Se dice que el estudio de la Historia de España en bachillerato partirá del año 1812, la fecha que suele ponerse como comienzo de las conciencias nacionales en la Dinastía Imperial que fueron las Españas.
Esa norma no tiene la menor importancia, porque lo que ordena es algo que ya se venía haciendo hace mucho tiempo. Lo que se degrada no es la enseñanza de la historia, que ya está degradada, sino la legislación, que desciende un peldaño más en la degeneración de la enseñanza española, una degeneración que comenzó en 1970.
Al joven de segundo de bachillerato no tendrán que enseñarle sus profesores que antes del Estado-nación hubo una Monarquía Imperial, detentadora de la soberanía, que habría visto mermada el año 1812 con la Constitución de Cádiz. Estamos acostumbrados a pensar, por ejemplo, que Felipe II fue rey de España y que España siempre ha sido como es, porque siendo autores liberales, comenzando por Modesto Lafuente y Juan Valera, los que escriben la historia, proyectan hacia el pasado la idea de nación que ellos conciben. Pero el rey Felipe, rey de España ciertamente, fue también rey de Sicilia, Cerdeña, Milán, Portugal, Mozambique, Orán, Túnez, Filipinas, de los Virreinatos de Nueva España, el Perú y Brasil, de Aragón, Navarra, Castilla y hasta de Inglaterra e Irlanda (de estos dos últimos, como monarca consorte) Los historiadores liberales han escrito historias nacionales.
La desintegración de ese enorme imperio comenzó el año 1808 y terminó el 1898. El Espíritu del Mundo, habría podido decir Hegel, no se apresura. Su secretario, Napoleón, que pretendió inaugurar otra dinastía imperial incorporando la española, fue la causa, junto con Inglaterra, otro imperio naciente.
El Imperio de las Españas fue el primero en caer. Luego llegó el turno a los demás. Sin embargo, al joven de segundo de bachillerato se le seguirá enseñando que en 1812 comenzó a existir nuestra nación, lo cual es harto dudoso, pero digno de atención.
En Europa hubo otros imperios, unos marítimos, como Inglaterra, y otros terrestres, como Alemania o Rusia. Todos llevaron a cabo las primeras globalizaciones. Es sabido que la primera fue la española: primus circumdedisti me. El próximo mes de septiembre se cumplen 500 años. Luego vinieron otras. Todas confluyeron en un devastador final: las dos guerras mundiales, la Gran Depresión, los campos de exterminio, etc., del siglo XX. En la Primera Guerra Mundial saltaron en pedazos el Imperio Alemán, el Austro-Húngaro, el Otomano, el Ruso, etc. Los trozos resultantes se hicieron naciones. En cada una de ellas se tuvo que comprimir el anterior poderío. El proceso culminó en la Segunda Guerra Mundial, continuación de la anterior.
Una de las consecuencias de ese proceso fue que los Estados Unidos de Norteamérica se convirtieron en una democracia imperial después de destruir el nacionalsocialismo y aislar a la Unión Soviética, que aspiraban a apoderarse de Europa y sus dominios. Eran dos imperialismos en auge y opuestos, aunque los contrarios son siempre en torno a lo mismo. Logró frenarlos y dejar subsistir a los medios, asegurándose así un comercio estable.
El problema que suscitan estos hechos es el siguiente: ¿Cómo fue posible que los trozos resultantes se organizaran en Estados-nación? Mejor aún sería preguntarse: ¿Fue acaso posible?
Para que fuera posible se intentó una nueva globalización, la Unión Europea, que se esperaba diferente. Después de varias décadas de aciertos y defectos, el éxito fue considerable, hasta el punto de que los europeos han llegado a olvidar lo evidente: que hay otros modelos políticos. Pero la realidad se impuso en estos últimos doce o quince años y muchos han entendido que no es posible que la integración de los Estados-nación en la UE perdure si no se amplía la capacidad de ésta y que si se desintegra seguramente se desintegrarán también las partes que la componen. En los comienzos de la Unión lo comprendió Adenauer y ahora lo han puesto sobre el tapete los rusos, para quienes el imperio es el estado natural de las cosas y la nación algo carente de realidad política. Lo mismo que cuando Hitler invadió Polonia pensaba que Polonia no era un Estado, Putin piensa ahora que Ucrania tampoco lo es. En consecuencia, ninguno está infringiendo, a su juicio, la ley internacional.
En algo les asiste la razón: no ha existido una era de las naciones. Esas unidades políticas subsisten en Europa porque se han integrado, cediendo una parte de su soberanía. Basta recorrer mentalmente la historia de los dos últimos siglos para coprobar esta verdad. El caso de España es casi un arquetipo.
Sócrates decía que quien mandaba realmente en la democracia ateniense era la hijastra de Pericles, porque ella mandaba en su madre y su madre en él. Así sucedió, en efecto. Un arconte polemarco, que nosotros llamaríamos dictador, sostenía el decorado demócrata. Sin él no habría habido democracia en Atenas.
Lo mismo sucede en nuestro tiempo con las democracias europeas y su integración en la UE. El nuevo Pericles es la democracia imperial de Norteamérica. Sin ella se resquebrajaría la integración de las partes de Europa, restos de antiguos imperios, y luego es casi seguro que las partes se disolverían. Es la historia de los dos últimos siglos, que no es historia de naciones. Éstas apenas puede decirse que tengan historia.
Volviendo a la nueva disposición legal sobre la enseñanza de la historia de España en Bachillerato, ¿qué se enseñará a los jóvenes estudiantes en esa materia si no se muestra que el camino que ha seguido España durante los dos últimos siglos conducía a la extinción si no se integraba con otras unidades políticas parecidas?
Extraordinario. Me parece una potente y original prolongación de la filosofía de la historia de G. Bueno. Una potente prolongación por su capacidad de explicar la hora que nos está alcanzando.
Gracias.
La lectura de G. Bueno ha sido para mí el inicio en mi forma de entender las relaciones entre entidades políticas.
Celebro que mi artículo le parezca acertado.