Jaime el Conquistador, hijo de Pedro II y sucesor de éste, apenas participó en los disturbios del Languedoc provocados por los herejes, en lo cual mostró poseer mejor juicio que el padre. Y no le faltaba valor, pues su nombre estará para siempre ligado a las gloriosas hazañas que emprendió contra los moros. Ni siquiera hizo caso de los trovadores que le animaban a vengar la muerte de Don Pedro. Su sentido de la política era mucho más elevado que el de los que le rodeaban.
Era español y sabía dónde había que librar batalla. No contra los de la Francia Meridional, sino contra los enemigos de la civilización cristiana. Por esto atendió poco los asuntos relacionados con las herejías. Se limitó a dictar algunas constituciones contra los herejes, como las de Barcelona y Tarragona, dando algunas instrucciones que vendrán bien para comprender el tenor de lo que en el tiempo se trataba a propósito de estos problemas.
Se empezaba excluyendo a los herejes de la vida normal y se ordenaba a las gentes católicas que rehuyeran su trato y los delataran. Se prohibía después a los legos discutir con ellos sobre la fe; nadie podía tener la Biblia en lengua romance; ningún hereje podía ser baile o vicario; cualquier casa de alguno de ellos debía ser destruida o entregadas a su señor; solo el obispo diocesano o alguien con jurisdicción para ello podía decidir en causas de herejía; quien permitiera que en sus dominios habitara algún hereje los perdería para siempre.
Del documento en que se guardan estos dictámenes salió la Inquisición española. En él se observa el carácter mixto, político y religioso, del tribunal. Un clérigo era el encargado de declarar la herejía, si la hubiere, y el magistrado aplicaba el castigo que correspondiera.
Las providencias del rey no bastaron para contener la herejía. El año 1242 se celebró en Tarragona un concilio contra los valdenses con el que se quiso someter a procedimiento regular las penitencias que habían de seguir y las fórmulas de abjuración que debían pronunciar quienes fueran reos de herejía. Se consultó con ese fin a varones doctos como San Raimundo de Peñafort. Allí se hizo la primera diferencia entre herejes, fautores y relapsos:
«Hereje es el que persiste en el error, como los insabattatos, que declaran ilícito el juramento y dicen que no se ha de obedecer a las potestades eclesiásticas ni seculares, ni imponerse pena alguna corporal a los reos.» «Sospechoso de herejía es el que oye la predicación de los insabattatos o reza con ellos… Si repite estas actos será vehementer y vehementissime suspectus. Ocultadores son los que hacen pacto de no descubrir a los herejes… Si falta el pacto, serán celatores. Receptatores se apellidan los que más de una vez reciben a los sectarios en su casa. Fautores y defensores, los que les dan ayuda o defensa. Relapsos, los que después de abjurar reinciden en la herejía o fautoría. Todos ellos quedan sujetos a excomunión mayor.» (Menéndez y Pelayo, M., Historia de los heterodoxos españoles, tomo I, Editorial católica, Madrid, 1978, pág. 399)
A estas tipificaciones seguían las penas que habían de aplicarse según los casos, de lo que se dará cumplida cuenta en una ficha posterior, así como de las consecuencias que de su aplicación se siguieron.