De dos cosas he de tratar hoy brevemente, de la razón y del progreso, cosas ambas de importancia suma para los ilustrados del XVIII y sus posteriores secuaces, cuales fueron los revolucionarios franceses, pues pusieron en las armas y la rebelión lo que ellos habían puesto en la inteligencia y el discurso. Las dos fueron eficaces para, supuesto que la historia es un río de orillas izquierda y derecha según es la corriente, suponer en la derecha, motejados de retrógrados e irracionales, a quienes no las tomaban en consideración ni hacían de ellas materia para la guía política y social.
El significado de la razón es por demás ambiguo e indefinido en el uso que de ella hicieron. Hacer uso de ella, a fin de cuentas, es algo que todos hacemos en nuestra vida diaria, y más y mejor en las ciencias y los saberes en general. Y, tanto en un campo como en el otro, es posible hacerlo de tres maneras: o bien se desciende de lo universal a lo particular, que se llama deducción, o bien se asciende de lo particular a lo universal, y se llama inducción, o bien, por último, se combinan una y otra, cosa por cierto la más común de todas. De la inducción hacen uso las ciencias positivas, obligadas a confirmar o desmentir sus hipótesis y teorías en algún experimento, bien entendido que también usan por fuerza la deducción. De la deducción hacen uso exclusivo las matemáticas y la lógica.
No cabe pensar que los ilustrados y sus hijos revolucionarios se refirieran a ninguno de estos procedimientos. Porque ¿de qué razón hablaban? ¿De la deductiva, la inductiva, de una combinación de ambas? No parece que de ninguna, aun teniendo entre ellos un magno ejemplo de la segunda en uno de los científicos más grandes que han existido, en Lavoisier, al que hicieron pasar por la cuchilla de la guillotina el año 1794. La Revolución no tiene necesidad de científicos, dijeron. También dijo Lagrange que cuestan unos pocos segundos para segar una cabeza que no tendría igual en menos de un siglo.
Era muy otra la razón de sus propósitos, porque solamente la veían como una guerra sin cuartel contra la religión católica. Así se entiende que entronizaran a la Diosa Razón, como la llamaron, personificada en una actriz de teatro, en el altar de la Catedral de Nuestra Señora de París, con el fin de extirpar el culto a la Virgen María de las prácticas de los franceses.
La razón no era para ellos otra cosa que un mito secularizado contrario al catolicismo para ocupar su lugar apropiándose del principio espiritual que durante diecinueve siglos había imperado en las monarquías europeas al lado del temporal, aunque no sin conflictos eventuales entre los dos. Daba comienzo así el deseo de dominar no sólo las leyes, sino también las conciencias, lo que luego habría de llamarse Estado totalitario.
Para un más amplio tratamiento de este punto habría que traer a consideración las nociones de Gustavo Bueno sobre la razón analítica y sintética que en realidad, y sin que la Revolución se lo propusiera a sabiendas, sucedió en aquellos tiempos. Quede esto para posteriores entregas y valga ahora lo dicho a modo de boceto, que ahora dedicaré unas líneas al otro concepto, al de progreso.
El progreso es espíritu secularizado, la Providencia vista como inmanente al mundo de la naturaleza y, sobre todo del hombre. Fue una fe profunda en las mentes de aquel tiempo. Encarnó en su actividad política y dio lugar a la división en dos de la sociedad, quedando a un lado los progresistas, dedicados a cometer innumerables errores, y al otro los conservadores, dedicados a impedir que se pudieran corregir, según dijo Chesterton. Así viene siendo desde entonces.
Pero, siendo un dios secular, es también, como todos los espíritus terrenales, un dios mortal. No ha vivido mucho, en verdad, porque esta clase de divinidades es más longeva, pero son muchos los que piensan que le ha llegado su hora. Puesto que la historia es siempre retrospectiva y nunca prospectiva, excepto la historia de los profetas, sobre todo la de los profetas modernos, adoradores de este dios mundano, si bien se mira lo pasado se comprende que aquel camino que, siempre adelante y siempre hacia arriba, habría de llevarnos a todos a una bella sociedad buena y perfecta, ha sido una quimera, un sueño del que ha despertado por fin Europa por causa de las catástrofes del siglo XX. Los ideólogos y filósofos progresistas, auténticos sacerdotes paganos de ese ídolo, lo habían extraído de sus fantasías, ajenas a la realidad, y ésta se venga tarde o temprano.
Pese a todo, la razón y el progreso, los dos ídolos, parecen seguir vivos entre nosotros, pero podrían no ser otra cosa que el recubrimiento ideológico del interés por el poder que mueve a sus sedicentes adoradores. Éstos podrían ser todos iguales entre sí, a la manera en que Carlos I de España dijo ser igual a Francisco I de Francia: mi primo y yo estamos de acuerdo, dijo, los dos queremos Milán. Nuestros partidos están de acuerdo. Quieren el poder. Por eso luchan entre sí.
La división entre progresistas y conservadores, o izquierdas y derechas, es clara ya en la España de la primera mitad del siglo XIX. Los liberales que propugnaron una monarquía constitucional y redactaron la Constitución de Cádiz fueron la primera izquierda, en oposición a los que deseaban seguir con el régimen que había habido hasta entonces, la monarquía como fuente de soberanía, que fueron definidos en consecuencia como la primera derecha. Luego se produjo una escisión entre los liberales. Los más aguerridos y radicales, llamados “exaltados”, defensores de las reformas emprendidas por el gobierno de Mendizábal, formaron el Partido Progresista hacia 1835, dejando a su derecha a sus anteriores compañeros de ideología y partido, pero éstos no habían hecho otra cosa que seguir manteniendo sus convicciones.
Si estás sentado en un banco con tu mujer, estando ella a tu izquierda, pero cambias de posición y te pones al otro lado, ella quedará a tu derecha sin haberse movido. Así sucede con las izquierdas y las derechas políticas.