La bandera andaluza

Jean Laurent: Catedral de Sevilla

El viajero está mirando una foto antigua, de Jean Laurent, hecha alrededor del año 1870. Hay bajeles en el puerto y otros veleros de menor tamaño. Algunos, varios siglos antes, habrían venido desde la Nueva España o desde el Perú, y sería otros: galeones, naos o carabelas. Imagina el trajín del puerto en aquel tiempo por el tráfico de mercancías. A ese tráfico acudían gentes de lugares lejanos, que se asentaban en la ciudad. Al fondo destaca la figura de la catedral, con su enhiesta torre, antes alminar, coronada por un campanario renacentista. Todo ha cambiado, pero la catedral sigue ahí.

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Jean Laurent: Catedral de Sevilla

El viajero está mirando una foto antigua, de Jean Laurent, hecha alrededor del año 1870. Hay bajeles en el puerto y otros veleros de menor tamaño. Algunos, varios siglos antes, habrían venido desde la Nueva España o desde el Perú, y sería otros: galeones, naos o carabelas. Imagina el trajín del puerto en aquel tiempo por el tráfico de mercancías. A ese tráfico acudían gentes de lugares lejanos, que se asentaban en la ciudad. Al fondo destaca la figura de la catedral, con su enhiesta torre, antes alminar, coronada por un campanario renacentista. Todo ha cambiado, pero la catedral sigue ahí.

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Volverán otra vez las lluvias

Yo me empeño a menudo en que los credos actuales, que castigan el ser más que la acción, no hagan mella en mí. A veces lo consigo y a veces no. He abandonado hace mucho la intención y la necesidad de incluirme en el marxismo y sus especies: el comunismo, el socialismo, el progresismo, el feminismo y otras. También me veo ajeno al ecologismo, al animalismo, al homosexualismo, etc. ¿Soy acaso un conservador? No, pues hay cosas que creo que no se deben conservar, pero otras sí. ¿Soy un retrógrado? Imposible. Eso es algo que puede ser un planeta en su ecuante, pero las sociedades no retroceden ni avanzan. Sólo están en el tiempo.

Soy más bien un reaccionario, porque a veces reacciono ante algunos hechos. El penúltimo ha sido un sello que, por orden del gobierno, quiere festejar el comunismo. Me pregunto: ¿qué es el comunismo? ¿Pronunciaré dictámenes sesudos e intrincados para expresarlo? No. Atenderé sólo a un rasgo. Juzgue el lector si es importante. Sigue leyendo

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Mujer

Doña Berenguela de Castilla

Decir mujer es decir belleza. Decir belleza es decir bondad. Siempre han ido juntas. Es algo que sabía el griego antiguo, para quien un hombre noble era kalós kaí agathós, hermoso y bueno. Lo sabe el metafísico, que ha solido integrar lo bello lo bueno como trascendentales del ser. Lo intuía el medieval, para quien el mejor es noble y su contrario es el villano. Incluso el séptimo arte ha rondado estas nociones: la finura estética de Charles Laughton es una prueba, pues hace decir a uno de los personajes de La noche del cazador que los malos desafinan cuando cantan.

Todo esto es cierto, pues la falta de estética y la ausencia de bien son inseparables. Las personalidades más sutiles que ha producido la raza humana, agrega Nietzsche, tienen gracia innata, mirada dominadora, manos hermosas y pies finos, además de cumplir su deber con orgullo. Sigue leyendo

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Madres que matan a sus hijos

Frederick Sandys: Medea

Podría yo empeñarme en la tarea de desarticular los innumerables argumentos que no cesan de exhalar los credos de nuestros días. Pero me faltan vigor y capacidad. Es tan extensa la progenie de ideas nacidas de ese lugar que tendría yo que ser un Alcides, que, enfrentado a la Hidra de Lerna, de cien cabezas, veía que, cada vez que él cortaba una, brotaba otra. Además, muchos de esos credos son ininteligibles para mí. Simone de Beauvoir, por ejemplo, asegura que no se nace mujer, sino que se hace mujer. Y esto no lo entiendo. Más bien pienso que una mujer, o un varón, una vez nacidos y, después de entrar en la edad de la razón y la libertad, pueden hacer de sí un santo, un poeta, un vagabundo, un asesino, etc. Si Beauvoir quiere decir que una mujer se puede hacer madre y luego asesina de su prole, entonces sí lo comprendo, pero sé que no es eso lo que ella piensa. Sigue leyendo

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El diablo, la mentira y Putin

Representación moderna de Satán

Una vez que Adán paseaba por el Jardín del Edén poniendo nombre a las cosas -desde entonces llamamos lobo al lobo y hiena a la hiena- dio con un extraño ser con porte de fauno: cuernos, patas de cabra, olor a azufre. Lo que hablaron, según cuenta Sánchez Espeso en Paraíso, fue del siguiente tenor: “¿Tú quién eres?”, preguntó Adán; “Soy el diablo”, respondió; pero Adán objetó: “Imposible; el diablo es el padre de la mentira; si tú fueras el diablo, me habrías dicho que no lo eres; pero has dicho que lo eres; luego no eres el diablo”; “Tienes razón; no soy el diablo”, dijo el extraño ser, y se marchó. ¡Lo había engañado diciéndole la verdad!

Si Adán hubiera podido contemplar la puesta de Sol fuera del Edén, habría visto que la gran luminaria estaba siendo oscurecida por un cúmulo de nubes densas, casi negras. Habría contemplado un atardecer triste, porque se había pronunciado la primera mentira en un idioma humano. Sigue leyendo

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San Ambrosio y la lectura en soledad

San Ambrosio. Tabla del monasterio de Santa María de Sigena (Fotografía de Ángel M. Felicísimo)

Yo doy mi paseo cotidiano apenas despunta el alba. El horizonte es amplio, el cielo alto y azul. Algunas nubes blancas pasan por él. Siempre miro un instante una gran encina, sólida en su suelo. Paso por un pequeño parque donde las hojas de las acacias emiten un destello verde por la luz sobre el rocío de las hojas. Vuelvo luego a casa y a mi estudio. Me esperan el café y su aroma. Después viene la lectura a solas, durante dos o tres horas.

Abro el libro donde lo dejé: la Confesiones, de san Agustín, capítulo III. Su espíritu, continúa diciendo la página que leo ahora, vivía inquieto en la discusión y la investigación y tenía a Ambrosio como hombre feliz –“sólo su celibato me parecía trabajoso”-; sigue hablando de su maestro y se sorprende de algo. Su sorpresa me desconcierta: el gran predicador que fue el Obispo de Milán, quieta la voz, leía llevando su vista por el texto y penetrando su sentido, pero sin mover siquiera los labios. ¡Leía sólo con los ojos! Intenta san Agustín hallar la causa y dice que lo hace así porque se le tomaba la garganta con facilidad y él tenía que reservarla para la predicación. Sigue leyendo

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