El libro en Roma

79. Industrias literarias.

Los libros que usaban los romanos eran todos manuscritos, lo cual obligaba a la existencia de un oficio o industria muy importante: la de copista o copiador (librarius). De las obras que adquirían fama, se hacían numerosas copias que se vendían en las librerías (tabernae), dispuestas de una manera análoga a las de hoy. Se escribía sobre tablitas recubiertas de cera(códices), sobre una especie de papel hecho con las hojas de una planta llamada papyrus, y sobre pergamino. El papel se escribía por una sola cara y luego se juntaban las hojas por uno de sus lados formando una tira larga, que se guardaba enrollada, a menudo sobre un eje de madera; y de aquí el nombre de volumen. Para leer se iba desenvolviendo el volumen de izquierda a derecha, con objeto de ir descubriendo las páginas necesarias. Las hojas de pergamino, que no podían enrollarse, se cosían unas a otras como en nuestros libros actuales, formando el tomo (tomus), al cual se ponían cubiertas de madera forradas de púrpura o pergamino. Andando el tiempo, se llamó liber (libro) a la obra formada por un solo volumen o tomo; y codex a la que comprendía varios. La afición a la lectura era grande, y, además de las bibliotecas públicas del Estado, las personas ricas tenían sus bibliotecas particulares.

La literatura oficial —leyes, decretos, sentencias, etc., y la relativa a los enterramientos, monumentos y edificios públicos— se grababa en planchas de metal o en piedra (inscripciones). En España se han encontrado, como hemos dicho, algunas leyes especiales de ciudades (Osuna, Málaga, etc.) grabadas en bronce.

(Altamira, R., Historia de España y de la civilización española I, «79. Industrias literarias»/Epub)

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Sobre Antonio Pérez

Antonio Pérez, secretario que fue del rey, y que en algún tiempo tuvo mano y cabida en la casa real, después que estuvo preso por espacio de más de doce años, se huyó de la cárcel, donde le tenían en Madrid por el mes de abril del año pasado. Pasó a Aragón para presentarse delante el justicia de Aragón y dar razón de la muerte que hizo dar al secretario Escobedo una noche al salir de palacio, junto con otras cosas que le achacaban. La alegría que con su llegada y huida recibieron algunos inquietos, en breve la trocaron en tristeza y en lágrimas. Tales son las cosas humanas. Fue así, que a 24 de mayo de este año de 91, de la cárcel del justicia de Aragón pasaron el preso a la de los inquisidores. El pueblo tomando las armas y apellidando libertad acometieron las casas donde estaba don Íñigo de Mendoza, marqués de Almenara, ministro por el rey; teníanle antes de esto sobre ojos, y así no pararon hasta que le dieron la muerte. Después de esto, con el mismo furor y rabia acudieron a la Inquisición con intento de quebrantar aquella cárcel, sin desistir hasta tanto que Antonio Pérez fue vuelto a la primera donde estaba. Lo que resultó fue que a 24 de septiembre se levantó otra vez el pueblo porque querían volver el preso a la Inquisición, y quebrantada la cárcel de la manifestación, le pusieron en libertad; hubo en esta revuelta algunos muertos y huidos. Antonio Pérez poco después se huyó a Francia, donde murió pasados algunos años. Aquellos ciudadanos revoltosos en breve pagaron el alboroto que levantaron, porque un buen ejército fue a Zaragoza, por general don Alonso de Vargas, soldado viejo y de muy gran valor, muy ejercitado en las guerras de Flandes y de gran renombre, por cuya diligencia el atrevimiento de aquellos ciudadanos fue reprimido; muchos perdieron las vidas; entre otros el mismo justicia de Aragón don Juan de Lanuza fue el primero que pagó con la cabeza por salir, como salió, con gente contra el estandarte real. También cortaron las cabezas a don Diego de Heredia y don Juan de Luna, que fueron los principales atizadores de aquel alboroto, sin otro buen número de personas justiciadas. El duque de Villahermosa y el conde de Aranda fueron presos y enviados a Castilla, donde en breve fallecieron en la prisión; mas después los dieron por libres de traición. Para asentar las cosas de aquel reino se juntaron Cortes en la ciudad de Tarazona, y por presidente don Andrés de Bovadilla, arzobispo de Zaragoza. El mismo rey, tomando el camino de Valladolid, de Burgos y de Pamplona, últimamente al fin del año 1592 llegó a la dicha ciudad; iban en su compañía la infanta doña Isabel y su hermano el príncipe don Felipe, al cual en Pamplona y Tarazona juraron por heredero de aquellos estados. Por esta manera, casi pasados dos años después que las revueltas de Aragón comenzaron, castigados los culpados y puestas guarniciones en Zaragoza y en otros lugares, concluidas las Cortes de Tarazona, los alboratados últimamente se sosegaron, avisados por la experiencia y por su daño, que si los ímpetus de la muchedumbre son grandes, las fuerzas del rey son mayores; que el atrevimiento sin fuerzas es vano, y las más veces el pueblo se alborota para su mal.
(Juan de Mariana, Historia general de España, Tomo tercero. Sumario de lo que aconteció los años adelante. Kindle/Libro impreso)

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Prisión y proceso de Antonio Pérez

De intento, y por no cortar el hilo de los acontecimientos político-religiosos de Francia, en que tan directa y eficazmente se interesó Felipe II., hasta el desenlace que tuvieron con la paz de Vervins, hemos diferido, anteponiendo la claridad histórica a las embarazosas trabas de la cronología, el dar cuenta de otro de los sucesos interiores del reinado de Felipe II. que hicieron más ruido en España, y aún en Europa, y que excitó entonces y continúa excitando hoy la curiosidad pública, a saber: la prisión y proceso del primer secretario del rey, Antonio Pérez, y el movimiento revolucionario de Aragón, no diremos producido por esta sola causa, pero sí provocado y muy enlazado con ella.

En la noche del 28 de julio de 1579 se ejecutó en Madrid la prisión de los dos más notables personajes de la corte, Antonio Pérez, primer ministro de Felipe II., su antiguo confidente, y pudiéramos decir su privado, y la princesa de Éboli, viuda de Ruy Gómez de Silva, el más favorecido del rey entre los magnates castellanos. El primero fue llevado a la casa del alcalde de corte Álvaro García de Toledo que verificó la prisión; la segunda fue conducida aquella misma noche a la fortaleza de la villa de Pinto. Estas dos prisiones hicieron casi tanta sensación en España como la del príncipe Carlos decretada por la misma mano diez años y medio antes; ambos procesos fueron de mil maneras comentados, y a ambos los envolvieron misteriosas circunstancias.

¿Qué fue lo que motivó la prisión de Antonio Pérez y la de la princesa de Éboli? ¿Tuvo el rey participación en el delito de que se acusaba a su primer ministro? ¿Qué se deduce de la conducta del monarca en el asunto y durante el proceso de Pérez? Vamos a ver si acertamos a compendiar lo que sobre este ruidoso suceso hemos leído en muchas obras impresas y en mayor número de volúmenes manuscritos e inéditos.

Recordará el lector (930)  la venida a Madrid a fines de 1 577 del secretario de don Juan de Austria Juan de Escobedo, y su asesinato escandaloso (31 de marzo, 1578). La acusación pública de este crimen recayó desde luego sobre el primer secretario de Estado Antonio Pérez, y tampoco se vio libre el mismo monarca de la sospecha, o de haberlo ordenado, o de haberlo autorizado o consentido. Dos eran las causas que servían de fundamento a este juicio, la una política, la otra personal; en aquella podía creerse más interesado el rey, sin dejar de estarlo también su primer ministro; en ésta el principal, el solo interesado en acabar con Escobedo era el primer secretario de Estado. Explicaremos separadamente la una y la otra.

Sabido es cuánto halagaba la juvenil imaginación de don Juan de Austria la idea de ceñir una corona. Aun cuando tales aspiraciones no hubiera abrigado el hermano de Felipe II., le hubieran despertado esta ambición los ofrecimientos con que los pueblos mismos le lisonjeaban, con mensajes como el que le enviaron los de Morea, manifestando su deseo de que fuera a regirlos como rey el vencedor de Lepanto (931) . Si acaso después pensó en formar para sí un reino en la costa de África y por eso fortificó a Túnez, que reconquistó con sus armas, no muy en conformidad con el dictamen de su hermano; si sus proyectos de matrimonio, primero con la reina María Estuardo de Escocia, después con la reina Isabel de Inglaterra, llevaban el doble pensamiento de orlar su frente con la diadema de uno de aquellos dos reinos; si con este fin, disgustado del gobierno de Flandes, insistía tanto en la expedición a Inglaterra, que Felipe II. estudiadamente difería, y la capitulación de las provincias flamencas acabó de frustrar con no consentir que se embarcasen las tropas; ¿deberá maravillarnos que tales designios alimentara el hijo del gran emperador Carlos V., cuando el jefe mismo de la Iglesia los promovía o fomentaba, cuando el papa Sixto V. le auxiliaba con su dinero para que diese cima a sus planes, y expedía bulas pontificias dándole la investidura de rey? Acaso don Juan de Austria no hubiera soñado en decorarse con el título de Majestad, si FelipeII. no le hubiera negado tan obstinadamente el más modesto de Alteza y la consideración de infante de España, que con tanta insistencia y ahínco pretendía, y que todo el mundo dentro y fuera del reino le daba a excepción de su hermano. A mucho puede conducir el resentimiento y el despecho en un hombre de ánimo tan levantado y de tan brillante reputación como don Juan. Y ciertamente si a fuerza de merecimientos se puede alguna vez suplir la legitimidad de origen, sobraronle al de Austria para que Felipe hubiera ya olvidado la bastardía de su nacimiento; pero no fue así.

Y el hombre que no perdonaba a su hermano el pensamiento o designio de hacerse rey (932) , menos le perdonaba el que lo intentara sin su anuencia ni darle siquiera conocimiento, tratándolo reservada y clandestinamente con el pontífice y con otros personajes. En otro lugar indicamos ya que el rey era sabedor de todo por sus embajadores de Roma y de París; sabíalo también por el nuncio de Su Santidad, y por el mismo Antonio Pérez, a quien don Juan de Austria y su secretario Escobedo cándidamente se confiaban, esperando los ayudara con su gran valimiento para con el soberano. Porque en efecto, Pérez era el hombre de más influjo con el rey, el que poseía sus secretos, el que despachaba los negocios más delicados, especie de ministro universal, y como el valido o privado de Felipe II. hasta donde el carácter de Felipe II. consentía privanzas. Su talento, su instrucción, su inteligencia en los negocios, su expedición en el despacho, su habilidad para penetrar los designios del rey, su artificiosa neutralidad, su decir persuasivo e insinuante, y otras naturales dotes con que encubría su inmoralidad, su ambición y su orgullo, habían conquistado este puesto de confianza cerca de Felipe al hijo de Gonzalo Pérez (933) . El secretario de Estado hacía en este negocio un papel doble. Fingido amigo de Escobedo meditaba su ruina. Aparentando interceder con el rey en favor de los proyectos de don Juan de Austria, le iba arrancando los secretos para denunciarlos al soberano con sus correspondientes adiciones para agravar la criminalidad de los designios, cargando principalmente la culpa sobre el secretario Escobedo como el instigador y el negociador secreto de todos los planes. El rey, que ya antes por una causa análoga había apartado del lado de don Juan de Austria al secretario Juan de Soto, no podía permitir que subsistiera Escobedo. Buscóse el expediente más breve, y la muerte de Escobedo quedó decretada. Encargóse de ella Antonio Pérez, y después de haberle fallado dos veces su intento de acabarle por tósigo en dos banquetes a que le convidó, buscó y pagó asesinos, y Escobedo murió de una estocada a manos de los sicarios de Antonio Pérez.

Hasta aquí la causa política. Si la razón de estado hubiera sido el solo motivo del asesinato de Escobedo, indudablemente el más interesado en el homicidio parecía el rey. Por eso la conciencia pública le atribuía haberlo ordenado, y nadie creía que sin el mandamiento más o menos explícito del monarca se hubiera atrevido el ministro de Estado a perpetrar semejante crimen, exponiendose a caer en su desgracia. ¿Extrañaremos que no se reparara en el modo cuando, según la teología y la jurisprudencia de muchos casuistas de aquel tiempo, entre ellos el confesor del rey fray Diego de Chaves, el soberano, como señor de vidas y haciendas, podía lícitamente deshacerse de cualquiera de sus vasallos que tuviera por criminal, bien entregándolo a los tribunales, bien haciendolo ahorcar en secreto como al barón de Montigny, bien empleando otro medio cualquiera como el que se empleó con Escobedo? (934)

Pero vengamos ya a la razón personal, según la cual el interés de acabar con Escobedo era del ministro de Estado, no del rey. Es fuera de duda, por más que todavía no lo crean algunos historiadores extranjeros (935) , que Antonio Pérez mantenía amorosas intimidades con la princesa de Éboli doña Ana Mendoza de la Cerda, hija única de los condes de Mélito, y viuda entonces del príncipe Ruy Gómez de Silva, duque de Pastrana (936) , el mayor protector que había sido de Antonio Pérez, y por cuya recomendación el rey le había nombrado su secretario. La entrada franca, la confianza y familiaridad que Ruy Gómez permitía en su casa a su protegido, el corazón apasionado y audaz del joven diplomático, su gracia, su talento, su trato continuo con la princesa, bella, joven, altiva, espléndida y caprichosa, todo cooperó a que Antonio Pérez ganara a un tiempo un lugar preferente en la confianza del rey y en el corazón de la esposa de su protector, y llegó a poseer simultáneamente los secretos de ambos. Las intimidades amorosas fueron creciendo, hasta dar pábulo a la murmuración pública. La princesa enviaba regalos de cuantía a Pérez desde su palacio de Pastrana, y al decir de un respetable testigo (937) , Pérez se servía de las cosas de la princesa como de las suyas propias. Muchos otros testigos, hombres de categoría y señoras de clase, certificaban haber visto entre los dos familiaridades de tal género, que tienen buen lugar como declaraciones en el proceso que se formó, pero que no pueden estamparse decorosamente en una historia. La princesa parece pretendía cohonestarlas o disculparlas haciendo entender que Antonio Pérez era hijo de su marido Ruy Gómez de Silva (938) .

Enterado de lo que meditaba el secretario de don Juan de Austria Juan de Escobedo, hechura también del príncipe de Éboli como Antonio Pérez, y más reconocido que éste a su favorecedor, no pudiendo sufrir que de aquel modo se ofendiera su memoria, hubo de reprenderlos, y aún amenazar a la princesa con que daría cuenta de todo al rey. Aunque aquella parece le contestó con desenfado y altivez, y confesando su afición a Antonio Pérez con frases poco dignas y decorosas en boca de una dama, sin embargo debían temer mucho los dos el enojo del rey, una vez que se cerciorara de sus amorosas relaciones. Quedó, pues, resuelta la muerte de Escobedo. Si al rey le acomodaba por una razón de estado, a Antonio Pérez y a la de Éboli les interesaba por conveniencia personal. Creemos, pues, que Pérez después de haber engañado a Escobedo como amigo para arrancarle sus secretos, engañó también al rey exagerándole los proyectos de don Juan de Austria y de su secretario, y que el rey consintió por razón de estado en la muerte del que a Pérez y a la de Éboli convenía que muriera por interés personal para que no fuese su denunciador.

¿Por qué temían tanto que el rey se apercibiera de sus intimidades? La respuesta es fácil para los que no vacilan en afirmar que el rey amó apasionadamente a la de Éboli, y que el secretario de Estado comenzó por confidente e intérprete de los amores del monarca con la princesa, y concluyó por suplantar en ellos a su mismo soberano. Muchos han adoptado de lleno esta especie (939) : y hay escritor extranjero y contemporáneo que avanza a decir que el duque de Pastrana, hijo de la princesa de Éboli, lo era de Felipe II. (940)  Si esto era así, no es de maravillar que la princesa y Pérez temieran tanto la venganza del rey en el caso de que llegara a descubrir sus tratos. Por nuestra parte, sobre no parecemos verosímil que por tanto tiempo pudieran ocultarlos a la recelosa suspicacia y a la vigilante policía del rey, hasta hoy no hemos hallado datos que nos autoricen lo bastante para asegurarlo, aunque con toda su austeridad no conceptuamos a Felipe II. exento de pasiones fogosas. Hallamos, sí, que siendo todavía príncipe, él fue quien arregló la boda de la princesa con Ruy Gómez; que asistió a ella en persona; que desde luego hizo merced a Ruy Gómez de 6.000 ducados de renta perpetua; que continuó siempre acrecentandole con una liberalidad extraordinaria y desusada (941) ; que la princesa tuvo siempre mucho valimiento con el rey; que parecía dominarle; y algo se deduce también de algunas declaraciones en el proceso de Antonio Pérez. Sin embargo, no creemos esto suficiente pare responder de la certeza de aquellas relaciones, y acaso éste sea uno de los misterios de la vida de Felipe II.

No hubo pocos en el curso del largo proceso que se formó después sobre el asesinato de Escobedo. Al pronto ni se procedió contra Antonio Pérez, ni se prendió a ninguno de los asesinos (942) . Todos libraron bien, y recibieron su remuneracion. A tres de ellos les fueron dados despachos de alférez que preventivamente tenía Pérez firmados en blanco por el rey, con los cuales se marcharon a servir, el uno a Milán, a Nápoles y a Sicilia los otros. La familia del desgraciado Escobedo, con más indicios que pruebas sobre los autores del asesinato, pero apoyada por un temible enemigo de Antonio Pérez, que lo era Mateo Vázquez, otro de los secretarios del rey, o como le llama uno de sus historiadores, su archi-secretario, no dejó de denunciar al soberano como sospechosos del crimen a Pérez y a la de Éboli, pidiendo apretadamente se instruyeran diligencias y se procurára averiguar la verdad en los tribunales. Y aquí comenzó la política misteriosa y al parecer incalificable de Felipe II. en este negocio. Admitía la demanda, acaso se alegraba de que el tiro se dirigiera a aquella parte, pero avisaba a Pérez de lo que había y de las enemistades que se levantaban contra él. Si Pérez le manifestaba sus temores y cuidados, el rey le respondía con cariñosa familiaridad, tranquilizándole y prometiéndole que no le abandonaría nunca. Pretendía el secretario que se le encausara a él solo, separando del proceso a la princesa por mediar en ello la honra de una señora, pero el rey, en vez de adoptar este camino, prefirió que el presidente del Consejo de Castilla don Antonio Pazos, obispo de Córdoba, grande amigo de Pérez, hablara al hijo de Escobedo para que desistiera de la acusación, asegurandole que tan inocentes estaban Pérez y la de Éboli en la muerte de su padre, como él mismo. Creyó el acusador al prelado, y desistió en nombre de toda su familia. No así el secretario Vázquez, que insistía con tenacidad en la demanda. Antonio Pérez pedía a su soberano le permitiera retirarse de su servicio, y Felipe no lo consentía. La princesa se quejaba altivamente al monarca de la conducta y de la enemiga de Vázquez (943) , y el rey le contestaba enigmáticamente, como quien parecía que ni se atrevía a descontentarla, ni le convenía satisfacerla. Su grande empeño era que se reconciliara la princesa con el secretario Vázquez, a cuyo efecto hizo servir de intermediario a fray Diego de Chaves, su confesor. Las gestiones del religioso se estrellaron en la altiva firmeza de la de Éboli, que a todo le respondió con orgulloso despego. Intentó luego reconciliar por lo menos a los dos secretarios Pérez y Vázquez; pero aquél, irritado por una reciente injuria de éste, y sostenido además por la princesa, se mantuvo igualmente inflexible.

Lo que con estos manejos se proponía el rey no se comprende fácilmente. Discurren unos que era su intención solamente ganar tiempo, otros que averiguar lo que había de cierto en las relaciones de Pérez con la princesa, y añaden que en este intermedio llegó a cerciorarse por sí mismo sorprendiendo el secreto de su trato. Es lo cierto que entonces fue cuando, de acuerdo con el confesor fray Diego de Chaves y con el conde de Barajas, nombrado mayordomo mayor de la reina en reemplazo del marqués de los Vélez, ordenó la prisión de Pérez y de la princesa, presenciando el mismo rey la ejecución de esta última escondido en el portal de la iglesia de Santa María, frente a la casa en que vivía la princesa. Lo notable es que la causa ostensible que el rey dio para estas prisiones no fue que se los acusara de autores del asesinato de Escobedo, sino ¡cosa extraña! la oposición a reconciliarse con el secretario Mateo Vázquez: ¡singular materia para un proceso!

Al día siguiente por orden del rey pasó el cardenal de Toledo a consolar a la esposa de Antonio Pérez doña Juana Coello, naturalmente afligida con aquella novedad. Y lo que es más extraño, también envió el rey a su confesor Chaves a visitar a Pérez en su prisión, y entre otras cosas le dijo fray Diego en tono festivo que se tranquilizase, que aquella enfermedad no sería de muerte. Sin embargo, sobrabanle al preso talento para conocer los peligros de su posición, y orgullo para no sentir la humillación de su cautiverio, y las cavilaciones le alteraron la salud. Con este motivo el rey, al parecer siempre considerado con su antiguo valido, le permitió trasladarse de la casa del alcalde García de Toledo, donde había estado cuatro meses, a la suya propia (944) . Allí se le presentó a nombre del rey el capitán de su guardia don Rodrigo Manuel a pedirle que prestara pleito homenaje de amistad a Mateo Vázquez, y de que ni él ni ninguno de su familia le harían daño en tiempo alguno. Hízolo así Pérez, y continuó arrestado en su casa con guardas de vista por espacio de ocho meses, al cabo de los cuales se le permitió salir a misa y a paseo, y recibir visitas, pero no hacerlas. En esta especie de arresto nominal despachaba el ministro los negocios públicos con sus oficiales; y es lo más particular que en esta equívoca posición continuó cuando en el estío de 1580 pasó Felipe II. a Portugal a tomar posesión de aquel reino, entendiendose con los Consejos de Madrid y con la corte de Lisboa, y comunicandose con la princesa, y recibiendo visitas, y ostentando el mismo lujo que cuando estaba en la cumbre del favor.

Trabajando en su favor el presidente Pazos, pidiendo otra vez contra él y con más instancia el hijo de Escobedo, vacilante y como mareado el rey, y como quien quisiera darle libertad y no se atrevía a soltarle, al fin en 1582 dio comisión secreta al presidente del Consejo de Hacienda Rodrigo Vázquez de Arce para que formara proceso reservado a Antonio Pérez, examinando los testigos bajo palabra de sigilo. En 30 de mayo (1582) comenzaron a oírse las informaciones que duraron hasta mediado agosto. Los testigos que declararon fueron; Luis de Obera, comisionado del gran duque de Florencia; don Luis Gaytán, mayordomo del príncipe Alberto, el conde de Fuensalida; don Pedro Velasco, capitán de la guardia española; don Rodrigo de Castro, arzobispo de Sevilla; don Fernando de Solís; don Luis Enríquez, de la cámara del príncipe cardenal; y don Alonso de Velasco, hijo del capitán don Antonio de Velasco.

De estas declaraciones resultaban gravísimos cargos contra Pérez. Que hacía granjería con los destinos públicos; que don Juan de Austria, que Andrea Doria, que los príncipes y virreyes de Italia le hacían cada año cuantiosos donativos para que los mantuviera en sus cargos; que los pretendientes preferían dar a Antonio Pérez lo que habían de gastar estando mucho tiempo en la corte, y salían mejor librados; que no habiendo heredado hacienda de su padre, contaba con una fortuna inmensa, y vivía con más esplendidez y boato que ningún grande de España; que mantenía veinte o treinta caballos, coche, carroza y litera, y multitud de criados y pajes; que su menaje de casa se valuaba en ciento cuarenta mil doblones; que se había mandado hacer una cama igual a la del rey; que tenía juego en su casa, a que asistían el almirante de Castilla, el marqués de Auñón y otros personajes, y en que se atravesaban millares de doblones; que su trato con la princesa de Éboli era escandaloso, y recibía de ella por vía de regalo hasta acémilas cargadas de plata; que se atribuía a la princesa y al secretario de Estado la muerte de Escobedo (945) .

Como se ve, las disposiciones de estos testigos, que parecían buscados ad hoc, daban poca luz acerca del crimen principal de asesinato, y se referían más bien a la escandalosa venalidad, al insultante lujo, a la mal adquirida opulencia, a las licenciosas y relajadas costumbres y a los ilícitos tratos de Pérez con la de Éboli. A pesar de esto la prisión no se le agravó, y continuó en su semi-arresto. Y aquí vuelve a llamarnos la atención la incalificable conducta del rey. Si Felipe II. sabía aquellos escándalos de su primer ministro (y Felipe II. era hombre que conocía la vida y costumbres de sus más modestos y humildes vasallos), ¿cómo por tan largos años siguió dispensandole su privanza? Si no lo supo hasta que se lo revelaron estas declaraciones, ¿cómo es que ni le castigaba, ni le estrechaba siquiera la prisión? Grandes secretos, grandes prendas debían mediar entre el monarca y el secretario de Estado.

A principios de 1585 se dio nuevo giro a esta causa. Con ocasión de la visita de residencia que en aquel tiempo se solía hacer a las secretarías y tribunales en averiguación del cumplimiento de los funcionarios públicos en el desempeño de sus cargos, mandó el rey hacer la visita de todas las secretarías, cuya comisión dio a don Tomás de Salazar, del Consejo de la Inquisición y Comisario general de Cruzada. De este juicio, en el cual no se daba traslado del proceso ni de los nombres de los testigos al residenciado, resultaron muchos cargos contra Antonio Pérez, principalmente de haber descubierto secretos de su oficio, de haber hecho alteraciones, adiciones y supresiones en las cartas diplomáticas que venían en cifra, de haber adulterado la correspondencia de Juan de Escobedo y otros semejantes abusos. Aunque de muchos de ellos se podía haber justificado Pérez, como lo hizo después en Aragón, con las autorizaciones que para obrar así tenía del rey, sin embargo se le condenó, sin las acostumbradas formalidades y por sola sentencia del visitador, en treinta mil ducados de multa, suspensión de oficio por diez años, dos de reclusión en una fortaleza, y concluidos estos, ocho de destierro de la corte. En cumplimiento del mandato judicial fueron dos alcaldes a prenderle a su casa del Cordón. Hallaron a Antonio Pérez conversando tranquilamente con su esposa doña Juana. Mientras uno de ellos le ocupaba los papeles, el sentenciado burló muy hábilmente al otro alcalde, y entrando en una pieza contigua saltó por una ventana de ella que caía a la iglesia de San Justo. Apercibidos de ello los alcaldes, y dando grandes voces, acudieron con gente a la iglesia, cuyas puertas hallaron cerradas. Derribaronlas con palancas, entraron en el templo, registraronle escrupulosamente, y al cabo hallaron a Antonio Pérez escondido en uno de los desvanes del tejado. Apoderaronse de él, metieronle en un coche, y le llevaron a la fortaleza de Turégano a cumplir su condena (946) . Hasta aquí el ministro aparece condenado como concusionario y por abusos de su oficio, pero cuesta trabajo hallar rastro de proceso por el asesinato del secretario de don Juan de Austria.

Promovióse con motivo de la extracción de Pérez del asilo del templo una larga competencia entre las autoridades eclesiásticas y civiles, disputas de jurisdicción, apelaciones, revocaciones de autos, etc., en que se lanzaron censuras contra los alcaldes violadores del lugar sagrado, y se pronunciaron sentencias mandando restituir el procesado a la iglesia; y todo esto duró años, hasta que Felipe II. hizo anular lo actuado por los jueces eclesiásticos y alzar las censuras. Entretanto, y estando Pérez en el castillo de Turégano incomunicado y con grillos y embargadas sus haciendas, habiendo ido el rey a Aragón a celebrar cortes en aquel mismo año (1585), acompañado de Rodrigo Vázquez, presidente del Consejo de Hacienda y juez de la causa, ampliaronse allí las declaraciones sobre el asesinato de Escobedo, siendo uno de los que depusieron el alférez Antonio Enríquez, uno de los asesinos, que deseando vengarse de Antonio Pérez por sospechas de que había querido atosigar a un hermano suyo, pidió con empeño manifestar y probar todo lo que había ocurrido en la muerte que motivaba el proceso. Y en efecto, la declaración de Enríquez descubrió por primera vez todas las circunstancias y todos los cómplices del crimen en que tan comprometido se hallaba el antiguo secretario de Estado de Felipe II.

Temiendo ya el preso la suerte que de tal situación podía esperar, intentó evadirse de la cárcel y fugarse a Aragón, para lo cual le habían preparado y llevado de aquel reino dos yeguas herradas al revés. Pero descubierto y malogrado su plan, pusieronle en prisión más rigurosa y estrecha. Se prendió también y se incomunicó a su mujer y a sus hijos. El confesor fray Diego de Chaves, y el conde de Barajas, presidente de Castilla, exigieron a doña Juana Coello les entregase los papeles de su esposo. Resistiólo ella con entereza por bastante tiempo, pero noticioso su marido del caso, y deseando aliviar la angustiosa situación de su familia, hizo llegar a sus manos un billete escrito con sangre de sus propias venas, en que le mandaba entregar dos arcas de papeles que le señalaba, y que cerrados y sellados recibió con grande alegría el confesor, y así los puso en manos del rey (1587). La entrega de aquellos documentos no solamente produjo la libertad de doña Juana y de sus hijos, sino también un cambio favorable en la situación del mismo Antonio Pérez; se dulcificó la severidad de su prisión, y se concluyó por traerle otra vez a la corte dandole por cárcel la casa de don Benito de Cisneros (1588), donde volvió a gozar, con general extrañeza, de cierta libertad, permitiendole recibir visitas y aún salir algunas veces a la calle (947) .

¿Qué contenían aquellos misteriosos documentos que con tanto interés procuraron adquirir los confidentes del monarca, y que tal mudanza produjeron en la situación del procesado y de su familia? Al decir de mismo secretario de Estado, creyó el rey dejarle desprovisto de los medios de probar que en la muerte de Escobedo había obrado de orden superior; pero él, no menos astuto que el soberano a quien tantos años había servido, supo valerse de manos diestras para reservar algunos billetes, los suficientes para revelar en su día lo que le conviniera, y dar su descargo en el delito de que se le acusaba.

Las actuaciones del proceso seguían sin embargo. Diego Martínez, el mayordomo de Antonio Pérez, que había sido preso en virtud de la declaración del alférez Enríquez, negaba todos los cargos, y Antonio Pérez escribió en su favor al rey diferentes veces, y pedía encarecidamente a S. M. que se abreviara el fallo de la causa, y se pusiera término a tantas dilaciones. Pero el rey, en vez de atender a las reclamaciones de su antiguo privado, entregaba sus cartas al confesor y al juez y las mandaba unir al proceso. Conocida era ya su intención de perderle. Con todo, del sumario no resultaba legalmente probado el delito, y Antonio Pérez, su esposa doña Juana y el mayordomo Diego Martínez, en las confesiones que se les tomaron (1589), negaron con firmeza todos los cargos, y aún Pérez presentó seis testigos que declararon en su favor. En tal estado, y apretando el procesado para que se sentenciara la causa, y pidiendo el hijo de Escobedo que se dilatara para buscar nuevas pruebas, escribió el confesor fray Diego de Chaves dos cartas a Antonio Pérez, aconsejandole y exhortandole a que confesara de plano la verdad del hecho, que sería la manera de librarse de una vez de prisiones descargándose de toda culpa, «puesto que no la tiene el vasallo (decía el confesor) que mata a otro hombre de orden de su rey, que como dueño de las vidas de sus súbditos puede quitársela con juicio formado, o de otro modo, estando en su mano dispensar los trámites judiciales, y se ha de pensar siempre que lo manda con causa justa, como el derecho presupone: y así (continuaba) con decir la verdad se acaba el negocio, y habrá S. M. satisfecho a Escobedo… y si él quisiera convertir contra S. M., se le ordenará que calle, y salga de la corte, y agradezca lo que más se pudiera hacer contra él, sin declararle la causa dello, que a estas no se llegan en materia alguna.» (948)

Comprendió Pérez que el consejo del confesor, con su extraña doctrina en materia de derecho, era un lazo que se le tendía para perderle, puesto que se encaminaba a que confesandose autor del asesinato, y faltandole los papeles con que poder acreditar que lo había hecho por orden del rey, se condenaba a sí mismo privándose de los medios de defensa. Contestóle pues muy hábilmente, guardándose de seguir el capcioso consejo, y prefirió entrar en negociaciones de transacción con el hijo de Escobedo, que intimidado por un amenazante anónimo que había recibido, consintió en apartarse de la causa mediante una buena suma, e hizo formal y solemne escritura de desistimiento (28 de septiembre, 1589); con lo cual reclamó Pérez el sobreseimiento y conclusión de la causa, mediante haber retirado su demanda la parte ofendida. Destinado estaba este singular proceso a tomar las más extrañas fases, para que no acabara nunca la murmuración y el escándalo. Cuando parecía todo terminado, y Antonio Pérez cerca de ser declarado libre de culpa y pena, el juez Rodrigo Vázquez persuadió al rey, o por lo menos figuró el rey haberse dejado persuadir, de que hallandose comprometido el nombre de S. M. en el público por la voz que se había difundido de haber mandado él la muerte de Escobedo, convenía al decoro de la corona obligar a Antonio Pérez a que declarase y probase la justicia de las causas que habían motivado aquel sangriento castigo. Así se lo intimó el juez al acusado, enseñándole el mandamiento del rey, concebido en estos términos: «Presidente.—Podéis decir a Antonio Pérez de mi parte, y si fuesse necesario enseñarle este papel, que él sabe muy bien la noticia que yo tengo de haber hecho matar a Escobedo, y las causas que me dixo para ello havia; y porque a mi satisfacción y a mi conciencia conviene saber si estas causas fueron o no bastantes, ya Yo le mando que os las diga, y dé particular razón dellas, y os muestre y haga verdad lo que a mí me dijo, que vos sabeis, porque Yo os lo he dicho particularmente, para que habiendo Yo entendido lo que assi os dixere y razón que os diere dello, mande ver lo que en todo convenga. En Madrid a 4 de enero de 1590.—Yo el Rey.» (949)

Este nuevo giro dado a la causa a los doce años de perpetrado el homicidio, y a los once de la prisión del encausado, y cuando a éste se le habían tomado los papeles conque pudiera acreditar los fundamentos que se le pedían, sorprendió a todo el mundo, y con razón decía el arzobispo de Toledo al confesor del rey: «Señor, o yo soy loco, o este negocio es loco. Si el rey mandó a Antonio Pérez que hiciese matar a Escobedo, ¿qué cuenta le pide ni qué cosas? Miráralo entonces y él lo viera… etc.» Pero se estrechó la prisión del procesado, y se tapiaron o clavaron algunas puertas y ventanas de la casa. Antonio Pérez recusó al juez Rodrigo Vázquez, y lo que hizo el rey fue darle un asociado o conjuez, que lo fue Juan Gómez, miembro del Consejo y de la Cámara. Interrogado y requerido en varias ocasiones Antonio Pérez para que manifestase los motivos de la muerte de Escobedo, constantemente contestó que se atenía a lo declarado. En su vista mandaron los jueces echarle una cadena y ponerle un par de grillos, y se volvió a arrestar a doña Juana Coello, su esposa. Instado de nuevo a que declarara en cumplimiento del real mandato, e insistiendo él tenazmente en su negativa, se acordó ponerle a cuestión de tormento. En vano reclamó el perseguido ministro su calidad de hijodalgo, que era el civis romanus sum con que creía deber eximirse de los horrores de aquella bárbara prueba. Los vengativos jueces se mostraron inexorables.

Cumpliendo sus órdenes el verdugo Diego Ruiz, presentóse en el oscuro calabozo del preso con todos los repugnantes y horribles aparatos de su odioso oficio; desnudó por su mano al antiguo primer ministro de Estado de Felipe II.; cruzóle los brazos y comenzó a ceñirle la fatal cuerda, y a darle una, dos, y seis, y hasta ocho vueltas, contrastando los gritos y lamentos de dolor del paciente con el silencio y el inalterable rostro de los adustos jueces. Al fin venció la flaqueza del cuerpo a la fortaleza del ánimo, y el atormentado, no pudiendo resistir tan agudos dolores, ofreció declarar y declaró las causas políticas que habían preparado la muerte de Escobedo (febrero, 1590), que eran las mismas que nosotros en el principio de este capítulo hemos apuntado, añadiendo que no lo había hecho antes por guardar fidelidad al rey, y en cumplimiento de órdenes de su puño para que no revelara el secreto. Los rigores de la tortura produjeron a Pérez una grave enfermedad, y pedía la asistencia de su familia. El médico Torres certificó que padecía una gran fiebre, y que peligraba su vida sino se le cuidaba y aliviaba. Permitiósele primero la asistencia de un criado (2 de marzo, 1590), pero prohibiendole volver a salir y hablar con nadie. Después, a fuerzas de vivas y lastimosas instancias de su afligida esposa, diosele licencia a ésta y a su hijo para ir a cuidar y consolar al postrado prisionero (principios de abril). Entonces fue cuando Antonio Pérez, penetrado de las intenciones de sus implacables enemigos, meditó y preparó su fuga para el momento en que su quebrantada salud se lo permitiera.

Preparado y concertado todo, esperandole fuera de la villa con caballos su paisano y pariente Gil de Mesa, junto con un genovés llamado Mayorini, disfrazóse Antonio Pérez con el traje y manto de su mujer, y a las nueve de la noche (19 de abril, 1590) salió sin ser conocido por en medio de los guardas (950)  y salvando un ligero peligro que tuvo con una ronda que encontró al paso, logró incorporarse a los protectores de su fuga. Aunque flaco y quebrantado, montó a caballo y no paró hasta ponerse en salvo en Aragón, donde siempre tuvo intención de refugiarse, acogiéndose a los fueros de aquel reino, de donde era oriundo, y esperando encontrar allí apoyo y protección.

Al día siguiente se dio nuevo auto de prisión contra la mujer y los hijos de Antonio Pérez, a quienes se llevó a la cárcel en medio de las procesiones del Jueves Santo, mientras iba el requisitorio a Aragón para que se prendiera, vivo o muerto, al fugitivo. Alcanzóle la orden en Calatayud, más ya él había tomado asilo en el convento de los dominicos, y cuando se presentó a prenderle el delegado del rey, interpusose a impedirlo con cuarenta arcabuceros don Juan de Luna, diputado del reino. Desde Calatayud escribió Antonio Pérez al rey una sumisa carta explicando las causas de su fuga y disculpándolas, y pidiendo le enviaran su mujer y sus hijos, y copias de ella envió al cardenal Quiroga y al confesor del rey fray Diego de Chaves. Pero ya Gil de Mesa había ido a Zaragoza a pedir para Antonio Pérez el privilegio de la Manifestación, uno de los más notables fueros de aquel reino (951) . Llevado Pérez a Zaragoza, y puesto en la cárcel de la Manifestación bajo la égida de la magistratura tutelar del Justicia, y enseñando a los aragoneses, a quienes ya hacía tiempo que había procurado ganar e interesar, las huellas del tormento que en sus brazos llevaba, y alabando mucho la legislación protectora de aquel reino, atrajose fácilmente la adhesión de unos naturales de por sí inclinados a favorecer a los perseguidos, y a dar su mano a los que aparecen víctimas del rigor de la autoridad real.

El rey entonces entabló querella formal contra Antonio Pérez ante el tribunal del Justicia, acusándole de la muerte de Escobedo, de haber falsificado cifras y revelado secretos del Consejo de Estado, y haciendole también un cargo de su fuga. Activaba la causa a nombre del rey el marqués de Almenara don Íñigo de Mendoza y la Cerda, que se hallaba en Zaragoza con la especial misión de alcanzar que fuesen admitidos en aquel reino los virreyes que el monarca quisiera poner, aunque fuesen castellanos, bien que con arreglo al Fuero hubieran de ser aragoneses. Entre tanto seguíase su proceso en Madrid, al cual se habían agregado nuevas causas criminales, como la de haber hecho envenenar Antonio Pérez a Pedro de la Hera y a Rodrigo Morgado, y se tomaron más informaciones sobre el trato escandaloso de Pérez con la princesa de Éboli, de todo lo cual y de cada ramo de la causa por separado se sacó y envió testimonio sellado y firmado al marqués de Almenara (mayo, 1590). Al fin se falló en Madrid el proceso y se dio la sentencia siguiente.—«En la villa de Madrid, corte de S. M., a 10 de junio de 1590.—Visto por los señores Rodrigo Vázquez de Arce, presidente del Consejo de Hacienda, y el licenciado Juan Gómez, del consejo y cámara de S. M., el proceso y causas de Antonio Pérez, secretario que fue de S. M., dijeron: que por cuanto la culpa de todo ello resulta contra el dicho Antonio Pérez, le debían condenar en pena de muerte natural de horca, y que primero sea arrastrado por las calles públicas en la forma acostumbrada; y después de muerto sea cortada la cabeza con un cuchillo de hierro y acero, y sea puesta en lugar público y alto, el que paresciere a dichos jueces, y de allí nadie sea osado a quitarla, pena de muerte; condenandole en pérdida de todos sus bienes, que aplicaron para la cámara y fisco de S. M. y para las costas personales y procesales que con él y por su causa se han hecho; y así lo proveyeron, mandaron y firmaron de sus nombres.—El licenciado Rodrigo Vázquez de Arce.—El licenciado Juan Gómez.—Ante mí, Antonio Márquez.» (952)

Pero en tanto que en Madrid se habían llevado las cosas a este extremo, Antonio Pérez desde la cárcel de Zaragoza había escrito al rey varias cartas, al principio con cierta humilde blandura, después con resolución y entereza, exhortándole a que no le pusiera en necesidad de dar ciertos descargos, de que podría salir mal parada la reputación de personas muy graves, y no bien librada la honra de S. M.; pues aunque creyera que le habían sido tomados todos los papeles, aún le habían quedado algunos, y tales que con ellos se podría bien descargar. Y no contento con esto, envió a la corte al Padre Gotor, a quien había enseñado confidencialmente los billetes originales del rey, en que constaba haberle sido mandada por S. M. la muerte de Escobedo, con instrucciones de lo que de palabra había de advertir al soberano, para hacerle entender lo que convenía al decoro de la corona que desistiese de la demanda y le volviese la libertad (953) . Viendo que el rey, en lugar de responder a sus cartas como tenía motivos para esperar, continuaba obrando al revés de lo que en ellas le pedía, que los jueces de Madrid le condenaban a la última pena, y que en Aragón continuaba el proceso y los agentes del rey intentaban estrecharle más la prisión, se resolvió a justificarse ante los jueces de aquel reino, apoyando su defensa y descargos en los billetes originales que conservaba del rey y en las cartas de su confesor, que es lo que forma el Memorial de Antonio Pérez. Con estos documentos probaba principalmente, que las alteraciones en las cifras las había hecho autorizado por el rey y por los mismos personajes de quienes eran las comunicaciones, que S. M. le había dado orden para matar a Escobedo, y que por un billete que se le mostró cuando se le dio tormento, S. M. se hacía autor de la muerte (954) .

De tal manera pusieron en cuidado a Felipe II. las revelaciones que iba haciendo y otras que apuntaba su perseguido ministro, que tuvo a bien hacer una pública y solemnísima separación y apartamiento de la causa que tantos años hacía se le estaba siguiendo (18 de agosto, 1590). Tenemos a la vista copia autorizada de este importante documento, que algunos escritores han apuntado, pero que ninguno hasta ahora ha dado bastante a conocer. Vamos por lo mismo a copiar algunas de sus cláusulas, las que más hacen al caso.

«In Dei nomine.—Sea a todos manifiesto que Nos don Felipe por la gracia de Dios, rey de Castilla, de Aragón, de León, de las dos Sicilias… etc., atendido y considerado que en virtud de un poder que como rey de Castilla mandé despachar en favor del magnífico y amado consejero el doctor Hierónimo Pérez de Nueros, nuestro abogado fiscal en el reino de Aragón… se dio demanda y acusación criminal contra Antonio Pérez en la corte del Justicia de Aragón sobre la muerte del secretario Escobedo, descifrar falsamente y descubrir secretos del Consejo de Estado, y otros cabos que se contienen en el proceso que sobresto está pendiente y habiendo sido preso por mi parte, se hizo la probanza necesaria, y después por la del dicho Antonio Pérez se dio su cédula de defensiones y se procuró probarlas, y así como son públicas las defensiones que Antonio Pérez ha dado, lo pudiera ser la réplica dellas, y fuera bien cierto que no hubiera duda en la grandeza de sus delictos, ni dificultad en su condenacion por ellos; y aunque mi deseo en este negocio fue encaminado como en los demás a dar la satisfacción general que yo pretendo, y esto ha sido la causa acá de su larga prisión, y de ahi haberse llevado estas cosas por la vía ordinaria que se han seguido; pero que abusando Antonio Pérez desto y temiendo el suceso, se defiende de manera que para responderle sería necesario de tratar de negocios más graves de lo que se sufre en procesos públicos, de secretos que no convienen que anden en ellos, y de personas cuya reparacion y decoro se debe estimar en más que la condenacion de dicho Antonio Pérez, he tenido por menor inconveniente dejar de proseguir en la corte del Justicia de Aragón su causa que tratar de las que aquí apunto: y pues la intención con que procuro proceder es tan sabida cuanto cierta, aseguro que los delictos de Antonio Perez son tan graves, cuanto nunca vasallo los hizo contra su rey y señor, así en las circunstancias dellos como en la conjetura, tiempo y forma de cometellos; de que me ha parecido es bien que en esta separación conste, para que la verdad en ningún tiempo se confunda ni olvide, cumpliendo con la obligación que como rey tengo. Por tanto, en aquellas mejores vías, modos, formas y maneras etc., mando que se separen y aparten de la instancia y acusación criminal y pleito que en mi nombre tienen en la corte del dicho Justicia de Aragón contra el dicho Antonio Pérez sobre la muerte del dicho secretario Escobedo, y sobre todos los demás cargos que se le han impuesto por mi procurador o procuradores fiscales tocantes a la fidelidad de su oficio, y a otras cualesquier causas y cabos, demanda contra él dada en el dicho proceso arriba intitulado, y que en él no hagan más parte ni instancia, ni diligencias, sino que del todo se aparten y separen dél, la cual separación y apartamiento quiero y es mi voluntad que los dichos mis procuradores hayan de hacer y hagan con cláusula, protestación y salvedad de que queden a mi y a mis procuradores en cualquier tribunal del dicho reino salvos é ilesos todos y cualesquier derechos, que contra el dicho Antonio Pérez me pertenezca, o me puedan pertenecer civil o criminalmente como contra criado y ministro mío, o como á rey contra su vasallo, así en nombre de rey de Castilla como de Aragón, de ambas partes y de cada una dellas tam conjunctim quam divisim, y en otra cualquier parte y manera que pueda tener derecho contra dicho Antonio Pérez, por vía de acusación o en otra cualquier manera a mí bien vista, pedirle cuenta y razón de los dichos delictos… el cual derecho quiero que me quede salvo e illeso… Y para que conste de mi voluntad, y de lo que en este negocio pasa, y de las causas que a la separación me mueven, y de la manera que soy servido que se haga, quiero que este poder quede inserto a la letra en la separación que por mí se hiciere, y puesto en el proceso que por mí se ha activado y llevado contra el dicho Antonio Pérez, en testimonio de lo cual mandé despachar la presente con nuestro sello real común pendiente sellada….etc.» (955)

Con tan solemne apartamiento manifestaba el rey a la faz del mundo que temía la revelación de los secretos que su antiguo ministro empezaba a descubrir, y con razón decíamos antes que debían ser grandes y delicados los que entre el monarca y su secretario íntimo mediaran. Pero ¿cómo Felipe II. no previó que apretado y puesto en tal trance el acusado ministro había de hacer público todo lo que contribuyera a su vindicación, siquiera fuese en detrimento del monarca que así le perseguía después de haberle dado tantas seguridades? Y si lo previó, ¿cómo se obstinó en perseguirle por espacio de más de once años, conduciendole hasta una situación extrema y desesperada? Si el rey había mandado asesinar a Escobedo, ¿por qué permitió y cooperó a que fuera condenado a muerte el ejecutor de su mandamiento? Y si no había ordenado el homicidio, ¿por qué se apartó dela acusación cuando el procesado comenzó a dar a conocer los billetes escritos de la real mano? Si los papeles que estaban en poder de su ministro no le comprometían, ¿por qué tanto empeño del rey en arrancárselos y que se los entregaran? Y si los delitos de Antonio Pérez eran tan graves cuanto nunca vasallo alguno los hizo contra su rey y señor, ¿por qué desistió de la demanda cuando estos delitos iban a ser juzgados, en el momento que el presunto reo alegó en su descargo las órdenes de su rey y señor? Dejamos la solución de todas estas cuestiones a los que honran a Felipe II. con el dictado de El Prudente.

Pero aún no se ha acabado. Felipe II. quería deshacerse del hombre de sus antiguas confianzas, y ya que se apartaba de un camino por peligroso para su propia persona, buscó otros dos para perderle, a los pocos días del solemne desistimiento. El uno fue mandar proseguir la causa del envenenamiento del clérigo don Pedro de la Hera y de Rodrigo Morgado, que se atribuía a Antonio Pérez. El otro fue entablar contra él en Aragón el juicio llamado de enquesta, que equivalía al de la visita o residencia en Castilla, el cual se encargó al regente de la audiencia Jiménez, a quien se ordenaba desde Madrid todo lo que había de hacer; en él se hicieron a Pérez los mismos cargos que se le habían hecho en la visita de Madrid, añadiendo haber intentado fugarse a los estados del príncipe de Bearne en Francia. Recusaba Antonio Pérez con poderosos fundamentos la facultad que el rey se atribuía de entablar el juicio de enquesta, puesto que no había sido nunca oficial real en lo de Aragón. Descargabase también muy mañosamente en lo de la causa del clérigo La Hera. Pero el rey, la junta que se formó en Madrid para entender en el negocio de Antonio Pérez, el presidente Rodrigo Vázquez, el conde de Chinchón, el marqués de Almenara, los abogados y procuradores reales, todos los agentes de Felipe II. en Madrid y en Zaragoza trabajaban sin descanso y no perdonaban medio ni ahorraban manejo de ninguna especie para que de uno o de otro proceso o de los dos juntos resultara algún cargo y algún auto de condena contra Antonio Pérez. Su gran empeño era, ya que no alcanzaran que allá se le sentenciara a pena de muerte, ver el modo de sacarle de Aragón y traerle a Castilla. Para eso se contentaban ya con que fuera condenado a destierro, pues de ese modo, a cualquier punto que fuese, ya el rey podía echarle mano.

La junta de Madrid, en consulta de 20 de septiembre (1590), llegó a aconsejar el rey que viera de despachar a Antonio Pérez por cualquier medio, «pues no se debe reparar, decía, en la ejecución de su condenacion, en caso que no se pueda hacer por la vía ordinaria. Porque si a cualquier particular conforme a derecho le es permitido el matar a cualquier foragido o bandido a quien la justicia ha condenado y no puede haber a las manos, mucho más lícito le será a V. M. mandar ejecutar por cualquier vía su sentencia contra quien anda huido… Para el buen gobierno y estado de las cosas (decía luego), suelen usar los príncipes de remedios fuertes y extraordinarios por ley de buen gobierno, en caso que por las vías ordinarias no se pueda conseguir el castigo que conviene que se haga… Que no faltan medios (añadía por último) para la dicha ejecución… y cuando el caso sucediere se podrá tratar de los expedientes…» No le disgustó al rey la propuesta de la junta, puesto que al margen puso de su puño y letra: «Será bien que se mire todo lo que se debe hacer conforme a lo que aquí se dice y parece. Y lo que se dice que cuando el caso sucediere se podrá tratar de los expendientes, etc., me parece que sería mejor tratarlo luego y estar resueltos en lo que se debiere hacer en cualquier caso que suceda, y si conviniere, tener prevenido lo que para ello fuese menester, pues después podría ser que no fuese a tiempo aunque se quisiese.» (956)

Pero todo el afán, todo el ahínco del rey y de sus agentes se encaminaba a que Antonio Pérez fuese traído a Castilla. Por eso hacían decidido y particular empeño en que la sentencia fuese tal que le condenara a ser recluido en un punto de donde después el rey pudiera sacarle y atraerle. El destierro no le satisfacía, y la pena de muerte temía que no fuese cumplida en Aragón. Más cuando ya ambas causas estaban cerca de fallarse, encontró el de Almenara un camino, que a Felipe II. le pareció excelente, para entregar a Antonio Pérez a la Inquisición. Una vez entregado a este terrible tribunal, ya no podía favorecerse ni escudarse con el fuero de Aragón, saldría de la cárcel de los Manifestados, sería llevado a las prisiones del Santo Oficio, y allí le alcanzaría con más seguridad la real venganza. Los méritos para procesarle por la vía inquisitorial se sacaron de donde ciertamente nadie podría imaginarlos. Antonio Pérez en la impaciencia y temor de lo que harían de su persona, había hecho el conato, o por lo menos tenido tentación de fugarse de la cárcel, en unión con su compañero de cautiverio y de la fuga de Castilla, al genovés Juan Francisco Mayorini. El país a que intentaban refugiarse era Bearne, tierra en que había muchos herejes, por consecuencia eran sospechosos de herejía. En este concepto le denunció el juez de la enquesta Jimemez al inquisidor Molina (957) . En la información que éste hizo declararon algunos testigos haber oído a Antonio Pérez y aún a Mayorini algunas de esas frases y exclamaciones con que los hombres suelen desahogar su mal humor en momentos de enojo, de desesperación o de ira, y que tomadas en sentido material o literal suenan a blasfemias.

Remitida esta información por el inquisidor de Zaragoza don Alonso de Molina al inquisidor general cardenal de Quiroga, y pasada por éste al confesor del rey fray Diego de Chaves, como comisario calificador del Santo Oficio, el padre Chaves calificó las proposiciones de Antonio Pérez, y alguna de su secretario y compañero de prisión Mayorini, de escandalosas, ofensivas de los oídos piadosos y sospechosas de herejía (958) . En su virtud el Consejo de la Suprema dio orden al tribunal de la Inquisición de Zaragoza para que pusiese las personas de Antonio Pérez y Mayorini en las cárceles secretas del Santo Oficio. En cumplimiento de ella los inquisidores de Zaragoza expidieron el correspondiente mandamiento a los lugartenientes de la corte del Justicia (24 de mayo, 1591), para que en virtud de santa obediencia y so pena de excomunión mayor entregaran al alguacil del Santo Oficio Alonso de Herrera las personas de Antonio Pérez y Juan Francisco Mayorini, presos en la cárcel de la Manifestación, revocando y anulando dicho privilegio de la Manifestación en la parte que impedía el libre ejercicio del Santo Oficio, y conminando con proceder contra todo el que intentara impedir o perturbar su mandamiento (959) . El Justicia mayor don Juan de Lanuza, hablado y ganado desde la noche anterior por el marqués de Almenara, se hallaba en la sala del consejo con los cinco tenientes que constituían su corte, dispuesto a dar cumplimiento a la orden, cuando llegó con ella el secretario de la Inquisición. En su consecuencia fueron extraídos Antonio Pérez y Mayorini de la cárcel de la Manifestación (960) , y trasladados en un coche a las del Santo Oficio que estaban en la Aljafería.

Pero a pesar del silencio y el misterio con que se cuidó de ejecutar este acto, difundióse instantáneamente la noticia por el pueblo de Zaragoza; conmovieronse y se alarmaron sus habitantes, y entonces fue cuando a la voz de «¡Contra fuero! ¡Viva la libertad!» comenzó el famoso motín de Zaragoza, principio de otros mayores y más generales disturbios en todo el reino de Aragón, tan célebres como lamentables por las consecuencias inmensas que tuvieron. Por lo mismo, y porque desde este punto la causa personal de Antonio Pérez se complica ya con un acontecimiento político de suma trascendencia, haremos aquí alto para bosquejar aparte en el siguiente capítulo el nuevo cuadro que comienza aquí a vislumbrarse, ya que no a descubrirse (961) .

(Lafuente, M., Historia general de España. IV, cap. XXIII. Kindle/Libro impreso)

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Narración de la entrada de los muslimes en Al-Ándalus

Y en cuanto a la entrada de los muslimes en Al-Ándalus, refiérense sobre ella cuatro especies. Es la primera, que la tierra de Al-Ándalus la entraron dos Al-Fehríes, Abdu-l-lah ben Nafí ben Abdi-l-queis y Abdu-l-lah ben Al-Husayn, llegando a ella por el lado de la costa en tiempo de Otsman el Califa (Dios le tenga en su gracia). Dice Al-Taberí que vinieron a ella aficionados a su tierra y mar, y que la conquistaron por el permiso de Dios (enaltecido sea su nombre), así como la tierra de Afrancba, que fue agregada con Al-Ándalus al dominio de los muslimes a semejanza de Ifriquia, sin que cesara por esto de permanecer el amirato de Al-Ándalus en Ifriquia, hasta que vino la época de Hixem ben Abdi-l-melic e impidieron los bereberes las comunicaciones, quedando los habitantes de Al-Ándalus por su estado en condición superior a la de ellos: habiendo tenido lugar esta entrada el año 27 (32) de la noble Hégira (33) . Y la segunda voz es que la conquistó Muza ben Nosayr año 91 (34) , así lo dice At-Taberí, de cuya narración se desprende también que pasó en persona y dirigió él mismo esta algazúa (35) y conquista. Y la tercera, que Tarif la entró y comenzó su conquista el año 91. Y la cuarta, que Tariq fue el primero que la entró el año 91, conquistándola después Muza el año 92 (36) . Y en suma, la diversidad se halla en estos cuatro puntos: se dice que la entraron primero los Al-Fehries y asimismo Ben-Nosayr, y asimismo Tarif, y también Tariq; de lo que se deduce que los dos Al-Fehríes penetraron en ella en tiempo de Otsman (Dios le tenga en su gracia) saqueándola por las costas, y Tarif la entró el año 91, asolándola y devastándola, acción atribuida sin duda a Muza como ejecutada de orden de este amir; siendo verdad en ello la conexión con Muza, y verdad el dicho de At-Taberí, y verdad también lo que dice Ar-Razí desde lo primero a lo último; y Tariq finalmente hizo la entrada apetecida a conquistarla, año 92. Y cuenta Arib, que el bárbaro Ilian, gobernador de la Isla Verde (37) , entró en relaciones con Muza ben Nosayr, gobernador de Ifriquia, año 91, por mediación de Tariq ben Zeyad su teniente en Tanja y sus alrededores, que le escribió ponderándole la empresa de apoderarse de Al-Ándalus y presentándosela como fácil y asequible; aunque también se ha dicho y mejor, a lo que parece, que se dirigió en persona a Muza, caminando por mar para que se le reuniera a este fin. Tomó consejo Muza del califa Al-Gualid ben Abdi-l-melic respecto al mensaje y la intervención de su persona en esta empresa, en vista de la diversidad de pareceres entre los suyos, y le contestó Al-Gualid, recomendándole que explorase la tierra con gente de a caballo, sin exponer (38) a los muslimes; y envió Muza a un bereber que se llamaba Tarif y por apellido Aben Zará (39) con cien jinetes y cuatrocientos peones, el cual hizo la travesía en cuatro barcas, arribando a las costas de Al-Ándalus en lo que está enfrente de Tanja, y es conocido por Gecira-Tarifa, que se llamó de su nombre a causa de este desembarco. De allí corrió el país por lo que está inmediato hacia la parte de Algecira la Verde, y recogiendo cautivos y riquezas en abundancia volvió salvo (40) . Fue su paso en la luna de Ramadán del año 91 (41) . Y la generalidad está de acuerdo en que es indudable haber sido el administrador principal de la conquista en su parte mas gloriosa y granada Tariq ben Zeyad, sobre quien hay divergencia en cuanto a su origen y prosapia, pues los unos admiten que era berberí de Nefza, liberto de Muza ben Nosayr, de sus esclavos berberíes; y otros afirman que era persiano. Dice Salen ben Abi Saleh que su verdadero nombre fue Tariq ben Zeyad, ben Abdi-l-lah, ben Refhué, ben Guarfagom, ben Inzagacin, ben Gualajas, ben Itufat, ben Nefzan. Todos convienen al menos en que Tariq, antes de la expedición de Al-Ándalus, era lugarteniente de Muza en Magreb Alacsa, encargado por el amir de los rehenes berberíes de Almagreb (42) ; y se dice asimismo que Tariq pasó a Al-Ándalus con rehenes berberíes el año 92. Dijo Ebnu-l-Catan, a quien siguen la mayor parte de los historiadores, que su residencia estaba en Tanja, no faltando quien diga que en Sigilmesa, pues a la verdad Salé y cuanto cae detrás de ella desde Fez, así como Tanja y Sebta eran de los cristianos, hallándose Tanja en poder de Ilian, uno de ellos. Era ciertamente Tariq a la sazón vicario de Muza ben Nosayr; y aquí disienten otra vez los historiadores si a la verdad pasó a Al-Ándalus por mandato de Muza, o si pasó a ella por acuerdo de su ejército, que no le fuera posible sino comunicárselo por escrito (43) ; aunque la primera opinión es la mas recibida y aceptada. Cuenta Ar-Razí refiriéndose a Al-Guaquidí lo siguiente: Había dado el califa Al-Gualid ben Abdi-l-melic el gobierno y mando de Ifriquia a Muza ben Nosayr, que lo encomendó a Tariq en la parte de Tanja, y como fuera vecino de Tariq el cristiano Ilian, que residía en Algecira Al-Hadra, lugar próximo a Tanja, mantuvo relaciones con él hasta llegar a convenirse, prometiéndole Ilian introducirle en Al-Ándalus con todo su ejército. Juntáronse a Tariq doce mil berberíes que había reunido para la expedición con permiso de su señor Muza ben Nosayr, e Ilian trasportó las compañías de Tariq en barcos de mercaderes, que iban y venían a Al-Ándalus, y no se apercibieron de ello las gentes de Al-Ándalus, antes juzgaban que los barcos iban y venían en verdad con sus mercaderes; y así trasportó a Al-Ándalus las diferentes haces sucesivamente, y cuando solo quedó un cuerpo de tropas, se embarcó Tariq con su comitiva, e hizo pasar el mar a sus compañeros, quedando Ilian en Algecira Al-Hadra para mirar mejor por todos. Desembarcó Taríq en uno de los montes de Al-Ándalus, el 13 de Regeb del año 92 (44) , según se ha referido, y el monte se llamó de su nombre, como se conserva hasta el día (45) . Hablando de estas cosas refiere Isa ben Muhammad de los hijos de Abu-l-muchafar en su libro sobre «La ocasión de la entrada de Tariq en Al-Ándalus», los siguientes pormenores: «Era Tariq guali de Muza en Tanja, y hallándose sentado un día, he aquí que vio unos barcos que se divisaban en la mar, los cuales cuando hubieron echado ancla, salieron de ellos hombres que se apresuraron a desembarcar su gente, y los desembarcados dijeron: «Hemos venido a vosotros implorando auxilio.» Venía con ellos su jefe que se llamaba Eilian. Díjole Tariq: «¿Qué motivo te ha traído a este punto?» Y respondióle él: «Mi padre (46) ha muerto y se ha apoderado de nuestro reino un batriq (47) , que llaman Ludheriq, el cual me ha despreciado y cubierto de oprobio; por cuya causa, habiendo llegado a mi noticia el estado de vuestras cosas, he venido a vosotros con el propósito de llamaros a Al-Ándalus, donde seré vuestro guía.» Accedió gustoso Tariq, y pidió auxilio a los berberíes, que eran doce mil en número, trasportándolos Ilian en barcos por compañías separadas, como se ha referido anteriormente. Y cuentan otros que Sebta, Tanja y Al-Hadra con toda esta región pertenecían a los estados del rey de Al-Ándalus, que mandaba en la parte contigua a ambas costas, poseyendo los griegos el país colindante en este tiempo, que los berberíes ya deseaban habitar las ciudades y alquerías (aunque su gusto era habitar los montes y el desierto en la época que fueron pastores de camellos y ganados). Estaba, dice, el cristiano a la sazón en paz con ellos; mas había uso entre sus reyes que les sirvieran los hijos de sus patricios y magnates, los hombres en el exterior y las doncellas en palacio (costumbre conservada hasta el día en algunos pocos que les sirven de jóvenes para ilustrarse en su literatura y adoctrinarse en su ley, reuniéndose cuando lo consiguen o llegan a mayor edad a su familia y gente), y sucedió que un rey de los godos, llamado Rudberiq, extendió la mano sobre la hija de Ilian que tenía en su palacio (48) , y la hizo violencia en su persona; por lo cual envió ella un mensaje a su padre, dándole cuenta secretamente de todo, e Ilian cuando hubo recibido la noticia, la guardó y ocultó en su pecho, esperando con ella días y meditando calamidades, hasta que fue de la entrada de los árabes de Al-Magreb lo que fue. Y escribió Ruderiq a Ilian para que le proporcionase halcones, aves y otras cosas, y le respondió Ilian con tales palabras: «Ciertamente irán a ti aves de las que no oíste jamás semejantes», con lo que aludía a su traición. En seguida invitó a Tariq a que pasase el mar, y hay discordancia en las narraciones (49) sobre los combates que dio Tariq a la gente de Al-Ándalus: y se dice que Ruderiq se adelantó contra él, reuniendo tropas escogidas, el nervio de la gente de su reino (50) , guiándolas desde el trono real tirado por dos mulos, y con la corona en la cabeza y demás insignias que visten los reyes (51) , llegando hasta el monte donde estaba Tariq, que le salió al encuentro con sus compañeros, peones en la mayor parte, que solo había algunos caballos, y tuvieron una reñida batalla, hasta el punto que pensaron perecer: cambió Dios luego las partes de sus enemigos, que fueron puestos en fuga, y alcanzó Tariq a Rudheriq en el Guad-al-Tin (52) , pasando adelante hasta que entró en Cortoba, y Dios abrió Al-Ándalus a los muslimes.»—Tal es la narración de Iça en su libro. Dice Al-Guaquidí: «Ciertamente combatieron desde que apareció el sol hasta que se puso, y no hubo jamás en Al-Magreb otra batalla mayor que ella; pues quedaron huesos en el lugar de la pelea largo tiempo que no fueron apartados»; y añade además el mismo autor con referencia a Abdu-l-hamid ben Giafar, que se refería a su vez a su padre, que le aseguró haberlo oído de uno de los de Al-Ándalus, que hacía recitaciones a Said ben Al-Mosayb sobre su historia: «No levantaron los muslimes la espada de sobre ellos en tres días hasta que la metieron en la vaina.» Después se dirigieron los muslimes a Cortoba, que era la ciudad de Al-Ándalus donde residía Rudheriq, distante de la costa camino de cinco días, en tiempo que se hallaba Rudheriq hacia Arbona, frontera de Al-Ándalus en lo mas remoto del reino (por donde esta contigua Alfrancha, a mil millas de Cortoba), y cogieron Tariq y sus compañeros en la primera batalla diez mil cautivos, ascendiendo la parte de botín en oro y plata, que tocó a cada uno de los peones a doscientos cincuenta dinares (53) . Y refiere Ar-Razí que cuando llegó a Ruderiq la noticia de lo que hicieron Tariq y los suyos, envió contra él sus ejércitos uno tras otro, encargando su mando a un hijo de una hermana que tenía, llamado Bengo (54) , que era el de mayor autoridad entre sus gentes; y acaeció que en todos los encuentros se desbandaban sus tropas, por lo que eran acuchilladas, y fue muerto Bengo, huyendo su ejército y quedando victoriosos los muslimes (55) . Entonces montaron los peones a caballo y se esparcieron por los alrededores, que recorrieron de aquella manera. Luego vino contra ellos Rudheriq con su ejército, peones y gentes de su reino, sentado en un trono como se ha referido, y cuando llegó al lugar donde estaba Tariq, salióle este al encuentro, y combatieron sobre el Guad-al-Leca (56) en la cora de Xidhona (siendo aquel el día de ellos, que fue a saber domingo, a dos noches por andar de la luna de Ramadán) desde que salió el sol basta que se sumergió en la noche, y amaneció el lunes sobre la pelea hasta la tarde, prolongándose seis días de este modo basta el segundo domingo en que se completaron ocho días; y mató Dios a Ludheriq y a quien con él estaba, y fue abierta a los muslimes Al-Ándalus, y no se supo el paradero de Ludheriq, ni fue hallado su cadáver; aunque se hallaron sus botines con labores de plata, y unos dicen que se ahogó, y otros que fue muerto; mas Dios solo sabe lo cierto de él (57) . Después de la batalla se movió Tariq hacia el estrecho de Algecira y luego se dirigió a Ezga, donde halló los restos del ejército que le combatieron con pelea reñida, hasta el punto de ser grande la matanza y carnicería de los muslimes; pero les auxilió Dios y rechazó las invocaciones bárbaras, y arrojó el temor en el corazón de los idólatras, que fue corto para ellos el país y se dirigieron a Tolaitola (58) , y abandonaron las ciudades de Al-Ándalus y quedó tras ellos poca gente (59) . Entonces vino Ilian a encontrar a Tariq desde Al-Hadra, lugar de su residencia, y le dijo; «ya has abierto la conquista de Al-Ándalus, toma de mis compañeros adalides (60) y divide con ellos tus haces y marcha con ellos a Medina Tolaitola»; y dividió Tariq sus haces desde Ezga (61) .

(Ibn Idari, Historias de Al-Ándalus. Kindle/Libro impreso

 

 

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De los sacrificios horribles de hombres que usaron los mejicanos

Código florentino: sacrificio humano azteca

Aunque en el matar niños y sacrificar sus hijos los del Perú se aventajaron a los de Méjico, porque no he leído ni entendido que usasen esto los mejicanos; pero en el número de los hombres que sacrificaban, y en el modo horrible con que lo hacían, excedieron éstos a los del Perú, y aun a cuantas naciones hay en el mundo; y para que se vea la gran desventura en que tenía ciega esta gente el demonio, referiré por extenso el uso inhumano que tenía en esta parte.

Primeramente, los hombres que se sacrificaban eran habidos en guerra; y si no era de cautivos, no hacían estos solemnes sacrificios. Que parece siguieron en esto el estilo de los antiguos, que según quieren decir autores, por eso llamaban víctima al sacrificio, porque era de cosa vencida; como también la llamaban hostia, quasi ab hoste, porque era ofrenda hecha de sus enemigos, aunque el uso fue extendiendo el un vocablo y el otro a todo género de sacrificio.

En efecto, los mejicanos no sacrificaban a sus ídolos, sino sus cautivos; y por tener cautivos para sus sacrificios, eran sus ordinarias guerras; y así cuando peleaban unos y otros, procuraban haber vivos a sus contrarios, y prenderlos, y no matallos, por gozar de sus sacrificios; y esta razón dio Motezuma al Marqués del Valle cuando le preguntó: ¿Cómo siendo tan poderoso, y habiendo conquistado tantos reinos, no había sojuzgado la provincia de Tlascala, que tan cerca estaba? Respondió a esto Motezuma que por dos causas no habían allanado aquella provincia, siéndoles cosa fácil de hacer, si lo quisieran. La una era, por tener en que ejercitar la juventud mejicana, para que no se criase en ocio y regalo. La otra, y principal, que había reservado aquella provincia para tener de donde sacar cautivos que sacrificar a sus dioses.

El modo que tenían en estos sacrificios era que en aquella palizada de calaveras, que se dijo arriba, juntaban los que habían de ser sacrificados; y hacíase al pie de esta palizada una ceremonia con ellos, y era que a todos los ponían en hilera al pie de ella con mucha gente de guardia, que los cercaba. Salía luego un sacerdote vestido con una alba corta llena de flecos por la orla, y descendía de lo alto del templo con un ídolo hecho de masa de bledos y maíz amasado con miel, que tenía los ojos de unas cuentas verdes, y los dientes de granos de maíz, y venía con toda la priesa que podían por las gradas del templo abajo, y subía por encima de una gran piedra que estaba fijada en un muy alto humilladero en medio del patio: llamábase la piedra Quauxicalli, que quiere decir la piedra del águila.

Subiendo el sacerdote por una escalerilla, que estaba enfrente del humilladero, y bajando por otra, que estaba de la otra parte, siempre abrazado con su ídolo, subía adonde estaban los que se habían de sacrificar; y desde un lado hasta otro iba mostrando aquel ídolo a cada uno en particular; y diciéndoles: éste es vuestro Dios; y en acabando de mostrárselo descendía por el otro lado de las gradas, y todos los que habían de morir se iban en procesión hasta el lugar donde habían de ser sacrificados, y allí hallaban aparejados los ministros que los habían de sacrificar.

El modo ordinario del sacrificio era abrir el pecho al que sacrificaban, y sacándole el corazón medio vivo, al hombre lo echaban a rodar por las gradas del templo, las cuales se bañaban en sangre; lo cual para que se entienda mejor es de saber que al lugar del sacrificio salían seis sacrificadores constituídos en aquella dignidad; los cuatro para tener los pies y manos del que había de ser sacrificado, y otro para la garganta, y otro para cortar el pecho, y sacar el corazón del sacrificado, llamaban a estos chachalmúa, que en nuestra lengua es lo mismo que ministro de cosa sagrada: era ésta una dignidad suprema, y entre ellos tenida en mucho, la cual se heredaba como cosa de mayorazgo.

El ministro que tenía oficio de matar, que era el sexto de éstos, era tenido y reverenciado como supremo sacerdote o pontífice, el nombre del cual era diferente según la diferencia de los tiempos y solemnidades en que sacrificaba; asimismo eran diferentes las vestiduras cuando salían a ejercitar su oficio en diferentes tiempos. El nombre de su dignidad era papa y topilzín; el traje y ropa era una cortina colorada a manera de dalmática, con unas flocaduras por orla, una corona de plumas ricas verdes y amarillas en la cabeza, y en las orejas unos como sarcillos de oro, engastadas en ellos unas piedras verdes, y debajo del labio, junto al medio de la barba, una pieza como cañutillo de una piedra azul.

Venían estos seis sacrificadores el rostro y las manos untados de negro muy atezado; los cinco traían unas cabelleras muy encrespadas y revueltas, con unas vendas de cuero ceñidas por medio de las cabezas; y en la frente traían unas rodelas de papel pequeñas pintadas de diversas colores, vestidos con unas dalmáticas blancas labradas de negro. Con este atavío se revestía en la misma figura del demonio, que verlos salir con tan mala catadura, ponía grandísimo miedo a todo el pueblo. El supremo sacerdote traía en la mano un gran cuchillo de pedernal muy agudo y ancho; otro sacerdote traía un collar de palo labrado a manera de una culebra. Puestos todos seis ante el ídolo hacían su humillación, y poníanse en orden junto a la piedra piramidal, que arriba se dijo que estaba frontero de la puerta de la cámara del ídolo. Era tan puntiaguda esta piedra, que echado de espaldas sobre ella el que había de ser sacrificado, se doblaba de tal suerte, que dejando caer el cuchillo sobre el pecho, con mucha facilidad se abría un hombre por medio.

Después de puestos en orden estos sacrificadores, sacaban todos los que habían preso en las guerras, que en esta fiesta habían de ser sacrificados, y muy acompañados de gente de guardia, subíanlos en aquellas largas escaleras, todos en ringlera, y desnudos en carnes, al lugar donde estaban apercibidos los ministros; y en llegando cada uno por su orden, los seis sacrificadores lo tomaban, uno de un pie, y otro del otro; uno de una mano, y otro de otra, y lo echaban de espaldas encima de aquella piedra puntiaguda, donde el quinto de estos ministros le echaba el collar a la garganta, y el sumo sacerdote le abría el pecho con aquel cuchillo con una presteza extraña, arrancándole el corazón con las manos; y así vaheando, se lo mostraba al sol, a quien ofrecía aquel calor y vaho del corazón; y luego volvía al ídolo y arrojábaselo al rostro; y luego el cuerpo del sacrificado le echaban rodando por las gradas del templo con mucha facilidad, porque estaba la piedra puesta tan junto a las gradas, que no había dos pies de espacio entre la piedra y el primer escalón, y así, con un puntapié, echaban los cuerpos por las gradas abajo. Y de esta suerte sacrificaban todos los que había, uno por uno, y, después de muertos, y echados abajo los cuerpos, los alzaban los dueños, por cuyas manos habían sido presos, y se los llevaban, y repartíanlos entre sí, y se los comían, celebrando con ellos solemnidad; los cuales, por pocos que fuesen, siempre pasaban de cuarenta y cincuenta, porque había hombres muy diestros en cautivar. Lo mismo hacían todas las demás naciones comarcanas, imitando a los mejicanos en sus ritos y ceremonias en servicio de sus dioses.

(José Acosta, Historia natural y moral de las Indias, libro V, capítulo XX. Kindle/Paperback)

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Las islas Malvinas

Pero tercióse otra cuestión, que puso todavía más en peligro la paz siempre amenazada entre las tres naciones desde el Pacto de Familia. En 1764 el célebre navegante francés Bougainville tomó posesión de la parte más oriental de las islas Malvinas, llamadas por los ingleses Falkland, como a cien leguas de Costa Firme y otras tantas de la embocadura del estrecho de Magallanes, y formó allí una colonia con el título de Puerto-Luis, en memoria del rey de Francia. Los ingleses pretendían tener derecho a aquellas islas como primeros descubridores, por haber llegado a ellas algunos de sus marinos antes que los de otros países, y en 1766 establecieron en su parte occidental una colonia con el nombre de Puerto Egmont en honra del primer lord del Almirantazgo. España, que las consideraba suyas como próximas al continente cuyo derecho nadie le disputaba, quejóse formalmente al gobierno francés de la ocupación de aquel territorio, pidiendo su evacuación, y el gabinete de Versalles estimó justa la demanda, en cuya virtud partió Bougainville a hacer entrega de las islas al gobernador nombrado por el monarca español, que tomó posesión de ellas a nombre de su soberano (1.° de abril, 1767), cambiándose la denominación de Puerto-Luis en la de Puerto-Soledad.
downloadEl gobernador inglés de Puerto-Egmont, que lo era el capitán Hunt de Tamar, intimó al español, Ruiz Puente, la evacuación de la isla en el término de seis meses, como propiedad de la Gran Bretaña. Contestó el español dignamente que esperaba instrucciones de su soberano, defendiendo entretanto los derechos de su nación. Las instrucciones le fueron dadas al poco tiempo al capitán general de Buenos Aires don Francisco Buccarelli, reducidas a que lanzara por la fuerza a los ingleses de los establecimientos que tuviesen en las islas, si no bastaban para ello las amonestaciones arregladas las leyes (febrero, 1768). En efecto no bastaron las amonestaciones que hizo en todo aquel año el gobernador Ruiz Puente. Así fue que en el inmediato (1770) salió de Buenos Aires el capitán Madariaga con tropa y artillería suficiente, y presentándose uno de sus barcos a la vista de Puerto-Egmont, intimó la evacuación de la isla a los ingleses. No tenían éstos a la sazón fuerzas suficientes para resistir a las españolas, en cuya consecuencia hicieron la devolución y entrega de la colonia, deteniendo el español los buques británicos en el puerto por más de veinte días, a fin de que ni a Inglaterra ni a otra parte alguna pudiera llegar la noticia de este golpe de mano antes que a España. De este modo consiguió que el gobierno inglés nada supiese hasta que se lo comunicó por medio de una nota el embajador español príncipe de Masserano.
Unido este suceso a la prohibición absoluta y bajo severísimas penas que hizo Carlos III. por pragmática de 24 de junio (1770) de la introducción y consumo de las muselinas en España, de que tanto lucro sacaba el comercio inglés, irritó a la nación británica contra el monarca, y publicóse allá un grosero libelo, principalmente contra él, pero también contra los demás soberanos de su familia. Parecía que la consecuencia inmediata de todo esto habría de ser la declaración de guerra, tanto más, cuanto que habiendo convocando el rey Jorge III. el parlamento (noviembre, 1770), en su discurso apenas habló de otra cosa que de sus diferencias con motivo de las islas de Falkland, y de las medidas que había tomado para obtener pronta y cumplida satisfacción, en cuya virtud ambas cámaras le votaron subsidios y le dirigieron mensajes aprobando la conducta del gobierno.
Por la guerra se pronunció en España el conde de Aranda al evacuar una consulta que sobre todos aquellos incidentes se le hizo: y en su informe no solamente alegaba multitud de razones que aconsejaban su conveniencia y oportunidad, sino que desenvolvía un extenso plan de agresión, juntamente con un sistema de defensa y seguridad interior del reino, señalando los puntos a que habían de enviarse las fuerzas navales de España para perjudicar a Inglaterra más en sus intereses mercantiles que en sus armas y dominios, las plazas que convenía reforzar y los lugares en que deberían distribuirse las tropas de tierra: informe ciertamente más propio de general práctico y entendido que de presidente del Consejo de Castilla, que todo lo era a la vez el conde de Aranda.
Viose no obstante con extrañeza que por parte de la Gran Bretaña, en vez del rompimiento que pedía el clamor popular, y que sin duda en tiempo del ministro Pitt se hubiera inmediatamente realizado, se apeló a la negociación y a las reclamaciones: y es que lord North temía empeñarse en una guerra que podía ser muy costosa al reino si Francia se unía a España, y a estorbar esta unión se aplicó el ministerio. Fue pues enviado a París lord Rochefort, representante de Londres en España, quedando aquí su secretario el caballero Harris, más tarde conde de Malmesbury, que a la edad de veinte y cuatro años comenzó en este delicado negocio a acreditar su gran talento diplomático. A este encomendó el gobierno inglés la reclamación de que el español desaprobara la conducta de Buccarelli en el asunto de las Malvinas, y que repusiera las cosas en el estado que tenían antes de la ocupación.
Si extrañeza causó el sesgo que se dio a la cuestión por parte de Inglaterra, no fue menos extraño el rumbo que tomó por parte de España. El ministro Grimaldi, lejos de obrar conforme al dictamen de Aranda, y haciendo continuas protestas de sus pacíficas intenciones, contestó al representante inglés que se remitía a las instrucciones que sobre el asunto tenía ya el embajador español en Londres, príncipe de Masserano. Y entretanto, bien que sin dejar de hacerse en una y otra nación algunos preparativos de guerra, esforzábase por hacer valer con el gabinete de Versalles el pacto de familia, a que más que nadie había cooperado, siquiera para rehusar la satisfacción que pedía la Inglaterra. Las instrucciones que tenía el de Masserano abrazaban tres proyectos de contestación a la reclamación de los ingleses, en los cuales se iba gradualmente cediendo a su exigencia, pero reconociendo en todos que aquellos habían sido arrojados con violencia de las Malvinas. Esta débil confesión anunciaba ya bastante el término que podría tener este negocio. Llegóse a hacer la proposición de ceder las islas, pero salvando los derechos del rey de España a ellas, y permitiendo que se reinstalaran allí los ingleses con su consentimiento. Pero el gabinete británico persistía en que se desaprobase a secas la conducta de Buccarelli, y en que se restituyera la isla sin condiciones. Harto vio aquel general la debilidad del gobierno español, y ya pudo calcular que sería víctima de ella, cuando recibió una orden en que se le prevenía que no manifestara la que se le había dado en 25 de febrero para expulsar los ingleses de las islas.
Con vigoroso espíritu expuso en vista de todo esto el marqués de Caraccioli, ministro de Nápoles en Londres, que era indispensable declarar la guerra a los ingleses antes que la empezasen ellos, proponiendo además una expedición contra Jamaica, entonces totalmente deprovista. Pero con mucha más vehemencia y con mucho más fuego se explicó el conde de Aranda, de nuevo consultado sobre el asunto. Después de reprobar la cláusula en que se reconocía haber sido expulsados con violencia los ingleses, «porque semejante confesión propia (decía) vigoriza la queja e intento de que se les satisfaga lisa y llanamente, violencia si que llamaría yo (añadía) a su establecimiento y a las amenazas que hicieron al gobernador de la Soledad, Ruiz Puente, para que abandonase el que legítimamente poseía. Esta violencia debía haberse vociferado, y no graduado nosotros mismos de tal la que no hicimos… Permítame, señor, V. M. que le haga presente que dos especies menos correspondientes, como confesar el haber procedido con violencia y desaprobar su orden propia, no podían haberse discurrido; contrarias al mismo tiempo para persuadir y aparentar su razón, infructuosas para sacar partido, denigrativas del honor de V. M., e indicantes de una debilidad que se prestaría a cualquiera ley quese le impusiese…» Y después de reproducir mucho de lo que aconsejando la guerra había expuesto ya en su dictamen de 13 de septiembre, concluía: «Floten las escuadras inglesas la anchura de los mares; empléense en los convoyes de su comercio; desde luego aquellas padecen y consumen, y las naves mercantiles no pueden frecuentar los viajes sueltos, que son los que utilizan con la repetición. Vayan armadores a la América; benefíciense totalmente de las presas; interrúmpanse sus importaciones y exportaciones; dure la guerra; aniquílense sus fondos, y compren caro el alivio de una paz, renunciando a las prepotencias y ventajas con que actualmente comercian, moderándose igualmente en la vanidad del dominio de las aguas.»
Por la guerra estaba también el general O’Reilly, que acababa de llegar de La Habana. Y ya con estos pareceres, ya con la confianza que Grimaldi tenía en que Choiseul haría que los ejércitos franceses se movieran en unión y de acuerdo con los españoles, desplegóse la mayor actividad en el equipo de las escuadras, en la preparación y distribución de las tropas, y otras medidas, que todas anunciaban la proximidad de un rompimiento, y el triunfo del sistema de Aranda. Llegó el caso de mandar el gobierno inglés al caballero Harris que se retirara de Madrid, como lo cumplió, aunque quedándose a corta distancia por motivos personales suyos, y a su vez el príncipe de Masserano recibió órdenes de España para que saliera de Londres, bien que autorizándole a proceder según le indicara Choiseul. Y cuando ya Carlos III. no aguardaba para declarar formalmente la guerra sino la noticia de que Luis XV. estaba pronto a obrar de concierto con él, recibióse en Madrid la de la caída y destierro del ministro Choiseul y su reemplazo por el duque de Aiguillon, obra de la cortesana Dubarry, y a cuya intriga se supuso no haber sido extraña la Inglaterra.
He aquí la pintura que el embajador español en París, conde de Fuentes, hacía del estado de aquella corte: «La debilidad e insensibilidad de este soberano ha crecido hasta el más alto punto, no haciéndole fuerza sino lo que sugiere su metresa (sic), ni oyendo a nadie sino a ella, y a los que ella consiente que se acerquen a su persona: ella y los que la rodean piensan bajamente y sin sombra de principios de honor… Ella es quien ha forzado al rey, después de seis meses de repugnancia, a nombrar para el ministerio de los Negocios extranjeros a un hombre de tan perdida, o al menos de tan dudosa reputación en el reino como el duque de Eguillon (sic)… Mad. Du Barry es por fin quien influye generalmente, como dueña absoluta del ánimo del rey, en todos los negocios, y quien influye cada día más, creciendo como crecerá la indolencia y debilidad del rey, y la insolencia de esta mujer… Ha llegado a tal extremo el abandono del rey, que no falta quien tema que si cae con la edad en el extremo de la devoción, tome el partido de casarse con ella antes que abandonarla, y ya empieza a decirse que el matrimonio con Mr. Du Barry es nulo: he oído con dolor de mi corazón la especie de la posibilidad de este caso escandaloso, y citar el casamiento de madama de Scarron con Luis XIV. Antes de pasar adelante creo deber decir a V. E. que aunque hasta ahora no tenemos certidumbre de que los ingleses hayan corrompido con dinero a Mad. Du Barry, hay muy fundadas sospechas de que podrán ejecutarlo siempre que convenga… Los ministros que hay y habrá en esta corte mientras el rey viva serán elegidos por Mad. Du Barry; lo mismo es de creer suceda con los generales, si por desgracia sobreviene una guerra… etc.» Y sigue haciendo una detenida descripción de todos los personajes de la corte.
Todo, pues, cambió de aspecto con esta novedad. La paz con Inglaterra había sido la condición con que el nuevo ministro de Francia había sido elevado al poder, y Luis XV. anunció a Carlos III. este cambio en carta escrita de su puño con estas lacónicas y significativas palabras: «Mi ministro quería la guerra, yo no la quiero». Pero el monarca francés olvidó en aquel momento que ni él ni su ministro estaban en libertad de querer la paz o la guerra, cualquiera que fuese su particular opinión o deseo, sino en obligación de cumplir la cláusula 12.ª del Pacto de Familia, por la cual al solo requerimiento de una de las partes contratantes estaba la otra en el deber de suministrarle los auxilios a que se había comprometido, «sin que bajo pretexto alguno pudiera eludir la más pronta y perfecta ejecución del empeño». Puede fácilmente calcularse la impresión que haría en el ánimo de Carlos III., tan cumplidor de sus compromisos y tan consecuente en sus palabras, semejante declaración, y tan extraño e injustificable proceder, así como la sensación que produciría en el ministro Grimaldi ver de aquella manera burlada su confianza. Era evidente que España ni podía ni debía empeñarse ella sola en una lucha con la Gran Bretaña, y así la negociación sobre el asunto de las Malvinas tomó de repente otro rumbo, o por mejor decir, marchó hacia el desenlace que se había podido pronosticar de la primera debilidad.
En 22 de enero de 1771 hacía el embajador español en Londres ante el gabinete británico la vergonzosa declaración, «de que el comandante y los súbditos ingleses de la isla Falkland habían sido lanzados por la fuerza de Puerto-Egmont; que este acto de violencia había sido del desagrado de S. M. Católica; que deseando remediar todo lo que pudiera alterar la paz y buena inteligencia entre ambas naciones, S. M. desaprobaba dicha empresa violenta, y se obligaba a dar órdenes prontas y terminantes para que en el citado Puerto-Egmont de la Gran Malvina volvieran las cosas al ser y estado que tenían antes del 10 de junio de 1770, si bien la restitución de aquel puerto a S. M. Británica no debía ni podía afectar a la cuestión del derecho anterior de soberanía sobre las islas Malvinas.» Por su parte el rey Jorge III. se dio con esta declaración por satisfecho, como no podía menos de suceder, de la injuria que había sufrido su corona. Dadas estas satisfacciones, se suspendieron los armamentos y se licenciaron las tropas por ambas partes. Lord Grantham fue nombrado embajador en Madrid; y Harris, que había regresado ya a la corte, recibió el carácter de ministro plenipotenciario, en cuyo concepto salió luego de Madrid a dar, dice un historiador de su nación, muestras de su capacidad diplomática en Berlín, San Petersburgo y La Haya.
Tal fue el término y desenlace del ruidoso asunto de las Malvinas. Puerto-Egmont fue restituido a los ingleses, bien que más tarde le abandonaron por costoso e inútil, no mereciendo ciertamente ser un motivo constante de descontento y disgusto por parte de España. El capitán general Buccarelli, el hombre cuya conducta fue desaprobada por el rey, después de no haber hecho otra cosa que cumplir sus órdenes, fue nombrado gentil-hombre de cámara con ejercicio, como en desagravio, si este desagravio era posible, de habérsele hecho la víctima sacrificada a una mala política. El desenlace de la cuestión no fue popular ni en España ni en Inglaterra, y el convenio estuvo lejos de acallar los celos y resentimientos que hacía tiempo existían entre ambas naciones. Francia faltó abiertamente a los compromisos del Pacto de Familia y públicamente se censuraba su conducta; y Grimaldi, el principal autor de aquel pacto, y el más burlado en este desdichado negocio, fue también el que más padeció en la opinión de los españoles, nunca muy satisfechos de él, ya por sus actos, ya por su calidad de extranjero.

(Lafuente, M., Historia general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, Tomo VI, Parte III, Dominación de la Casa de Borbón, (Libros VI, VII y VIII) [Felipe V, Luis I, Fernando VI y Carlos III], Capítulo IX) 

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