De los sacrificios horribles de hombres que usaron los mejicanos

Código florentino: sacrificio humano azteca

Aunque en el matar niños y sacrificar sus hijos los del Perú se aventajaron a los de Méjico, porque no he leído ni entendido que usasen esto los mejicanos; pero en el número de los hombres que sacrificaban, y en el modo horrible con que lo hacían, excedieron éstos a los del Perú, y aun a cuantas naciones hay en el mundo; y para que se vea la gran desventura en que tenía ciega esta gente el demonio, referiré por extenso el uso inhumano que tenía en esta parte.

Primeramente, los hombres que se sacrificaban eran habidos en guerra; y si no era de cautivos, no hacían estos solemnes sacrificios. Que parece siguieron en esto el estilo de los antiguos, que según quieren decir autores, por eso llamaban víctima al sacrificio, porque era de cosa vencida; como también la llamaban hostia, quasi ab hoste, porque era ofrenda hecha de sus enemigos, aunque el uso fue extendiendo el un vocablo y el otro a todo género de sacrificio.

En efecto, los mejicanos no sacrificaban a sus ídolos, sino sus cautivos; y por tener cautivos para sus sacrificios, eran sus ordinarias guerras; y así cuando peleaban unos y otros, procuraban haber vivos a sus contrarios, y prenderlos, y no matallos, por gozar de sus sacrificios; y esta razón dio Motezuma al Marqués del Valle cuando le preguntó: ¿Cómo siendo tan poderoso, y habiendo conquistado tantos reinos, no había sojuzgado la provincia de Tlascala, que tan cerca estaba? Respondió a esto Motezuma que por dos causas no habían allanado aquella provincia, siéndoles cosa fácil de hacer, si lo quisieran. La una era, por tener en que ejercitar la juventud mejicana, para que no se criase en ocio y regalo. La otra, y principal, que había reservado aquella provincia para tener de donde sacar cautivos que sacrificar a sus dioses.

El modo que tenían en estos sacrificios era que en aquella palizada de calaveras, que se dijo arriba, juntaban los que habían de ser sacrificados; y hacíase al pie de esta palizada una ceremonia con ellos, y era que a todos los ponían en hilera al pie de ella con mucha gente de guardia, que los cercaba. Salía luego un sacerdote vestido con una alba corta llena de flecos por la orla, y descendía de lo alto del templo con un ídolo hecho de masa de bledos y maíz amasado con miel, que tenía los ojos de unas cuentas verdes, y los dientes de granos de maíz, y venía con toda la priesa que podían por las gradas del templo abajo, y subía por encima de una gran piedra que estaba fijada en un muy alto humilladero en medio del patio: llamábase la piedra Quauxicalli, que quiere decir la piedra del águila.

Subiendo el sacerdote por una escalerilla, que estaba enfrente del humilladero, y bajando por otra, que estaba de la otra parte, siempre abrazado con su ídolo, subía adonde estaban los que se habían de sacrificar; y desde un lado hasta otro iba mostrando aquel ídolo a cada uno en particular; y diciéndoles: éste es vuestro Dios; y en acabando de mostrárselo descendía por el otro lado de las gradas, y todos los que habían de morir se iban en procesión hasta el lugar donde habían de ser sacrificados, y allí hallaban aparejados los ministros que los habían de sacrificar.

El modo ordinario del sacrificio era abrir el pecho al que sacrificaban, y sacándole el corazón medio vivo, al hombre lo echaban a rodar por las gradas del templo, las cuales se bañaban en sangre; lo cual para que se entienda mejor es de saber que al lugar del sacrificio salían seis sacrificadores constituídos en aquella dignidad; los cuatro para tener los pies y manos del que había de ser sacrificado, y otro para la garganta, y otro para cortar el pecho, y sacar el corazón del sacrificado, llamaban a estos chachalmúa, que en nuestra lengua es lo mismo que ministro de cosa sagrada: era ésta una dignidad suprema, y entre ellos tenida en mucho, la cual se heredaba como cosa de mayorazgo.

El ministro que tenía oficio de matar, que era el sexto de éstos, era tenido y reverenciado como supremo sacerdote o pontífice, el nombre del cual era diferente según la diferencia de los tiempos y solemnidades en que sacrificaba; asimismo eran diferentes las vestiduras cuando salían a ejercitar su oficio en diferentes tiempos. El nombre de su dignidad era papa y topilzín; el traje y ropa era una cortina colorada a manera de dalmática, con unas flocaduras por orla, una corona de plumas ricas verdes y amarillas en la cabeza, y en las orejas unos como sarcillos de oro, engastadas en ellos unas piedras verdes, y debajo del labio, junto al medio de la barba, una pieza como cañutillo de una piedra azul.

Venían estos seis sacrificadores el rostro y las manos untados de negro muy atezado; los cinco traían unas cabelleras muy encrespadas y revueltas, con unas vendas de cuero ceñidas por medio de las cabezas; y en la frente traían unas rodelas de papel pequeñas pintadas de diversas colores, vestidos con unas dalmáticas blancas labradas de negro. Con este atavío se revestía en la misma figura del demonio, que verlos salir con tan mala catadura, ponía grandísimo miedo a todo el pueblo. El supremo sacerdote traía en la mano un gran cuchillo de pedernal muy agudo y ancho; otro sacerdote traía un collar de palo labrado a manera de una culebra. Puestos todos seis ante el ídolo hacían su humillación, y poníanse en orden junto a la piedra piramidal, que arriba se dijo que estaba frontero de la puerta de la cámara del ídolo. Era tan puntiaguda esta piedra, que echado de espaldas sobre ella el que había de ser sacrificado, se doblaba de tal suerte, que dejando caer el cuchillo sobre el pecho, con mucha facilidad se abría un hombre por medio.

Después de puestos en orden estos sacrificadores, sacaban todos los que habían preso en las guerras, que en esta fiesta habían de ser sacrificados, y muy acompañados de gente de guardia, subíanlos en aquellas largas escaleras, todos en ringlera, y desnudos en carnes, al lugar donde estaban apercibidos los ministros; y en llegando cada uno por su orden, los seis sacrificadores lo tomaban, uno de un pie, y otro del otro; uno de una mano, y otro de otra, y lo echaban de espaldas encima de aquella piedra puntiaguda, donde el quinto de estos ministros le echaba el collar a la garganta, y el sumo sacerdote le abría el pecho con aquel cuchillo con una presteza extraña, arrancándole el corazón con las manos; y así vaheando, se lo mostraba al sol, a quien ofrecía aquel calor y vaho del corazón; y luego volvía al ídolo y arrojábaselo al rostro; y luego el cuerpo del sacrificado le echaban rodando por las gradas del templo con mucha facilidad, porque estaba la piedra puesta tan junto a las gradas, que no había dos pies de espacio entre la piedra y el primer escalón, y así, con un puntapié, echaban los cuerpos por las gradas abajo. Y de esta suerte sacrificaban todos los que había, uno por uno, y, después de muertos, y echados abajo los cuerpos, los alzaban los dueños, por cuyas manos habían sido presos, y se los llevaban, y repartíanlos entre sí, y se los comían, celebrando con ellos solemnidad; los cuales, por pocos que fuesen, siempre pasaban de cuarenta y cincuenta, porque había hombres muy diestros en cautivar. Lo mismo hacían todas las demás naciones comarcanas, imitando a los mejicanos en sus ritos y ceremonias en servicio de sus dioses.

(José Acosta, Historia natural y moral de las Indias, libro V, capítulo XX. Kindle/Paperback)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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