Archivo de la categoría: Religión

Patarinos, cátaros o albigenses

En los días finales del siglo XII y durante el XIII coexistieron varias herejías de diverso linaje que no conviene confundir. Los patarinos, cátaros o albigenses procedían de una rama del casi extinto maniqueísmo, en el que había militado ocho siglos atrás uno de los más egregios padres de la Iglesia. Me refiero a san Agustín. Pero los valdenses, insabattatos o pobres de León eran de otra clase. Puede decirse que los primeros eran más dados al intelecto y los otros a la acción revolucionaria. O que los unos heredaban las tendencias teológicas de la Iglesia Oriental de los primeros siglos y los otros las inclinaciones a la acción social que caracterizaron siempre al Occidente, empezando por Prisciliano, el primer hereje mártir, reivindicado ahora por los secesionistas gallegos.
El maniqueísmo había seguido vivo en Oriente. Se cuenta que el emperador Anastasio, que rigió los destinos de Bizancio desde el 491 hasta el 518, en que murió, así como Teodora, la mujer de Justiniano, emperador desde el 527 hasta el 565, favorecieron a los maniqueos, como también hizo el emperador Nicéforo, hasta el punto de que llegaron a fundar ciudades y a levantarse en armas contra el poder imperial cuando éste comprendió que se habían hecho demasiado fuertes. Luego se refugiaron entre los musulmanes, volviendo a fines del siglo IX, en tiempos de Basilio el Macedónico.
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Valdenses insabattatos

Florecieron al lado de los cátaros. Corría el siglo XII. El padre de la secta era un comerciante leonés de nombre Pedro Valdo, quien en el año 1160 debió padecer una repentina iluminación que le llevó a convertir en obligación el precepto evangélico de la probreza. Su apellido dio nombre a la secta. Sus adeptos se llamaron también Pobres de León e insabattatos. Este última denominación era una corrupción de la palabra latina sabatum, que vale por zapato. La causa de que la adoptaran era que que llevaban zapatos cortados en la parte superior como símbolo de pobreza.
[caption id="attachment_2363" align="aligncenter" width="442" caption="Estatua de Pedro Valdo en el Memorial de Lutero en Worms, erigido en 1868"][/caption]
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El deseo de no morir

La negación de la muerte se halla en la mayoría de las formas culturales. Las etapas más antiguas de la civilización humana y del pensamiento mítico protestan contra ella con un deseo apasionado de inmortalidad. Todo hombre encuentra en sí mismo el ímpetu por romper la cadena de una existencia efímera.
Si ese ímpetu germina en el cuerpo, dice Platón, se acercará a una mujer y tendrá hijos, porque su descendencia “preservará su memoria y le traerá bendición e inmortalidad”, esa clase de inmortalidad que también prometió Dios a Abraham: “te bendeciré y multiplicaré tu simiente como las estrellas del cielo, y como la arena que está á la orilla del mar”. Si el ímpetu germina en el alma, entonces ésta habrá de concebir “lo que es propio que conciba el alma”, un saber que no ceda al paso de los días.
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Resurrección del cuerpo

Resucitar es levantarse un cuerpo animal caído y corrompido. Es ser promovido a algo más alto. Con la resurrección de Cristo resucitó en primer lugar para nosotros la esperanza en la inmortalidad. La certeza de la fe es la única que enseña que el hecho de que Cristo viva es una señal clara de que yo seré levantado de la tierra en el último día. Esta esperanza está fijada en los pliegues más íntimos del alma del creyente.
Es un alma que tiene por eso motivos más que sobrados para librarse del miedo a la muerte, debido a que su Salvador murió por ella. Siendo fuente de vida para todas las cosas, murió su vida humana, adquirida por propia voluntad, sin que por ello se secara la fuente de la vida. Su muerte destruyó la nuestra de un modo parecido a como el que sufre castigo por un ser querido libra a éste del castigo.
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Cristianismo primitivo

Para muchos teólogos protestantes el cristianismo tiene una esencia inmutable. La mayoría de los teólogos católicos, por el contrario, comprenden que es un ser vivo sujeto a permanente transformación. Puede decirse que la propia Iglesia “oficial” participa de esta concepción de forma muy efectiva. Así lo muestra la historia de los concilios. No ha existido nada comparable. La ciencia, la filosofía, el arte, la política, etc., no han exhibido tanta prudencia y tanta finura en la elaboración de sus ideas. La confrontación con grandes heresiarcas como Arrio, Nestorio, Eutiques, Focio, Lutero, etc., la obligación que siempre se ha impuesto de examinar hasta la última coma de sus escritos y sus actos para comprender qué podía aceptarse y qué rechazarse han hecho de ella una institución única. Bien deben saberlo sus altas jerarquías cuando el cardenal Ratzinger ha dejado dicho que los herejes han sido piedra angular de la Iglesia.
Un asunto que siempre ha sido fuente de graves preocupaciones es el de la propiedad y la riqueza. Todos pensarán quizá que el Evangelio antepone el ascetismo a cualquier otra consideración, pero no es del todo correcto. Hay muchos pasajes en que la vida se vive con alegría, se come y se bebe con satisfacción, si bien no con desenfreno ni intemperancia, y, desde luego, no se detestan los bienes de este mundo. Jesús no se pronuncia en ningún momento en contra del sistema económico de propiedad de Roma o de Israel y no dice que sea necesaria su transformación.
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Iglesia y cristianismo

La iglesia y la religión son también instituciones mundanas y en cuanto tales reciben influjos de otras instituciones y otras creencias, a la vez que influyen sobre ellas. Ambas, religión e iglesia, han adoptado a lo largo de la historia una serie de actitudes, no siempre congruentes entre sí, acerca de lo que los hombres deben ser y hacer. Si no mantuvieran viva la llama de la moral se encerrarían y agostarían en el molde estrecho de las normas rituales.
Esto último es lo que ha sucedido al islam y al judaísmo, dos grandes religiones que en su tiempo fueron vivas y fecundas. Pero la segunda es ahora todavía la religión del Talmud y sus teólogos fueron estrellas apagadas hace más de mil años. Y el impulso que mueve a la primera es más el rechazo de lo ajeno, que no acaba de incorporar a su ser, que una fuerza que procediera de su interior. Esa fuerza se agotó algo más tarde que la del judaísmo. Podría ponérsele una fecha: el año 1195, cuando el califa Yaqub al Mansur cedió a las presiones de los que veían las ciencias profanas, sobre todo la filosofía, como un peligro para la religión, publicó un decreto contra los que se dedicaban a ellas y confinó en la cárcel de Lucena a Averroes, que antes había padecido la suerte de ver cómo se quemaban sus libros en público y se le expulsaba de la mezquita por la acción de un populacho fanatizado.
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