Persona y naturaleza humana

Algún sistema de filosofía política, como también la gente del común, sobre todo la que dice ser demócrata, creen que el Estado existe para que se desarrolle en toda su plenitud la naturaleza humana. Si esto es verdad, no puede tener una estructura cualquiera, sino sólo la que facilite esa plenitud del mejor modo posible. Aunque hay disputa sobre cuál es el mejor desarrollo de una persona, no parece que pueda haberla en que un Estado nivelador no es un buen medio para ese fin, porque lo propio de cada individuo humano es ser algo único e irrepetible. No es éste sin embargo el tema que hoy quiero tratar, sino del derecho a la vida y si el titular del mismo es la naturaleza humana individual o la persona.

Parece indiscutible que si se niega o restringe de algún modo la vida no es posible que haya ninguna manera de perfeccionarla, porque, muerto o incapacitado el sujeto, nada o muy poco puede hacerse ya. En consecuencia, el primer cuidado de la ley tiene que ser el de garantizar en primer lugar que ésta llegue a existir y, en segundo, que no sea interrumpida o dañada por decisión injusta del Estado o de un particular a quien el Estado autorice u ordene.

Por esto la vida no es un derecho como otros, sino uno fundamental, como suele decirse hace un tiempo para no tener que darle el nombre de derecho natural, que es el utilizado por la Iglesia Católica. Un derecho que sirve de base o fundamento a todos los demás, porque el requisito indispensable para tener el de propiedad, libertad de expresión, de asociación y otros es estar vivo, pues un individuo que ha muerto no es ya sujeto de nada. Derecho natural es el que el recto razonar así lo declara. Por tanto, si lo que acabo de decir está correctamente razonado, el derecho a la vida es un derecho natural.

De tal manera es así que no sería necesario siquiera que constara su reconocimiento en ley alguna, como ha venido siendo siempre, hasta que los desastres de la Segunda Guerra Mundial mostraron la fragilidad del respeto a la vida y a la integridad física y moral de las personas por parte de los Estados. La Constitución española, como otras y por el mismo motivo, lo recogió así en su artículo 15: “Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra”.

Sin embargo, una primera formulación del derecho decía: “La persona tiene derecho a la vida”. ¿Por qué ese cambio? ¿No tienen ambas formulaciones idéntico significado?

Es obvio que el vocablo “todos” se refiere a cualquier individuo vivo de naturaleza humana y es universal, pero que el vocablo “persona”, por añadir algo, restringe el significado de “todos”. Este concepto procede de la teología cristiana, de donde ha pasado a la filosofía y al derecho. Nació de las controversias que originó una corriente doctrinal, la de los monarquianos, en los primeros tiempos del cristianismo. Contra sus ideas y las de otros grupos cristianos, como los arrianos, se estableció finalmente que Dios es una sola naturaleza en tres personas y que Cristo es una sola persona y dos naturalezas, una divina y otra humana.

“Persona”, dice san Agustín en Enarraciones sobre los Salmos, 68, I, 5. BAC, Madrid, 1965, página 759, es relación: “Porque no se llama Padre para sí, sino para el Hijo; para sí es Dios”. Persona es en la Trinidad el acto mismo de engendrar, no algo añadido a una naturaleza ya constituída, algo que no es directamente aplicable a la personalidad humana.

No es preciso seguir adelante para comprender bien esta doctrina, lo que acaso sea imposible, pese a los denodados esfuerzos de tantos teólogos, sino solamente señalar que introduce una neta distinción entre naturaleza, o sustancia, y persona, o relación, dos nociones de la tradición aristotélica, aunque en la teología no parece posible aceptar que, siendo la sustancia el ser propiamente real, no lo sea también el accidente de la relación. La flaqueza que sufre dicha tradición en este punto fue puesta de relieve por Joseph Ratzinger, luego Papa Benedicto XVI, y Gustavo Bueno.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que la idea de persona tiene una enorme relevancia en la civilización occidental. Está presente por medio de leyes en la vida de todo individuo que haya nacido y crecido en ella. En la de cualquier español, ateniéndonos sólo a lo dicho por la Constitución y dejando sin mencionar las otras leyes, lo está cuando el artículo 10 dice que la dignidad de la persona es fundamento del orden político y la paz social, el 17 que toda persona tiene derecho a la libertad y la seguridad, además de que debe ser informada inmediatamente de sus derechos cuando sea detenida, el 24 que todas las personas tienen derecho a la tutela efectiva de los jueces y tribunales, el 45 que el disfrute de un medio ambiente adecuado debe contribuir al desarrollo de la persona, etc.

Sin embargo, en el reconocimiento del derecho a la vida reconocido en el artículo 15 no es la persona, sino la naturaleza humana, implícita en el “todos” que le da comienzo, el sujeto titular de ese derecho. Aunque “naturaleza” y “persona” no son unívocos, a muchos les parece que todos los individuos humanos son personas, pero el Derecho Civil español y el de otras naciones no lo ven así.

Cuando se debatió el derecho a la vida en la Comisión Constitucional se habló ante todo de la muerte, ya en forma de pena capital, ya en forma de aborto intencionado. Todavía no estaba la eutanasia en la nube ideológica de la España de hace cuarenta años.

En el “Diario de sesiones del Congreso de los Diputados”, núm. 105 (Sesión Plenaria núm. 34, celebrada el jueves, 6 de julio de 1978) D. Pedro de Mendizábal Uriarte propuso que en lugar de que la Norma Máxima dijera “La persona tiene derecho a la vida”, como se había acordado inicialmente, dijera esto otro: “Todos tienen derecho a la vida”. El cambio no tendría importancia si “todos” y “la persona” tuvieran el mismo significado, pero no es así, porque la primera expresión se extiende hasta el momento de la concepción, el momento en que ya hay una naturaleza humana, y, por tanto, impide el aborto intencionado, en tanto que la segunda se refiere al ser que ya ha nacido, lo que le deja la puerta abierta.

“¿Qué es persona?”, se pregunta Mendizábal Uriarte, para responder con el artículo 29 del Código Civil entonces vigente, según el cual sólo es persona a efectos civiles el feto con figura humana que ha vivido veinticuatro horas fuera del claustro materno. Pero que carezca de personalidad hasta ese momento no quiere decir que carezca de naturaleza humana. ¿Qué otra naturaleza podría tener? ¿La de un animal no humano? ¿Cuál? ¿La de algún primate tal vez?

Si la Constitución atribuyera a la persona así entendida el derecho a la vida, entonces estaría permitido matar al feto hasta el día posterior al nacimiento, algo a todas luces aberrante. Además, el artículo 410 del Código Penal tipifica como delito de infanticidio la muerte intencionada del recién nacido.

Por si fuera poco, ni para juristas ni para médicos está claro cuándo se considera nacido un feto. Unos dicen que cuando la madre siente los dolores del parto, otros que cuando el niño ha sido expulsado en condiciones de mínima capacidad vital, otros que en cuanto ha comenzado su marcha del claustro materno, otros cuando ha dado comienzo la respiración autónoma. Si, por ejemplo, se reservara el derecho a la vida sólo a la persona y si sólo se es persona una vez que se ha dado el primer vagido, entonces habría que admitir que no es infanticidio, ni siquiera aborto, matar al nacido entre el momento en que sale del vientre de la madre y esos pocos segundos en que comienza a respirar por sí mismo.

En suma, el Derecho ignora lo que es una persona, y, como mucho, dice cuándo es, no qué es. Pero es necesario hacer leyes y para evitar que quien las haga se pueda inclinar por una u otra de esas líneas divisorias para poner límite al derecho a la vida, lo más conveniente es prescindir de todas ellas, so pena de provocar una confusión tal que se podría estar dejando libertad de actuar a auténticos asesinos.

Así razonó Mendizábal Uriarte en una de aquellas sesiones preparatorias de la Constitución.

Luego, para mantener la distinción entre el aborto voluntario, el infanticidio, el homicidio y el asesinato, concluyó, y para evitar toda confusión, propuso la defensa de la vida de todo ser de naturaleza humana, con independencia de que pueda considerarse que es o no es persona, lo que hacía que se extendiera a la entera trayectoria de todo individuo de naturaleza humana desde el principio hasta el fin.

Por estos motivos quedó fijado el texto constitucional en su artículo 15 de esta manera clara, sencilla y directa, pero plena de contenido: “Todos tienen derecho a la vida” y no “La persona tiene derecho a la vida”. La distancia entre una proposición y otra es muy grande.

Lo que después sucedió es conocido: siete años más tarde, el gobierno socialista despenalizó el aborto en tres supuestos: el terapéutico, el ético y el eugenésico. El artículo 15 de la Constitución seguía protegiendo al nasciturus en el resto de los casos. La posterior ley de aborto de 2010, mal llamada de “salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo”, amplió la restricción de dicho artículo al dejar a la “autodeterminación consciente” de la madre, y sólo de ella, durante las primeras 14 semanas del embarazo la decisión de abortar. La ley de eutanasia ha vuelto este año a liberar al Estado de su deber de proteger la vida en nuevos supuestos.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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