Al tratar de las fuentes generales de la motivación humana es necesario aceptar la antigua distinción entre actos humanos y actos del hombre. Los primeros son los específicos de un ser humano cualquiera, o sea, aquellos por los que se distingue de cualquier otro ser natural, sea un animal, una planta o una piedra. Los segundos son aquellos en que no se distingue de otros seres naturales. Sentir hambre o dolor, oír o ver, dormir, adquirir velocidad tras haberse caído por una ventana y muchos otros sucesos de esta misma índole no pertenecen a la primera clase, sino a la segunda, porque no son voluntarios. Tampoco son voluntarios los llamados actos espontáneos, aquellos que se ejecutan maquinalmente y sin deliberación, como toser, parpadear, etc. Todos estos pueden incluirse sin problemas en la red causal que dirige cuanto sucede entre los seres inanimados y no es necesario esforzarse en diferenciar su origen del de las actividades de las plantas o las piedras.
Por esto solo tendremos en cuenta aquí los actos humanos, los cuales, pese a las apariencias, se incluyen también a la red causal que domina toda la realidad. La causa que los provoca ha recibido el nombre de motivación. Esta se origina en una multitud compleja de causas no controlada por los individuos. A poco que se examine la situación general en que un hombre se halla inmerso y se reconozcan sus posibilidades de acción, de elección, de planificación y, en suma, de la libertad real que cabe atribuirle, se encuentra uno con que su vida se desenvuelve en un medio plagado de impulsos que siente con su organismo y proceden de éste o del mundo humano que habita.
La fuerza que ejercen impulsos como el hambre o el sexo evidencia que no han sido deliberadamente producidos por nosotros y conduce a pensar que todos los demás, aun siendo inferiores en potencia, proceden también de una fuente ajena. Cada uno de ellos es una chispa que dispara una acción, pero la chispa no la encendemos nosotros. El procedimiento es patente en los animales. Cuando el perro percibe el olor de la hembra en celo tiene que buscarla. Solamente vacilará si está domesticado y el amo lo llama, pues entonces estará en medio de dos impulsos contrarios, pero en estado salvaje no vacilará un solo instante. La respuesta automática, sin dilación, es para casi todos los animales una garantía de supervivencia para la especie. Lo que llamamos instinto no es otra cosa que esa chispa que dispara la acción en contacto con un estímulo exterior o una acción interna del organismo. Hay algo que, como el pedernal contra el pedernal, hace que salte la chispa, que prenda en la pólvora y la bala se dispare al instante. Una vez iniciada la secuencia, ésta no puede detenerse por sí misma.
Estas cosas suceden en los animales y en nosotros porque tenemos un organismo biológico. Por su causa estamos siempre deseando algo y deseándolo de tal manera que no podemos nunca satisfacerlo plenamente. Dice Schopenhauer:
Ningún objeto de la voluntad, una vez logrado, puede producir una satisfacción duradera, que sea inmutable; se asemeja sólo a la limosna que, dada al mendigo, prolonga hoy su vida para continuar mañana su tormento[11].
Pero tampoco hay descanso, sino cansancio, en la desaparición de las pasiones. Nuevamente dice Schopenhauer que
de los siete días de la semana seis corresponden a la fatiga y a la necesidad y el séptimo al hastío[12].
El cuerpo es el causante de esta situación. Él nos determina a obrar de una u otra forma. Si hubiéramos de aceptar la existencia del destino, diríamos que el cuerpo lo es para nosotros, al menos en un grado importante.
[11] En VALVERDE, J. M., Breve historia y antología de la estética, 192.
[12] SCHOPENHAUER, A., El mundo como voluntad y representación, libro cuarto, § 57.