Esplendor de la escolástica

La filosofía de los árabes y los judíos fue cercenada cuando la cristiandad estaba originando organizaciones sociales y métodos docentes capaces de recibirla y perfeccionarla: las universidades y las órdenes religiosas planificaron, sistematizaron y protegieron el trabajo de los sabios, las escuelas de traductores proporcionaron un abundante material de estudio y el método escolástico impuso orden en la creación y transmisión del conocimiento.

La universidad como centro organizado de estudios regulares, integrado por profesores y alumnos obligados a cumplir los reglamentos y con capacidad para expender las titulaciones de bachiller, licenciado, maestro y doctor, titulaciones que dotaban a sus poseedores del derecho exclusivo a ejercerlas en cualquier lugar, es una creación de la Edad Media. Su origen no hay que buscarlo en las antiguas escuelas de saber. La Academia de Platón, el Liceo de Aristóteles, las bibliotecas de Alejandría y Pérgamo, las medersas persas, las madrazas árabes, las midraschot judías, etc., no originaron las universidades medievales ni fueron similares a ellas en funciones y contenido.

Su origen debe buscarse en las escuelas monacales y episcopales, alrededor de las cuales habían aparecido gremios de maestros y discípulos, los cuales se transformaron en universidades por el impulso de los reyes y los papas. El término mismo, universitas, se refería a la agrupación profesional. Fue utilizado por primera vez con ese significado el año 1208 en un documento papal: universitas omnium magistrorum et scholarium. En un documento similar otorgado por Alfonso X el Sabio se las denomina ayuntamiento de maestros e scholares.

Las primeras universidades fueron las de Salerno (1087) y Bolonia (1119). Luego vendrían las de Montpellier (1125), París (1150), Oxford (1168), Palencia (1208), Padua (1222), Salamanca (1244), Valencia (1245), etc.

Las universidades hicieron del saber una institución social. Una vez creadas, la filosofía, la teología y las ciencias no dependieron más del albur de las inclinaciones particulares de grupos o individuos, sino que fueron materia ordinaria del trabajo cotidiano de profesionales dedicados exclusivamente al estudio y la enseñanza. Antiguamente el saber había seguido al sabio. Ahora el sabio seguía al saber.

Las universidades recibieron un vigoroso impulso de dos órdenesreligiosas, la franciscana y la dominicana. La primera había sido fundada por San Francisco de Asís a principios del siglo XIII, con el propósito de volver a la vida cristiana de los primeros tiempos, por lo que, aunque no despreciaba las letras, tampoco promovía su estudio. Pero esta indiferencia duró poco. La orden vio entrar pronto en su interior a muchos clérigos de formación científica, lo que cambió su constitución, dedicándola al estudio.

La orden dominicana, en cambio, nació con la decisión firme de dedicarse al estudio, pues sus monjes tendrían que combatir las herejías mediante la predicación y la enseñanza. El mismo Santo Domingo de Guzmán, natural de Caleruega, envió a París a los seis primeros religiosos de la orden el año siguiente a su fundación, en 1217. En 1229 ya había en la universidad varios maestros dominicos. Al principio se consagraron solamente al estudio de las ciencias sagradas, pero los graves problemas que suscitaban en aquel momento los escritos griegos, árabes y judíos les obligaron a estudiar también las ciencias profanas, sobre todo la filosofía.

La actividad filosófica guardaba una estrecha relación con el métodoescolarde la universidad. La lectio era el procedimiento regular de enseñanza. Consistía en comentarios de sentencias previamente leídas. Los escolares atendían en silencio, como hoy. Cada cierto tiempo, que no solía pasar de una o dos semanas, se celebraba la disputatio, que consistía en esgrimir argumentos y contraargumentos sobre una quaestio o tesis propuesta. Los silogismos favorables y contrarios a la quaestio tenían que ser claros, concisos y directos. La vivacidad y sutileza de aquellas sesiones han desaparecido para siempre de las universidades. Por último, estaban los quodlibeta, sesiones celebradas cuando la ocasión lo requería, que versaban sobre asuntos no previstos en la planificación ordinaria. Se elegía un tema a placer y se examinaban y discutían su significado y consecuencias.

Cada una de estas formas docentes tomó forma de libro. Había necesidad de libros de sentencias, de quaestiones, de quodlibeta y de disputationes. Estas últimas se convirtieron en summae cuando, negro sobre blanco, se pasaron al papel y representaron el esplendor de la filosofía escolástica. Todas seguían el mismo proceder. Se empezaba por proponer una tesis o quaestio con el máximo de claridad y precisión. A continuación se exponían todos los argumentos existentes contra dicha tesis, incluso contra su formulación. El siguiente paso consistía en triturar tales argumentos. Se cerraba el proceso con la defensa propia de la tesis y su definitiva aceptación, que culminaba en el q. e. d final (quod erat demonstrandum: lo que había que demostrar). Cuando estas tres letras coronaban adecuadamente el conjunto podía darse por seguro que la questio no admitía réplica.

El método fue aplicado a todos los problemas legados por la tradición propia y ajena: la filosofía griega, el neoplatonismo, las filosofías árabe y judía y la propia herencia cristiana que partía de la Patrística.

La maquinaria institucional estaba preparada. Faltaba un solo elemento, la biblioteca, para ponerla en movimiento, porque la existente hasta entonces era muy exigua: poco más de veinte libros de la antigüedad clásica (el Timeo de Platón, traducido e interpretado por Calcidio, y algunos tratados lógicos de Aristóteles, interpretados por Boecio), las enciclopedias de Casiodoro, Beda, San Isidoro y Alcuino, la Isagoge de Porfirio y unos pocos tratados de Séneca y Apuleyo. La llegada de nuevos libros de autores griegos, árabes y judíos procedentes de España suplió con creces aquella carencia, hasta el punto de que este hecho marca el inicio de una nueva etapa:

La introducción de los textos árabes en los estudios occidentales (…) divide la historia científica y filosófica de la Edad Media en dos épocas enteramente distintas… el honor de esta tentativa, que había de tener tan decisivo influjo en la suerte de Europa, corresponde a Raimundo, arzobispo de Toledo y gran canciller de Castilla desde 1130 a 1150 (Renán en M. Pelayo, Historia…, p. 480)

Los traductores más afamados fueron Domingo Gundisalvo y Juan de Sevilla. El primero, archidiácono de Segovia, conocía el latín y la filosofía. El segundo era un judío converso que conocía el árabe y el hebreo. Sin gramáticas ni diccionarios, Juan iba pasando una palabra tras otra al castellano y Gundisalvo de éste al latín. En el prólogo de la traducción del De anima, de Avicena, dedicada a Don Raimundo, consta lo siguiente en boca de Juan:

me verba vulgariter proferente, Domino Archidiacono singula in latinum convertente (las palabras que yo pasaba a la lengua vulgar las pasaba el señor Arcediano una por una al latín)

Recién salidas de sus manos, las traducciones se extendían en multitud de copias por toda Europa con gran rapidez. Creció la fama de Toledo como centro de saber, incluso de saber prohibido, razón que movió a muchos extranjeros, deseosos de conocer los arcanos de la nueva filosofía árabe y judía, a dirigir sus pasos a Toledo y otros lugares de España, como Tarazona, Barcelona y Sevilla, donde también hubo escuelas de traductores formalmente constituidas.

(V. Historia de la filosofía. 2 Bachillerato, lección 3, cap. 6)

Share

Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
Esta entrada fue publicada en Filosofía teórica, Historia de la filosofía. Guarda el enlace permanente.