrededor del cual gira toda la cuestión. Tal libertad no es solo la facultad de obrar con voluntad, por gusto, con espontaneidad, aunque todo esto se haga con plena advertencia de la razón. Es preciso además que se dé el poder de actuar y no actuar, lo cual suele llamarse dominio sobre los actos propios o indiferencia en el obrar. Esta facultad no puede estar determinada a una sola cosa (determinatio ad unum), sino que debe poder querer una cosa o su opuesta, o bien querer o rechazar, es decir, no querer. En nosotros y nuestros actos libres hay tal facultad. Cualquier otro uso del término parece que se debe más al juego de los vocablos que a la realidad existente.
Los teólogos concuerdan en que esto no es opinión, sino saber cierto. No lo niegan ni siquiera aquellos que, siguiendo la senda de santo Tomás, atribuyen a la premoción física divina la determinación a una sola acción de nuestra voluntad. También ellos se esfuerzan cuanto pueden en acomodar la determinación física con la auténtica indiferencia de la voluntad. En lo cual se diferencian de las doctrinas de Lutero y otros, que o bien establecen una determinación física irresistible ejercida por la voluntad de Dios, lo que destruye la libertad, o bien creen que se impide el uso de la libertad en cuanto al dominio de sus actos por la voluntad, lo que también la destruye. Por el contrario, los doctores católicos que coinciden con ellos en cuanto a la predeterminación física, niegan que se impida el uso de la libertad y la indiferencia, pensando incluso que esa doctrina es un error contra la fe.
En conclusión, es opinión común en que coinciden los teólogos que para que haya libertad deben cumplirse dos requisitos, siendo el primero que la voluntad conserve su facultad de querer o no querer y el segundo que cuando ella pone el acto esté dispuesta a querer o a no querer, lo que no es indiferencia activa, sino pasiva.
Metafísica
La obra metafísica de Suárez se halla condensada en sus Disputaciones metafísicas y es la más amplia sistematización de metafísica que haya existido nunca. Con ella se cierra una etapa de la filosofía, que va de Aristóteles a santo Tomás, y se abre otra, la Edad Moderna.
Mientras que la metafísica de Aristóteles diluía su objeto en un conjunto de tratados, o libros, los “libros metafísicos”, y la de santo Tomás y la Escolástica en general ajustó al texto aristotélico sus cuestiones, tesis y comentarios, la de Suárez se desprende de esas andaderas y funda un género propio y exclusivo.
Suárez transmite a los siglos venideros los temas metafísicos presentes en Platón y Aristóteles, y en ellos el tema de Dios no queda referido a tratado alguno distinto de la ontología. No hay en Suárez dos mundos, el primero de los cuales sería el del ente al que puede acceder el entendimiento humano y el segundo el del Supremo Ser que trasciende ese mismo entendimiento. El estudio del ser no podría entonces completarse, porque abarcaría, por un lado, la totalidad del ser accesible a nuestro entendimiento y, por el otro, tendría éste que resignarse a lo inmanente y limitarse a sospechar, o poco más, la presencia del auténtico ser, el trascendente. La metafísica estaría edificada sobre arena, porque habría perdido el contacto con el ente. No es sólo que fuera imposible la teología natural, como había dicho Duns Escoto, sino que la propia ontología quedaría alejada de su contenido propio.
Suárez sortea este escollo ahondando en el análisis del ser en general y encontrando allí el ser teológico como algo que no reside en lo desconocido por naturaleza para la filosofía, en un lugar vacío para el entendimiento.
Este sistematismo de la metafísica habría de desaparecer más tarde. Wolff la dividió en ontología, o metafísica general, y metafísica especial, una de cuyas partes es la teología natural, separando del resto la parte que versa sobre Dios, lo que ha generado una confusión de la que no se ha recobrado aún la filosofía. Se ha olvidado que la parte que se destina al estudio del Ser Supremo es un apartado del estudio de los principios del ser en general y debe por tanto incluirse en la ontología. La física, a la que pertenecen la psicología y la cosmología, es también parte del estudio del ser en general.
[1] Die Grundprobleme der Phänomenologie, Vittorio Kalsterman, Francfurt am Main, 1975, página 112. Citado en Rábade, Suárez,
[2] V. Suárez en Rábade, S., Suárez, páginas 84-89.