El marqués de Sade, revolucionario auténtico

Retrato imaginario de Sade

Menciono dos hechos y una observación sobre ellos. El primero es lejano y premonitorio. El segundo, más cerca de nosotros, es fundante.

Refiérese el primero a la conducta que siguió Ciro con los habitantes de Sardes cuando éstos, a poco de haber sido sometidos por él, se rebelaron con violencia. Ciro, en lugar de reducirlos por la espada, pensó que le resultaría menos costoso y más eficaz fundar burdeles y promover su uso entre los sardenses, cosa que ellos hicieron de buen grado, abandonando las armas para la defensa de su patria, por lo que Ciro no hubo de desenvainar la espada en adelante contra ellos. Sabía que los hombres van de buen grado al burdel y al combate contra su voluntad y que no hay tiranía que no sea querida por el pueblo.

El segundo tiene que ver con la toma de la Bastilla por el heroico pueblo de París el 14 de julio de 1789, que aquel día pensó acometer una acción digna de epopeya. La guarnición que defendía aquella cárcel real abrió las puertas para que entrara. Halló sólo a dos falsificadores de moneda, a algún individuo condenado por incesto y a un loco, que fue ingresado en Charendon.

Así se burla Melpomene, la diosa de la Historia, de sus adeptos. Pese a todo, se estaba abriendo camino el mito de la Revolución, que ha impregnado nuestro tiempo. Un mito fallido, como el de aquella toma de la fortaleza de la Bastilla. Primero fue Robespierre, quien tramó una revolución política que desembocó de manera natural en el despotismo napoleónico. Luego fue Babeuf, que quiso iniciar una que fuera económica, pretendiendo traer a este mundo la igualdad en la riqueza.

Pero Sade estaba seguro de que él era el verdadero revolucionario y de que a su lado los otros dos eran meros aprendices. La revolución auténtica debía tener lugar en el interior de los hombres, no en su exterior. Este apóstol de la nueva era pregonaba que los cuerpos de las mujeres, los niños y los hombres debían convertirse en propiedad sexual común de todos, para lo que era indispensable limpiar sus almas de toda la inmundicia acumulada durante siglos de tradición cristiana en forma de recato, pudor, vergüenza y honestidad.

El Marqués de Sade era un demente y gran escritor que se esforzó en vestir su vesania con razones. Buscaba el caos y debía saber que donde hay libertad para todo en realidad no hay libertad para nada o, como mucho, que lo que resulta es que unos pocos se enseñorean del alma y el cuerpo de los más. Lo cual completa lo que Ciro anticipó: que un Estado despótico eficaz no es el que utiliza la espada, sino el que logra que los súbditos amen su esclavitud.

Sobre estos hechos cabe la siguiente observación. Para lograr el fin previsto por Sade se debería alcanzar, en primer lugar, una cierta seguridad económica y, en segundo, un lavado de mentes eficaz, lo cual exige algo mejor que las drogas y el alcohol para evadirse de una realidad que, pese a todo, conservará siempre sus durezas. La solución es el sexo, algo que viene dado por la marcha de los hechos, pues la libertad sexual aumenta cuando disminuyen las demás libertades. El buen tirano hará bien en promover esta libertad. Este es el motivo por el que nuestra era debería contar entre sus fundadores a un enajenado, el Marqués de Sade, que la gauche divine llamó “el divino Marqués”.

(Publicado en Minuto Crucial)

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Putin y la Gran Guerra Patriótica

El comunismo ruso tuvo una relación accidentada con el tiempo. Los bolcheviques de la primera hora no habían venido a fundar un Estado y no les preocupaba la sucesión en el poder, por lo que no establecieron ninguna norma. Su misión era alumbrar un nuevo mundo, promover un resplandor que iluminaría a la humanidad entera y daría comienzo a la historia de la salvación en este mundo: su año cero sería el 1917, el año de la Revolución. Ellos conocían el camino que conduce al futuro. Solamente había que acelerar el paso para llegar a donde la historia se dirigía por sí misma, según los científicos dictámenes de Marx, Lenin y Stalin.

Pero los profetas se hicieron funcionarios del partido y del Estado, que era la misma cosa que el partido, la esperanza se desvaneció, mutando en melancolía y nostalgia, y, de prometer todo, se pasó a asegurar que todo se había logrado ya. Se había ofrecido el cielo para todos los hombres, pero el cielo, teñido de rojo y sangre, estaba vacío. Entonces no hubo más remedio que fundar un Estado sobre los territorios controlados por ellos. Le pusieron un nombre nuevo: Unión Soviética.

Divisiones administrativas de la Unión Soviética

Luego hubo que recurrir a la tediosa tarea de justificar la existencia de ese Estado y de quienes se arrogaban el poder sobre él. Se recurrió al antiguo esquema de ideas que está en el origen de la democracia: Dios da la autoridad al pueblo, el cual, no pudiendo gobernarse por sí mismo, la delega en el rey. De ahí derivaba el tomismo una justificación para derrocar al rey si se convertía en tirano. Una vez que los revolucionarios suprimieron a Dios de la teoría, quedó el pueblo, ahora sacralizado por su antigua relación con la divinidad, como depositario único del poder.

Pero el poder de la Unión Soviética pertenecía al Partido Comunista porque lo había tomado por la fuerza. No se justificaba por ley alguna de sucesión, sea la que brota de una elecciones libres, sea la que nace de la herencia en una monarquía. Su legitimidad procedía de la gloriosa revolución bolchevique y de las promesas de la utopía.

Aunque parecieron inspirarse en la antigua teoría democrática, los bolcheviques sentenciaron que el dueño del poder no es el pueblo, sino la clase trabajadora, mas ésta no es sabia, por lo que tiene necesidad de la ciencia marxista, ni puede gobernarse a sí misma, por lo que necesita delegar su poder en otro. De ahí que lo delegue en el Partido Comunista, su representante. Éste lo delega a su vez en el Comité Central, que lo delega en el Politburó, el cual finalmente lo delega en Lenin o en Stalin.

Así se fabricaba un déspota en los comienzos del siglo XX.

Pero aún había que jugar con el tiempo. Como enseña Orwell, había que cambiar el pasado por el futuro, el futuro por el pasado y ambos por el presente, según conviniera a las nuevas castas que copaban el dominio de aquel enorme territorio. Los jóvenes revolucionarios fueron envejeciendo con el Estado que ellos habían creado y ya en los años setenta habían convencido a sus pobladores de que no había nada que prometer y nada que esperar, porque el socialismo era real y existente, como pregonaba Leonid Brézhnev, el auténtico sucesor de Stalin después del interludio de Nikita Jrushchov. Se veneraban el presente socialista y a su pasado fundador, Stalin.

Vladimir Putin, educado en la Unión Soviética, como todos los próceres de la actual Rusia, sigue la misma conducta que sus predecesores. Además de venerar el pasado soviético y a Stalin, ni ha accedido al poder bajo un principio de sucesión establecido por la ley ni piensa que el poder del Estado tiene que encaminarse al bienestar de su gente, sino a su propia justificación frente al exterior. De ahí que sólo sepa ofrecer glorias pasadas, que no hacen otra cosa que sujetar el tiempo. Por eso celebra con tanto boato la Gran Guerra Patriótica, una celebración que funda el mito de la resistencia contra el nazismo, que procuró destruir a la Madre Patria. No al socialismo realmente existente, sino a la Madre Rusia. Es el mismo mito que puso en marcha Eisenstein en la película Alexander Nevski, cuyo rodaje fue vigilado por Stalin hasta en  los más pequeños detalles.

(Publicado en Minuto Crucial el 12/05/2022)

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Sobre la nueva forma de la política

Hemos asistido a la muerte del siglo XX, pero, en vez de aprender sus lecciones más importantes, el XXI está viendo nacer una nueva forma de entender la política generada a partir de dos formas anteriores.

La primera era la capitalista. Confiaba en las instituciones del mercado. La convicción corriente era que la actividad natural de los hombres engendra el mercado, que produce las instituciones, que a su vez traen la paz y el bienestar. El proceso había sido más tortuoso en la Europa Westfaliana, que se enzarzó en guerras intermitentes, que dieron lugar a la nación, la cual aprendió que era mejor la paz que la guerra y se decidió por la integración. El éxito no fue pequeño. Había sido capaz de concentrar en una unión inestable, pero bastante eficaz, los fragmentos de antiguos imperios y así pudo alcanzar la que es tal vez la mayor economía del planeta y una región democrática que debe contarse entre las mejores: la Unión Europea. Todo caminaba, según esta convicción, hacia un mundo mejor. Solamente había que dejarse llevar.

La segunda fue la de la Unión Soviética, de signo comunista. También allí se creía que todo llevaba hacia un mundo mejor, pero por otro camino. Siguiendo a Marx, se creía que la actividad natural de los hombres engendra la tecnología, que engendra la división del trabajo y el cambio social, que conduce a la revolución y ésta a la utopía. Cuando se comprendió que esto no era verdad y que el socialismo no llegaba, se optó por predicar que ya había llegado y que lo que debía hacerse era defender lo existente… hasta que lo existente se pensó que era Rusia, la madre Rusia. Stalin fue el primero en dar ese paso fundamental. Se pasó de defender lo que había de ser a lo que era ya, del futuro al pasado.

Pero la primera sigue actualmente la vía de la segunda. Defendía la etapa final de la historia y ahora defiende la inicial, ambas imaginarias. Defender lo que se ha sido es quedarse fijo, añorar las esencias nacionales y, cuando llegan el malestar y la desdicha, culpar al exterior. No puede ser de otro modo cuando se está convencido de que un país, sea Rusia o cualquier otro es un bien en sí que todos tienen el deber de preservar.

Esto es echar el ancla hasta el fondo de piedra y allí permanecer fondeado, inmóvil para siempre, como una estatua, porque de piedra es el pasado inmutable. ¿Qué hilo de acero une al pueblo con él? El jefe, el caudillo, que encarna en su persona la nación y las instituciones, toda la vida política, arrancada a Dios y a las gentes. Las instituciones que ponen en contacto al pueblo con el poder, se dice entonces, son corruptas y deben ser abolidas, sobre todo las instituciones de las urnas y las votaciones, porque acostumbran a los individuos a pensarse fuera del grupo, como si los embriones pudieran elegir la especie a la que pertenecer. El voto secreto, individual, privado, desata al votante de sus ligaduras vitales con el pueblo, le enseña a pensar que es alguien por sí mismo. Es la democracia liberal. Los filósofos del Kremlin añaden que es judaica.

Otros, en fin, ponen su mirada en la historia. Como Tucídides, no atienden a las razones de espartanos ni atenienses y procuran aprender del presente. Saben que las instituciones se corrompen o pueden corromperse, pero comprenden la necesidad que tienen de ellas. Piensan que deben perdurar y que los gobernantes tienen que desaparecer uno tras otro. Esa y no otra es la estabilidad a que llamamos Estado: lo que está firme, lo que sigue existiendo en medio del cambio que no cesa. Las imperfectas instituciones aseguran la sucesión sin turbulencias.

Éstos aman lo imperfecto porque aman la realidad y saben que en esta realidad, la única, la suya, no hay paraísos. Sabemos además que el agua pasada no mueve el molino, y que España, lo que más nos importa a nosotros, cumplió su ciclo histórico y ahora es algo otra cosa que lo que fue. Estamos convencidos de que en el futuro no hay nadie esperando. Así que no seguimos la primera ni la segunda alternativa. Nos quedan las oportunidades que brinda el presente y pensamos que hay que hacer cuanto esté en nuestra mano para aprovecharlas.

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Cataluña y Putin

Rusia es seguramente el país más activo en el ciberespacio. Resulta casi imposible saber el éxito que obtiene con ello, pero el hecho de que su presencia en el quinto dominio en forma de guerra de información sea tan persistente tiene que deberse a grandes ganancias políticas que se irán descubriendo con el paso del tiempo. Esta clase de guerra es negada cuando hay indicios de ella, lo que no es otra cosa que tratar de poner una valla a una posible escalada que pudiera desembocar en enfrentamientos armados. Biden ya advirtió de esta posibilidad, pero parece que sus adversarios del Kremlin no lo han creído.

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Ucrania entre dos estados depredadores

Estandarte del Presidente de la Federación Rusa.

Dos imperios han tratado de apoderarse de Ucrania en el siglo XX, el soviético y el nazi. Son dos especies de un mismo género, el socialismo, como vio con suma lucidez Vasili Grossman en Vida y destino: pese a que el segundo era odiado y la humanidad miraba con esperanza en dirección a Estalingrado, ambos eran un Estado de Partido, controlaban la producción y se apoderaban de ella, apelaban al trabajo y al nacionalismo (en Rusia con el “socialismo en un solo país”), creían que sólo el Partido y su jefe expresan la voluntad de la nación, etc. Cada uno era espejo del otro. Eran lo mismo y los dos quisieron Ucrania. Dos imperios que entendieron la política como depredación de lo que hubiera más allá de sus fronteras o dentro de ellas.

Primero fue Stalin, bajo cuyo poder la Unión Soviética era un proyecto imperial depredador. No teniendo propiedades territoriales fuera de sus fronteras, trató a Ucrania como una colonia al servicio exclusivo de la metrópoli, obligándole a entregar toda su producción agrícola. Entre tres y cuatro millones de personas murieron de hambre. Sigue leyendo

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¡Fuera la historia!

Mapa de la Unión Europea

Se dice que el estudio de la Historia de España en bachillerato partirá del año 1812, la fecha que suele ponerse como comienzo de las conciencias nacionales en la Dinastía Imperial que fueron las Españas.

Esa norma no tiene la menor importancia, porque lo que ordena es algo que ya se venía haciendo hace mucho tiempo. Lo que se degrada no es la enseñanza de la historia, que ya está degradada, sino la legislación, que desciende un peldaño más en la degeneración de la enseñanza española, una degeneración que comenzó en 1970. Sigue leyendo

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