La utopía

Estructura general de las utopías revolucionarias

El género utópico abarca un número grande de movimientos sociales, religiosos y filosóficos, que unas veces están dirigidos a la acción política y otras no. Todos coinciden en negar el presente, pero los que desembocan en la acción política lo hacen en nombre de un futuro feliz y justo. Su plan de acción se encuadra, según ellos, en el curso de la historia general de la humanidad, que se divide en tres etapas, siguiendo la escatología judeo-cristiana:

a) La primera fue el periodo feliz y ordenado de los comienzos de la vida humana. En la escatología judía y cristiana es el Paraíso Terrenal, en la utopía marxista el comunismo primitivo, cuyas huellas habría descubierto Morgan entre las sociedades tribales de Norteamérica, etc.

b) La segunda es la pérdida del orden y la felicidad del comienzo de los tiempos. Según el judaísmo y el cristianismo, el primer pecado de Adán y las posteriores injusticias de todos los hombres son la causa de las desgracias del presente. Según el marxismo, la aparición de la propiedad privada, que ha conducido hasta el capitalismo actual, es el origen de la desigualdad y la injusticia actuales. Según el nazismo, la contaminación de las razas es la causa de la degeneración del momento.

c) La tercera es la recuperación del mundo ordenado y feliz original. Según las utopías judeo-cristianas, el Mesías que ha de venir restablecerá el acuerdo con el Padre y colmará la esperanza de sus fieles en un nuevo reino que durará mil años. Según el marxismo, será el proletariado, la clase social que sufre la máxima injusticia bajo la explotación capitalista, el que abra las puertas del futuro comunismo, donde ya no habrá desigualdades.

La fantasía de la tercera etapa, reproducción sublimada de la primera, que no es menos fantástica que ella pese a que en ocasiones parezca haber sido confirmada por datos empíricos, es el modelo negativo de la actividad política de toda clase de movimientos utópicos, milenaristas, escatológicos, etc. Todos ellos coinciden en que cuando han logrado sus propósitos y construido un poder a su medida, han reproducido y aumentado, a veces hasta extremos inauditos, las injusticias y desigualdades de la segunda etapa. Han reconstruido el presente. ¿Qué otra cosa cabía esperar que hicieran?

Puesto que el final a que realmente conducen es justamente lo que pretendían destruir, ha de decirse que las utopías son, desde el punto de vista de la práctica política, una repetición de la realidad por otros medios, y, desde el filosófico, una expresión de lo que no se quiere. Pueden definirse, en consecuencia como pensamiento político abstracto y negativo. Abstracto por estar separadas de la realidad y negativo por no ofrecer soluciones efectivas a las injusticias denunciadas.

Crítica del pensamiento utópico

Reproducimos a continuación una crítica del utopismo que sigue en gran parte la que en su momento hizo Karl Popper, por parecer que es una crítica certera cuyos fundamentos son el reverso del idealismo de que adolece todo utopismo, lo que la convierte en una crítica materialista.

Según se dijo en una lección anterior, el mundo social está compuesto de grupos divergentes y es tarea de la política tratar de conseguir un grado de convergencia tal que la coexistencia entre ellos sea posible. La convergencia puede conseguirse por medio de la persuasión o la fuerza.

La persuasión puede lograrse a su vez únicamente si antes existe en los sujetos la voluntad de persuadir y dejarse persuadir y es en esa posibilidad de intercambio de razones entre iguales, que lo son justamente en tanto que mantienen esa disposición, en lo que consiste la racionalidad que debe reinar entre los grupos. Esta racionalidad, no obstante, tiene una limitación inevitable: de nadie puede esperarse que esté dispuesto a persuadir a quien está dispuesto a matarlo. La racionalidad choca contra este muro que no puede superar.

En otro sentido del concepto de racionalidad, se dice que una conducta es racional si hace un uso adecuado de los medios para alcanzar el fin propuesto y que en caso contrario es irracional. Cuando el fin es la justicia o la igualdad las conductas políticas encaminadas a él serán racionales en la medida en que, en primer lugar, fijen sus objetivos con la máxima precisión y, en segundo, delimiten los medios de que han de hacer uso en relación a dichos objetivos.

El utopismo sería racional en este último sentido si pudiera fijar con precisión la sociedad ideal que se ha propuesto alcanzar. Pero, dado que existen utopías distintas e incluso contrarias entre sí, habría que disponer de un método racional para inclinarse por una de ellas. Pero tal método no existe ni puede existir. Solamente es posible la elección racional entre medios, no entre fines. Puede construirse, por ejemplo, una central nuclear o una hidroeléctrica. La ciencia es capaz de ambas cosas y puede decidir cuál es más costosa, más fácil de hacer, etc. De lo que no es capaz es de decidir cuál es preferible. Esa es una decisión que debe haber sido tomada antes de que el científico ponga los medios para ejecutarla.

El partidario de una utopía se ha inclinado ya por una cierta sociedad ideal. Como su decisión es contraria a otras y no puede haber tolerancia entre ellas, tendrá que renunciar a sus propósitos, persuadir a sus adversarios o aplastarlos.

Si no renuncia a sus propósitos y opta por persuadir a sus adversarios se encontrará con que la tarea es prácticamente imposible. Tendrá que extirpar sus opiniones de tal manera que consiga incluso borrar toda memoria de las mismas, para que no pueda haber un nuevo brote. Ante la dificultad insuperable de este método, el utopista tendrá que recurrir a la violencia. Será, pues, irracional también en el primer sentido que se ha indicado más arriba.

Pero esto es sólo el principio. Una utopía se fragua en un determinado momento histórico de cambio social, sufrimiento, fervor religioso, revolucionario, etc. Entonces se ofrece a los fieles un reino feliz concreto, hacia el cual echan todos a andar. Cuando el momento inicial ha pasado sucede a menudo que el reino feliz ya no lo es tanto, por lo que hay que diseñar uno nuevo y cambiar el sentido de la marcha. Si esto se repite varias veces más, como ha pasado frecuentemente en la historia, resultará que los fieles han hecho grandes sacrificios para encontrarse en el punto de partida o en otro mucho peor.

Si, pese a todo, el movimiento utópico sigue siendo vigoroso tendrá que utilizar a fondo la demagogia y la propaganda política para aniquilar al adversario y aplastar toda crítica. Pero entonces ya no será la sociedad ideal lo que se esté persiguiendo, sino las ideas que vayan saliendo de la cabeza de algún jefe convertido en un dios para sus seguidores y la utopía se habrá convertido en tiranía.

Se objetará, no obstante, que el ideal sigue siendo algo bueno en sí, independientemente de los abusos que se cometan en su nombre, pero es un error. Si es buena la idea de una humanidad feliz en el futuro, también es buena la de una humanidad feliz en el presente. ¿Por qué ésta ha de convertirse en un medio para un fin? ¿Por qué ha de ser sacrificada en aras de la otra?

Cuando el utopista responde que el presente es transitorio olvida que el futuro también lo es. Todas las edades y generaciones son en realidad transitorias y no hay una sola que sea definitiva, una a la que todas las demás debieran ser sacrificadas. Todas son iguales y ninguna es medio o fin para las demás. Luego la desdicha de una no puede ser compensada con la felicidad de otra.

Es, por tanto, un absurdo sacrificar el presente por el futuro, porque el futuro, cuando sea presente, también deberá ser sacrificado por otro futuro posterior, y así hasta el infinito. No hay, por tanto, un futuro detrás de todo futuro que esté aguardando a la humanidad, un reino definitivo de justicia a donde conducen los ríos de la historia. La humanidad no tiene más que presente. Su futuro lejano es, como el de todas las especies, la extinción.

¿Significa esto que debe renunciarse a los ideales? No, en absoluto; sólo que en lugar de dirigir la actividad hacia la consecución del bien, debe dirigirse hacia la eliminación del mal. Combatir la enfermedad, el analfabetismo, la pobreza, etc., es algo que puede hacerse por medios directos e inmediatos, sin necesidad de pergeñar una sociedad perfecta de imposible realización, que, además, tiene el efecto pernicioso de apartar a muchos hombres del trabajo concreto. Los males presentes son muy reales. La felicidad futura es irreal.

A quienes creen que la utopía es lo que da verdadero sentido a la actividad política, hay que responderles que o bien la utopía confiere sentido a la acción política en tanto que al menos algunos aspectos suyos determinan resultados prácticos políticos (“lo que es utópico hoy será algo real y efectivo mañana”), con lo que se querría decir que la utopía confiere sentido cuando no es utopía, o bien que da sentido a la vida de los hombres no en función de los resultados obtenidos, sino de su influencia tranquilizadora sobre ellos como algo que permite descargar tensiones, terrores o desesperanzas, y entonces la utopía sería el opio del pueblo, un autoengaño o una falsa conciencia. Si la vida tiene que tener sentido, este sentido debe ser racional y posible. Si se fijan objetivos irrealizables entonces los actos encaminados a alcanzar tales objetivos quedan privados de sentido.

Si es imposible fijar racionalmente un reino feliz para la humanidad, un estado de felicidad y paz perpetua para todos, no lo es determinar los males de nuestra sociedad y señalar lo que ha de hacerse para erradicarlos. Desconocemos el bien, pero conocemos el mal. Hemos de evitar y buscar aquél en la medida en que no ocasionemos un mal a nadie.

(V. Cap. XVIII de Filosofía 1. Bachillerato, versión Kindle)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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