Leyes de enseñanza

Las leyes y los profesores son los medios indispensables para alcanzar los fines que se propone la enseñanza reglada por el Estado. Aquellas deberían establecer cómo se alcanzan dichos fines, y éstos deberían ejecutar lo que aquellas dictaran. Pero en la dialéctica habida ambas partes se sitúa la causa de lo que ha empeorado nuestro presente.

La leyes españolas de instrucción, que después fueron de enseñanza y más tarde aún de educación, lo que da idea del sesgo ideológico que iban cobrando, empiezan a gestarse hace unos doscientos años, cuando al Antiguo Régimen le suceden las naciones políticas actuales y se ponen en marcha planes de instrucción general. Puede hallarse su origen en el Informe Quintana, firmado en Cádiz el 9 de Septiembre de 1813, un informe que debe su nombre al poeta Manuel José Quintana, que participó en la comisión que lo redactó. En él se tomaban las directrices que el Marqués de Condorcet había presentado a la Asamblea Nacional Francesa en su Rapport sur l’instruction publique el año 1792. Tales directrices básicas eran:

a) que una instrucción pública general es el único instrumento capaz de garantizar la igualdad real de los individuos ante la ley,

b) que la enseñanza tiene que ser gratuita y no obligatoria, porque el saber es un bien tan grande que en cuanto se abran sus puertas todo el mundo las franqueará entusiasmado por su propio pie, y

c) que la enseñanza tiene que ser pública y la educación privada, pues las familias tienen el derecho y el deber de inculcar en sus miembros sus propios principios morales

Las ideas del Informe Quintana tuvieron un digno sucesor en el Duque de Rivas, Ángel de Saavedra, quien en 1836 presentó el Plan de Instrucción Pública. El plan solamente duró unos días, pero fue el fundamento del Plan Pidal de 1845, en el gobierno de Narváez, y de la Ley Moyano en el de O’Donnell.

Al principio de este documento se muestran las convicciones principal de estos liberales en un asunto que hoy nos concierne:

"El pensamiento es de suyo lo más libre entre las facultades del hombre; y por lo mismo han tratado algunos gobiernos de esclavizarlo de mil modos; y como ningún medio hay más seguro para conseguirlo que el de apoderarse del origen de donde emana, es decir, de la educación, de aquí sus afanes por dirigirla siempre a su arbitrio, a fin de que los hombres salgan amoldados conforme conviene a sus miras e intereses. Mas si esto puede convenir a los gobiernos opresores, no es de manera alguna lo que exige el bien de la humanidad ni los progresos de la civilización. Para alcanzar estos fines es fuerza que la educación quede emancipada; en una palabra, es fuerza proclamar la libertad de enseñanza." (Alicia Delibes en La ilustración liberal, Nº 29, “La desaparición del pensamiento liberal en la educación”)

Estos principios liberales, apoyados en una idea de libertad bien entendida, son correctos. La pregunta que hay que hacerse es por qué hubieron de abandonarlos los mismos liberales en aras de una igualdad mal entendida? ¿Por qué a finales del siglo XIX y principios del XX tuvieron que abrazar las doctrinas de la Institución Libre de Enseñanza, doctrinas que eran más propias de los detractores de la libertad y defensores de una idea mal entendida de igualdad, como el PSOE de aquellos días y el de éstos? La respuesta es clara: por su ciego anticlericalismo, que les llevó a apoyar todo lo que a su juicio pudiera debilitar a la Iglesia.

Pero se dirá: ¿acaso no es la igualdad un fin de la enseñanza? Sí, pero es necesario entender bien el concepto. Antes de decir que somos iguales es preciso decir en qué, pues de lo contrario se habla por hablar. El padre dirá que para él sus hijos son iguales y seguramente será así, pero hay que precisar que lo son en cuanto hijos, pues en todo lo demás no lo serán, y el profesor que para él son iguales todos sus alumnos, pero solo en cuanto alumnos, pues en todo lo demás no hay siquiera dos que lo sean. Dicho sea de paso: ¿a qué se dedica un ministerio de igualdad? ¿En qué pretende que seamos iguales? ¿En sexo, en renta, en oportunidadades de ocio, en vestimenta?

El origen de estas ideas confusas se halla en las doctrinas de Rousseau, que dejó sentado que todos los hombres son iguales por naturaleza (también Hobbes lo dijo, pero añadió que lo son en que cada uno puede matar a otro). Esto es falso si se toma como un hecho y verdadero si se toma como un principio moral. Es falso porque somos desiguales en fuerza física, talento, sensibilidad estética, inclinaciones, etc. Es verdadero en que en todos se nos debería reconocer la misma dignidad de seres racionales –lo cual deja fuera a los chimpancés, bonobos, orangutanes y gorilas, pese a los promotores del Proyecto Gran Simio-, una dignidad que, ésta sí, no depende de las cualidades físicas y psicológicas que nos distinguen a unos de otros y sí de nuestras acciones morales.

La finalidad de la educación no consiste en corregir esas desigualdades. ¿Cómo podría hacerse por otro lado? Se trata de desigualdades que en sí no son buenas ni malas. ¿Por qué habría que corregirlas entonces? La finalidad de la educación debería consistir en hacer lo posible para que cada cual las desarrollara de la mejor manera posible sin que su posición social y económica se lo impida. Si así fuera, la educación sería uno de los bienes más preciados que puede dar el Estado a los individuos. Si se aproximara a la perfección permitiría al que tiene sentido musical que fuera un buen músico, al que tiene inteligencia para el cálculo que fuera un buen matemático, etc.

Pero, lejos de creerlo así se parte de la idea de que todos tienen desde que nacen las mismas cualidades. Cuando unos demuestran tener más capacidad que otros se pone la causa en su posición social y económica. Es de esperar, se dice, que los ricos estén mejor preparados que los pobres porque tienen más medios. ¿Y qué sucede cuando el pobre obtiene mejor rendimiento? Que es un traidor a su clase. En vez de negar la premisa, se refuerza en contra de toda experiencia. Todo menos dejar a cada cual con sus aspiraciones y diferencias propias con tal de encauzarlo por el mismo redil de todos los demás.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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