De nuevo el hambre como arma de guerra

De los cuatro jinetes del Apocalipsis, el tercero, el Hambre, montaba un caballo negro. Tenía una balanza en la mano, para llevar la cuenta del pesaje durante la hambruna: “Dos libras de trigo por un denario y seis libras de cebada por un denario”.

Moneda ucraniana en recuerdo del Holodomor

El jinete negro recorrió las tierras soviéticas, pero, adoptando los designios de Stalin, dio a conocer su ferocidad en las de UcraniaHolodomor, “matar de hambre”, lo llamaron allí, un concepto poco preciso para los juristas. Algunos, como Lemkin, el creador del concepto y su introductor en la legislación internacional, propusieron genocidio, que, según la ONU, implica la intención de destruir a un cierto grupo como tal. Pero los criminales mismos, que intervinieron en su configuración durante la Asamblea General, podían argüir que su intención era matar, sí, pero no a un grupo como tal.

Los encuadres jurídicos no importan ahora, viene a decir T. Snyder. Lo que importan son los hechos. Como descripción de los mismos valga la expresión asesinato de multitudes, algo que todos entienden, y váyase a lo sucedido, lo único que el historiador y el periodista deben tener en cuenta. Lo sucedido fue que el hambre impuesta a la población de Ucrania y otras repúblicas soviéticas era el medio que el Primer Plan Quinquenal creyó necesario para la rápida industrialización de la Unión Soviética. El resultado fue la muerte por hambre de más de tres millones de ucranianos y la Unión Soviética no se industrializó. El canibalismo se convirtió en práctica frecuente. Hubo familias que escondían a sus niños para evitar que se los comieran. En otras los padres dijeron a sus hijos: “Si nos morimos, comednos”; y eso hicieron ellos. En Europa callaron casi todos, ocultando o justificando el suceso. Koestler, que había ido a Rusia a ayudar a construir el socialismo, dijo mucho tiempo después que los niños en Ucrania parecían embriones extraídos de frascos de alcohol. Sólo alguno, como Orwell, habló de que aquellos hechos propios del jinete negro se ocultaban bajo colores brillantes.

No he podido menos que recordar estas cosas cuando he oído el grito de alarma que han dado varios historiadores y periodistas estos días: según parece, Putin ha convocado al jinete del corcel negro. Las tropas rusas y chechenas se apropian de extensas áreas de cultivo y amenazan a sus dueños anteriores con la decapitacion si se pierden productos. A veces los invasores exigen la venta de grano a un precio muy bajo. Si los dueños se niegan, lo roban. Otras lo roban sin más preámbulos. Hasta el momento, podrían haberse llevado a Rusia unas 500.000 toneladas, un tercio de las reservas del este de Ucrania. Se ha sabido que han sido bombardeados graneros en Nikolaev, destruyendo hasta 300.000 toneladas. También se minan zonas agrícolas y almacenes.

Ahora no es sólo Ucrania. La extensión territorial de este propósito es mucho mayor: quinientos millones de personas en África, Asia y Oriente Medio reciben alimentos básicos de Ucrania, el Instituto de la Paz de USA estima que el hambre afectará a unos 47 millones de personas sólo en África, etc.

La hambruna es de nuevo un arma de guerra. El plan de Putin es matar de hambre a multitudes de países vecinos de Europa como una forma de ataque contra ésta. Lo cual provocará inestabilidad y revueltas en esos países, inmigraciones masivas hacia la UE y desestabilización de sus gobiernos. El control del grano de Ucrania ya fue utilizado por Stalin y Hitler con fines políticos. Ahora un fiel discípulo de los dos intenta hacer lo mismo.

Dicho sea de paso, por lo que toca a España: la mitad de nuestro gobierno apoya a Putin y venera a Stalin.

Y yo me pregunto: ¿No será posible detener a ese jinete que cabalga en un corcel negro?

(Publicado en Minuto Crucial)

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El pasado es hijo del futuro

Las ideologías, entendidas como lo que son, como construcciones de ideas de un grupo para combatir a otro, priman el pasado o el futuro, nunca el presente. En este certamen de unas contra otras un extremo engendra usualmente su contrario. Llegado un cierto momento, una ideología que dirige su flecha hacia el futuro la dirige de pronto hacia el pasado.

Wiesch: Isla de Utopía

Todos los socialismos que en este mundo han sido, sea el marxismo o el nacionalsocialismo, enfilaban el porvenir. Su fe de conversos al mesianismo milenarista los seducía con la promesa de un mundo feliz que habría de llegar por sí solo. El tiempo inexorable se presentaría sin que nadie hiciera nada para que, uno tras otro, se cumplieran los tres tiempos. Es la marcha de la historia en tres etapas, según han creído siempre los milenaristas. La primera es el primer Reich o primer comunismo originario. La segunda un pecado original que mató alguna inocencia primera y expulsó del paraíso a sus moradores; el pecado pudo ser el judío, que corrompió la sagrada cultura germana o pudo ser el perverso capitalismo, que destruyó la propiedad común del comienzo de la humanidad; es esencial que haya un culpable del maligno presente. La tercera es el Tercer Reich, para los nacionalsocialistas, o la igualdad feliz del final de los tiempos, para los demás socialismos.

En el trasfondo subyece la teología del Primer Testamento, regido por el Padre, el Segundo, por el Hijo, y el Tercero, que lo estará por el Espíritu Santo y será un reino de amor, sin guerras ni discordias. Esta fue una doctrina formulada por Gioacchino da Fiore, aquel buen abad del siglo XIII. Luego fueron las etapas de toda utopía, etapas que, según sus adeptos, han de recorrer las sociedades. A esta fe no ha sido del todo ajena la confianza en el mercado como creador de instituciones que configuran lo social y lo político. Si el porvenir es inevitable no hay nada que hacer. Tal vez sólo alentar la esperanza en su llegada: la esperanza, virtud teológica mutada en espera mundana. Tampoco hay nada que pensar. Es, pues, la anulación de toda idea. O, mejor, el sostenimiento de una sola con exclusión de cualquier otra.

En un momento dado es patente y obvio que el porvenir no llega o que, si llega, es tan gris como el presente o tal vez negro. Es el instante en que hacen su acto de aparición las neolenguas y la transmutación de los conceptos, porque los fieles no pueden quedar al albur de la desesperanza y la desilusión. Se hace necesario, pues, fortalecer su fe y entonces se produce el gran prodigio mendaz: el porvenir ya está realmente entre nosotros. No hay que desfallecer, sino alegrarse. Pero ya no se trata de esperar, sino de preservar.

Del futuro ha nacido entonces el pasado. La espera se trueca en recuerdo. Son los enemigos de ese tesoro nuestro los que tratan de apoderarse de él. Pretenden destruir la pureza de un sueño hecho realidad. La cuerda del arco se tensaba antes apuntando la flecha hacia el porvenir. Ahora apunta al pasado. Las ideologías suelen pasar por estos dos momentos. Puesto que son ficciones, es inevitable que sea así, porque las ficciones se muestran tarde o temprano como lo que son: quimeras nada más.

Hay múltiples ejempos de este viraje. Uno de menor importancia es el del PSOE. Sin solución de continuidad, este partido pasó de prometer un futuro socialista a defender su posicion en la República y la guerra civil. El motivo era fútil: el adversario podía ganarle las elecciones y las promesas carecían ya de valor ante esa realidad amenazante para la oligarquía formada bajo las siglas del socialismo español. Defendió entonces una II República inmaculada que habrían mancillado los antecesores del potencial ganador. El colofón de este cambio ha sido la exhumación del cadáver de Franco. Fue su acta notarial de ese trueque del futuro por el pasado, acta firmada por la Ministra de Justicia, Notario Mayor del Reino.

Pero esto es una fruslería al lado de la gran mutación que tuvo lugar en la Unión Soviética, modelo y comienzo de todas las demás. Cuando se cansaron de matarse entre sí para heredar el poder, los miembros del PCUS decidieron que había que preservar lo logrado por Lenin y Stalin en lugar de prometer el paraíso en este mundo. En adelante, no hubo más promesas de futuro. Se defendía la Madre Rusia, la Rusia inocente, que los enemigos pretenden mancillar. Este es el sendero que siguen los ideólogos rusos actuales, que han descubierto algo obvio: que la preservación del alma de Rusia exige un redentor en quien encarne. Ese redentor es Putin, dicen abiertamente.

Pero éste es otro asunto.

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A propósito de la conquista de Crimea

Se decía en la antigua Grecia que el torpedo de mar paraliza a otros animales que se aproximan a él. Así me quedo yo, fascinado y atónito, ante desatinos y desvaríos de los filósofos e ideólogos rusos que alientan esta guerra contra Ucrania y algo más. Ese estado me lleva a querer reproducir algunos de ellos, siquiera sea en esquema y a modo de boceto, con el fin de entender las ideas que albergan sus cabezas. Aquí expongo alguno de ellos.

Putin con los Lobos Nocturnos (10/08/2019) http://kremlin.ru/events/president/news/61291/photos

Cuando Putin comprendió que Yanukóvich ya no era útil para desintegrar Ucrania mediante la corrupción, como había hecho en Bielorrusia, decidió hacerlo por la fuerza. Empezó notificando, entre el 20 y el 24 de febrero de 2014, unas atrocidades que Ucrania estaba cometiendo en Crimea para justificar una pronta invasión que las frenara. Eran todas falsas, pero un grupo de troles de San Petersburgo se encargó de propagarlas a los cuatro vientos. Junto a otras que vinieron después, fueron el segundo frente en la acometida militar contra Crimea.

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El marqués de Sade, revolucionario auténtico

Retrato imaginario de Sade

Menciono dos hechos y una observación sobre ellos. El primero es lejano y premonitorio. El segundo, más cerca de nosotros, es fundante.

Refiérese el primero a la conducta que siguió Ciro con los habitantes de Sardes cuando éstos, a poco de haber sido sometidos por él, se rebelaron con violencia. Ciro, en lugar de reducirlos por la espada, pensó que le resultaría menos costoso y más eficaz fundar burdeles y promover su uso entre los sardenses, cosa que ellos hicieron de buen grado, abandonando las armas para la defensa de su patria, por lo que Ciro no hubo de desenvainar la espada en adelante contra ellos. Sabía que los hombres van de buen grado al burdel y al combate contra su voluntad y que no hay tiranía que no sea querida por el pueblo.

El segundo tiene que ver con la toma de la Bastilla por el heroico pueblo de París el 14 de julio de 1789, que aquel día pensó acometer una acción digna de epopeya. La guarnición que defendía aquella cárcel real abrió las puertas para que entrara. Halló sólo a dos falsificadores de moneda, a algún individuo condenado por incesto y a un loco, que fue ingresado en Charendon.

Así se burla Melpomene, la diosa de la Historia, de sus adeptos. Pese a todo, se estaba abriendo camino el mito de la Revolución, que ha impregnado nuestro tiempo. Un mito fallido, como el de aquella toma de la fortaleza de la Bastilla. Primero fue Robespierre, quien tramó una revolución política que desembocó de manera natural en el despotismo napoleónico. Luego fue Babeuf, que quiso iniciar una que fuera económica, pretendiendo traer a este mundo la igualdad en la riqueza.

Pero Sade estaba seguro de que él era el verdadero revolucionario y de que a su lado los otros dos eran meros aprendices. La revolución auténtica debía tener lugar en el interior de los hombres, no en su exterior. Este apóstol de la nueva era pregonaba que los cuerpos de las mujeres, los niños y los hombres debían convertirse en propiedad sexual común de todos, para lo que era indispensable limpiar sus almas de toda la inmundicia acumulada durante siglos de tradición cristiana en forma de recato, pudor, vergüenza y honestidad.

El Marqués de Sade era un demente y gran escritor que se esforzó en vestir su vesania con razones. Buscaba el caos y debía saber que donde hay libertad para todo en realidad no hay libertad para nada o, como mucho, que lo que resulta es que unos pocos se enseñorean del alma y el cuerpo de los más. Lo cual completa lo que Ciro anticipó: que un Estado despótico eficaz no es el que utiliza la espada, sino el que logra que los súbditos amen su esclavitud.

Sobre estos hechos cabe la siguiente observación. Para lograr el fin previsto por Sade se debería alcanzar, en primer lugar, una cierta seguridad económica y, en segundo, un lavado de mentes eficaz, lo cual exige algo mejor que las drogas y el alcohol para evadirse de una realidad que, pese a todo, conservará siempre sus durezas. La solución es el sexo, algo que viene dado por la marcha de los hechos, pues la libertad sexual aumenta cuando disminuyen las demás libertades. El buen tirano hará bien en promover esta libertad. Este es el motivo por el que nuestra era debería contar entre sus fundadores a un enajenado, el Marqués de Sade, que la gauche divine llamó “el divino Marqués”.

(Publicado en Minuto Crucial)

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Putin y la Gran Guerra Patriótica

El comunismo ruso tuvo una relación accidentada con el tiempo. Los bolcheviques de la primera hora no habían venido a fundar un Estado y no les preocupaba la sucesión en el poder, por lo que no establecieron ninguna norma. Su misión era alumbrar un nuevo mundo, promover un resplandor que iluminaría a la humanidad entera y daría comienzo a la historia de la salvación en este mundo: su año cero sería el 1917, el año de la Revolución. Ellos conocían el camino que conduce al futuro. Solamente había que acelerar el paso para llegar a donde la historia se dirigía por sí misma, según los científicos dictámenes de Marx, Lenin y Stalin.

Pero los profetas se hicieron funcionarios del partido y del Estado, que era la misma cosa que el partido, la esperanza se desvaneció, mutando en melancolía y nostalgia, y, de prometer todo, se pasó a asegurar que todo se había logrado ya. Se había ofrecido el cielo para todos los hombres, pero el cielo, teñido de rojo y sangre, estaba vacío. Entonces no hubo más remedio que fundar un Estado sobre los territorios controlados por ellos. Le pusieron un nombre nuevo: Unión Soviética.

Divisiones administrativas de la Unión Soviética

Luego hubo que recurrir a la tediosa tarea de justificar la existencia de ese Estado y de quienes se arrogaban el poder sobre él. Se recurrió al antiguo esquema de ideas que está en el origen de la democracia: Dios da la autoridad al pueblo, el cual, no pudiendo gobernarse por sí mismo, la delega en el rey. De ahí derivaba el tomismo una justificación para derrocar al rey si se convertía en tirano. Una vez que los revolucionarios suprimieron a Dios de la teoría, quedó el pueblo, ahora sacralizado por su antigua relación con la divinidad, como depositario único del poder.

Pero el poder de la Unión Soviética pertenecía al Partido Comunista porque lo había tomado por la fuerza. No se justificaba por ley alguna de sucesión, sea la que brota de una elecciones libres, sea la que nace de la herencia en una monarquía. Su legitimidad procedía de la gloriosa revolución bolchevique y de las promesas de la utopía.

Aunque parecieron inspirarse en la antigua teoría democrática, los bolcheviques sentenciaron que el dueño del poder no es el pueblo, sino la clase trabajadora, mas ésta no es sabia, por lo que tiene necesidad de la ciencia marxista, ni puede gobernarse a sí misma, por lo que necesita delegar su poder en otro. De ahí que lo delegue en el Partido Comunista, su representante. Éste lo delega a su vez en el Comité Central, que lo delega en el Politburó, el cual finalmente lo delega en Lenin o en Stalin.

Así se fabricaba un déspota en los comienzos del siglo XX.

Pero aún había que jugar con el tiempo. Como enseña Orwell, había que cambiar el pasado por el futuro, el futuro por el pasado y ambos por el presente, según conviniera a las nuevas castas que copaban el dominio de aquel enorme territorio. Los jóvenes revolucionarios fueron envejeciendo con el Estado que ellos habían creado y ya en los años setenta habían convencido a sus pobladores de que no había nada que prometer y nada que esperar, porque el socialismo era real y existente, como pregonaba Leonid Brézhnev, el auténtico sucesor de Stalin después del interludio de Nikita Jrushchov. Se veneraban el presente socialista y a su pasado fundador, Stalin.

Vladimir Putin, educado en la Unión Soviética, como todos los próceres de la actual Rusia, sigue la misma conducta que sus predecesores. Además de venerar el pasado soviético y a Stalin, ni ha accedido al poder bajo un principio de sucesión establecido por la ley ni piensa que el poder del Estado tiene que encaminarse al bienestar de su gente, sino a su propia justificación frente al exterior. De ahí que sólo sepa ofrecer glorias pasadas, que no hacen otra cosa que sujetar el tiempo. Por eso celebra con tanto boato la Gran Guerra Patriótica, una celebración que funda el mito de la resistencia contra el nazismo, que procuró destruir a la Madre Patria. No al socialismo realmente existente, sino a la Madre Rusia. Es el mismo mito que puso en marcha Eisenstein en la película Alexander Nevski, cuyo rodaje fue vigilado por Stalin hasta en  los más pequeños detalles.

(Publicado en Minuto Crucial el 12/05/2022)

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Sobre la nueva forma de la política

Hemos asistido a la muerte del siglo XX, pero, en vez de aprender sus lecciones más importantes, el XXI está viendo nacer una nueva forma de entender la política generada a partir de dos formas anteriores.

La primera era la capitalista. Confiaba en las instituciones del mercado. La convicción corriente era que la actividad natural de los hombres engendra el mercado, que produce las instituciones, que a su vez traen la paz y el bienestar. El proceso había sido más tortuoso en la Europa Westfaliana, que se enzarzó en guerras intermitentes, que dieron lugar a la nación, la cual aprendió que era mejor la paz que la guerra y se decidió por la integración. El éxito no fue pequeño. Había sido capaz de concentrar en una unión inestable, pero bastante eficaz, los fragmentos de antiguos imperios y así pudo alcanzar la que es tal vez la mayor economía del planeta y una región democrática que debe contarse entre las mejores: la Unión Europea. Todo caminaba, según esta convicción, hacia un mundo mejor. Solamente había que dejarse llevar.

La segunda fue la de la Unión Soviética, de signo comunista. También allí se creía que todo llevaba hacia un mundo mejor, pero por otro camino. Siguiendo a Marx, se creía que la actividad natural de los hombres engendra la tecnología, que engendra la división del trabajo y el cambio social, que conduce a la revolución y ésta a la utopía. Cuando se comprendió que esto no era verdad y que el socialismo no llegaba, se optó por predicar que ya había llegado y que lo que debía hacerse era defender lo existente… hasta que lo existente se pensó que era Rusia, la madre Rusia. Stalin fue el primero en dar ese paso fundamental. Se pasó de defender lo que había de ser a lo que era ya, del futuro al pasado.

Pero la primera sigue actualmente la vía de la segunda. Defendía la etapa final de la historia y ahora defiende la inicial, ambas imaginarias. Defender lo que se ha sido es quedarse fijo, añorar las esencias nacionales y, cuando llegan el malestar y la desdicha, culpar al exterior. No puede ser de otro modo cuando se está convencido de que un país, sea Rusia o cualquier otro es un bien en sí que todos tienen el deber de preservar.

Esto es echar el ancla hasta el fondo de piedra y allí permanecer fondeado, inmóvil para siempre, como una estatua, porque de piedra es el pasado inmutable. ¿Qué hilo de acero une al pueblo con él? El jefe, el caudillo, que encarna en su persona la nación y las instituciones, toda la vida política, arrancada a Dios y a las gentes. Las instituciones que ponen en contacto al pueblo con el poder, se dice entonces, son corruptas y deben ser abolidas, sobre todo las instituciones de las urnas y las votaciones, porque acostumbran a los individuos a pensarse fuera del grupo, como si los embriones pudieran elegir la especie a la que pertenecer. El voto secreto, individual, privado, desata al votante de sus ligaduras vitales con el pueblo, le enseña a pensar que es alguien por sí mismo. Es la democracia liberal. Los filósofos del Kremlin añaden que es judaica.

Otros, en fin, ponen su mirada en la historia. Como Tucídides, no atienden a las razones de espartanos ni atenienses y procuran aprender del presente. Saben que las instituciones se corrompen o pueden corromperse, pero comprenden la necesidad que tienen de ellas. Piensan que deben perdurar y que los gobernantes tienen que desaparecer uno tras otro. Esa y no otra es la estabilidad a que llamamos Estado: lo que está firme, lo que sigue existiendo en medio del cambio que no cesa. Las imperfectas instituciones aseguran la sucesión sin turbulencias.

Éstos aman lo imperfecto porque aman la realidad y saben que en esta realidad, la única, la suya, no hay paraísos. Sabemos además que el agua pasada no mueve el molino, y que España, lo que más nos importa a nosotros, cumplió su ciclo histórico y ahora es algo otra cosa que lo que fue. Estamos convencidos de que en el futuro no hay nadie esperando. Así que no seguimos la primera ni la segunda alternativa. Nos quedan las oportunidades que brinda el presente y pensamos que hay que hacer cuanto esté en nuestra mano para aprovecharlas.

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