El tiempo que pasa

Vayan estas palabras a modo de salutación al tiempo que llega, que es también el tiempo que se va. No hay un año nuevo ni un año viejo. Ambos son convenciones arbitrarias. La cifra del que ahora ha llegado, 2022, se debe a un fraile medieval que, buscando el año exacto del nacimiento de Jesús, erró el cómputo. Las palabras de este artículo puede que sean inusuales, por mencionar la ontología, que, como todo el mundo sabe, trata de averiguar qué son las cosas y cuáles existen, y provocadoras, por llevar a la fe en Dios. La argumentación que sigue va del ser del tiempo a la divinidad.

Comienzo por la ontología. Se trata de saber qué es el tiempo y si existe o no, porque podría no ser más que una fabricación de nuestra fantasía, un alivio al desamparo que a veces nos hiere. O acaso sea una amenaza. El reloj prendido en la muñeca no cesa de reiterar que mide algo, un ser real, que se mueve sin fin y a cuyo término aguarda la dama de negro. Pero, aunque nos dejemos guiar de su engaño, sospechamos que esa pequeña esfera con sus frágiles agujas y su sutil artificio oculto gira sólo en torno de sí, mas no regula un flujo real. Rueda y rueda un día tras otro, pero no sabe de movimiento alguno que no sea el suyo. Si ni tú ni yo existiéramos, ni tampoco hubiera paisajes, ni estrellas, ni toda la ingente maquinaria de este universo, ¿cómo podría pensarse en un tiempo objetivo y existente por sí?

San Agustín (¡siempre san Agustín!) piensa algo huidizo cuando dice saber lo que es a condición de que no se le pregunte. Pero, quebrantando esa reserva, adujo una eminente respuesta de la que es posible hallar antecedentes en las Enéadas de Plotino, la Física de Aristóteles y el Timeo platónico, pero no es preciso detallar tantas razones. Baste indicar que el santo de Hipona juzga al tiempo como un remedo de la Trinidad y un trasunto del alma. ¿Qué soy yo, se pregunta, aparte de mis recuerdos de lo que he sido, la percepción de lo que soy y la esperanza de lo que seré? Memoria, percepción y espera: pasado, presente y futuro. Eso soy solamente: una pálida huella de la Trinidad Divina.

Ahora bien, lo pasado ya no es y el porvenir no es aún. Queda el ahora, que no puede serlo de modo continuo, pues sería permanencia y no transcurso. Nuestro afán cotidiano empuja el futuro hacia el pasado, logrando de manera fatal que aquél se hunda poco a poco en la tiniebla de la nada. El tiempo es tiempo porque tiende al no ser. Así versifica Quevedo esta desazón: “Ayer se fue, mañana no ha llegado, / Hoy se está yendo sin parar un punto: / Soy un fue, y un será, y un es cansado”.

Similar es la concepción de Heráclito, que nos legó la metáfora del río que sin fin cambia de ser cuando descubrió con horror que él era el río, nunca igual a sí mismo, y que no le era dado bajar dos veces a las aguas de su alma. Hasta los momentos más cercanos de la mañana se habían perdido sin remedio. Heráclito tuvo que resignarse a verse como un extraño fluir de algo que no es. Es la misma zozobra. El alma, el yo, eso es el tiempo, compuesto de dos segmentos inexistentes y un punto inestable. El primer segmento es el pasado, presente de las cosas pretéritas en la memoria, el segundo el porvenir, presente de las cosas futuras en la imaginación, y el punto inestable entre ambas inexistencias es el presente, atención del alma a lo que sucede dentro y fuera de ella. Pero este punto deja de estar justamente cuando está. Vanamente lo creemos instante (in-stans), pero no es estable. Como las Danaidas no podían retener el agua en su vasija sin fondo, así no podemos nosotros sujetar lo que somos.

Es ciertamente extraña esta historia del tiempo. No en vano late Platón tras ella: “El tiempo es la imagen móvil de la eternidad inmóvil”. De la eternidad…

Hasta aquí la ontología. La conclusión no puede ser otra que la divinidad, un término que queda para el lector que haya llegado hasta aquí y quiera seguir por sí mismo esta indagación. Si no he entendido mal a S. Agustín, la búsqueda de permanencia en el tiempo, una búsqueda desatinada sin objeto, no es en verdad más que amor oscuro de Dios: “Tú nos has hecho dirigidos hacia ti y nuestro corazón se halla sin reposo hasta que repose en ti”. De no ser así, ¿no sería conveniente entregarse en cuerpo y alma a este presente que huye, a la fugacidad de las flores y los paisajes, y abandonar toda espera?

(Previamente publicado en Minuto Crucial el 13/01/2022)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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