Historiador filósofo
Mil trescientos años han transcurrido desde la batalla que hubo de librar el rey godo Don Rodrigo contra los invasores procedentes del norte de África en las proximidades del río Guadalete. Allí debió perder la vida el rey, pues desde aquella fecha no vuelve a mencionarse su nombre como el de alguien que habitara en el mundo de los vivos.
Ninguna invasión se produce por el mero ímpetu o voluntad del invasor. Tienen que concurrir otras causas, como el debilitamiento del invadido, su desconocimiento de las intenciones del agresor y su falta de preparación para la guerra. De todo hubo en aquella ocasión y cuando los jerarcas del reino de España vieron sobre sí la tormenta comprendieron que la causa principal residía en ellos y que no podían hacer ya otra cosa que doblegarse al empuje del extranjero e implorar su clemencia o aprestarse a una resistencia desesperada con los escasos medios de que a esas alturas disponían. La mayoría optó por lo primero. Solo una minoría muy exigua eligió lo segundo.
Algunos historiadores españoles son algo más que historiadores. Son filósofos de la historia. Recogen los hechos y reconstruyen las situaciones del pasado con celo y objetividad. Son capaces, por ejemplo, de describir la vida cotidiana en el siglo X como no podría hacerlo un hombre del siglo X. Saben captar lo particular y, tratándose de la historia de España, que es una nación política y también mucho más que una nación política, elevarlo al nivel universal que es el suyo.
Uno de ellos es Don Claudio Sánchez-Albornoz y Menduiña, quien, además de cultivar la ciencia de la historia, fue rector de la Universidad Central de Madrid entre 1932 y 1934, Consejero de Instrucción Pública entre el 31 y el 33, diputado entre el 31 y el 36, Ministro de Estado en el 33, vicepresidente de la Cortes el 36 y presidente del Gobierno de la República española en el exilio desde el 62 hasta el 71. Hoy yace enterrado en el claustro de la catedral de Ávila.
He frecuentado su obra para extraer de ella algunas gotas de saber y exponerlas aquí, en “la nube”, como ha dado en llamarse a este medio de propagación de ideas en que reina la libertad y el buen o mal hacer de cada cual. Las notas de este artículo proceden en casi su totalidad de Orígenes de la nacion española. El Reino de Asturias, (Ed. Sarpe, Madrid, 1985, páginas 69-92)
Debilidad del reino godo
El poderío militar de los godos había cedido en empuje al adueñarse de la tierra y quedar apegados a ella, como también había sucedido a los francos. Es lo que se desprende del Codigus revisus. Antes habían vencido a los bizantinos, habían doblegado a los cántabros, habían conquistado el reino suevo, habían sojuzgado a los astures, habían rechazado a los francos, habían hecho frente a los vascones y, en fin, habían llevado a cabo un sinnúmero de empresas existosas. Habían dado pruebas de una efectividad militar superior en muchos casos a la de Roma. Pero algo nuevo estaba sucediendo, pues el Liber Judicum decretaba graves castigos contra quienes no cumplieran sus deberes militares o desertaran en el combate, un signo cierto de que el vigor guerrero estaba decayendo.
¿Por qué cayó el reino de España el año 711? ¿Por qué la nobleza visigoda, antes avezada al combate y a la victoria, y la población hispana, que había resistido a las legiones de Roma durante tanto tiempo, habían llegado a tal extremo de debilidad?
Lo cierto y verdad es que la invasión musulmana coincidió con uno de los momentos de lucha entre clanes, familias y facciones por hacerse con el poder, porque el Estado era para esas gentes en discordia nada más que una posibilidad de enriquecerse, de adquirir privilegios y ascender en la escala social. Nadie conseguía detentar el poder para siempre y cada rey podía ser destronado por destitución o asesinato, lo que permitía a cada nuevo monarca humillar o desposeer de sus propiedades a los familiares y deudos del anterior, sufriendo los suyos la misma suerte cuando a él mismo le tocaba caer. Y si actuaba en sentido contrario, el resultado venía a ser el mismo. En vano advirtieron los concilios V y VI de Toledo de la insensatez de las medidas tomadas por los reyes, porque todas contribuían únicamente a destruir la lealtad debida a la institución. Los clanes en el poder no tenían otra posibilidad que conservarlo por todos los medios a su alcance. Los que lo habían perdido tenían que esforzarse por su lado en recobrarlo. Todos estaban dispuestos a luchar entre sí y ninguno bajaba la guardia.
El obispo Ataloco y los condes Granista y Vildigerno se rebelaron contra Recaredo, que reinó entre el 587 y el 601. Los condes Segga y Viterico, el obispo Sunna y el duque Argimundo se levantaron el 590. Liuva II fue muerto el 603 por Viterico, que fue asesinado el 610. Dagoberto depuso a Suíntila el 631. Chindasvinto a Tulga el 638. Contra Recesvinto, su hijo, se levantó Froia. El conde Hilderico, el obispo Gunildo, el duque Renosindo, el gardingo Hildigiso y el duque Paulo se alzaron contra Vamba, que fue después depuesto por Ervigio, que quizá no cedió el trono de forma pacífica a Vitiza, cuyos hijos pidieron ayuda a los berberiscos norteafricanos para luchar contra Roderico.
El trono era electivo, lo que alentaba la esperanza de obtenerlo para cualquier casa noble. Los esfuerzos de la Iglesia para hacerlo hereditario fracasaron. La Iglesia trataba de mantener la paz pública ungiendo a los reyes, sometiendo a reglamento la sucesión a la corona, decretando severas penas canónicas contra quienes conspiraban contra ella, etc. Sirvió al Estado, pero a cambio hubo de acceder a transacciones vergonzosas: en el Concilio IV, presidido por San Isidoro, levantó la excomunión a Sisenando por haberse levantado contra Suíntila, luego legalizó la revolución de Chindasvinto, la maniobra de Ervigio contra Vamba, la negativa de Egica a cumplir el juramento por el que se había obligado a respetar a la familia de su antecesor y también permitió que los reyes nombraran y depusieran obispos.
Las humillaciones que hubieron de sufrir los reyes por su alianza con la Iglesia no fueron menores: Sisenando tuvo que suplicar su absolución, Ervigio se vio forzado a presentar una falsa carta de Vamba en que éste pedía que se le ungiera como rey, Egica imploró que se le relevase del deber de su juramento, y así en casi todo lo que guardaba alguna relación con la adquisición del poder y su ejercicio.
La corrupción llegó a tal grado que muchos que participaban de las querellas dinásticas estaban revestidos de dignidades eclesiásticas, que pusieron al servicio de sus intereses políticos. Sus rencores, atropellos, robos y crímenes aturdieron al pueblo llano.
El respaldo de la Iglesia no podía salvar al reino de la catástrofe que se cernía sobre él. Su influencia en la vida nacional había sido grande, pero tampoco ella supo resistirse al espíritu del tiempo y se precipitó, junto a toda la sociedad, en el marasmo posterior a la invasión.
No pudiendo contar con la Iglesia como baluarte firme para la defensa del trono y teniendo frente a sí a una poderosa y levantisca nobleza ávida de poder y riqueza, algunos reyes intentaron rodearse, mediante donaciones de tierras, nombramientos para el gobierno de provincias y ciudades y otras mercedes, de un círculo de fieles que les protegieran de las añagazas de sus rivales, pero el resultado solía ser el fortalecimiento de nuevos poderes y viejas aspiraciones.
Las purgas y matanzas de nobles tampoco debilitaron a la aristocracia. Leovigildo, Chindasvinto y Egica practicaron este método, donaron a sus seguidores los bienes confiscados a sus enemigos solo para encontrarse con que habían fomentado la aparición de nuevas familias oligárquicas. El mismo o parecido efecto causaron los hijos de algunos reyes crueles y justicieros, como Recaredo, Recesvinto y Vitiza, que devolvieron sus bienes y privilegios a los desposeídos por sus padres solo para encontrarse de nuevo con que sus enemigos se hacían fuertes y volvían a conspirar contra el trono.
Además de todo esto, los reyes godos acabaron de destruir lo poco que quedaba de la vieja política imperial. Roma siempre había protegido la libertad de los patrocinados frente a sus patrocinadores, asegurándose de paso los ingresos del Estado. Por ese motivo impidió la aparición de nuevos vínculos de patrocinio y tendió a liquidar los que ya existían. Los reyes godos, por el contrario, permitieron las nuevas relaciones clientelares que fueron apareciendo y fortalecieron las relaciones entre los fideles y sus señores al librar de penas y castigos a los primeros cuando cometían delitos obedeciendo a los segundos. Conforme aumentaba la potencia del naciente feudalismo disminuía la del reino y se abría la puerta al invasor.
Los bucelarios y los sayones, que estaban bajo la férula de un señor, recibían de él las armas. Iban a la guerra a sus órdenes. Contribuían, por tanto, al debilitamiento del ejército. Ervigio legalizó esta situación, contribuyendo así a la desarticulación del poder militar del reino. Su demagogia le llevó a conceder privilegios a los magnates, a entregarles una parte de la prerrogativa real de conceder gracia en los delitos graves, a amnistiar a los que se habían rebelado contra Vamba, a entregar en propiedad a los leales muchos bienes que hasta entonces habían poseído in stipendio, etc.
Las demagógicas concesiones de Ervigio, lejos de contribuir a la estabilidad política, enturbiaron todavía más sus aguas, pues animaron a las diferentes facciones a enfrentarse entre sí por atraer a la monarquía a su bando. Tanto los que lograban su fin como los que no cejaban en su empeño, porque todos tenían esperanzas fundadas de cumplir su ambición más pronto o más tarde.
Los contendientes habían llamado en ocasiones a poderes extranjeros en su ayuda. Los bizantinos fueron llamados por Atanagildo para combatir a Achilla, los francos por Sisenando para luchar contra Suíntila. Chindasvinto llevó a cabo una terrible purga para asegurarse el trono. Su hijo Recesvinto pretendió hacer gala de pacificador y sumió su reinado en una enorme confusión. Vamba fue la rígida ley. Ervigio, su sucesor, volvió a confraternizar con las facciones concediéndoles mercedes en abundancia. Egica fue cruel y violento. Su hijo Vitiza retornó a un gobierno suave y pacificador, pródigo en regalos y privilegios a los nobles.
Era un círculo de hierro que no era posible romper. Un caudillo luchaba por el poder, vencía y perseguía a su adversario a sangre y fuego, su sucesor restituía dignidades y prebendas a los vencidos, que no olvidaban la derrota y volvían a tramar nuevas conspiraciones.
La invasión musulmana se produjo en uno de esos cruces de rencores, venganzas y sublevaciones de los derrotados contra el vencedor anterior. La monarquía, después de tantas luchas, estaba exhausta. Los aristócratas habían tenido múltiples ocasiones de comprobar que su poder, lejos de disminuir, aumentaba después de cada episodio de lucha. Habían aprendido que era posible tomar el trono por la fuerza, confiando en que, si erraban en su intento, obtendrían una amnistía y podrían volver a intentarlo de nuevo. El pueblo llano dependía de ellos más que del rey. Su status jurídico y político había sufrido una transformación radical desde los tiempos del Imperio de Roma. La Iglesia participaba de la guerra entre facciones. El ejército, antaño poderoso, estaba debilitado. La población judía, que había sido perseguida con saña durante mucho tiempo, deseaba vengarse y liberarse.
Que los hijos de Vitiza pidieran ayuda a los berberiscos del Norte de África contra Roderico era algo que podía esperarse. Otros antes habían actuado de la misma manera, llamando a los bizantinos o a los francos. La diferencia fue que éstos habían vuelto a su tierra, pero aquéllos prefirieron ocupar el reino.
Es el caso que en los años inmediatamente anteriores al 711 había en Hispania tres poderes en liza, uno en la lejanía y dos que acabaron midiendo sus fuerzas en una lucha a muerte. El primero era el bizantino, que por obra de Justiniano había recobrado la antigua Mauritania Tingitana el año 523, pero quedó reducido a unas pocas plazas tras el avance de Uqba ben Nafi y su conquista de Sus al-Aksa, o Sus la Lejana. Entonces cobraron especial importancia esas plazas. Una era Ceuta, donde comandaba una flota poderosa un tal Olbán, o Ulián, o Alyán, o Julián, a quien los romances de la pérdida de España llamaron conde Don Julián, que tal vez era un noble godo a las órdenes de Bizancio o tal vez un jerife bereber católico aliado del rey godo. Lo que sí parece cierto es que había estado unido a Vitiza por vínculos de fidelitas.
El segundo era el de la propia monarquía visigoda, que seguía padeciendo el morbo gótico. Vitiza había muerto el año 710 y los nobles que constituían su círculo de fideles pretendieron repartir el reino entre los hijos del rey.
Pero esa pretensión encontró serios obstáculos. Desde el VIII Concilio Toledano el rey era elegido por el Senatus, un nombre tomado de Bizancio para designar la asamblea palatinos y prelados, y era confirmado por la unción solemne impuesta por la Iglesia. El Senatus se negó a legalizar el hecho extraño de que varios infantes menores de edad accedieran al trono tutelados por los fieles de Vitiza, y decidió elegir un nuevo rey. El nombramiento recayó sobre Roderico, el duque de la Bética, llamado Don Rodrigo por la tradición. Pero mientras tanto los vitizanos habían ocupado el poder y el nuevo rey hubo de desalojarlos de él por la fuerza, como el Senatus le había pedido que hiciera.
La elección de Don Rodrigo fue legal, pero es fácil adivinar que los partidarios de Vitiza tendrían fundadas sospechas de que los miembros del Senatus les eran contrarios, pues casi todos habían sufrido anteriormente las brutales represalias del padre de Vitiza, habían sido rehabilitados luego por éste y habían así tenido ocasión de volver a conspirar, como era usual entre los godos. De ahí que los partidarios de Vitiza abrigaran ahora el temor de ser perseguidos por el nuevo rey. La guerra civil volvió a enzarzar una vez más a los clanes en discordia, pero el triunfo de Don Rodrigo, hombre avezado a las armas y las batallas, fue rápido. No obstante, los vencidos no se resignaron.
El tercer poder era el del islam, que ya asomaba su faz al otro lado del Estrecho. En Ceuta les hacía frente el conde Don Julián, que en vida de Vitiza había recibido armas y provisiones de éste para ese fin, pero que capituló ante Tariq ben Ziyad, un liberto de Muza ben Nusair, gobernador del África musulmana. Tariq había llegado con sus huestes hasta la punta oeste de África y había tomado la ciudad de Tánger el año 708.
Los romances cuentan que la traición del 711 se debió a la violación de Florinda, llamada la Cava, hija de Don Julián, a manos de Don Rodrigo. Pero es seguro que esa violación sucedió solo en los romances.
Lo que sí parece cierto es algo que cuenta la crónica árabe de Isa ben Muhammad Abu al Nuhayir:
Tariq, que gobernaba Tánger en nombre de Muza, vio un día llegar unos navíos que echaron anclas en el puerto. El jefe de los que desembarcaron declaró: ‘Mi padre ha muerto. Un patricio llamado Rodrigo ha combatido a nuestro rey y nuestro reino y me ha humillado. He oído hablar de vos. Vengo para llamaros a España, donde os serviré de guía’[1].
Dice el autor de la crónica que era Don Julián, pero si lo presenta como hijo de Vitiza no podía ser el conde. Otros cronistas árabes y cristianos confirman el dato, entre ellos el Silense, que atribuye a los hijos de Vitiza el viaje a la provincia Tingitana. Sea de ello lo que fuere, queda de cierto que la lucha entre los nobles condujo a los vencidos a la traición. Tal vez pensaran que el riesgo que hacían correr a su reino no era tan grande como resultó después. Atanagildo había llamado en su auxilio a los bizantinos y Sisenando a los francos, pero unos y otros se contentaron con el botín adquirido y volvieron a su tierra. Lo mismo pensarían los vitizanos en esta ocasión, pero no tuvieron en cuenta que los francos y los bizantinos carecían de la fuerza necesaria para ocupar un territorio como el español, en tanto que el islam estaba construyendo en muy poco tiempo un imperio que llegaba hasta la India por Oriente y hasta la Tingitana por Occidente y que pocas empresas podían resultarle más atractivas que la conquista de España y la entrada en Europa por los Pirineos.
Si las fuerzas de Hispania hubieran permanecido unidas, la empresa islámica ni siquiera habría podido tener comienzo. Si lo tuvo fue por la desunión. Ahí radica la enorme magnitud de la traición de los vitizanos, aun contando con que ellos no fueran conscientes de lo que estaban haciendo.
Tariq consultó a Muza y éste al Califa, quien ordenó que se enviara un pequeño destacamento a la península para averiguar cuánto había de cierto en los informes de los de Vitiza. En julio del 710 Tarif abu Zara desembarcó con quinientos guerreros en la costa más cercana al África, en la ciudad que ahora lleva su nombre. Como la expedición no encontró ningún obstáculo y trajo noticias alentadoras, Tariq empezó a preparar sus fuerzas para la invasión.
Otro hecho que colaboró en el desastre fue que los vascones, que siempre habían aprovechado los momentos de discordia y debilidad de la monarquía para sublevarse contra ella, habían vuelto a hacerlo al mismo tiempo que en África se estaba preparando un ejército de bereberes para cruzar el Estrecho. Leovigildo había luchado antes contra ellos porque habían aprovechado la llegada de los bizantinos, Recaredo porque aprovecharon la revuelta arriana, Sisebuto porque aprovecharon la crisis que siguió a la muerte del primer rey católico, etc. Y Chindasvinto, y Recesvinto, y Vamba, etc. También se rebelaron contra Don Rodrigo, seguramente por la guerra civil que siguió a su coronación. Caro lo hubieron de pagar. Nadie conoce el mañana, pero es indudable que es siempre resultado del ahora. Durante unos trescientos años sufrieron sucesivas razzias devastadoras por parte de los sarracenos y tuvieron que soportar en muchas ocasiones que éstos se llevaran a sus hijas y mujeres a los harenes de Córdoba. Si alguna vez creyeron que su lugar no estaba al lado de las restantes comarcas de Hispania pagaron caro su error.
Combatiéndolos estaba Don Rodrigo cuando le llegaron noticias de que Tariq había puesto su pie en la roca de Calpe, llamada luego Gibraltar, cosa que había sucedido la noche del 27 de abril del 711. Había logrado transportar a unos 7.000 hombres y se había apoderado con rapidez de Carteya, en la bahía de Algeciras, tras vencer a un pequeño destacamento de vigilancia. Pidió refuerzos a Muza, que le envió unos 5.000 hombres más, y se dirigió hacia la vía romana que llevaba a Sevilla.
Don Rodrigo bajó hacia el Sur tan rápido como le fue posible. En su camino debió reunir a todo su ejército, del que también formaban parte los clanes vitizanos. El 19 de julio se enfrentó a Tariq en las orillas del río Guadalete.
Tariq sabía que la derrota significaba el exterminio para él y los suyos, por hallarse separados de su tierra por las aguas del Estrecho. El potencial de combate de la caballería visigoda era legendario. Se acogería a la esperanza de que los de Vitiza cumplieran su palabra y traicionaran a su señor.
Don Rodrigo sospechaba quizá que una parte de su ejército preparaba la traición, pero aun así no podía rehuir el combate. Los spatarios formaban su guardia más cercana y aguerrido. Combatirían formando un círculo cerrado alrededor de él. Los duque y condes estaban al mando de sectores regulares del ejército, compuestos de ciudadanos obligados a prestar servicio de armas. Habría también gardingos. Los patrocinados y los siervos que formaban el séquito de los poderosos estaban obligados a seguir las órdenes de éstos.
Los jefes vitizanos mascullaban su traición:
Ese hijo de puta ha privado del reino a los hijos de nuestro señor Vitiza y a nosotros del poder. Podemos vengarnos pasándonos al enemigo. Esas gentes de enfrente no aspiran sino a hacer gran botín[2].
Así lo ha recogido más de un cronista árabe.
Los dos ejércitos entraron en combate. El de Don Rodrigo luchó con valor, pero los vitizanos, seguidos de sus siervos y patrocinados, se pasaron al enemigo, dejando desguarnecidas las alas. El centro resistió por poco tiempo. Corrió la sangre en abundancia, incluida seguramente la del propio rey. Solo una pequeña parte se salvó, que volvió a luchar contra el sarraceno en Écija ya sin traidores, pero volvió a ser derrotada.
Éste fue el final del reino visigodo.
Ni Muza ni el califa habían arriesgado gran cosa enviando a Tariq a Hispania con un ejército. El fracaso no significaría más que la pérdida de unos cuantos miles de hombres procedentes de la Berbería, un pueblo levantisco y duro de corazón que había resistido durante más de cincuenta años el avance del islam en el Norte de África. El éxito, por otro lado, garantizaba su apaciguamiento por el botín de que pudieran apoderarse.
La victoria apenas esperada del bereber sobre las tropas de Don Rodrigo obligó a ambos a emprender una estrategia más ambiciosa. Tariq había vencido al rey en el Guadalete en el mes de julio, había aniquilado al resto de su ejército un poco tiempo más tarde y en el mes de noviembre se encontraba ante las puertas de la capital del reino, ante Toledo, de la que se apoderó el día 11 de ese mes. Para los amantes de la superstición y otros delirios la fecha no deja de ser fatídica: el 11/11/711.
Los vitizanos esperaron allí la devolución de la corona de Vitiza en cumplimiento del acuerdo a que habían llegado con Tariq, pero éste proclamó al califa, “que el traidor no es menester cuando es la traición pasada”. La diosa Némesis pagaba a los traidores con su propia moneda.
Algunos magnates godos lograron escapar de Toledo y refugiarse en la Peña Amaya, que les parecería inexpugnable, pero fue en vano. Tariq les persiguió, les puso cerco e hizo que se entregaran. La sangre fue abundante.
Muza, deseando aprovechar el rico botín logrado por su lugarteniente y vigilarlo de paso para que no se saliera de la senda de la guerra santa, que ambas cosas son en el islam complementarias, había desembarcado en Hispania por aquellas fechas con unos 10.000 guerreros.
Los dos siguieron contando con el apoyo de los de Vitiza y los judíos.
Los primeros consiguieron conservar cargos, gobiernos y prebendas colaborando don los invasores, a veces incluso con las armas. Se sabe, por ejemplo, que algunos se presentaron en la ciudad de Carmona como fugitivos de los sarracenos y a media noche les abrieron las puertas, que Oppas, el hermano de Vitiza, ayudó a Muza cuando éste llegó a Toledo, que Casius, un conde godo que daría lugar a la estirpe musulmana de los Banu Qasi, se puso también a sus órdenes cuando avanzaba por el Ebro contra los vascones.
De los judíos se sabe que habían sido maltratados y a veces perseguidos con saña por los reyes godos. Sisebuto ordenó que se convirtieran o abandonaran Hispania, Ervigio y Egica también dictaron órdenes en su contra, el XVII de Toledo les acusó de conspirar con las gentes del Norte de África contra el trono, etc. Esas medidas debieron provocar su resentimiento, pero no es creíble que ellos solos hubieran podido emprender la destrucción del reino. Sí lo es, en cambio, que cuando las huestes agarenas lograron hacerlo, vieron llegada su hora. Así se entiende que Tariq les encomendara la guarda de Toledo al mando de algún destacamento de su ejército, que sucediera lo mismo en Granada, que en Sevilla fuera Muza quien les entregara la custodia de la ciudad mientras él marchaba contra Mérida, etc. La conquista no tuvo lugar por su causa, pero sin ellos no habría sido igual.
Tariq y Muza prosiguieron sus campañas. El segundo siguió Ebro arriba. Un poco más tarde, según los cronistas árabes, vinieron los feroces y valientes vascones “como bestias” a doblar su cerviz ante él antes de que llegara a su territorio. Luego cruzó las comarcas de várdulos, cántabros y astures de más acá de las montañas. La resistencia fue casi nula. No en vano se habían ocupado ambos conquistadores de que les precediera el terror.
Muza no llegó a entrar en Asturias, pero sí llegó hasta Galicia. Sus hijos, que también batallaban en la conquista, habían tomado Málaga, Granada y Orihuela. Tariq llegó hasta Tarragona. Zaragoza había caído también. La conquista llegaba a su fin. El último territorio pudo ser Asturias, donde es probable que también penetraran grupos de berberiscos unos pocos años más tarde. Todo el territorio peninsular había quedado bajo el dominio musulmán.
Del comienzo de aquel sometimiento de Hispania se cumplen mil trescientos años éste de 2011 en que nos hallamos.
[1] Recogido en Sánchez-Albornoz, op. cit., pág. 82
[2] Sánchez-Albornoz, C., ibid., pág. 83