Manuel J. Castellano

Ayer tarde me visitó Manuel J. Castellano, que, como todos saben, es un joven bachiller inteligente, algo descuidado y poseedor de un amor al estudio no mayor que su descuido. Venía a contarme lo que había tenido ocasión de oír aquella misma mañana, una mañana jerezana fría, lenta y luminosa como pocas. La rutina diaria le había llevado hasta una de las aulas de la Escuela de Arte, casi esquina entre la Ponce y la Porvera, justo a lado de la Iglesia de la Victoria. Aquel día quería que le vieran por allí. El programa había prefijado que se examinara el concepto de libertad y alguna otra idea aneja a éste, como la de educación o la de moral, uno de tantos asuntos estériles y vacíos que los planes gubernamentales reservan a los jóvenes encomendándolos a la desidia de algún funcionario de enseñanza. El tema prometía una hora más de tedio, pero ya era tarde para evitarlo sin desdoro de las buenas maneras de Manuel, pues el viejo profesor encargado de la materia había ya cruzado la puerta de entrada. No había más remedio que hacer de la necesidad virtud y disponerse a prestar atención por si su buen hado le deparaba algún minuto de entretenimiento que pudiera destilarse de la hora larga que se avecinaba.

Libertad no es elegir entre varias opciones, comenzaba a decir aquel profesor, antes al contrario, el tener que elegir es un obstáculo, no una condición, de la libertad. Ésta se contiene en solo tres palabras: querer, poder y saber.

En seguida hizo mención de un caso extraído de algún libro medieval que acaso nadie haya leído jamás. Se trataba de un galgo que perseguía a una liebre por un sendero hasta que éste se bifurcaba por el cruce con otro y se perdía el rastro de la liebre. Sucedía entonces lo previsible: que el galgo olisqueaba veloz el ramal primero, no hallando en él señal alguna de la liebre, luego el segundo, por donde tampoco había huido, y a continuación se lanzaba como una centella por el tercero, sin detenerse ya a examinar nada.

Así en nuestra vida, siguió diciendo, pues no somos de estirpe distinta de la del galgo. Las más de las veces no optamos por lo que más queremos, sino que nos contentamos con lo que detestamos menos. Mas no se crea que termina aquí el parecido, como podrá comprobar el que quiera averiguar ahora en qué momento fue libre el galgo, si cuando perseguía a la liebre o más bien cuando, perdido su rastro, pero no su impulso, se vio forzado a elegir uno de los tres ramales.

Está claro que en el primer momento hacía lo que quería hacer. ¿Qué otra cosa habría de querer un animal así, una máquina perfecta de instinto y velocidad producida por la naturaleza para el único fin de cortar el viento con una flecha y capturar la liebre?

También es obvio que en el segundo se interpusieron la zozobra y la ansiedad entre su deseo y el objeto de su deseo. En eso no puede consistir entonces la libertad. Esta no es puede ser elegir algo, sino quererlo y lograrlo sin que nada se interponga entre lo uno y lo otro. La elección es más bien interposición e impedimento.

Me dijo Manuel también que en este punto sintió la comezón de la duda. No le pareció verosímil que aquellas cuatro palabras sobre un galgo disolvieran el parecer de la mayoría de la gente sobre el tema de la libertad, pues todos creen que consiste en elegir entre varias opciones. Me dijo además que apenas tuvo tiempo de formular para sí la duda, porque aquella voz había vuelto a tomar aliento tras una breve pausa y no parecía dispuesta a descansar hasta llegar al final que se había marcado.

Además, continuaba alegando, si ser libre fuera lo mismo que elegir, los ricos serían libres, y tanto más cuanto más ricos fueran, y lo pobres, por el contrario, serían tanto menos libres cuanto más pobres fueran. Esto no tendría más remedio que ser, pues unos tienen más cosas que elegir que los otros.

Parecía como si hubiera previsto la duda de Manuel. El tiempo de éste se deslizaba con lentitud inexorable hacia un desenlace que no adivinaba. Decidió dejarse llevar de él sin oponer resistencia a su desarrollo.

Ahora estaba hablando del rey David y de cómo sintió un deseo incontenible de poseer a Betsabé, la esposa del hitita Urías, un buen capitán de su ejército, y de cómo, obcecado por su lujuria y su poder, lo envió a la muerte para poder disfrutar libremente de ella. Grande debió ser el atractivo de aquella mujer para que todo un rey perdiera la cabeza y la honra por su causa. A lo cual añadió que el mismo David, siendo ya viejo y avanzado en días, no se calentaba por más ropas que ponían en su lecho para cubrirle y que sus siervos creyeron hallar la solución trayéndole a la mujer más hermosa de toda la tierra de Israel, a la sunamita Abisag, una joven virgen, para que durmiera a su lado y así entrara en calor el cuerpo del anciano rey, pero que éste “no la conoció”. Así se narra en el libro de Samuel.

Por causa del atractivo de Betsabé cometió David adulterio y homicidio, un doble crimen por el que le perseguiría el remordimiento toda su vida. Pero el atractivo de Abisag, que era sin duda mayor, no le impulsó a poseerla, lo que le estaba permitido. Ni siquiera la tocó, satisfaciendo el único deseo que sentía por ella, el de que le diera el calor que su cuerpo anciano había ya perdido.

Piénsese más despacio en esto. ¿Qué hace el rey cuando una mujer le atrae con fuerza? Apoderarse de ella si está en su mano. ¿Y cuando no le resulta atractiva? Entonces no hace nada. ¿Por qué una le atrae y no la otra? ¿De dónde procede esa fuerza que arrastra al hombre? Una única respuesta se impone: de él mismo. En David reside la potencia del atractivo de Betsabé, a la que no hay otra fuerza que se resista dentro de él. Por eso hubo de poseerla. Es el deseo del rey, un deseo que nunca duerme, pero que unas veces apunta a un objeto y otras a otro, el que tiñe con el color de la atracción las personas y los objetos a donde se dirige. El querer no descansa jamás y siempre se inclina por una cosa antes que por otra. Y no hay duda alguna sobre lo que hará quien se halla poseído por el querer, que somos todos: si puede se tendrá que apoderar de la primera y si no puede se resignará a la segunda. Pero nunca serán ambas iguales. Nunca habrá dos opciones de idéntico atractivo.

Querer y poder. En estas dos palabras se cifra casi todo el misterio de la libertad. Falta una tercera, que brotará por si sola en cuanto se avance un poco más, pero véanse antes estas dos. ¿Qué cosas queremos? Las que se nos presentan como buenas. Para el galgo era bueno capturar a la liebre, para el rey poseer a Betsabé o no pasar frío. Una vez que algo se quiere se tiene que hacer, excepto si otra fuerza se interpone. ¿Qué otra cosa habían de hacer el galgo o David salvo llevar adelante el deseo de que se hallaban poseídos, si es que estaba en su poder hacerlo?

Además de esto, al animal se le presentó el cruce de caminos porque estaba sano y era veloz. Si hubiera estado enfermo y cojo no habría sentido el deseo, no habría llegado al cruce y no habría tenido que elegir ningún ramal del mismo. Los cruces de caminos solo se ofrecen a los capaces. El tener que elegir entre varias opciones se presenta solo a los fuertes, no a los ricos ni a los indolentes. También el rey hubo de decidir si mataba o no a Urías para disponer libremente de Betsabé porque tenía poder. Un vasallo suyo no habría tenido ocasión de llegar a ese cruce. Sin embargo, no se trata aquí en verdad de esa clase de fuerza física que exhibió el rey, sino de otra más grande de la que careció.

No puede suceder otra cosa que la que sucede una vez que el animal o el hombre ponen en marcha su deseo, uno por la liebre y por la mujer el otro. Cuando alguien quiere algo lo hace si puede. Es así de sencillo y aquí no hay nada más que entender. El centro del asunto está, pues, en el querer. También en el poder. En ambos consiste por ahora la libertad. Pero aún falta una tercera cosa. Para hallarla véase de nuevo cuál es el objeto del querer, que es siempre algo que se presenta como bueno.

Como bueno se presenta siempre, por ejemplo, el seguir vivo, pues es imposible detestar la vida. Algunos dicen que prefieren morir, pero no es creíble. Ellos no detestan vivir. Lo que detestan es vivir así. Pese a todo, puede ocurrir que algo parezca mejor que seguir vivo, como el deber al que sirvió Tomás Moro en contra de su rey.

Que una unión sexual es vista como algo bueno nadie lo dudará. Este no es el problema. El problema es que alguien no vea nada superior, como la vida ajena, la propia o el respeto a un igual en la persona de una mujer. El que no comprende esto es un necio y puede incluso ser un homicida, como el rey David, que se inclinó por un bien a costa de otro superior, que destruyó. Su necedad y su crimen brotaron de una mente que no supo entender qué es lo mejor, presentó a su voluntad como un bien lo que no era tal, sino la destrucción de otro mayor, y no dispuso de una fuerza que pudiera oponer a su deseo lujurioso. Por eso fue un hombre débil, un imbécil moral.

No tuvo la clarividencia de Tomás Moro, el cual, pese a tener la vida por un bien, comprendió que era inferior al servicio a Dios que él mismo había decidido. Entendió que la vida es inferior a la libertad y actuó en consecuencia. Una vez que un hombre es así, actúa del modo que es y no de cualquier otro. ¿Qué otra cosa es posible que haga?

Pensar como se debe, pensar bien, era entonces la tercera idea que faltaba. Añadida al querer y al poder completa la de libertad.

David se inclinó por lo peor porque no pensó como debía y por causa de ello creyó que era bueno lo que no era. Ese es el motivo de que deseara poseer a Betsabé, de manera que, una vez que lo quiso lo hizo, puesto que tenía poder para ello. Si su conciencia hubiera sido más clara, su deseo habría sido otro y se habría inclinado por él. Él mismo habría sido entonces la fuente de un deseo superior, como el que tuvo Tomás Moro. No lo fue porque su mente estaba oscura, de lo que solo él era responsable. En una palabra: David habría sido más fuerte y más libre de lo que fue si hubiera pensado bien lo que tenía ante sí, si hubiera nacido de ahí su deseo y si, por último, lo hubiera ejecutado. En ese caso habría sido dueño de su lujuria, en vez de que la lujuria fuera dueña suya, como sucedió en realidad. Habría tenido más poder que la mera fuerza de que abusó por ser el rey, pues habría sido dueño de sí. Por eso fue esclavo de su deseo y le prestó obediencia. ¿Qué otra cosa podía haber sucedido siendo él como fue? El hombre es su propio destino.

La libertad es determinación de uno mismo, capacidad de decidir por sí y no por otro una vez que se ha pensado lo que es mejor y más conveniente. Lo demás es un falso sucedáneo suyo.

De aquí que uno de los negocios más importantes de la vida consista en ser libre. Esto eleva a un hombre por encima de sí mismo y es lo más bello y elevado que cualquiera puede adquirir. Decidir por uno mismo, sin equivocarse, qué es lo bueno y lo mejor y ejecutarlo: no hay nada que esté por encima de esto. Cierto es que no se adquiere en un instante, pero otorga los mejores goces conforme se va adquiriendo.

En aquel momento preguntó uno de los asistentes por la relación que aquellas ideas tenían con la educación de los jóvenes, pues al principio se había dicho que había que mostrarla. La respuesta fue inmediata:

Pensar correctamente lo que es bueno y conveniente, tomar la decisión de ejecutarlo y  actuar en consecuencia, es decir, ser libre, es el fruto maduro de una buena educación, porque un hombre bien educado es el que se dule y se complace como es debido. Por este motivo es una de las mejores adquisiciones que un hombre puede lograr, pues sirve para determinar por sí mismo qué es lo mejor y para trazar los planes necesarios para alcanzarlo. Por esto no debería educarse a los jóvenes para el juego y la diversión de hoy, pues a su edad el aprendizaje va necesariamente acompañado de esfuerzo sin recompensa, sino para el recreo en el saber y en el decidir de mañana, cuando sean hombres hechos y derechos. La libertad de mañana es disciplina de hoy.

Si un instituto de bachillerato sirviera solo para lograr una pequeña parte de este fin ya estaría justificada su existencia.

El tiempo se había acabado. El funcionario de educación advirtió que todo lo que había dicho era una introducción a las ideas de Santo Tomás de Aquino y que en los días venideros habría que adentrarse en las mismas.

Aquí se detuvo el relato de Manuel. Había fatigado su memoria cuanto había podido para no dejar nada importante sin decir. Y como deseaba repensar lo que había oído, salió a la calle y al pasar por la puerta de la Iglesia de la Victoria dedicó un recuerdo a Santo Tomás.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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