La negación de la muerte se halla en la mayoría de las formas culturales. Las etapas más antiguas de la civilización humana y del pensamiento mítico protestan contra ella con un deseo apasionado de inmortalidad. Todo hombre encuentra en sí mismo el ímpetu por romper la cadena de una existencia efímera.
Si ese ímpetu germina en el cuerpo, dice Platón, se acercará a una mujer y tendrá hijos, porque su descendencia “preservará su memoria y le traerá bendición e inmortalidad”, esa clase de inmortalidad que también prometió Dios a Abraham: “te bendeciré y multiplicaré tu simiente como las estrellas del cielo, y como la arena que está á la orilla del mar”. Si el ímpetu germina en el alma, entonces ésta habrá de concebir “lo que es propio que conciba el alma”, un saber que no ceda al paso de los días.
Esto es lo mejor que puede acontecer a alguien y es fruto a la vez de su acción y su deliberación. No solo conseguirá el saber, sino, lo que es aún más importante, logrará también que las fuerzas inferiores de su personalidad humana estén sujetas a las superiores, las pasiones a la razón y el cuerpo al alma. Esta es la mejor vida que puede vivirse.
Ese germen adoptará formas diferentes en el arte, las religiones, la historia o la filosofía. Epicuro halló en el razonamiento –“cuando estás tú no está ella y cuando está ella no estás tú, así que nunca está”, dijo de la muerte- lo mismo que las pirámides de Egipto expresaron en la piedra o Quevedo en un memorable soneto –“nadar sabe mi llama el agua fría y perder el respeto a ley severa”-. Es por todas partes el mismo empeño por rescatar la eternidad del puro fluir de las cosas.
La religión cristiana es la culminación de esa corriente que no cesa. En ella confluyen todos los siglos. Es una corriente que se rebela contra la propia naturaleza del hombre. A ésta la corresponde morir de modo necesario, como a todo organismo vivo. Pero le corresponde también resistirse a ello con todas sus fuerzas. Son dos potencia cuyo enfrentamiento no se extingue. Una es como el plomo, que arrastra hacia abajo. La otra aspira a subir a lo alto y a no apagarse nunca.
Las dos se encuentran en el libro del Génesis. Allí se concedió al hombre en su estado original el privilegio de no morir a condición de que su mente se sujetara a Dios y su cuerpo a su alma. Cuando, por su culpa y para su desgracia, el hombre se separó de Dios y lo inferior se rebeló contra lo superior dentro de sí mismo, hubo de perder el privilegio original y sobrevenirle la amenaza de muerte.
Una amenaza a la que fue necesario que se sometiera el mismo Dios para que el hombre quedara redimido de su culpa primera y retornara a la inmortalidad. Para lo cual fue necesario que se hiciera hombre, pues Dios no puede morir. Y se hizo hombre y murió. La inminencia de la muerte y su ser humano se observan en la frase que dirigió a Judas: “lo que has de hacer hazlo pronto”.
Esto es lo que se celebran las procesiones de la Semana Santa en nuestras calles. La vuelta del hombre a su ser, del que fue separado por su propia causa, la promesa cierta de inmortalidad prendida en los clavos del Crucificado. Semana grande, plena de un gozo profundo que colma la más honda aspiración de cualquier hombre.
(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez el 04/04/2012)