Antonio Manuel López Obrador, un mejicano español a su pesar, que tiene un nombre bien sonoro, de raíz romana y cristiana, se hace llamar AMLO. No le inquieta ni le perturba que le llamen con un acrónimo, como ONU, IBI, FAO, FMI, etc. Tal vez él mismo lo promueve.
Tampoco le inquieta ni perturba el Tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848, por el que Méjico perdió una superficie algo mayor que las de España, Portugal, Francia, Inglaterra, Irlanda, Italia, Alemania, Suiza, Bélgica, Holanda, Austria, Croacia y Eslovenia juntas, a favor de los Estados Unidos. Ese mismo año se halló oro en California, lo que dio lugar a la «fiebre del oro». El Imperio del Norte se convirtió a partir de entonces en uno de los más importantes productores de oro del mundo. Si reconociera que ahí está el origen real de las desgracias de Méjico, a AMLO quizá le dolería. Apenas había pasado una generación desde la independencia. ¿Para eso querían independizarse del Imperio Español las oligarquías criolllas de la Nueva España? ¿Para entregar más de la mitad de su territorio a un imperio naciente de corte anglosajón? Sigue leyendo