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Manuel II Paleólogo
Manuel II Paleólogo fue un monarca desgraciado. Hombre de una gran inteligencia y belleza hierática propia de los cuadros bizantinos, comprendía a la perfección el momento que la divinidad le había asignado. Autoridad espiritual del cristianismo de Oriente, vivía recluido en su palacio de Constantinopla, la segunda Roma, fundada por Constantino mil años antes. La ciudad estaba asediada por los turcos selyúcidas. Él sabía que no había salvación para su reino y su civilización. Viendo acercarse el final viajó a la primera Roma en demanda de auxilio de sus hermanos de religión. Su séquito llevaba obras de Homero, Píndaro, Sófocles, Aristófanes, Herodoto y Tucídices, imprescindibles para que comenzara el Renacimiento en Italia. También fue a París y Londres.
No recibió ayuda militar. Constantinopla cayó en 1453, fecha fatídica que da comienzo, según algunos, a la Edad Moderna. El turco pudo penetrar a partir de entonces en los Balcanes y llegar hasta Hungría, no antes de anexionarse Estiria y Carintia, de constituir en vasallaje a Moldavia, de ganar una batalla naval a los venecianos en 1499, de tomar en 1521 la plaza de Belgrado, etc. La civilización bizantina fue barrida y un Estado musulmán se alzó ante Europa en sustitución del califato español. Para los cristianos del momento fue como la Unión Soviética durante la guerra fría del siglo XX.
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Publicado en Filosofías de (genitivas), Religión
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Tecnología del intelecto
Así se ha llamado con razón a la escritura, uno de los tres o cuatro inventos más grandes de la humanidad. En ella confluyen lo material y lo mental y se hacen indistintos. Tanto es así que ahora no es posible distinguir los mejores adelantos en ciencia y filosofía si no están grabados, negro sobre blanco, en un papel… Pero el papel es el penúltimo soporte de cuantos han existido.
Primero fueron las largas tiras de pergamino, procedente de la piel del cabrito o la ternera. No menos de diez animales había que sacrificar para la edición de un solo ejemplar de La República. De ese material se hicieron los rollos, o volúmenes -de volvo, envolver-, que llenaron los estantes de la Biblioteca de Alejandría. Luego fueron los códices, hojas rectangulares de la misma piel cosidas por uno de sus lados, que fueron inventados por los cristianos de Egipto con el fin de disponer en un solo cuerpo de varios libros de las Sagradas Escrituras. Más tarde, en el siglo VIII, en el transcurso de una batalla librada en Samarcanda, los árabes consiguieron capturar a dos chinos fabricantes de papel, un invento que había permanecido secreto durante cerca de 700 años.
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La escritura
Aunque el mito de Platón abomina de la escritura, como he contado en el artículo de ayer, su autor dedicó largas jornadas de su vida al prolijo deber del escritor. La verdad no improbable de sus palabras no le impidió ser el primer filósofo en lengua escrita de la Historia. Hubo ciertamente otros, como Anaximandro o Parménides, que también escribieron, pero, aparte de que sus obras apenas existen para nosotros, o no existen en el mismo grado que las de Platón, de ninguno de ellos puede decirse que descubriera y explorara como él el territorio propio de la filosofía, las Ideas. Le precedieron en el tiempo, pero no en la Historia, que, como es sabido, es siempre una invención más o menos acertada y congruente, una reconstrucción del pasado al hilo del criterio presente. Cada nuevo movimiento la reconstruye de nuevo y aunque al hombre no le es dado crear deliberadamente las consecuencias de su acción, sí puede crear sus antecedentes en su memoria.
Quiere esto decir que el historiador no penetra en una época, como si ésta fuera algo existente de antemano que sólo esperara ser examinado, sino que más bien la reconstruye. La mirada hacia atrás es de quien mira, no de quien es mirado. Y en esa mirada nuestra Platón ocupa ahora la primera posición justamente porque escribió. Aunque el arte de la escritura no fue una condición suficiente, sí fue una condición necesaria, para ocupar ese puesto. Si hubiera sido de otro modo, si Platón no hubiera escrito sus diálogos, el recuerdo de su nombre apenas destacaría sobre el de aquellos otros a quienes atribuimos en el presente unas cuantas tesis más o menos imprecisas y escasamente desarrolladas, como Sócrates, Anaxágoras, Demócrito…
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Dos mitos
La tecnología no es solo acción. Es también pensamiento, pensamiento extendido por todas las vetas de los grupos humanos. La tecnología se introduce en la práctica de las sociedades, pero forma parte a la vez de la serie de figuraciones con que los hombres interpretan, justifican, rechazan, aceptan, viven… el mundo y a sí mismos. No es infrecuente que las figuraciones tecnológicas, que desde el Neolítico han contado siempre con un lugar prominente en el vasto universo de los símbolos, representen en él el mal que ha de venir, la infracción del orden natural, un desorden que no puede quedar impune. Así lo atestiguan algunas noticias sobre los pueblos primitivos, que cuentan el temor suscitado en el aborigen de la Edad de la Piedra por el dominio del fuego (V. Heusch, Pourquoi l’épouser? et autres essais, Gallimard, Paris, 1971). Y lo atestiguan también algunos mitos importantes, como el de Prometeo, expresión simbólica de una usurpación del poder de los dioses y del castigo implacable de la Moira, que acecha en lo oscuro. Éste es el mejor mito neolítico que ha llegado hasta nosotros, un prototipo de alusión a la ruptura de un orden anterior a la iniciación del camino de la Historia. Por la fuerza de los símbolos que encarna y por representar en un relato insuperable el ambiguo sentimiento de temor y admiración por la tecnología que nos embarga, es también un mito de nuestro tiempo. El Neolítico en nosotros.
No es el único mito viejo y nuevo. La presentación de sentimientos y temores que se halla en él es más minuciosa en otro mito que también se ha encargado Platón de conservar para nosotros. Se trata de un pasaje no carente de ironía y paradoja de un filósofo racionalista hacedor de mitos. Según «una tradición que viene de los antiguos», dice en el Fedro (274 b – 277 c), Theuth presentó un día al dios Ammón sus siete inventos: «el número, el cálculo, la geometría, la astronomía, los juegos de damas y dados y las letras». Los juegos de damas y dados no merecen juicio alguno por parte de Platón, pero de los cuatro primeros descubrimientos sabemos por otros escritos que acaso habrían bastado para que considerase a su autor uno de los dioses más grandes del panteón egipcio, superior con mucho a Prometeo en el olímpico, porque éste se limitó a enseñar a los hombres el arte del herrero, un trabajo propio de artesanos e indigno de ser comparado al estudio de los números o de los movimientos de los astros en el cielo.
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Necesidad de pensar
Pensar, oponer ideas a ideas, es algo inevitable, aunque para muchos no lo sea. En ciertos asuntos no será un medio, sino un fin. Así ha sido para los que merecen el nombre de filósofos, cuyos pensamientos son ahora la historia de la filosofía y también el fondo sobre el que siguen discurriendo algunos otros. Ahora bien, pensar es un arte que nadie tiene por su nacimiento, sea éste cual sea. No hay aquí tampoco caminos reales, dispuestos para que algunos privilegidos transiten por ellos sin esfuerzo. Además, el armazón de la mente del que hace filosofía es el que contruyeron otros hombres que han desaparecido en su mayoría hace muchos años. Con ellos se han esfumado también las costumbres, instituciones, sistemas políticos y creencias del pasado, pero lo que ellos idearon para entender su entorno permanece sigue vivo todavía y tiene todo el aspecto de ser indestructible.
Las ideas resisten más que las piedras. El pasado no es cosa pasada, pues nosotros mismos somos pasado. Los conceptos que creemos más nuestros son heredados. Pasa lo mismo con las inclinaciones y sentimientos, pero no hablamos ahora de esto. Podemos creer muchas veces ser su origen y es porque de ellos hemos hecho vida y personalidad sin darnos cuenta. Luego, si nuestro intelecto procede del pasado, éste es más real que el futuro e incluso que el presente. Lo mismo cabe decir, vuelvo a repetir, de nuestra emotividad, porque los sentimientos no proceden directamente de nosotros, sino del filtro que en un momento histórico concreto proporciona la relación de la biología de cada individuo con su entorno humano, natural y artificial. Pese a lo que parezca a quien lo siente, un sentimiento nunca es causa, sino siempre efecto. Pero ya he advertido que no es de los sentimientos de lo que quería hablar aquí, aunque no tengo más remedio que dedicarles alguna atención.
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Profesor de filosofía
La función del profesor en un curso de historia de la filosofía explicado a alumnos jóvenes es ambigua y aun contradictoria. Aparentemente no tiene más remedio que difuminarse, esconderse tras los filósofos cuyos sistemas explica, para que sólo ellos aparezcan. En ello consiste su supuesta sinceridad, pues, al actuar así obligatoriamente, parece que sólo deja traslucir, no sus preferencias, sino lo que otros han pensado. Pero cualquier alumno llega a sospechar a lo largo del curso que su profesor bien puede estar transmitiendo conflictos propios cuando explica filosofía. Intuyo que un alumno tal está en lo cierto. Estoy además convencido de que, aparte de inevitable, es conveniente que sea así: no podemos saltar por encima de nuestra propia sombra ni podemos prescindir de nosotros mismos. Que la persona del profesor, su deseo de no aceptar las medias verdades o falsedades completas en que está sumergido, forme parte de sus explicaciones es deseable, porque en caso contrario el mejor profesor sería un loro que se limita a repetir lo que oye. Su grado de éxito estribará en la pericia que posea para particularizar o generalizar lo que tantas veces son preocupaciones y experiencias personales.
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