La cultura, sucedáneo de la gracia

Se hace necesario estudiar teología para saber qué lugar ocupa la religión y no confundirla con otros sectores de la vida, como es el caso del concepto de cultura que a continuación pretendo analizar, siquiera sea de modo escueto y simple. El actual concepto de cultura es un sustituto de la idea de gracia. No es el único que ha adquirido carácter religioso. También están el de progreso, el de utopía y otros.

Soy deudor de Gustavo Bueno en las consideraciones que siguen.

1. La fuerza expansiva del concepto

Algo muy digno debe hallarse en la idea de cultura cuando son tantos los que se inclinan ante ella y le rinden veneración. Tal vez sea que “la cultura hace al hombre”, como dicen muchos. O que, como dicen otros de manera redundante, sin ella seríamos como las bestias del campo, libradas a su mero instinto. ¿Cómo no inclinarse ante lo que nos eleva sobre nosotros mismos al liberarnos de nuestra animalidad? La cultura es lo supremo, la diferencia específica que separa al hombre de la naturaleza. Hay que mostrarle entonces el máximo respeto. El animal cultural, como define Carlos París[1] al homo sapiens, debe su ser a esa totalidad compleja que incluye elementos tan variados como herramientas y máquinas, normas morales, económicas o religiosas, instituciones sociales, realizaciones artísticas, etc.

No cabe duda de que la totalidad compleja tiene hoy mucho prestigio. Pero ello no ha de impedir examinar si tiene la cabeza hueca, como el busto de la fábula, pues bien podría ser que se tratara de una idea oscura y confusa referida a algo que no existe ni siquiera como ente de razón, como procuraré probar. Así son los ídolos del teatro, introducidos en el espíritu por causa de los malos métodos de demostración de los filósofos, que de esta manera confeccionan un mundo imaginario y teatral[2] que los hombres ponen en su vida como seres reales.

Este ídolo ha tenido una larga progenie, pese a que lo modesto de su cuna no permitía augurarla. Al principio solo contaba con un sentido derivado de colere, que valía por cultivar o cuidar de algo, como se observa en agri culturae, una expresión referida a las distintas formas de cultivar la tierra. No era por entonces una entidad espiritual e invisible. Antes al contrario, denotaba algo material, tangible y práctico. Empezó a espiritualizarse cuando se aplicó a lo religioso, aunque cuando empezara a hacerse debió de seguir conservando su sentido material anterior, pues cultum, la forma léxica que entonces adoptó, parece que se aplicó inicialmente a los cuidados y atenciones que el personal de limpieza de los templos y los propios sacerdotes prestaban a las estatuas de los dioses y a los templos mismos. También designaba los alimentos y otras ofrendas destinadas a los espíritus de los muertos. De estas prácticas brotaría una cierta dignidad que todavía hoy se advierte en la idea de culto religioso, una dignidad que no traspasa desde luego los límites de la religión.

Pero la idea amplió sus dominios y apareció como cultura animi en Cicerón, quien parece que la utilizó para traducir el griego paideia. En todo caso, con esa nueva adquisición vino rodando hasta significar la atención y el esmero que los individuos de clase social elevada prestaban a su persona, un sentido que ha permanecido vigente casi hasta nuestros días. No hace mucho que aún se exigía a un hombre o a una mujer de clase alta que fueran cultos, es decir, que oyeran música de orquesta, asistieran a la ópera y al teatro, leyeran novelas y tuvieran conversaciones exquisitas, pues todo eso y poco más se entendía con el consabido vocablo. Si se trataba de una señorita, tenía además que saber francés y tocar el piano. Las actividades productivas como el comercio, la industria o la agricultura, no convenían a una una señorita de hace ochenta o cien años y no debían aparecer en su dote. Una chica así, en efecto, no estaba obligada a sujetar un arado tras un par de bueyes ni a quitar el polvo a las imágenes religiosas de su parroquia o a barrer la iglesia.

Por oposición a estas clases distinguidas, que entendían la cultura como un sinónimo de refinamiento, las demás eran clases bajas, ineducadas e incultas. Eran el pueblo llano, pues carecían de cultura animi.

2. La cultura como totalidad

Hoy se cree, sin embargo, que la auténtica cultura es la que emerge del pueblo llano, del mismo estrato tenido antes por inculto e iletrado. El significado del término cubre ahora el terreno opuesto, lo que es en verdad admirable y da idea no solo de su capacidad para reproducirse, sino también de la dignidad que siempre la acompaña e incluso aumenta cuando absorbe el significado contrario. ¿O no es mucho más respetable la llamada cultura popular que la cultura de una señorita de hace cien años?

Será quizá suficiente como prueba de esto que digo una anécdota provocada por mí mismo en el curso de mi tarea como profesor. Me hallaba explicando estos conceptos a un grupo de unos treinta jóvenes de Bachillerato. Ante ellos expuse un caso de lapidación de una joven de trece años que por aquellas fechas apareció en la prensa, si bien con muy escaso relieve, debido seguramente a que hería los sentimientosde respeto hacia “otras culturas” que forma parte del bagaje de todo periodista que se precie. El hecho había sucedido el 27 de Octubre de 2009 en Nigeria. La niña había sido violada por varios hombres. La policía, a la que acudió en busca de ayuda, la entregó a la judicatura y ésta la sentenció a muerte. A la ejecución de la bárbara condena asistió personal sanitario, cuya misión consistía en verificar el momento del fallecimiento de la víctima con el fin de detener la tarea de los verdugos, individuos “del pueblo”, a quienes se había surtido de las piedras necesarias para su trabajo. Cuando ya parecía que todo había acabado para la infortunada criatura, la enfermera cumplió con su siniestra misión: se acercó a la víctima, la destapó y medio desenterró y, tras comprobar que aún respiraba, informó a los demás que debían acabar de ejecutar la sentencia.

Omití ciertos detalles que habrían hecho de aquel caso algo mucho más espeluznante todavía.

Los alumnos mostraron un fuerte rechazo, sobre todo las chicas, pero ninguno se atrevió a expresar una reprobación moral explícita. Los que, a requerimiento mío, manifestaron su opinión no atinaron a decir otra que ésta: “es que es su cultura”. La cultura del pueblo de Nigeria, se entiende.

¿Cómo puede haberse embotado de ese modo el criterio moral en jóvenes de dieciocho o veinte años? ¿Cómo es que no se atrevían a condenar un hecho horrible porque ello implicaba una condena sin paliativos de “la cultura”? ¿Por qué no ha de haber maldad moral en algo por el mero hecho de ser “cultural”?

No puede menos que producir asombro el que un concepto haya partido de un referente material, el de agri cultura, se haya apoderado luego de otro psicológico, el de cultura animi, el cual agregaba además un sentido social, pues servía para distinguir y oponer grupos humanos entre sí, desembocando por último en la totalidad compleja y absorbiendo la dignidad y el respeto que parecía reservado en exclusiva a la religión y la moral. Ahora, cuando se ha referido a la “cultura del pueblo”, incluye y abarca todo y a todos obliga, pues no hay nada que no sea cultura y no hay nadie que no pertenezca al pueblo.

La trayectoria seguida por la idea cuadra bien con la división trimembre que Christian Wolff imprimió a la metafísica, pues participa de la cosmología, la psicología y la teología. Entendida en sentido material, su tratamiento debería ser propio de la cosmología racional, en sentido psicológico y social de la psicología racional y en cuanto “cultura del pueblo” o totalidad compleja de la teología racional, pues, como más adelante se verá, este último sentido lo posee por herencia del concepto teológico de la gracia. Estas categorías metafísicas serán útiles para comprender este concepto tan abarcador.

Conviene, pues, mostrar ahora que la pertenencia a esos tres reinos ha sido un destilado histórico de la oposición entre la naturaleza y la cultura. Ambos conceptos son relativos entre sí. Lo mismo que la mano izquierda lo es en relación con la derecha o el padre en relación con el hijo, así la cultura es lo que es en relación con la naturaleza. Pero esta relación no ha sido siempre la misma. Aunque el segundo de los opuestos, la cultura, no ha recibido siempre el mismo nombre, no es difícil reconstruir su árbol genealógico si se indaga en la sucesión de los opuestos a la naturaleza.

En cuanto a la idea de naturaleza es de notar que ha gozado casi siempre de tal distinción y claridad que la filosofía la ha aceptado sin grandes dificultades. Si se atiende a su comprensión, este concepto retiene el ser de las cosas, la nota o notas esenciales que hacen que cada una pertenezca a una especie y pueda ser nombrada con el nombre reservado a esa especie. Es lo que sucede cuando se dice, por ejemplo, que somos el homo sapiens, pues por apelación al género, homo, y a la diferencia específica, sapiens, se indica en qué son iguales y en qué diferentes los hombres y el resto de los animales. En este caso no se menciona los hombres que hay, sino lo que son. Si, por el contrario, se retiene la extensión del concepto de naturaleza entonces no se estará significando el ser de las cosas, sino las cosas que tienen ser. En esta acepción el término suele reservarse para mencionar las cosas que hay, no lo que tales cosas son, es decir, para nombrar todas las cosas que tienen naturaleza, a lo que también suele llamarse “mundo” o “universo”.

El primer sentido remite la naturaleza a la ontología general y el segundo suele participar de la cosmología racional. Las variaciones que ambos hayan podido sufrir a lo largo de una historia que ya dura más de dos mil quinientos años, han debido tener que ver con su término opuesto, generando una serie de oposiciones de las que mencionaré aquí solo las que han enfrentado a la naturaleza con el arte, con la convención, con la gracia y, por último, con la cultura, que concentra los tres anteriores anteriores y añade la noción de totalidad compleja.

2. Naturaleza y arte

La oposición entre la naturaleza y el arte, entendiendo este último por el conjunto de las cosas artificiales, es quizá la oposición más clara de todas. Lo artificial es lo que muchos llaman cultura material. Así lo denomina, por ejemplo, la arqueología cuando estudia la cultura musteriense, pues ésta no se refiere a otra cosa que a las herramientas de piedra del Hombre de Neanderthal. Puesto que ha desaparecido el sujeto que las fabricó y con él se han esfumado hace más de cincuenta mil años sus instituciones sociales, sus costumbres, gustos estéticos, creencias religiosas y conocimientos, es decir, todo lo que hubiera en él de inmaterial e intangible, y solo restan algunas piedras cuyas alteraciones no pueden proceder de la lluvia o el viento ni en general del desgaste natural, el arqueólogo concluye que si no ha podido ser la naturaleza con su erosión ha tenido que ser el hombre con su habilidad y su industria el que las ha modificado. Este estudioso parte del supuesto no probado que consiste en creer que si aquel hombre primitivo hacía uso del hacha de piedra o del acoso por medio del fuego para cazar mamuts, en lugar de hacerlo a dentelladas o puñetazos, era porque su organismo natural no estaba dotado para esas actividades, por lo que hubo de depender de su arte para poder ejercerlas. Él no puede hacer otra cosa en verdad que entender la cultura como algo material, distinguiéndola de la naturaleza y adjudicándola al hombre, y aceptar sin examen la noción de que la cultura es lo que el hombre hace con los objetos naturales.

Esta forma de ver las cosas, propia de las ciencias humanas en general, no añade nada al mito de Prometeo, un mito neolítico sobre el nacimiento de la humanidad. Platón cuenta en el Protágoras[3] que, cuando los dioses resolvieron crear a los seres mortales, repartieron fuerza, velocidad, garras, alas, tamaño, astucia… entre ellos, de modo que todos tuvieran medios para no perecer aniquilados, y que, por la imprevisión de un dios algo mentecato, Epimeteo, a quien tocó repartir todos esos dones, no quedó nada para uno de ellos, el hombre, que así se halló “desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme”[4], por lo que Prometeo tuvo que arreglar el desaguisado haciéndole donación de las artes y el fuego, de los oficios que aparecieron cuando el hombre se hizo sedentario. No pudiendo contar con el dios griego, la actual arqueología no tiene nadie a quien atribuir la invención del fuego, excepto al propio hombre.

Su convicción de que la naturaleza es lo que sigue su propio curso sin intervención ajena y la cultura material es lo que el hombre hace sigue la línea del mito prometeico. Como la idea de naturaleza fue reelaborada ya por la filosofía antigua, está más protegida frente al error al aceptarla sin examen. La palabra “naturaleza” procede de hecho del latín natura, que es a su vez una traducción del griego physis. Los tres términos están emparentados en sus respectivos idiomas con significados tales como “nacer”, “engendrar”, “parir”, etc., lo que explica que ya los primeros filósofos griegos aplicaran el concepto al ser propio de una cosa que viene a la existencia, algo que la constituye y no puede perder mientras dure. Un gorila nace gorila y un caballo nace caballo. Nada puede cambiar este hecho en la vida de ambos. Ser y nacer son inseparables. La naturaleza es aquello que desde sus orígenes es lo que es. Esta acepción, que permanece vigente en la actualidad, identifica el concepto de naturaleza con el de especie o esencia, que en Porfirio y Linneo designaba algo inmutable, lo que no excluye que un ser cualquiera experimente cambios y transformaciones como desarrollo de su propia esencia. En la naturaleza del caballo está el poder pasar de ser un potro a ser un animal adulto y en la del trigo el pasar de ser una semilla a ser una espiga granada. No serían caballo ni trigo si permanecieran para siempre en la fase de semilla o de potro.

Pero no se dice que esté en la naturaleza de la hoja de higuera el servir para que Adán y Eva oculten su desnudez, ni en la de los árboles el que sirvan para que haya mesas o sillas. Estos fines les vienen a las cosas por decisiones que los hombres toman sobre ellas. Es lo que distingue el arte, entendido como artificio o técnica, de la naturaleza, pues las cosas artificiales no proceden de ésta, sino que se les agregan por la acción humana.

Esta noción de lo artificial ha sobrevenido a la de cultura material y es importante para distinguir algunas ciencias que, como la antropología física, tratan de reconstruir el linaje de la especie humana indagando sólo en su caracterización zoológica natural, de otras como la arqueología, para las cuales esa indagación es insuficiente y procuran completarla agregando la distinción entre la naturaleza animal y la cultura, es decir, sumando al género la diferencia específica para así obtener la especie o esencia humana.

No parece que haya objeción alguna que hacer a este uso, pues su idea es clara y distinta. Convengamos pues en ello, pero sin dejar pasar de largo el hecho de que este significado no encierra ninguna dignidad. Nada sublime hay en un hacha de piedra, que acaso servía para cazar caballos o cerdos salvajes, y tal vez también hombres, para devorarlos en festines que en muchas ocasiones debieron ser caníbales, como muestran ahora los estudios de Atapuerca.

Como tampoco hay que dejar de constatar que una concepción como la de la arqueología y otras ciencias humanas, que asocian la cultura al hombre en cuanto hombre y la naturaleza al hombre en cuanto animal, es una concepción dualista, platónica o, mejor aún, cartesiana, por dar la máxima importancia a lo cultural en detrimento de lo biológico, como Platón o Descartes la daban al alma en detrimento del cuerpo. Descartes pensaba que el alma conduce al cuerpo y esta nueva reedición del dualismo que la cultura moldea al hombre sobre el barro de su dotación biológica.

Pero también se da por cierto que el hombre hace la cultura. Ahora bien, ambas afirmaciones no pueden mantenerse juntas. Si el hombre se diferencia del animal en que es poseedor de cultura, entonces no era hombre antes de poseerla y, en ese caso, la cultura empezó haciéndola un animal. Tampoco puede admitirse que era hombre ya, pues entonces no habría tenido necesidad de la cultura para serlo. Sucede aquí lo que, según Quevedo, sucede con la mentira y los sastres:

Tiempo hay, que ahora ando averiguando cuál fue primero, la mentira o el sastre. Porque si la mentira fue primero, ¿quién la pudo decir si no había sastres?; y si fueran primero los sastres, ¿cómo pudo haber sastres sin mentira? En averiguando esto volveré.[5]

Hay que admitir, sí, que lo artificial se distingue de lo natural, pero no que forma un reino separado, porque la materia de cualquier objeto fabricado por el hombre procede por fuerza de la naturaleza. ¿De dónde, si no? Puede darse por bueno, aunque no sin reparos, lo que dice Malinowski, entre otros: que el hombre construye por todas partes casas y refugios, se procura sus alimentos con armas y herramientas y se los prepara cocinándolos en hollas, sartenes y fogones, que hace caminos y utiliza animales domésticos y carruajes, que no puede, en fin, depender solo del equipamiento anatómico si no quiere ser aniquilado y que incluso el hombre más primitivo hace uso de artefactos para todas sus actividades, sean fisiológicas o espirituales. El hombre de naturaleza, el natürmensh, no existe, porque, según añade Malinowski, en cualquier punto de contacto con el mundo externo produce un mundo artificial para satisfacer sus necesidades[6].

Se debe aceptar sin duda que un hombre reducido a su simple organismo, un individuo sin artefacto alguno, sin una tradición de la que haber recibido instrucciones sobre la fabricación y uso de objetos artificiales, un hombre sin pasado ni memoria, el natürmensh de Malinowski, el buen salvaje de Rousseau o el individuo en estado natural de Hobbes, tomados como seres reales anteriores a toda sociedad y a todo mundo artificial, no han podido existir nunca. Un hombre así habría podido decir: “mi padre fue un pitecántropo, yo soy un humano”, lo cual es un absurdo. Estos seres no son más que productos de la fantasía, un resultado del retroceso imaginario desde el hombre actual hacia un pasado que no consiste más que en una proyección fantástica de formas míticas que no han sido sometidas a crítica.

Por esto mismo no es necesario corregir la doctrina de Rousseau ni la de Hobbes, que entran en contradicción con las ciencias del presente dedicadas al estudio del pasado humano, pero sí es necesario hacerlo con la de Malinowski, porque este autor es uno de los máximos exponentes de la antropología social, una de las ciencias que se utilizan para reconstruir dicho pasado. Y ha de corregirse porque pone el carro delante de los bueyes al confundir la prioridad entre las necesidades y los artefactos, pues no cae en la cuenta de que su propia doctrina obliga a admitir que son los artefactos los que provocan las necesidades y no al revés. Si, como él mismo dice, los objetos artificiales existen ya cuando los hombres nacen, si sus brazos, sus manos, sus vías nerviosas, sus músculos, sus glándulas, su laringe, su paladar, su lengua, su sensibilidad, etc., son directamente troquelados por objetos fabricados como arados, palas, picos, máquinas, alimentos cocinados, objetos rituales, vestimentas y muchos otros enseres materiales, entonces son los hombres los que tienen que acomodarse a los objetos artificiales y no al revés. En otras palabras: los reflejos condicionados de la especie humana son en realidad producidos por su medio ambiente artificial.

El sistema nervioso central de los organismos humanos tiene como complemento necesario la cultura material, formando ambos un todo inseparable. Uno no puede entenderse sin el otro. En la constante interacción que se da entre ambos pueden hacerse distinciones conceptuales, pero no en la realidad de la acción humana. También puede distinguirse el concepto del ojo del de la luz visible, mas cuando se produce el hecho de la visión ni el ojo es ojo sin la luz, porque no vería, ni aquélla es luz sin el ojo, porque no se vería.

Si la cultura material es parte de la interacción entre el sistema nervioso y la naturaleza, como la visión lo es del ojo y el espectro solar, sería ciertamente extraño que otros animales dotados de sistema nervioso central carecieran por completo de cultura. Y si esto pudiera corroborarse en la experiencia habría que abandonar la idea de que reside en la cultura material la diferencia específica que identifica al hombre y lo distingue del animal.

No existen desde luego animales que vivan en un entorno artificial comparable al humano, pero la etología ha presentado numerosos casos de algunos que son capaces de alcanzar un cierto nivel de fabricación y uso de herramientas. Mencionaré solamente dos a modo de ilustración.

El primero indica el nivel tecnológico que puede alcanzar el cuervo. Se ha comprobado en más de una ocasión que un animal de esta especie, si tiene ante sí un pequeño tubo con alimento en su interior y un alambre recto a su lado, consigue curvar un extremo de éste hasta darle foma de gancho para introducirlo después en el tubo y extraer el alimento. Parece evidente que el cuervo no se ha dejado guiar de un supuesto instinto mecánico para obrar así, sino que ha fabricado y utilizado una herramienta, por más rudimentaria que nos parezca.

El segundo indica el nivel que pueden lograr los chimpancés. Se ha podido observar que son capaces de emplear un palo duro para perforar un túnel en un termitero, extraerlo después y coger a continuación un tallo más estrecho y flexible, despojado previamente de hojas, para introducirlo de nuevo en el túnel y comerse por último las termitas que se han adherido a él después de atraparlas deslizando la mano sobre el palo. ¿No ha fabricado también este animal una herramienta y ha hecho un uso correcto de ella?

La cultura material es una diferencia de cantidad, no de cualidad, entre el hombre y el animal. No hay razón, pues, para creer que es la diferencia específica que separa a uno del otro. Como tampoco la hay para pensar que reside en el mundo de los objetos artificiales la dignidad y carácter sublime que se atribuye hoy a la cultura como totalidad compleja, pues entonces quizá habría que mostrar reverencia por el palo del chimpancé, las hachas de piedra, los destornilladores e incluso la guillotina o el garrote vil.

3. Naturaleza y convención

El concepto de convención ha sido otro de los que se han opuesto al de naturaleza. Ya entre los antiguos lo artificial no sirvió solo para clasificar los objetos materiales fabricados por la técnica humana, sino que se amplió para dar cabida a entidades como la ley o la religión. La contraposición se entabló entonces entre la naturaleza, o physis, y la convención, o nómos. Tal oposición fue el centro de una disputa filosófica entre los sofistas, por un lado, y Sócrates y Platón, por el otro. Se trataba de ver si el lenguaje, la religión, las leyes y la moralidad, son naturales e incluso han sido puestas por los dioses desde el origen de la humanidad o si han sido producidas por medio de acuerdos y pactos entre los hombres. La cuestión tenía una gran importancia, pues en el primer caso no podían ser alteradas por decisiones humanas, debido a que tienen que seguir su propio curso natural, pero sí en el segundo, debido a que lo que han hecho unos hombres otros pueden deshacerlo.

Tales entidades, que para unos eran naturales y para otros convencionales, son incluidas actualmente en el concepto de cultura social por presentarse bajo la forma de relaciones habidas entre individuos humanos. Se trata de instituciones sociales, que conforman un conjunto de sistemas de actividades provistos de objetividad externa, normatividad e historicidad.

Que poseen objetividad externa parece estar fuera de toda duda desde después de los estudios de Durkheim[7] y en el sentido que él dio a este término. Se trata de cosas objetivas como las de la cultura material, pero se diferencian de ellas en que son inmateriales. Las instituciones sociales viven en efecto fuera de los individuos, pese a que no existirían si ellos no se relacionaran entre sí. Pero es dudoso que ellos mismos les den origen por medio de acuerdos y convenciones. La agricultura y los restantes modos de producción, la familia, la religión, la organización política, el lenguaje y, en general, todas las instituciones, tienen en común el hecho de que, aun mostrándose en la interacción entre individuos, existen como seres con entidad propia y a ellos deben ajustar su conducta los individuos. Son, pues, seres objetivos.

Son también normativos, pero no por la coacción que puedan ejercer a través de cuerpos policiales, grupos parentales o cualesquiera otros medios de presión, sino por el prestigio que los individuos perciben en ellos, un prestigio por cuya causa se les imponen como ideales que deben alcanzar y mantener. Los individuos nacen de hecho rodeados de un cúmulo complejo de normas religiosas, morales, lingüísticas, políticas, económicas, artísticas, culinarias, técnicas, etc., con las que habrán de contar toda su vida y no pensarán, salvo por algún motivo delirante, que tienen su origen en ellos mismos. ¿Cómo habrían de causar, por ejemplo, el lenguaje? ¿Reuniéndose todos en el centro del poblado y, todavía sin disponer de ninguna palabra para comunicarse entre sí, poniéndose de acuerdo no solo en los nombres que habían de dar a las cosas, sino en las reglas gramaticales que deben servir de enlace a sustantivos, verbos, adjetivos, etc.?

Las instituciones, por último, están en el tiempo y en él sufren transformaciones, por más que los individuos, cuyas vidas son demasiado cortas en comparación con la de ellas, apenas llegan a ver cómo se transforman. Las vidas humanas se miden en años y la de las instituciones en siglos y milenios.

¿Puede hallarse aquí la diferencia específica buscada? ¿Reside en las instituciones la esencia humana que nos separa de los animales o solo hay entre ellos y nosotros una diferencia de grado también en cuanto a cultura social?

Lo correcto es de nuevo lo segundo: la diferencia es de grado, no de esencia. No sería así si entre los animales no se hallara siquiera un rudimento de cultura social, pero hay bastantes estudios de psicobiólogos, primatólogos y etólogos que han mostrado que también algunos simios disponen de organizaciones sociales e instituciones que son seguidas por ellos como los hombres seguimos las nuestras. Incluso en el interior de una misma especie animal hay diferencias sociales, como ha puesto de manifiesto Sabater Pi, profesor de psicobiología y etología de la Facultad de Psicología de la Universidad de Barcelona, que descubrió en 1966 una protoindustria de los chimpancés en las montañas de Okorobikó, cerca del río Muni, de la antigua Guinea española, y describió las culturas de los bastones, o de las piedras, en los chimpancés del África Occidental, demostrando así que estos animales no solamente tienen ciertas costumbres, sino que éstas varían de un grupo a otro de la misma especie[8].

Luego la cultura social tampoco es suficiente para introducir una diferencia esencial entre los hombres y los animales.

4. Naturaleza y aprendizaje

El tercer concepto opuesto al de naturaleza ha sido el de aprendizaje. Así, se ha pensado y se sigue pensando por parte de una gran cantidad de personas que los animales se guían por el mecanismo de su instinto y los humanos por lo que aprenden, dando por supuesto, sin atenerse a prueba alguna, que los animales están ligados a una conducta maquinal y los hombres a una libre. Unos solo tendrían reflejos incondicionados y los otros casi solo condicionados. Todo o casi todo lo humano sería fruto de la vida y la experiencia. Así pensó Edward Burnett Tylor, padre fundador de la antropología social inglesa, -lo que es decir de toda la antropología- que dio una de las definiciones canónicas del objeto de este saber:

La Cultura o la Civilización, tomada en su amplio sentido etnográfico, es ese complejo conjunto que incluye el conocimiento, las creencias, las artes, la moral, las leyes, las costumbres y cualesquiera otras aptitudes y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad[9].

Este sentido de la cultura es abiertamente psicológico, pues se refiere a algo que se introduce en el “interior” de los individuos desde el medio social en que se hallan envueltos y los separa de los animales.

Lo que suele ignorarse es que la distinción entre conducta mecánica de los animales y conducta humana libre fue establecida por Gómez Pereira después de una trabajosa serie de pruebas experimentales en su obra Antoniana margarita[10], publicada en 1540 en la ciudad de Medina del Campo. En esa obra exhibió su teoría del automatismo de las bestias, según la cual, puesto que el alma racional exige poseer alma sensitiva, los animales no deben estar en posesión de esta última, pues entonces también tendrían la primera. Luego no deben sentir ni padecer. Animal non operat, sed operatur.

Según Pereira, cuando un halcón divisa una liebre y se arroja sobre ella no es porque haya aprendido que se trata de una liebre, que entienda lo que es cazar y alimentarse, etc., sino porque es una máquina fabricada para responder automáticamente a ciertos cambios externos. Un cambio como la irrupción de la liebre en el campo visual del halcón provoca directamente la acción de éste. Tal cambio recibe el nombre de objeto motivo. La acción resultante del mismo es el objeto terminativo. Entre ambos no hay otra cosa que una complicada maquinaria de músculos, nervios o huesos que se mueven como las poleas y ruedas dentadas de un reloj.

La teoría de Pereira sería proseguida por otros filósofos, como Descartes, que negó que los animales pudieran tener experiencia alguna. El materialismo conductual arraigaba con fuerza en los espíritus. Jean George Cabanis[11], uno de los próceres de la escuela materialista francesa, seguidora de la línea mecanicista de Descartes, pero opuesta a su metafísica mentalista, llegó a afirmar que el cerebro segrega los pensamientos de forma parecida a como el hígado segrega la bilis. “Materialismo grosero” fue el epíteto con que Marx denominó a esta corriente.

La teoría entró más tarde en los dominios de la psicología después de su puesta al día por Pávlov y su continuación por obra de la escuela conductista americana. En la mayoría de estos autores el “interior” humano y animal no son otra cosa que la suma de los reflejos condicionados e incondicionados, es decir, de las vías que o bien abre la experiencia en su sistema nervioso central o bien son heredadas por el sujeto desde su nacimiento. La idea de un alma puramente espiritual separada de esos procesos, una idea defendida por Pereira y Descartes, no es pertinente para un psicólogo conductista, por lo que no es de extrañar que prescinda de ella.

El materialismo monista parece haber vencido al dualismo. En la balanza de Pereira el fiel se ha acabado inclinando por el automatismo de las bestias, ahora extendido también al hombre. No es de extrañar que la escuela americana aplique a los humanos las conclusiones obtenidas a través de una ingente multitud de experimentos llevados a cabo sobre ratas, palomas o chimpancés. Se trata de conclusiones aplicadas incluso al cuerpo de leyes que regulan la enseñanza, como ha sido el caso de España desde la promulgación de la LOGSE y leyes afines, arrastrando al sistema educativo a un sonoro fracaso, lo que puede tomarse como prueba de la falsedad e ineficacia de los principios del automatismo de las bestias aplicados en este caso a jóvenes humanos y no a ratas o chimpancés.

Este materialismo de nuevo cuño, propio de psicólogos conductistas como Watson o Skinner, y la convicción común de que solo los hombres están dotados para el aprendizaje han sido desmentidos por la moderna etología. La cultura en sentido psicológico, el “complejo conjunto” de cosas aprendidas en cuanto miembro de una sociedad, como la definió Tylor, no es algo exclusivo de los humanos. Las conductas animales no se explican según el modelo del automatismo de las bestias y se ha podido averiguar además que algunos de ellos tienen una gran capacidad de modificar su conducta para ajustarla a las condiciones cambiantes del medio, es decir, pueden adquirir conocimientos nuevos.

Es un error creer que el animal opera solo en respuesta a un estímulo externo, lo que fue una explicación inicialmente facilitada por Pavlov y llevada después por Skinner hasta el delirio utópico de una comunidad de individuos pacíficos, felices y bien avenidos porque han sido convenientemente tratados con refuerzos bien dosificados por un psicólogo experto en conducta humana[12].

Wallace Craig, un discípulo de Lorenz, estudió las condiciones en que se produce el cortejo del palomo. Estaba interesado por descubrir qué sucede cuando se reduce poco a poco la estimulación que aparentemente desencadena la conducta del animal. Para saberlo retiró primero de la proximidad del macho las hembras de su propio grupo, a las que había cortejado hasta entonces. A continuación el palomo cortejó a una paloma blanca de la que nunca había hecho caso. Cuando ésta fue retirada poco después cortejó a una paloma disecada. Cuando también se apartó a ésta, cortejó a un envoltorio de trapo. Y cuando ya no había nada que cortejar lo hizo con un rincón de la jaula que estaba un poco más oscuro que los demás.

Este hecho y otros muchos de que han quedado constancia tras los pertinentes estudios etológicos prueban que la conducta de un animal solo parece responder a estímulos externos en condiciones naturales, pero que en realidad se dispara por causa de un dispositivo interno activado por el sistema nervioso, el hormonal o cualquier otro que el fisiólogo debería hallar. El animal tendrá éxito en la “lucha por la vida” darwiniana si dicho dispositivo está bien ajustado a su medio. Entonces se dirá que está bien adaptado a él. Esto sin embargo no es válido para el hombre, porque su ajuste con el medio externo tiende a cero. El hombre es un animal inadaptado.

Luego el animal no es actuado, sino que actúa. Y es además capaz de aprender cosas nuevas, por lo que hay que admitir que tiene también cultura en sentido subjetivo. Los antropoides son por ahora los que más muestran dan de poseer en un grado muy elevado esta disposición al aprendizaje. El padre de la primatología japonesa, Kinji Imanishi, lo demostró fehacientemente tras el estudio de la conducta de Imo, una joven hembra de macaco. Fue en la isla de Koshima, durante los primeros años 50 del XX. Comprobó que Imo aprendía primero a lavar en agua dulce las batatas que él había dejado sobre la arena de la playa. Después las lavó en agua del mar, porque descubrió que tenían mejor sabor con agua salada. Luego el primatólogo empezó a dejar caer trigo sobre la arena. Imo, tras comprobar que flotaba, aprendió también a lavarlo en el mar antes de consumirlo. Por último, el inteligente animal comprendió incluso que había que restringir el aprendizaje de las técnicas de lavado de alimentos cuando el investigador los racionó. El investigador pudo comprobar que aprendían a lavarlos solamente los miembros del linaje de Imo[13].

5. Consideraciones sobre estas ideas

Lo dicho hasta aquí no es más que una puesta a punto del material antropológico con vistas al aislamiento de la sublimidad presente en el término “cultura” y a su estudio filosófico. Me he limitado a reproducir la manera en que las ciencias humanas y sociales han dividido dicho material en tres partes, la material, la social y la psicológica. No se entienda con esto que hay un todo preexistente y que las ciencias del hombre y la sociedad se dedican a trocearlo en partes para su recta comprensión. El único todo, el único ente que tiene unidad y existencia real es el individuo humano. En él, en su acción, se dan los objetos artificiales, los sociales y los psicológicos, que no son otra cosa que resultados de su actividad. Si se prefiere, él es la única sustancia real, siendo accidentes suyos todo lo demás. Además, esos objetos no se dan tampoco de forma aislada, sino en la unidad de su sujeto.

Un cáliz, por ejemplo, es un objeto artificial, pero para el sacerdote que oficia la misa y para el fiel que asiste a ella, está ligado a sentimientos y esperanzas que viven en la conciencia de cada uno de ellos y a una fe religiosa que han hallado en su medio social, es decir, en la acción de otros individuos entre los que han nacido y con quienes han crecido y se han educado. No obstante, esos sentimientos y esperanzas, lo mismo que la fe religiosa, con ser seres objetivos, no existen más que en el individuo que los actúa y son productos de su actividad. Si los sujetos activos se esfumaran su fe también desaparecería y el cáliz dejaría de ser un cáliz.

No existe, pues, un todo cultural que comprendiera lo artificial, lo social y lo psicológico con independencia de los sujetos humanos individuales. Ni siquiera existen por sí las partes analizadas hasta aquí. Son solamente secciones abstraídas de las conductas, prácticas, inclinaciones, convicciones, etc., de los individuos humanos, abstracciones producidas por la razón con el fin de entender a los hombres, pero por sí no tienen consistencia real de ninguna clase. Son entes de razón.

Si no existe el todo cultural, con menos motivo aún existen las partes, pues, no habiendo todo, éstas no pueden ser partes de nada. Si no hay organismo, los miembros no son miembros. Si el organismo no llega siquiera a existir, sus órganos no son órganos, a no ser de nombre, y ello por una suerte de lenguaje metafórico sin apoyo en la realidad.

A lo que se añade que ni siquiera las partes forman unidad cada una por su lado. No es unitaria la cultura en sentido social, ni la artificial, ni la psicológica. as forman unidad cada una por su lado. Las ciencias humanas y sociales practican el tipo de abstracción que les es propio. Delimitan para su estudio un objeto formal que no debe tomarse como realmente existente separado de otros factores. (Durkheim se vio obligado a defenderse de la acusación de sustancializar la sociedad)

Los hombres reales se hallan y se han hallado siempre divididos y con frecuencia enfrentados por los objetos que fabrican, las instituciones sociales a que dan lugar en sus relaciones y lo que aprenden en sus grupos de pertenencia. Pero eso no forma nunca un todo de pertenencia.

Una lengua evoluciona recibiendo préstamos de otras, el arte de la guerra de una sociedad política se rige en gran medida por otra que considera enemiga, las religiones se influyen entre sí y también se enfrentan unas a otras, sobre todo si son próximas, y así en todo lo demás. Una institución tiene su propio desarrollo. Para reconstruirlo no suele ser necesario recurrir al de otras instituciones del círculo de pertenencia de quienes las ponen en práctica.

Las matemáticas aparecieron por primera vez en un mundo donde se hablaba griego, se tenía fe en muchos dioses y había un régimen político que evolucionó hacia un sistema de democracia, se cultivaron después en el mundo islámico, que hablaba árabe, era monoteísta y teócrata, más tarde en la cristiandad, que hablaba latín, tenía un sistema feudal, era también monoteísta, etc. Aunque las matemáticas sufrieran algún influjo de las diferentes instituciones con las que hubieron de coexistir, no puede decirse por ello que su desarrollo dependiera de ellas.

Así sucede con todos los supuestos elementos de la cultura.

¿Cómo han llegado entonces las gentes ha creer que existe algo que denominan “cultura”, que es independiente de los individuos, portador de dignidad?

Justamente cuando se ha atribuido existencia y consistencia al todo complejo, a ese organismo supuestamente conformado por los miembros. En ello tuvo un importante papel uno de los opuestos al concepto de naturaleza, el concepto de la gracia. Ahí y sobre todo en la secularización de esta idea religiosa empezó a cobrar ímpetu la cultura como una nueva deidad.

6. Naturaleza y gracia

El concepto de naturaleza como universo o totalidad de las cosas naturales, distribuido normalmente en tres reinos desde Aristóteles –mineral, vegetal y animal-, sufrió una transformación importante en la Edad Media. Para los filósofos y teólogos musulmanes, judíos y cristianos del momento la naturaleza fue el conjunto de los seres creados por Dios o, más brevemente, la Creación, lo que dio lugar a la oposición existente entre las cosas que proceden del Creador y el Creador mismo, cuya realidad espiritual no es de este mundo.

Al reino natural se opuso entonces el reino de la gracia. La gracia es un don o favor que Dios da al hombre con vistas a su salvación, sin que éste lo haya merecido o haya tenido que esforzarse para conseguirlo. Este don alcanza su significado más profundo en el orden establecido por el nacimiento, vida, muerte y resurrección de Cristo, un orden espiritual en que se realiza en este mundo natural el reino de la gracia.

No todos los filósofos y teólogos concibieron del mismo modo la relación entre la naturaleza y la gracia. Algunos, como los jansenistas, en cuyos principios se educó Descartes y en cuya órbita habría que poner a quienes ven en la naturaleza y la cultura dos esferas separadas, pensaron que los dos reinos están totalmente separados, en tanto que otros creyeron que hay armonía entre ellos. La posición de estos últimos fue la más extendida y duradera entre filósofos y teólogos cristianos. La mantuvieron, entre otros, San Agustín, para quien la naturaleza es una gracia universal sobre la que, una vez degradada y caída por culpa del pecado, recae la gracia divina para elevarla y santificarla de nuevo, Santo Tomás, que creyó que la gracia no elimina, sino que perfecciona o completa la naturaleza, y no como algo externo, sino interno (gratia non tollit naturam, sed perficit), y Leibniz, para quien existe una perfecta armonía entre las dos. Este último establece que hay un perfecta armonía entre los dos reinos, como también la hay entre el de las causas eficientes y el de las finales. En realidad la armonía se da entre Dios y Dios, si puede decirse así, pues la naturaleza lo tiene a Él como “arquitecto de la máquina del universo” y el de la gracia como “monarca de la ciudad divina de los espíritus”. De ahí que las cosas que conducen a la gracia sigan las sendas de la naturaleza. Por eso se destruirá y reparará este mundo, concluye, por vía natural, cuando lo tenga previsto el gobierno de los espíritus, lo que será para unos castigo y recompensa para otros[14].

Fue Kant quien volvió a reintroducir el dualismo más estricto en la naturaleza humana.

7. Hegel: el espíritu

El paso siguiente no fue otro que la secularización de la gracia. Consistió en dejar a un lado el espíritu individual y descubrir que, lo mismo que el Espíritu Santo soplaba su gracia sobre el rey, así también, una vez depuesto éste por las revoluciones liberales, el espíritu del pueblo –volkgeist en alemán- sopló la cultura sobre los hombres. En Hegel no había recibido aún ese nombre, pero el concepto estaba ya presente. Según él pensaba, el espíritu de un pueblo es un ser vivo y activo, una entidad real superior a los individuos, que cobra cuerpo en la marcha de la historia a través de ellos. Su esencia es la moralidad, el derecho, las costumbres, la religión, el clima, etc., de su pueblo. La historia no es historia de los individuos, sino de estos espíritus populares. Un individuo como Alejandro Magno o Julio César puede encarnar el espíritu de su pueblo. Sus palabras, pensamientos y actos no serán entonces propiamente suyos, sino manifestaciones o muestras del auténtico espíritu que lo embarga. Entonces sobresale por encima de sí mismo y se convierte en sujeto de la historia, pero no por sí, sino por ser una encarnación privilegiada del espíritu de su pueblo, único y auténtico sujeto histórico.

La historia es historia de la humanidad que se va realizando por etapas, cada una de las cuales corresponde al espíritu de un pueblo particular. La humanidad que aguarda al final del camino de la historia es el espíritu universal, según Hegel, un espíritu que será el resultado de la concurrencia y relación de todos los espíritus objetivos particulares, los cuales habrán ido sucediéndose y superándose unos a otros en el tiempo.

En la filosofía de Hegel emerge una entidad supraindividual, el espíritu del pueblo, un espíritu particular que sin embargo es predecesor del espíritu universal que aguarda su realización al final de la historia. El particular puede perecer, sí, pero es un eslabón de la cadena que “constituye el curso del espíritu universal”, el cual no es posible que muera. Como la parte tiene que ver con el todo, así tienen que ver los hombres individuales con él y el todo es la sustancia de éstos. Sin Él nada son. Dios es omnipotente, concluye Hegel, está en la conciencia de todos y es el espíritu universal[15].

¿Cómo puede un concepto tan humilde en apariencia haber llegado a cubrir un campo tan extenso? En una sola palabra no parece que sea posible contener la cultura Musteriense y el “Monarca de la ciudad divina de los espíritus”, los rudimentos necesarios para hacer un hacha de piedra y la realización de Dios en el mundo.

Este es un importante problema que requiere solución. Pero para ello es preciso recoger y ordenar antes el material que se ha expuesto hasta el momento.

Es un material que se ha ido destilando en la oposición al concepto de naturaleza. Primero fue el de arte, entendido como todo aquel objeto material que sale de la mano del hombre, como el ámbito de las cosas artificiales. Es lo que se ha recogido bajo el nombre de cultura material. Luego fue todo lo que surgió de la convención y se ha recogido bajo el de cultura social. Se trata de cosas como el lenguaje, la familia y otras instituciones semejantes. Por último se ha mencionado lo que los hombres son capaces de aprender individualmente, es decir, todo aquello que a lo largo de su vida pueden incorporar a su sistema nervioso en calidad de reflejos condicionados, los cuales, a diferencia de los incondicionados, no forman parte de su equipamiento innato. Esto ha recibido el nombre de cultura psicológica.

La cultura incluye los artefactos, bienes, procedimientos técnicos, ideas, hábitos y valores heredados. La organización social no puede comprenderse verdaderamente excepto como una parte de la cultura; y todas las líneas especiales de investigación relativas a las actividades humanas, los agrupamientos humanos y las ideas y creencias humanas se fertilizan unas a otras en el estudio comparativo de la cultura, dice Malinowski. Sea, pues recoge lo dicho aquí.

Pero es dudoso que Cassirer diga lo mismo. Según él, la característica sobresaliente y distintiva del hombre no es una naturaleza metafísica o física, sino su obra. Es esta obra, el sistema de las actividades humanas, lo que define y determina el círculo de humanidad. El lenguaje, el mito, la religión, el arte, la ciencia y la historia son otros tantos “constituyentes”, los diversos sectores de ete círculo. (Cassirer, E., Antropología…, p. 108.) Obsérvese que habla solamente de seres espirituales. Añade que la cultura humana, tomada en su conjunto, puede ser descrita como el proceso de la progresiva autoliberación del hombre. El lenguaje, el arte, la religión, la ciencia constituyen las varias fases de este proceso. En todas ellas el hombre descubre y prueba un nuevo poder, el de edificar un mundo suyo propio, un mundo ideal. (Cassirer, E., o. c., p. 333-34)

La gracia es para Cassirer, como para los jansenistas, algo que se agrega desde el exterior a la naturaleza humana.

8. Cultura en sentido supraindividual

Estos cuatro sentidos del término “cultura” han sido utilizados por diferentes escuelas de filosofía y ciencias sociales para distinguir al hombre de los animales.

Cuando se ha pensado que el primero posee un mundo artificial y el segundo no, se les ha distinguido por el concepto de cultura material; cuando se ha pensado que uno vive en sociedades y el otro en hordas o rebaños, se les ha distinguido por el de cultura social; cuando, por último se ha pensado que uno es capaz de aprender conductas nuevas y el otro se guía únicamente por su instinto, se les ha distinguido por el de cultura subjetiva.

Como se verá en adelante, la oposición entre el concepto de naturaleza y cualquiera de estos tres sentidos del concepto de cultura carece de fundamento, por lo que no puede aceptarse que ésta sea la diferencia entre hombres y animales. Respecto al cuarto sentido, el de cultura como un conjunto unitario que, a la manera del espíritu objetivo y el universal, engloba la totalidad de las cosas humanas, se verá asimismo que se trata de una idea vacía de contenido, pese al vigor que tiene en nuestro tiempo.

El último refugio de la oposición entre la naturaleza y la cultura, la última tentativa por establecer una diferencia específica aprovechando el concepto de cultura, ha consistido en tomar ésta en sentido supraindividual o suprasomático. Los que adoptan esta acepción del concepto creen que una cultura es un todo que se encuentra por encima de los individuos, una entidad supracorporal que los envuelve y les da el ser, una realidad superior que consta de lengua, religión, moralidad, etc., y se introduce en cada sujeto corporal humano mediante la educación, moldeándolo a su imagen y semejanza, de modo semejante a como Dios creó a Adán según el libro del Génesis.

Pero esto no es más que una falacia de abstracción. No existen culturas en este sentido, sino componentes, los cuales, no existiendo el conjunto, no son componentes de cosa alguna. Carece, pues, de sentido una historia de la cultura que tomara a ésta como algo que verdaderamente tiene historia, porque la idea de un patrimonio cultural propio de una población dada es una idea falsa. Y más falsa todavía es, como podrá comprenderse, la idea de un patrimonio cultural de la humanidad. En consecuencia, la Idea de una Historia Universal de la Humanidad carece de objeto si lo que se pretende entender con ella es que existe una Humanidad que está produciendo su Cultura desde el principio de los tiempos, pues no existe tal Humanidad ni existe tampoco una cultura global producida por ella.

Esta noción de cultura es obra, como se ha dicho más arriba, de la filosofía idealista alemana, que transmutó al Dios que levanta a los hombres de su naturaleza caída en un dios, el Espíritu Objetivo, el Espíritu Absoluto o la Cultura, que los rescata de la naturaleza darwiniana. La transformación se observa con claridad ya en la obra de Herder y luego en la de Fichte y Hegel. Más tarde haría su primera incursión en la política por la acción de Bismarck y, por último, acabaría por extenderse a todas las gentes, llegando a ejercer un dominio casi despótico sobre el pensamiento actual.

Es importante observar que la nueva criatura heredó su dignidad de la antigua. Del Reino de la Gracia emanaron durante muchos siglos la autoridad de los reyes, la fe religiosa, el fundamento de la moralidad, el lenguaje, etc. Ahora todo eso emana del Pueblo. Todo ha sido dejar de creer en Dios y su Reino, la Gracia, para creer en el Pueblo y el suyo, la Cultura.

En síntesis, esta noción es el resultado de tres operaciones exitosas, pero no por ello aceptables:

a) Separar las obras de los sujetos, considerándolas seres independientes que pueden volverse sobre ellos y controlarlos. El ángulo que traza sobre el cielo la bandada de patos se ha convertido en señor de los patos. No se hacen, por ejemplo, historias de las novelas de Cervantes, los dramas de Calderón, etc., sino Historia de la Literatura Española, dando a entender que los autores están supeditados a una corriente que se halla por encima de ellos.

b) Hacer confluir las obras de los sujetos en una sola unidad, pese a que cada una de ellas sigue una línea propia de desarrollo, influyéndose, intersectándose y oponiéndose a otras que en muchas ocasiones proceden de círculos ajenos. Una Historia de la Literatura da a entender que existe el todo y que las obras literarias son sólo partes suyas.

c) Construir una oposición entre la naturaleza, que se piensa como anterior a los hombres, y una amalgama heterogénea y confusa de contenidos, que sería obra de las colectividades. La Cultura Supraindividual sería la unidad superior en que se insertan los todos particulares: la Literatura, la Religión, la Lengua, el Arte, etc., Todo estaría gestándose desde el comienzo de la humanidad a través de los pueblos. A éstos, pese a que su concepto dista mucho de ser claro y distinto, se atribuye la potestad de gestar cultura.

En conclusión, este empeño último por poner en la cultura la Idea del Hombre ha conducido a un monumental error.

9. Universalismo, relativismo y multiculturalismo

Por si fuera poco, la cultura en sentido suprasomático, viene en nuestro tiempo tan cargada de dignidad que muchos creen que no hay más remedio que adoptar ante ella una actitud moral. Ahora bien, a la hora de adoptar tal actitud un hombre del presente se encuentra con que tiene que optar entre el universalismo, el relativismo o el multiculturalismo. ¿Por cuál de ellos decidirse? Para responder a la pregunta hay que examinar antes cada opción.

a) El universalismo

El universalismo, habitualmente convertido en etnocentrismo, consiste en creer que una y sólo una entre todas las culturas es la sustancia portadora de valores auténticos que todos los hombres deberían aceptar o acabarán aceptando cuando la historia haya progresado suficientemente.

Esta doctrina fue profesada por casi todos los filósofos ilustrados, según los cuales las sociedades vienen gestando una forma universal desde el principio de los tiempos, forma que, según creían, estaba a punto de realizarse en su tiempo. El colonialismo y otros movimientos políticos, como el marxismo, han defendido ideas parecidas.

No les faltaba cierta razón para creer esto. Si comprobaban que ciertos rasgos de su propia sociedad, como la técnica, la ciencia, las universidades, los mercados, las artes de la guerra, etc., se extendían por todo el planeta, parece que estaban obligados a pensar que todos ellos lo harían en igual medida, lo que equivalía a la aparición de una sociedad universal.

Pero en caso de que esta opción fuera a darse realmente tendría que ser por alguna de las siguientes causas:

a) Porque todas las culturas particulares se hubieran integrado en una sola unidad, sin que ninguna hubiera perdido un solo rasgo propio.

b) Porque una de ellas hubiera dominado a todas las demás imponiendo sus propias instituciones, tecnología, creencias, etc.

c) Porque todas se hubieran transformado en una sola a causa de la marcha natural de la historia.

d) Porque hubieran desaparecido todas y hubiera aparecido una nueva.

De estas cuatro posibilidades, la primera es irrealizable porque no puede pensarse que todas las culturas se habrán de fundir en una sola sin que nada se pierda, pues entonces tendrían que coexistir en un solo grupo, por ejemplo, la monogamia, la poliandria, la poliginia, el repudio de la esposa y la igualdad del varón y la mujer. La cuarta también, pues ¿de dónde saldría la nueva cultura una vez que todas se hubieran esfumado? ¿De la nada? Pero esto es una idea disparatada.

Quedan la segunda y la tercera. De la segunda puede decirse que, siendo cierto que la historia ha consistido en gran medida en la lucha entre sociedades y grupos por la hegemonía, está vía no ha conducido a una universalidad real, pese a las notables aproximaciones que representaron el Imperio de Alejandro Magno, el Imperio de Roma y el Imperio Español. Y de la otra que la transformación de todas la culturas en una sola por el desarrollo propio de todas ellas, ignora la marcha normal de la historia, que ha sido y es de oposición y conflicto entre sociedades.

b) El relativismo

Los relativistas creen que las culturas son iguales en dignidad y desiguales en contenidos, de manera que no pueden sobrevivir tal como son si no permanecen separadas. Esta creencia fue inicialmente una reacción contra el universalismo por parte de algunas escuelas de antropología social, como el relativismo de Hertskovits, el funcionalismo de Malinowski y Radcliffe-Brown o el estructuralismo de Lévi-Strauss. Cada esfera cultural es para estos científicos sociales un todo completo y cerrado que se manifiesta de múltiples maneras. Según esta corriente, Hamlet no es propiamente un drama de Shakespeare, sino una manifestación de la Cultura Inglesa, el Quijote no es una novela de Cervantes, sino una manifestación de la Cultura Española, la música de Bach no es de Bach, sino una parte de la Cultura Alemana y así sucesivamente.

Una cultura particular cualquiera goza de la máxima dignidad. Como hay muchas y son diferentes entre sí, todas deben ser igualmente dignas. Por ello deben ser igualmente conservadas y respetadas, incluso cuando sus costumbres, creencias o sistemas morales dan por buenas algunas prácticas horrendas, estúpidas o degradantes que se han conocido en la historia y la antropología. No importa que se practique la ablación del clítoris, la lapidación, el sacrificio ritual de seres humanos, la antropofagia, el suicidio obligado de los ancianos, el infanticidio femenino, el racismo, la esclavitud, y otras acciones igualmente reprobables, que no por ello habrá de mermar la dignidad de la cultura que apruebe esas prácticas. Resulta según esto que la cultura es sublime por ser cultura, no por ser moral.

El relativismo defiende una nueva forma de fijismo y dogmatismo acríticos, toda vez que presenta la “identidad cultural” de cada esfera particular como algo inmutable e intraducible a las otras, lo cual es un grave error, pues la realidad es que los intercambios culturales son incesantes y no puede existir una sola cultura que se haya mantenido incólume durante un largo tiempo. La supuesta “identidad cultural” es un conglomerado cambiante de rasgos culturales que resultan de la historia, como se ha visto más arriba.

c) El multiculturalismo

El multiculturalismo es una variante del relativismo que consiste en creer que todas las culturas son iguales en dignidad y desiguales en contenido, pese a lo cual pueden convivir en un solo grupo de seres humanos sin perder su supuesta identidad, lo cual es imposible, como se ha dicho más arriba al tratar de la primera posibilidad de realización del universalismo. ¿Cómo podrían coexistir en un solo grupo humano la monogamia, la poliandria, la poliginia, el repudio de la esposa y la igualdad del varón y la mujer?

Todo indica que a las tres opciones entre las que hay que elegir debe añadirse una cuarta, que consiste en negar las otras. Habría que inclinarse por alguna de las tres primeras si fuera cierto el supuesto sobre el que se funda la obligación de elegir, a saber, que la cultura es una sustancia permanente, un todo unitario mantenido hasta hoy “desde el principio de los tiempos”. Ahora bien, dado que este supuesto es falso, no hay necesidad de elegir. Y no hay tal necesidad porque las tres posiciones resultan vacías.

Luego la única posición filosóficamente correcta es rechazar la existencia de entidades culturales sustanciales después de comprender que sus componentes no forman una unidad. Desde el punto de vista filosófico y científico no hay aquí sustancias, sino accidentes. No sucede en este terreno como con un organismo, que primero es organismo y luego tiene miembros. En las culturas hay “miembros”, no “organismo” y al faltar éste aquellos no pueden en rigor ser llamados miembros. En conclusión, se impone la decisión que mantuvo Jenófanes en relación con los dioses griegos: es obligado practicar la impiedad con esta nueva idea sagrada de la Cultura en sentido suprasomático.


[1] Carlos París, El animal cultural, Crítica, Madrid, 2000. Subrayado nuestro.

[2] Francis Bacon, Novum organum, trad. de C. Litrán, reed., Orbis, Barcelona, 1985, libro primero, 44.

[3] Platón, Protágoras, 320c-323c

[4] Platón, ibid. 321c

[5] Quevedo, F. de, Sueños, Akal, Madrid, 1991, pág. 143

[6] Cf. Malinowski en Kahn, J.S., (intr. y sel.), El concepto de cultura, Textos fundamentales, Anagrama, Barcelona, 1975, págs. 85-86.

[7] Cf. E. Durkheim, Las reglas del método sociológico, trad. de L. E. Echevarría Rivera, Orbis, Barcelona, 1985, cap. I.

[8] J. Sabater Pi, “An Elementary Industry of the Chimpanzees in the Okorobikó Mountains, Río Muni (Republic of Equatorial Guinea), West Africa”, Primates, Centro de Primates de Inuyama, Universidad de Kyoto, Japón, vol. 15, núm. 4, 1974, p. 351-364.

[9] Tylor, E. B., Cultura primitiva.

[10] Cf. Gómez Pereira, Antoniana margarita, Universidad de Santiago de Compostela-Fundación Gustavo Bueno, Edición facsímil de la de 1749, Santiago de Compostela, 2000, cap. I y II.

[11] Jean George Cabanis, Relaciones entre lo físico y lo mental del hombre, Imprenta de John Smith, París, 1826

[12] Skinner, B. F., Walden dos, Fontanella, Buenos Aires, 1968.

[13] Cf. Edward O. Wilson, Sociobiology: The Abridged Edition, Harvard University Press, Massachusetts, págs. 88 y stes.

[14] Cf. Leibniz, G. G., Monadología, 87.

[15] Cf. Hegel, J. G. F., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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