No es fácil exagerar lo que significa la pérdida de un libro. No se trata de su pérdida física. Un libro se ha perdido cuando reposa en un estante durante largo tiempo sin ser leído. El profesor que abre por primera vez las hojas de uno que fue comprado en su departamento cincuenta años atrás puede aceptar que ha estado perdido durante esos años. La pérdida no se produce en el inventario del instituto, sino en el entendimiento de quien podría haberlo leído y no lo ha hecho. Esa pérdida es irreparable.
En nuestra civilización el libro es una pieza fundamental. No el actual de papel. El papiro, el pergamino, la piel, el papel o el soporte informático son lo de menos. Su importancia reside en ser tecnología del intelecto. Hoy tenemos matemáticas, filosofía, teología, etc., porque tenemos letras impresas en negro sobre blanco desde hace más de dos mil años. Incluso tenemos historia por eso mismo, pues la historia no se refiere a las cosas que pasan, lo cual sucede en todas partes, sino a la reconstrucción de algunas de ellas que se juzgan más significativas. Eso no podría darse si no hubiera libros. Por eso hay pueblos sin historia, como los arunta, los yanomami, los vascos, etc., -los vascos tienen historia en cuanto españoles; en cuanto vascos, sea lo que sea lo que esto quiere decir, tienen solo mitos falsos- porque no poseen textos escritos que, mediante la confrontación entre ellos, atestigüen la existencia de un pasado cierto a los hombres del presente. En su lugar no tienen otra opción que poner algunos mitos e invenciones de hombres posteriores, que las proyectan hacia atrás.
Un libro sistematiza y ordena los pensamientos. Permite que estén libres de contradicciones, porque las hace palmarias. Sin los libros no sabríamos pensar bien. Un filósofo consigue hacerlo en la medida en que puede someter a examen las ideas de Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, etc. Con ellos entabla un diálogo que no impiden los siglos transcurridos entre ellos. El libro los hace contemporáneos. Un profesor de matemáticas introduce a Pitágoras en la clase cuando explica el triángulo rectángulo. ¿Cómo podrían hacerlo si ese saber no se les hubiera conservado en pensamientos ordenados que fueron pasando del papiro al pergamino, del pergamino a la piel, de la piel al papel, etc.? Nuestra religión es quizá el caso más certero. Su contenido se encierra en las Sagradas Escrituras, en la Biblia, que quiere decir “libros”. La necesidad de contar con ellos fue tan fuerte desde el principio que los cristianos de las catacumbas hubieron de inventar el actual volumen de hojas cosidas por el lomo.
El libro denota y exige una profundidad que hoy escasea. Se observa hasta en los movimientos insurgentes de nuestros días, en los individuos del 15M, del 25S, etc. No parece que sus partícipes hayan leído un solo libro sobre las cosas que reclaman en sus protestas. También sucede con los que se les oponen.
Siendo ésta la tendencia general, a nadie debe extrañarle que, por carencia de dinero, se cierren las bibliotecas. La causa inmediata de ello puede estar en las autoridades de turno, pero el motivo profundo y real es que la biblioteca se ha vuelto innecesaria. ¿Por qué se lamentan ahora? Es lo mismo que una parroquia que se cierra.
Miren a su alrededor. Si ven que nadie lee libros, entonces duélanse, que es una gran pérdida para ellos, pero entendiendo que la pérdida no es el cierre de la biblioteca, sino el empobrecimiento de su espíritu que difícilmente puede ya remediarse. El cierre de la biblioteca es lo de menos.