Irresponsabilidad política

Defender la igualdad de los hombres es poner a los esclavos a la altura de sus señores, a los desiguales al nivel de los iguales. La persecución de este objetivo adquirió un gran impulso histórico, primero en la religión cristiana, luego en la actividad política, que en esto fue su heredera. En la actividad política tiene especial relieve desde hace unos doscientos años en dos asuntos estrechamente ligados entre sí: la instrucción pública y la elección de gobernantes.

Respecto a lo segundo, se ha establecido hoy que si la igualdad ha de ser real cada hombre tiene que valer un voto y el voto no debe restringirse por razones de pobreza, raza, sexo, religión, etc. El conjunto de los votantes se erige entonces en pueblo soberano, pero sin responsabilidad alguna. La responsabilidad de los electores, en efecto, no puede concretarse en las leyes. ¿Podrían acaso ponerse multas o penas de cárcel a todos los individuos de una nación? Sin embargo, es algo esencial: si el pueblo está compuesto por la clase de los inferiores en carácter, conocimiento, gusto e inclinaciones, o simplemente, si es corrupto, no elegirá a los mejores, a los que tienen más sabiduría y prudencia para gestionar la cosa pública y él será entonces el principal culpable de los males que puedan acaecerle, pero no tendrá que sufrir castigo por haberlo hecho. Sufrirá, sí, las consecuencias de su mala elección, pero nada impedirá que vuelva a repetirla.

Si el censo electoral no responde de lo que hace y tampoco los representantes elegidos entonces nadie obra con responsabilidad y peligra la estabilidad del conjunto. Este es un problema derivado de la introducción de la igualdad en política.

Algunos clásicos de la democracia, como Locke, confiaron en la educación religiosa del pueblo. Tal educación debería convencer a los electores de que son responsables ante Dios de las graves decisiones que tienen que tomar al elegir a los gobernantes. Parece evidente que en este asunto no cabe confiar en una educación filosófica racional basada en principios morales dirigida a la masa de los electores. La racionalidad filosófico-moral no tiene fuerza suficiente, por mucho que se presente como asignatura de ética, de educación para la ciudadanía, etc., para enderezar la conducta de la gente. Nada es en este terreno comparable a una buena religión política.

La educación filosófica racional sustentada en el derecho y entretejida de principios morales debería reservarse a los más selectos para que, una vez comprendidos rectamente los principios del gobierno, estuvieran capacitados para poner todo en orden.

Esto, que ahora parece un ideal utópico, creyeron los fundadores europeos del sistema democrático.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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