Eutanasia. Dos películas

Para decir de alguien que es muy orgulloso, un viejo aforismo castellano se refiere a don Rodrigo: “Tiene más orgullo que don Rodrigo en la horca”.

Sin embargo, don Rodrigo Calderón, Marqués de Siete Iglesias, murió por degollamiento el 21 de octubre de 1621, y no dio muestras de orgullo en ese trance, sino de entereza y valor. Había sido secretario del Duque de Lerma, el que “para no morir ahorcado se vistió de colorado” en tiempos de Felipe III y, no pudiendo acogerse a la inmunidad que daba a su señor el capelo cardenalicio, comprado en Roma para librarse de la justicia debida a sus fechorías, fue ejecutado en la Plaza Mayor de Madrid al comienzo del reinado de Felipe IV. Con tanta serenidad afrontó su final que el pueblo quedó vivamente admirado, el V Duque de Alba dijo de él que había muerto con el orgullo de un romano y la piedad de un buen cristiano, y mucho tiempo más tarde seguía despertando admiración, como atestigua Azorín, que lo puso como modelo de políticos, los cuales, según dejó escrito, deberían tener “este espíritu y fervor que tuvo don Rodrigo, este sosiego, esta inalterabilidad maravillosa y profunda”. Sigue leyendo

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Hitler: la raza y la cultura

Para la defensa de la cultura alemana, sobre todo en Austria, la Iglesia Católica representaba un obstáculo porque su cabeza estaba fuera de Alemania, en Roma. Para salvar la suerte del pueblo alemán en Austria, superar la “infeliz división religiosa” existente en toda Alemania y fortalecer la nacionalidad alemana general era preciso, por tanto, atacar a Roma.

Arturo de Gobineau

Bismarck libró su lucha por la cultura contra el catolicismo. Hitler libró la suya, descrita en su libro Mein Kampf, Mi lucha, por la raza, según suele decirse, pero también fue por la cultura, sea lo que sea lo que significa este vocablo en boca de ellos y de muchos y de muchos otros. Pero es necesario advertir que, si se la cultura se entiende como una entidad más o menos espiritual que se cierne por encima de los individuos, transmitiéndoles su identidad, de manera que al margen de ella ellos no son lo que son, entonces es algo que no existe, un producto mental vacío que no se refiere a nada real. Sigue leyendo

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Nacionalsocialismo y cultura

Caricatura de una campaña nazi contra el clero católicoLa SD (Sicherheitsdienst, Servicio de Seguridad nazi) interceptó en 1935 una carta que permitía a las misiones católicas existentes fuera de Alemania enviar dinero a Roma. Se las ingenió a continuación para condenar a muchos años prisión y grandes multas a algunos miembros de órdenes religiosas bajo la acusación de transferir dinero ilegal. Luego pudo publicitarse que la Iglesia de Roma era una gigantesca máquina de acumular riquezas con la intención de que la gente no hiciera donaciones a las obras de caridad católicas.

Las investigaciones sobre estas infracciones monetarias, que en realidad no lo eran, decidieron a los jerarcas nazis a ampliar las acusaciones a otras de homosexualidad y pedofilia. Como consecuencia de ello hubo en 1936 270 procesos por estos supuestos delitos. Los juicios se interrumpieron por la celebración de los Juegos Olímpicos de Berlín, pero cuando éstos finalizaron se reanudaron con mayor intensidad, sobre todo una vez que fue promulgada la encíclica Mit brennender Sorge (Con ardiente preocupación. Sobre la situación de la Iglesia Católica en el Reich alemán), de Pío XI, pues entonces Hitler dio órdenes a su ministro de justicia para que los “juicios de moralidad” tuvieran prioridad y el ministro de propaganda manifestó a la prensa que esos juicios debían presentarse como prueba de la perversidad de la Iglesia Católica. Sigue leyendo

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Platón y Aristóteles sobre la democracia

Sucede a veces que no se sabe disociar la gran filosofía antigua de las ideas políticas del presente. Como la democracia se ha vuelto sublime y como Sócrates, Platón, Aristóteles y otros son grandes filósofos se oculta o no se quiere ver la verdad: que fueron contrarios a este sistema político. De Sócrates, condenado injustamente por la democracia a tomar la cicuta, no se conocen a ciencia cierta sus razones, pero sí las de Platón y Aristóteles.

Nave griega de cincuenta remos

El primero atacó el sistema en muchas ocasiones, de las cuales puede recordarse la comparación del Estado con una nave capitaneada por marinos ignaros que, en lugar de procurar aprender el oficio que practican, engrosan su hacienda a costa del pueblo, el honrado patrón, más fuerte que ellos ciertamente, pero corto de vista y oído, y pasan sus días en jolgorio y diversión. He aquí la comparación (República, 488a – 489a):

-Figúrate que en una nave o en varias ocurre algo así como lo que voy a decirte : hay un patrón más corpulento y fuerte que todos los demás de la nave, pero un poco sordo, otro tanto corto de vista y con conocimientos náuticos parejos de su vista y de su oído; los marineros están en reyerta unos con otros por llevar el timón, creyendo cada uno de ellos que debe regirlo sin haber aprendido jamás el arte del timonel ni poder señalar quién fue su maestro ni el tiempo en que lo estudió, antes bien, aseguran que no es cosa de estudio y, lo que es más, se muestran dispuestos a hacer pedazos al que diga que lo es. Estos tales rodean al patrón instándole y empeñándose por todos los medios en que les entregue el timón; y sucede que, si no le persuaden, sino más bien hace caso de otros, dan muerte a éstos o les echan por la borda, dejan impedido al honrado patrón con mandrágora, con vino o por cualquier otro medio y se ponen a mandar en la nave apoderándose de lo que en ella hay. Y así, bebiendo y banqueteando, navegan como es natural que lo hagan tales gentes y, sobre ello, llaman hombre de mar y buen piloto y entendido en la náutica a todo aquel que se da arte a ayudarles en tomar el mando por medio de la persuasión o fuerza hecha al patrón y censuran como inútil al que no lo hace; y no entienden tampoco que el buen piloto tiene necesidad de preocuparse del tiempo, de las estaciones, del cielo, de los astros, de los vientos y de todo aquello que atañe al arte si ha de ser en realidad jefe de la nave. Y en cuanto al modo de regirla, quieran los otros o no, no piensan que sea posible aprenderlo ni como ciencia ni como práctica, ni por lo tanto el arte del pilotaje. Al suceder semejantes cosas en la nave, ¿no piensas que el verdadero piloto será llamado un miracielos, un charlatán, un inútil por los que navegan en naves dispuestas de ese modo?

-Bien seguro- dijo Adimanto. Sigue leyendo

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Sobre la tolerancia

El problema

Suele pensarse que la tolerancia es la virtud democrática por excelencia. Se conecta con la libertad de opinión y se entiende como respeto a la opinión, independientemente de quién sea el opinante. Pero esto es indefendible si se expresa como algo general, como teoría, porque equivale a admitir que todos los individuos se hallan en pleno uso de la razón y, por ende, que todos tienen derecho a expresar su opinión y a que sea tenida en cuenta. Existen muchas personas a las que no se puede conceder al mismo crédito que a otras: el paciente no puede pretender que su diagnóstico sobre la enfermedad que padece sea aceptado en pie de igualdad con el del médico. También es indefendible en la práctica, porque en cualquier diálogo, que por necesidad habrá de contar con un número restringido de personas, tiene que haber turnos, incluso cuando se trata la más sencilla conversación, y no puede haber espacio ilimitado en la prensa, en una editorial, etc., para todo lo que quiera decir cualquiera. Hay siempre factores externos que limitan las posibilidades de manifestar opiniones, factores como la falta de tiempo, la ausencia de público, de lectores, la carencia de espacio en un periódico, en un libro, etc. La libertad de opinión no puede, pues, ser ilimitada en la realidad. Pero es que además hay circunstancias en que el respeto a una persona, que no a sus opiniones, es lo que puede hacer que alguien sienta la obligación de pedirle que se calle, de no permitir que siga exponiendo razones estúpidas o delirantes, como tampoco debería tolerarse seguramente que alguien manifieste sus opiniones, aunque sean verdaderas, sobre mi cojera, mi joroba o cualquier otro defecto físico o intelectual. Por esto no parece que sea absolutamente aceptable tampoco cuando se la liga a la verdad. Sigue leyendo

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Acerca de la autoridad

El que hoy se esfuerce por hablar objetivamente sobre la autoridad está nadando contra la corriente. Pocos conceptos hay tan denostados como éste. Se la hace equivaler a imposición, coerción, despotismo, etc., lo cual no debe extrañar a nadie, pues nuestro presente es deudor en gran medida de las ideas de filósofos como Rousseau, Marx, Lenin, Nietzsche, Freud, etc.

Atendamos a Marx y a Lenin, cuyas doctrinas se pusieron en práctica en Rusia, dando lugar a la restauración por vía despótica del imperio de los zares. En la Enciclopedia filosófica, editada en Moscú el año 1964, la autoridad se entiende lisa y llanamente como poder y el poder como la aplicación de diversas formas de fuerza, llegando a la intervención militar para conseguir o mantener un dominio económico o político, o para conquistar cualquier otro derecho o privilegio[1]

El poder se entiende únicamente como fuerza física directa aplicada al dominio de unos hombres sobre otros. ¿Quién habrá de negar la necesidad moral de su extinción? Los seguidores de Marx y Lenin no, desde luego. Ellos no deben dejar pasar una sola oportunidad de destruirlo. Puesto que, según creen, la historia de la humanidad enseña que el uso del poder está ligado al dominio de unas clases sociales sobre otras, aquel se esfumará por sí solo cuando desaparezca la fractura o división de la sociedad en clases y todos los hombres pasen a formar parte de una sola totalidad social. Dicha fractura se debe al “poder y el robo, la astucia y el engaño”, añade la mencionada Enciclopedia filosófica, a un manto oscuro de patrañas que oculta la igualdad esencial entre los hombres.

Esta concepción superficial del poder se sustenta sobre una visión utópica y beatífica de la igualdad humana, sobre una visión que a fin de cuentas hunde sus raíces en el cristianismo. No es extraño que, habiéndolo comprendido como una fuerza del mal, los revolucionarios hayan hecho un uso consecuente del mismo cada vez que lo han tenido en sus manos. Engels fue quien dejó sentada la doctrina. El proletariado, dijo, no busca el poder ni se apoya en él para lograr sus fines. Si se ve obligado a hacerlo es porque no tiene otra opción que enfrentarse a las fuerzas opresoras que bloquean la revolución. Son esas clases las que cogen las armas porque ven aproximarse su final y no se resignan a desaparecer. ¿Qué otra cosa puede hacer el proletariado que utilizar la dictadura contra ellas? Sigue leyendo

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