David Hume

I. Asociación de ideas

Allan Ramsay, Retrato de David Hume

David Hume (1711-1776) respalda el principio empirista según el cual todos los contenidos de la conciencia proceden de la experiencia sensible. Su ontología, la más simple que presentó el empirismo inglés, admite un solo tipo de entidad, las percepciones, que divide en impresiones, o datos inmediatos de la experiencia externa o interna, caracterizadas por su fuerza y viveza, y las ideas, o imágenes difuminadas de las impresiones, representaciones menos fuertes y vivas que proceden de ellas. La diferencia entre ambas es la que hay entre sentir un dolor y recordarlo.

Todas nuestras ideas proceden de nuestras impresiones. Quien pretenda otra cosa, dice desafiante Hume, tiene un único y sencillo método de refutación: mostrar una sola que no derive de dicha fuente. Sobre ese único material trabaja la mente, enriqueciéndolo y aumentándolo merced a la asociación de ideas. En la fantasía pueden fabricarse reinos maravillosos que nadie ha visto, pero, si se examinan con detenimiento, se hallará que están compuestos de elementos simples procedentes de la impresión, elementos que no se unen entre sí por la acción voluntaria del sujeto, sino por la fuerza suave pero irresistible de la asociación de ideas, que, como la ley de atracción de los cuerpos rige todos los fenómenos exteriores, así también rige ella todos los interiores. De esta ley interna conocemos únicamente sus efectos, pero, sin que nos percatemos de ello, se impone a la imaginación, la afecta, la determina, la ordena, la hace aparecer como memoria, sueño, entendimiento o fantasía, la hace ser sistema, naturaleza, regularidad, objeto de ciencia.

Esta ley tiene tres formas:

  1. Semejanza: paso de una idea a otra por el parecido entre ambas: un cuadro nos lleva a la persona representada en él; bajo esta forma la ley es decisiva para comparar ideas en cuanto a sus relaciones formales; así en la matemática
  2. Contigüidad: recorrido de tiempos y lugares contiguos a un objeto cualquiera: el amante despechado recuerda a la amada al visitar el paraje en que la conoció; bajo esta forma es decisiva en el campo de las ciencias de hecho.
  3. Causalidad: contigüidad y sucesión regulares de dos sucesos en el espacio y el tiempo. Más abajo se verá el análisis detenido que Hume dedica a esta forma de la asociación y las consecuencias que se siguen de él.

Esta ley interna da razón, según Hume, de la constancia y uniformidad que se había atribuido a la naturaleza, según los realistas, Locke, etc., o a Dios, según Berkeley. Véanse ahora los efectos de su aplicación a la filosofía.

II. Verdades de razón y cuestiones de hecho

Platón oponía los pensadores menores, que se distinguen por adivinar lo que va a pasar de acuerdo con lo que había pasado, a los filósofos, que saben lo que las cosas deben ser de acuerdo con su conocimiento racional de las formas. Hume estima que el género de adivinación que Platón despreciaba es el único conocimiento del que disponemos, porque la razón, un instinto maravilloso y oscuro que nos hace seguir los encadenamientos de las ideas, dice, procede de experiencias pasadas y nadie podrá nunca explicar por qué las experiencias pasadas tienen que ser por fuerza semejantes a las futuras. De nuestra seguridad en el orden y regularidad de la naturaleza sólo tenemos la prueba de nuestros hábitos y costumbres, basados en la asociación de ideas.

No obstante, Hume reconoce que el saber matemático no puede ser considerado como un mero asunto de asociación y hábito. Por esto establece que hay dos clases de conocimiento:

  1. Relaciones de ideas: toda afirmación que sea intuitiva o demostrativamente cierta, como las de las matemáticas. Proposiciones como «el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados» o «tres veces cinco es igual a la mitad de treinta» son proposiciones cuya verdad puede descubrirse por la mera operación del pensamiento, aunque no existan en parte alguna del universo triángulos ni números, porque su negación incurre en contradicción (v. Tratado…, págs. 47 y 48).
  2. Cuestiones de hecho: toda afirmación cuyo contrario sea posible por no implicar una contradicción. Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor contradicción que su negación. En vano se intentaría demostrar que es falsa. (v. ibid.).

No hay más conocimiento que el formal demostrativo de las matemáticas y el positivo de las ciencias empíricas. Las palabras finales de la Investigación sobre el entendimiento humano son terminantes:

Si [al recorrer los libros de una biblioteca] cae en nuestras manos, por ejemplo, algún volumen de teología, o de metafísica escolástica, preguntémonos: ¿contiene algún razonamiento abstracto relativo a una cantidad o a un número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental sobre cuestiones de hecho y de existencia? No. Entonces, arrojémoslo a las llamas, porque sólo puede contener sofismas y supercherías (pág. 192)

Esta teoría se parece a los principios admitidos por los miembros del Círculo de Viena hacia 1930. Según esos principios, las ciencias naturales se basan en afirmaciones que no tienen sentido más que si se refieren a una experiencia posible, y las ciencias matemáticas están basadas en definiciones. Las primeras proporcionan una verdad empírica, y las segundas, una verdad lógica; fuera de ellas no hay otra verdad, y la metafísica debe ser rechazada como algo que no tiene cabida en ninguna parte.

III. Análisis de la idea de causa

Locke había advertido ya que la relación causal es una relación entre ideas y no entre objetos, pero no había extraído ninguna consecuencia ulterior, limitándose a aducir que el orden natural se fundamenta en Dios, que lo ha previsto de manera que los objetos lo reproduzcan en nuestra mente. Como Descartes antes que él, aceptó el influjo de la divinidad y la oscura acción de la causalidad sin detenerse a analizar ambos principios.

Hume fue más consecuente y, tras comprobar que todos nuestros conocimientos, a excepción de las matemáticas, reposan sobre la validez que concedemos al principio de causalidad, decidió que era sumamente importante desentrañar el carácter de necesidad que se le atribuye para conocer cuál es el fundamento de las ciencias empíricas.

Argumentó, en primer lugar, que no es una relación de ideas, un principio racional que hubiera que aceptar por fuerza, porque es posible concebir que un objeto no existe en un momento dado y sí en el siguiente, sin tener que aceptar que otro lo ha causado. Luego la idea de comienzo en la existencia y la de causa pueden separarse sin cometer contradicción y no es posible, en consecuencia, demostrar racionalmente que, dada la primera, la segunda se ha de seguir necesariamente (v. Treatise, I, 183).

A continuación probó que tampoco es una cuestión de hecho, un principio basado en la experiencia. Quien imagine a Adán recién creado por Dios, dotado de una capacidad intelectual superior a la del común de los hombres, pero desprovisto de experiencia, admitirá que de la simple visión del agua no podrá inferir que puede ahogarle ni de la del fuego que puede quemarle. Para saberlo tendrá que recurrir a la experiencia, pero en ella no hallará una relación necesaria entre hechos. Observará que la hierba seca arde después de aplicarle la llama, que arde la que entra en contacto con la llama y que lo mismo sucederá tantas veces como lo haga en circunstancias similares. Nada más que esto observará. Todas sus experiencias se reducirán, pues, a sucesión temporal, contigüidad en tiempo y espacio y repetición constante de dos hechos.

¿No existe entonces conexión necesaria alguna entre la llama y la hierba ardiendo? ¿De dónde extraemos si no la seguridad que sentimos cuando nuestra mente da ese pequeño paso que consiste en saltar desde un hecho presente, la llama, a otro próximo en el futuro, la hierba ardiendo? ¿Por qué estamos convencidos, en fin, de que el futuro es igual que el pasado? Según Hume, la razón no nos sirve de ayuda en este caso, porque la suposición de que el futuro es conforme al pasado, apoyada en la confianza de que la naturaleza sigue siempre un curso regular, es indemostrable. En efecto, es posible pensar que el sol saldrá mañana, pero también que no saldrá, y en ninguno de los dos casos se comete contradicción. Luego puede pensarse que no saldrá, porque lo que no es contradictorio es posible, aunque nunca suceda de hecho. No existe, en conclusión, conexión necesaria entre lo que llamamos causa y lo que llamamos efecto.

Si razonamos causalmente en todas las cuestiones de hecho no es por la necesidad de las cosas, sino porque la memoria guarda la sucesión de dos hechos pasados, los sentidos nos presentan uno de ellos y la imaginación nos ofrece el otro con la misma fuerza y vivacidad que si estuviera presente. La causalidad no es más que esa conexión entre los sentidos, la memoria y la imaginación, un mecanismo mental por cuya acción existe para nosotros orden y regularidad en la vida y en todo conocimiento que no sea relación de ideas (v. Rábade, Hume…, pág. 228)

La causalidad es una costumbre de la que no nos es dado prescindir. Gracias a ella encuentra fundamento y aceptación en nuestro interior la noción misma de realidad, la cual es obra de la creencia. Si solamente influyeran en nosotros las impresiones y las ideas nuestra vida sería imposible. Afortunadamente contamos con ese mecanismo que levanta ante nosotros un sistema ordenado de ideas e impresiones que no confundimos con las fantasías de la imaginación, un sistema al que damos el nombre de realidad.

La causalidad, entendida como una costumbre, conduce en línea recta al escepticismo, a la renuncia al ideal griego platónico-aristotélico de la universalidad y necesidad de la epistéme cuando se trata de ciencias reales (matters of fact), debido a que la universalidad y la necesidad sólo caben en las ciencias formales o relaciones de ideas. Hume considera, sin embargo, que el resultado de su análisis de la causalidad no es el fin de la ciencia, ni siquiera el fin de la creencia en la ciencia. Por suerte, dice, cosas tan importantes como creer y no creer no han sido dejadas por la naturaleza en manos de los filósofos. Es decir, todo sigue igual en cierto modo: la imaginación continúa con sus ficciones, los hombres siguen creyendo y, en definitiva, el entendimiento funciona así, necesariamente. Pero ¿cómo conformarse con el hecho de que la necesidad no resida ya en principios evidentes, sino en la naturaleza humana?

Debe admitirse, con todo, que la crítica de la causalidad tiene una gran importancia práctica, pues en adelante no es posible justificar el dogmatismo ni hay ya razones para subordinar la vida a verdades que se ha visto que son ficciones. El hombre, dice Hume, creerá espontánea y naturalmente más en estos o aquellos principios, en estas o aquellas ideas, según la fuerza con la que le afecten, según su utilidad para la vida, según el placer que le proporcionen. Es mayor la legitimación de una idea que produce felicidad que la de otra verdadera.

IV. Las tres sustancias

Otra categoría rechazada por Hume es la de substancia. El ataque no va dirigido ahora solamente contra la sustancia material, sino contra cada una de las tres que venían siendo estudiadas por la filosofía a partir de Descartes: el mundo externo, el alma y Dios.

Acerca de la primera empieza diciendo que cada una de las percepciones diferentes es una entidad distinta y no puede, por consiguiente, ser idéntica a un objeto cualquiera que tuviera una existencia exterior. Estamos naturalmente dispuestos a colmar los intervalos entre cada percepción con imágenes, de suerte que se mantengan la continuidad y la unidad, pero esto no es sino una ficción que nos forjamos para eludir la contradicción entre la imaginación, que nos dice que nuestras percepciones semejantes tienen una existencia que no es aniquilada cuando no se perciben, y la reflexión, que nos dice que nuestras percepciones semejantes son diferentes entre sí y tienen una existencia discontinua. Puesto que los elementos del mundo son percepciones y puesto que las percepciones no existen más que en el momento en que son percibidas, es absurdo suponer que los objetos continúen existiendo cuando no son percibidos.

Una cosa es la existencia empírica, aquella de la que nos informa la experiencia sólo durante el tiempo al que alcanza el acto de conocimiento, y otra la existencia de los objetos en el sentido que la opinión común da a esa expresión, como realidad independiente y continuada fuera del acto de percepción. Tratamos de garantizar la existencia del objeto en este segundo sentido sobre la base de una relación causa-efecto que hacemos trascender la existencia empírica, lo cual carece de toda justificación.

Según la disertación de Hume, la filosofía, por un lado, muestra que la existencia de los cuerpos es una hipótesis admitida gratuitamente: ¿cómo sentirnos obligados a aceptar que existen si para ello es preciso o bien que la razón nos dé una prueba, lo cual es imposible, porque puede pensarse sin contradicción su inexistencia y, en consecuencia, su existencia es indemostrable, o bien que los sentidos nos presenten simultáneamente los objetos y sus impresiones, lo cual es también imposible?

La naturaleza humana, por el otro, no admite que se elimine la creencia en la existencia del mundo externo. Esta oposición se debe a que la naturaleza humana y la razón filosófica son dos cosas separadas, distintas y, en muchos casos, contrarias, dice Hume. Por suerte para nosotros, somos hombres antes que filósofos, agrega.

Sobre la segunda sustancia de nuestra lista, el yo, su Tratado de la naturaleza humana, I, 4, expone que muchos se figuran ser conscientes de su propio yo, experimentarlo y sentir que permanece en la existencia, sin advertir que la experiencia misma que debería abogar en su favor sirve más bien para desmentirlo. ¿De qué impresión podría proceder la idea del yo? Tendría que ser de una que permaneciera invariablemente idéntica durante toda la vida, pues así se supone que es el yo, pero no hay una sola que cumpla el requisito:

cuando penetro más íntimamente en lo que llamo mi propia persona, tropiezo siempre con alguna percepción particular de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, pena o placer. Jamás puedo sorprenderme a mí mismo en algún momento sin percepción alguna y jamás puedo observar más que percepciones (ibid.)

Sería absurdo encontrar el yo sin ninguna percepción. Por otro lado, cuando se suprimen todas, como en un sueño profundo, no se es consciente de nada y no existe diferencia entre ese estado y estar muerto.

Hume compara el espíritu a un teatro «donde muchas percepciones hacen sucesivamente su aparición, pasan, vuelven a pasar, corren y se mezclan en una variedad infinita de posturas y de situaciones». Pero prosigue precisando que es un teatro cuyo emplazamiento ignoramos y que no sabemos nada de los materiales de que está hecho. Exactamente como las cosas materiales, el yo adquiere su unidad gracias a ciertas similitudes y continuidades, y también a las operaciones de la memoria. Si alguien cree tener un yo, añade Hume en el mejor estilo del humorismo británico y del talante liberal:

todo lo que puedo conceder es que puede estar tan en su derecho como yo y que somos esencialmente diferentes a ese respecto […]. Pero, dejando a un lado a algunos metafísicos de esa clase puedo aventurarme a afirmar que todos los demás seres humanos no son sino un haz o colección de percepciones diferentes […] en perpetuo flujo y movimiento (ibid.)

En cuanto a Dios, la tercera sustancia puesta en solfa, es obvio que no ha sido jamás objeto de impresión alguna. De hecho, nunca podremos conocer por impresión algo que, de ser, sería necesario. Tampoco es posible convertirlo en objeto de una demostración racional, porque una tal demostración solamente es posible cuando su negación es contradictoria. Pero todo lo que podemos pensar que existe podemos también pensar que no existe, sin que en ninguno de los dos casos se halle contradicción alguna. Luego no hay ningún ser cuya inexistencia implique contradicción y, en consecuencia, no hay ninguno cuya existencia sea demostrable. Los argumentos a posteriori, apoyados en la experiencia, son más convincentes, pero no bastan para demostrar que Dios es uno, bueno, providente, perfecto, etc.

La teoría del conocimiento de Hume se llama fenomenismo porque reduce la realidad a fenómenos, suprime la sustancia y en su lugar pone la apariencia sensible. El fenomenismo es en conjunto, como puede comprobarse, una demoledora crítica de la metafísica y la ciencia, y una vía abierta al escepticismo. A éste, declara Hume, nos conduciría la filosofía si no lo impidiera la naturaleza.

V. Filosofía moral

La primera cuestión a dilucidar en moral es la existencia de la libertad, pues si ésta no existe ningún hecho puede calificarse como bueno o malo, debido a que no imputamos la culpabilidad o la inocencia a quien actúa involuntariamente. El pensamiento de Hume sobre ella no rehuye las consideraciones que se hacen sobre el mundo físico, toda vez que mantiene que, lo mismo que en éste hay leyes que rigen la aparición de los fenómenos, así también en el mundo humano las conductas están sometidas a leyes que las hacen previsibles. Lo cual, lejos de ser un inconveniente, favorece en sumo grado la vida social. Sabemos, dice Hume, que una bolsa de dinero abandonada en la calle tardará menos de una hora en desaparecer. Esperamos asimismo con toda confianza que nuestro vecino seguirá comportándose como una persona de bien y no como un loco iluminado. Si la conducta humana no fuera previsible tal vez abandonaríamos el dinero en la calle y no nos fiaríamos del vecino. Pero entonces nuestra propia conducta sería un caos. En conclusión, si los hombres no fueran previsible no entenderíamos la vida ni podríamos mantenernos en ella.

Esta forma de ver la libertad no es, a juicio de su autor, un ataque al libre albedrío, antes al contrario es una confirmación del mismo, sólo que de manera poco usual para muchos. No puede admitirse que una persona que sigue su voluntad, aunque ésta esté causada, no es libre. Por otro lado, siempre que se sigue un deseo, éste tiene un motivo, y éste otro, etc. Sería incomprensible que una acción fuera voluntaria y la voluntad careciera de causa para inclinarse hacia un lado u otro.

Causación no es coacción, por lo que nada impide que una voluntad causada sea una voluntad libre. Debe admitirse, pues, que existe la libertad y, en consecuencia, que los actos pueden ser calificados como buenos o malos. Falta saber cuándo puede hacerse esto último, es decir, qué condiciones debe cumplir una acción para ser juzgada moralmente.

Unos creen que lo moral está en la razón y otros que en los sentidos, pero se equivocan todos. Los primeros porque la acción pertenece a la cadena causal de los hechos y la razón no está antes ni después de los mismos para impedirla, modificarla o continuarla. Además un acto o una decisión no puede recibir su calificación moral a partir de la razón porque ésta puede conocer lo natural, lo que las cosas son, no lo que deben ser. Atribuir a la razón la capacidad de establecer y juzgar el deber ser porque conoce el ser es incurrir en la falacia naturalista, que confunde lo bueno con lo natural.

Los que creen que lo moral reside en los sentidos tampoco están en lo cierto porque entonces habría que aceptar que las conductas animales también son morales, pues son las mismas en muchos casos que las que consideramos como morales en los hombres. Habría que aceptar, por ejemplo, que, dado que el hecho es el mismo, el incesto cometido por un perro es tan reprobable como el de un hombre, lo cual es ciertamente disparatado, pues equivale a pensar que los animales tienen deberes morales.

No son la razón ni los sentidos el fundamento de la moral, dice Hume, sino la pasión, el sentimiento. Cuando alguien sabe de un asesinato siente en su pecho un sentimiento de repulsa. Ahí está lo moral. El sentimiento es la fuerza que nos determina a obrar y dota de valor moral a una decisión. Los juicios morales expresan sentimientos naturales y desinteresados de aprobación o desaprobación que nos producen determinadas conductas. Los sentimientos son el origen de las virtudes y los vicios, pues nos indican qué clase de cualidades suscitan la estima propia y la de los demás.

Un problema subsiste, sin embargo: si el sentimiento es el que decide, ¿cómo es posible que los humanos se pongan de acuerdo en los juicios morales? La respuesta de Hume es que el sentimiento descansa en la naturaleza humana y, puesto que ésta es común a todo hombre, las decisiones morales ejercidas por el sentimiento serán universales, sin necesidad de reflexión teórica a priori.

V. Fernández Rueda, E., Historia de la filosofía


 

 

 

Share
Publicado en Filosofía teórica | Comentarios desactivados en David Hume

Cosmovisiones científicas

Introducción

El nombre un tanto impreciso de cosmovisión suele aplicarse a un conjunto más o menos sistemático de ideas cuando éstas son generalizaciones de una o varias tesis procedentes de las ciencias positivas. Un conjunto así puede estar sujeto a la aceptación y el rechazo de la experiencia si es verdad que se nutre de ella, pero en ocasiones se aleja excesivamente. Cuando esto sucede es porque se ha convertido en una doctrina general sobre la totalidad del mundo físico. Su objeto es entonces la omnitudo realitatis (totalidad de la realidad), una Idea filosófica, dejando así de ser una ciencia parcial y presentándose como una ciencia universal, la Ciencia del Mundo.

En ese momento es más una cosmología, o metafísica especial, que una cosmovisión científica. Si todavía trata de convertirse en un saber que abarque no solamente el mundo físico, sino también el humano y el divino, será una ontología general, una metafísica del ser. Este fue el caso del antiguo materialismo atomista, que no debe ser contado, por tanto, entre los saberes sectoriales, como a veces se hace, sino entre las doctrinas metafísicas.

1. Antigüedad y Edad Media

Durante más de veinticinco siglos imperó la misma idea general de la naturaleza como el ser estable, cerrado sobre sí mismo y eterno que llega por sí a su realización y, por ello, marca el límite de lo que puede y no puede hacerse. Una semilla se convierte en árbol por sí sola, un río llega al mar siguiendo su cauce natural, un hombre crece hasta su edad adulta siguiendo su tendencia biológica y así para todos los seres. La naturaleza es principio de movimiento que nada ni nadie puede alterar.

Esta visión es la que brota de la concepción de la verdad como alétheia, de la verdad ontológica que pensaron los filósofos antiguos y que el cristianismo, pese a que introdujo en la historia el disolvente de la redención, el pecado, la pena y la degradación metafísica de la naturaleza, se encargó de continuar.

La Idea general del Mundo fundamentada sobre estas nociones cobró cuerpo en los sistemas de Aristóteles y Ptolomeo. El de Demócrito no tuvo peso alguno sobre ella, pero su influencia se mantuvo larvada durante el periodo antiguo y medieval y fue determinante después, en la cosmovisión de la Edad Moderna. Por esto se menciona aquí.

a) Demócrito: el materialismo atomista

El materialismo de Demócrito de Abdera, nacido hacia el 460 a. d. C., es un caso claro de ontología o metafísica general, pues se presenta como una doctrina sobre el ser, una filosofía que, no reconociendo límite, abarca la totalidad de lo real.

De la filosofía de Parménides se seguía que el vacío no puede existir, pues es nada, no ser, y que sólo puede existir el ser, el cual, por carecer de espacio donde moverse, es inmóvil, y, por no existir más que él, no puede transformarse en otra cosa. Demócrito, por su lado, estableció que el ser es la materia eterna y que no se transforma, pero sí se mueve, pues el vacío, o no ser, también existe.

La materia consta de un número infinito de partículas indivisibles, o átomos, que no nacen ni mueren y se mueven sin fin y sin sentido en el vacío infinito. Son invisibles, pero sus movimientos dan lugar a objetos mayores que sí pueden ser vistos. Habiendo un número infinito de ellos, ha de haber asimismo un número infinito de mundos, de los que algunos se parecen a este nuestro y otros no, pero todos están igualmente compuestos de átomos en movimiento.

Estos pocos y sencillos principios bastan para explicar todo en la ontología materialista. Las diferencias entre objetos, sean vivos o inertes, son diferencias en la posición, velocidad y número de los átomos. El color no es color, sino un efecto luminoso provocado en el ojo por el choque de los átomos de luz contra otros agregados atómicos. El peso no es peso, sino el resultado del mayor o menor vacío que queda entre los átomos. Las almas y los dioses son conjuntos de átomos más sutiles. Y así en todo lo demás.

b) Aristóteles: el vitalismo en la naturaleza

Los escritos físicos de Aristóteles establecían, en contra de Demócrito, que el movimiento natural tiene sentido y finalidad. La experiencia misma parece confirmarlo: el fuego tiende hacia arriba, el agua hacia abajo; por eso ponemos la olla sobre el fuego y el paraguas sobre la cabeza; en el interior del fuego y del agua habita una tendencia hacia un lado u otro que tienen que seguir. La naturaleza, por tanto no es isomorfa, sino jerárquica, pues las cosas se ordenan en distintos reinos, según el impulso que las mueve:

  1. a) Reino inorgánico. Su único movimiento es el local. Tiende a un lugar y, una vez ocupado, permanece en él: la tierra abajo, el fuego arriba, etc.
  2. b) Reino vegetal. Su movimiento es nacer, alimentarse, crecer, reproducirse y morir. En esto consiste su alma.
  3. c) Reino animal. Posee alma de vegetal, pero además tiene vida “interna”, psique, pues está dotado de sensibilidad, por cuya causa tiene además deseo e imaginación. Siendo así, tiene también memoria.
  4. d) Reino humano. El hombre tiene alma vegetativa y alma animal, a las que añade el alma racional, el poder pensar, que es la manifestación más alta de lo divino.

c) Astronomía: la perfección de los cielos

Los filósofos y científicos griegos pensaron que el mundo sublunar está compuesto por los seres que describe la física aristotélica y el supralunar por las esferas celestes, cúpulas de éter en que se hallan prendidas las estrellas girando alrededor de la Tierra en perfecto orden. En la construcción de este sistema colaboraron Pitágoras (582-500 a. C.), su discípulo Filolao (siglo V a. C.), Platón (428-347 a.C.), Eudoxo de Cnido (408-355 a. C.) y Calipo (408-355 a. C.) Aristóteles y Claudio Ptolomeo (s. II d. C.) lo llevaron a su perfección.

Como resultado de esta larga línea de ideas, el universo fue concebido durante mucho tiempo como una esfera de unos 200 millones de kilómetros de diámetro, una esfera eterna en el tiempo y limitada en el espacio.

Aristóteles, que conoció la idea de infinitud promovida por Demócrito, dedicó largas páginas a refutarla. Muchos siglos más tarde, Nicolás Copérnico (1473-1543), pese a tener que alargar el diámetro del universo hasta unos 400.000 millones de kilómetros, por haber situado el sol en el centro, negaba todavía la infinitud del universo. También Juan Kepler (1571-1630), que la veía como un espantoso ser irracional por el que sentía “no sé qué horror secreto y oculto”. Sobre este punto argumentaba de la siguiente manera: si el cuerpo y el espacio ocupado por él son dos seres, el segundo no existe, pues sólo el primero es algo, y si son uno solo, entonces el segundo no es infinito, pues, para que lo fuera, debería serlo también un cuerpo cualquiera o la suma de todos ellos, lo cual es absurdo.

También decía que si el espacio es infinito, puede pensarse una distancia realmente infinita entre dos objetos cualesquiera, lo cual es también absurdo, pues habría un límite en cada uno de ellos.

d) Conclusión sobre la cosmovisión antigua y medieval

Este diseño general del mundo constaba de varias piezas que habían encajado en un sistema coherente de conceptos por obra de la filosofía natural de Aristóteles y la astronomía de Ptolomeo. El conjunto, una sólida construcción teórica que no tuvo rival durante más de 2.000 años, era coherente también con una gran multitud de hechos observados, sobre todo con los más cercanos a la experiencia cotidiana de la gente, y cuadraba además a la perfección con la idea que ponía al hombre en la cúspide de la realidad natural.

El fuerte vitalismo que animaba aquella cosmovisión conducía a concebir la realidad en movimiento hacia un fin, que era en esencia la divinidad. El hombre ocupaba un lugar privilegiado en el cosmos porque era un compendio suyo, un microcosmos: poseía un cuerpo compuesto de elementos minerales, alma de vegetal y animal y a todo ello añadía su alma racional, que lo hacía idéntico a Dios. Este vitalismo sería barrido por la introducción de las matemáticas como método exclusivo de comprensión de la naturaleza en la ciencia moderna.

2. Edad Moderna

La revolución intelectual del siglo XVII, que alumbra la cosmovisión moderna, fue el éxito en la aplicación de las nociones matemáticas del tiempo y el movimiento al mundo empírico, lo cual ocurrió en contra de Aristóteles, según el cual el espacio real, el de la experiencia, es metafísicamente curvo y físicamente diferenciado, razón por la que no puede albergar la geometría euclidiana. La experiencia, habría dicho Aristóteles, clama contra esa pretensión de introducir lo abstracto en lo concreto, pero la ciencia del XVII, desoyendo su advertencia, geometrizó el espacio sensible y pensó un universo infinito y mecánico, de componentes iguales y leyes uniformes.

El trabajo fue emprendido por unos pocos científicos. El resto de las gentes  siguió creyendo en la cosmovisión anterior, pues no sintió la necesidad de tener una inteligencia formada en el rigor de los razonamientos matemáticos. Todos siguieron observando con los ojos, tocando con las manos, oyendo con los oídos… ¿No basta acaso con saber que un color rojo es más oscuro que otro, que el fuego de una hoguera es más vivo que el de otra, que un objeto pesa más que otro, etc.? El que hubiera tratado de convencerles de que la temperatura del fuego, el sonido, el calor, etc., pueden determinarse con exactitud numérica habría sido tomado por un orate.

Pero la obra de los científicos siguió adelante. Dice Louis de Broglie (1892-1987) que el trabajo consistió en pasar de la cinemática a la dinámica. La primera es un estudio matemático del movimiento, estudio hecho sobre un espacio geométrico de tres dimensiones con abstracción de los movimientos reales. La segunda es un estudio de las leyes físicas reales del movimiento. Los seguidores de la cosmovisión antigua y medieval habían pensado que la cinemática es, como mucho, un auxilio para la investigación de los movimientos reales que nunca debe suplantar a la dinámica, pues las cosas de la naturaleza no son cosas matemáticas. La Edad Moderna, por el contrario, pensó que la cinemática expresaba la realidad misma, como Galileo dejó dicho en su célebre comparación de la naturaleza con un tratado de matemáticas.

El paso fue en realidad un salto gigantesco, pues significaba el abandono decidido de todo lo que no fuera matemático. La experiencia corriente se puede matematizar sólo en muy contadas ocasiones. Los colores, olores y sabores, las experiencias estéticas, etc., parecen refractarios al número. Pero eso no fue un obstáculo y, una vez aplicada la matemática, tenida durante milenios por una ciencia especulativa “inútil”, a la comprensión de la naturaleza, todo se redujo a fórmulas exactas.

La antigua cosmovisión saltó por los aires. La Idea del Mundo como un conjunto de elementos materiales distribuidos en un espacio geométrico de tres dimensiones y evolucionando según la coordenada temporal no admitió contrario. A ella contribuyeron principalmente Galileo, Kepler, Descartes y Newton, pero todos los científicos y filósofos del momento aportaron conceptos, teorías y discusiones. No en vano el siglo XVII ha sido llamado el siglo del genio.

a) Galileo (1564-1642): el principio de inercia

Galileo Galilei nunca se preocupó de observar espontáneamente la naturaleza. En vez de ello, experimentaba a partir de conjeturas previamente forjadas en su imaginación. Tan seguro estaba de haber pensado correctamente los experimentos que a veces ni siquiera los hacía. Su idea del experimento científico era plenamente moderna.

No buscaba las propiedades de los objetos naturales, sino que trataba de deducirlas de principios físicos anteriores, fijados por el razonamiento. A continuación procuraba confirmar en la experiencia sus deducciones.

Esto no era despreciar la sensibilidad, sino ponerla al servicio de la razón, particularmente de la razón matemática. Ese y no otro debe ser, según él, el proceder del científico. Quien no se atenga a él se condena a no entender nada.

La forma en que hacía frente a los problemas físicos revelaba una mente tan distinta de cualquier otra que hubiera existido hasta entonces que más parecía pertenecer a un hombre de otro mundo que a un profundo conocedor de la tradición, sobre todo la aristotélica, que cayó por tierra por su causa.

b) Kepler (1571-1630): la geometrización del mundo

Juan Kepler participó del mismo espíritu geometrizante de Galileo, que fue aplicado por él a la explicación del sistema solar. Los astros errantes, o planetas, en número de seis, tienen que guardar entre sí proporciones geométricas, porque Dios siempre hace geometría, pensaba. Ni siquiera el hecho de que sean seis (los únicos conocidos entonces: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno) puede ser fruto de la casualidad. Antes al contrario, cuando Dios dispuso sus órbitas tuvo ante sí un modelo donde cada uno se mueve en una esfera que inscribe en su interior uno de los cinco sólidos regulares mencionados por Euclides en los teoremas 13 a 17 del libro XIII de sus Elementos de Geometría.

La teoría resultó incorrecta por haber tomado los datos de Copérnico, que había cometido errores, pero Kepler no cejó en su empeño de geómetra, que finalmente le llevó a descubrir sus tres famosas leyes:

  1. a) Las órbitas de los planetas describen elipses, teniendo al Sol como uno de sus focos.
  2. b) La línea que une al Sol con un planeta barre áreas iguales en tiempos iguales.
  3. c) El cuadrado del periodo de un planeta es proporcional al cubo del semieje mayor de la órbita.

El espíritu de Kepler fue mecanicista por ser teológico: «la Geometría, eterna como Dios y surgida del espíritu divino, ha servido a Dios para formar el mundo, para que éste fuera el mejor y más hermoso, el más semejante a su Creador». La obra de Dios solamente será comprendida por quien descubra las relaciones entre cantidades y figuras geométricas, no por quien observe los hechos empíricos. Estos tienen que acoplarse a aquéllas, pues Dios no puede haber hecho un mundo carente de armonía.

La ciencia de Kepler era teoría, una contemplación de Dios, de la Verdad. Era ciencia sin interés práctico alguno, no pensada para mejorar la vida del cuerpo por medio de la tecnología, sino para hallar el reposo del espíritu contemplando la eterna perfección de lo creado.

c) Descartes (1596–1650): la infinitud del mundo

Una pieza importante de la cosmovisión moderna, el espacio infinito, fue aportada por Descartes. Según él, el simple hecho de suponer un límite para el espacio obliga a rechazarlo y, en consecuencia no es posible pensar que es finito. Con todo, Descartes no creyó que fuera vacío. Si lo fuera, argumentaba, no podría decirse nada de él, ni siquiera que es extenso en longitud, anchura y altura. Si es extenso es algo, y si es algo es materia. ¿Qué otra cosa podría ser?

Hubo de ser Newton quien, superando estos escrúpulos lógicos y ontológicos, impusiera la visión del espacio vacío infinito propio de los antiguos atomistas a la cosmovisión moderna.

d) Newton (1643-1727): la gran ley universal

El último componente de la cosmovisión moderna, el que sirvió de cierre a todo el sistema, fue la ley de gravitación universal de Newton.

Abandonados a sí mismos, los cuerpos caen hacia abajo. Este hecho, el más familiar de todos, ha sido siempre el problema más difícil. ¿Qué fuerza misteriosa se ejerce instantáneamente sobre ellos para precipitarlos al suelo?

Antes de Newton  se tenía una idea de que los objetos, tanto terrestres como celestes, se atraen entre sí. Se sabía también que la atracción aumenta en proporción a las masas y disminuye en proporción a las distancias, pero nadie había precisado esas proporciones en una fórmula matemática.

El geocentrismo, que postulaba la existencia de esferas en cuyo interior se hallan tachonadas las estrellas, tenía la ventaja de no obligar a preguntarse por qué éstas no se pierden en el vacío. Se comprende bien que la diminuta luz nocturna que es para nosotros un cuerpo celeste ocupe la misma posición respecto a los demás una noche tras otra si todos están prendidos en el interior de una esfera enorme que gira eternamente alrededor de la Tierra. Pero cuando la esfera desaparece como efecto de la idea de espacio infinito, ¿por qué las pequeñas luces, abandonadas a sí mismas, siguen una trayectoria curva? ¿por qué no se alejan y se pierden?

La respuesta fue el principio de gravitación universal de Newton, contenido en su Philosophiae naturalis principia mathematica, publicado en 1687:

Era una fórmula sencilla que explicaba casi todos los complicadísimos movimientos de las estrellas errantes, reducía a una sola las leyes de Kepler, daba razón suficiente de la traslación y rotación de la Tierra y los demás planetas, de las mareas, los movimientos de la Luna y los cometas, etc. Era en verdad una ley universal. Con ella y el principio de inercia establecido por Galileo y Descartes se podía explicar con precisión matemática cualquier movimiento de cualquier objeto, ya fuera terrestre o celeste. La cosmovisión moderna había cumplido el objetivo de geometrizar el mundo físico.

e) Conclusión sobre la cosmovisión moderna

El empeño de la cosmovisión moderna, que empezó con Copérnico y culminó en Newton, alcanzó un éxito tan grande que los científicos posteriores estuvieron convencidos durante doscientos años de que muy pronto no quedaría nada por explicar.

Todos los autores que promovieron esta cosmovisión habían pensado que Dios era la piedra clave del sistema. El hombre, por el contrario, había ido siendo desplazado del mismo. A principios del siglo XIX, sin embargo, el segundo fue visto finalmente como un conjunto de fuerzas físicas que en nada lo diferencian del resto de los cuerpos y el primero o bien fue expulsado de la realidad o bien quedó reducido a mero observador del universo físico, como pasó en la obra de Pierre Simon, Marqués de Laplace (1749-1827). Este científico, que aspiró a completar la física newtoniana, logró dar cuenta de los pocos hechos que todavía requerían la acción de Dios, algo que fue advertido por Napoleón Bonaparte, quien le mostró su extrañeza por haber prescindido de Él, a lo que respondió que ya no era necesario. Con todo, pareció reservarle el papel de inteligencia del mundo, un papel que recordaba lejanamente al que Aristóteles había asignado al Primer Motor Inmóvil.

La ciencia física, una ciencia sectorial entre las demás, había desbordado sus límites y no solamente se había convertido en una cosmovisión científica, sino que, yendo mucho más allá, pretendía ser una auténtica metafísica general, u ontología, una teoría del ser en general. Según esta doctrina metafísica, el mundo vuelve a ser eterno y autosuficiente, una maquinaria perfecta que no requiere ninguna causa externa, una maquinaria de la que forman parte todos los seres sin excepción. Así resurgió de nuevo el materialismo mecanicista de Leucipo y Demócrito.

3. Cosmovisión contemporánea

Las ciencias positivas de nuestro tiempo han puesto de manifiesto algo que los antiguos no podían imaginar: que la naturaleza consiste en un caudal enorme de energía, lo que obliga a concebirla como una potencia dinámica. Este hecho es el resultado de pensar sobre la realidad en términos de lenguajes artificiales, fabricados por los propios científicos. Tales lenguajes constan de ecuaciones diferenciales, cálculos de probabilidades, simbolismos artificiales, etc. Es también resultado de observar la realidad no con los sentidos naturales, con los ojos y los oídos, sino con verdaderos sentidos artificiales como radiotelescopios, contadores Geiger, cámaras Wilson, ciclotrones, etc., sentidos que han sido también fabricados por los científicos como elementos indispensables de su actividad.

Éstos son la nueva razón y los nuevos sentidos de las ciencias del presente, razón y sentidos que no se han destinado al mero conocimiento de la realidad física, sino a su manipulación y explotación. La antigua alétheia ha quedado muy lejos. La verdad consiste ahora en obligar a las profundidades de la materia a que se descubran conforme a los planes inventados por el hombre de ciencia, que no es ya un fenomenólogo pasivo, sino un tecnólogo.

La naturaleza no es estable, eterna e inalterable como lo fue para la cosmovisión antigua y medieval. Tampoco es materia inerte, como creyó la moderna. Es más bien un campo inagotable de posibilidades. Y la tecnología científica es la creación ininterrumpida de novedades. La ciencia y la tecnología, que en rigor no son diferentes, ya no se ajustan al concepto de verdad como alétheia, sino al de verdad como construcción (verum est factum).

Los elementos principales de esta cosmovisión son la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. La primera apareció para explicar el experimento de Michelson y Morley, que resultó crucial las ciencias físicas de nuestro tiempo.

a) El experimento de Michelson (1852-1931) y Morley (1838-1923)

A finales del siglo XIX la luz era uno de los pocos casos sin explicar por la física. Se creía que debía seguir el principio de relatividad formulado por Galileo tiempo atrás. Según dicho principio, las leyes de la mecánica se cumplen lo mismo en un sistema de coordenadas en reposo que en otro que se mueve en línea recta y a velocidad constante. Esto explica, por ejemplo, que un niño que corre por el pasillo de un tren en marcha lo hace a la misma velocidad para un viajero que esté sentado tanto si va hacia la locomotora como si va hacia el vagón de cola. Sin embargo, para un hombre que esté quieto fuera del tren correrá más hacia delante que hacia atrás, porque en ese caso deben componerse las velocidades del niño y del tren.

Se creía que la luz consta de ondas como las del sonido y que, como éste se propaga a través del aire, aquélla lo hace a través del éter, que ocuparía todo el espacio. Por último, se supuso que cuando se propaga en un sistema en movimiento, como el niño en el tren, o bien transporta el éter consigo o bien se propaga a través de él, como un submarino en el agua.

Si era cierto lo primero, entonces tenía que poderse probar que su velocidad no es la misma cuando se mide en un sistema en movimiento, por ejemplo en un cohete que lleva una fuente luminosa en el centro, que cuando se mide desde un sistema fijo. Tendría que ser de 300.000 km./s en el primer caso y habría que sumarle o restarle la del cohete según que se midiera el rayo que partiera hacia la cabeza o el que partiera hacia la cola.

Pero todos los experimentos diseñados para confirmar esta hipótesis fracasaron. El resultado era siempre que la velocidad de la luz es la misma cuando se mide en un sistema móvil y cuando se mide en otro inmóvil.

Luego debía ser verdadera la segunda opción: que los objetos se mueven a través del éter sin desplazarlo. Puesto que uno de tales objetos es la Tierra, ésta debía navegar con todos los demás planetas y estrellas sumergida en un mar de éter inmóvil. El movimiento de nuestro planeta (unos 1.600 km./h. en el Ecuador) debía provocar entonces una “corriente de éter” semejante al viento que siente quien viaja en una moto un día de calma. La luz transmitida en contra de la corriente debía tener menor velocidad que la emitida a favor, pues, según se suponía, las ondas de luz son ondas de éter.

Michelson y Morley diseñaron un sofisticado experimento para probar esta hipótesis. Esperaron comprobar que la velocidad de la luz es constante solamente en relación con el éter inmóvil y que entra en composición con la de cualquier sistema que esté en movimiento uniforme. Puesto que el éter tenía que estar fijo, la luz tenía que moverse con menos rapidez al llevar la dirección de la Tierra y con más al llevar la contraria. El éxito del experimento demostraría por fin qué sistema está en reposo y qué otro en movimiento. Era de esperar, por supuesto, que el sistema en reposo sería el éter y el móvil la Tierra.

Pero el resultado fue el contrario: la velocidad de la luz era idéntica en todas direcciones. ¡Se había probado que la Tierra es inmóvil! Pero esto era inaceptable, pues obligaba a retornar a las ideas precopernicanas cuando otros experimentos habían probado ya suficientemente que la Tierra está en movimiento. ¿Qué hacer? La experimentación demostraba que la velocidad de la luz es independiente de todo sistema, ya se halle en movimiento ya en reposo, y nunca puede componerse con otra. Por esto no encajaba bien con ninguna de las perspectivas de la física de Newton.

Una cosa parecía cierta: que debía abandonarse la idea de que existe el éter y admitir que la luz, onda sin materia que ondule, se propaga en el vacío. Luego, nuevamente en contra de Demócrito, el vacío tiene al menos una propiedad física, la de servir de medio de propagación de la luz.

b) La relatividad restringida de Einstein (1879-1955)

La solución fue la teoría de la relatividad de Albert Einstein. Lo que cambia, según dicha teoría, no es la velocidad de la luz, sino el tiempo, el espacio o ambos a la vez. Dado que cualquier distancia que se recorra equivale a la velocidad que se lleve multiplicada por el tiempo empleado en recorrerla (d = v x t), si la velocidad es constante para dos observadores diferentes, pero la distancia medida por el primero de ellos es mayor que la medida por el segundo, debe concluirse que el tiempo del primero fluye con más rapidez, que el espacio del segundo se contrae o ambas cosas a la vez.

Esta conclusión parece disparatada, pero no sólo no lo es en absoluto, sino que además se ha podido comprobar experimentalmente. El tiempo y el espacio no son absolutos, sino relativos a los sistemas de medición. Luego el tiempo es la cuarta coordenada necesaria, junto a las tres del espacio, para la debida localización de un fenómeno. Es lo que se ha denominado espacio-tiempo.

Sea el ejemplo siguiente: un cohete que viaja en línea recta a una velocidad próxima a la de la luz va provisto de dos fuentes luminosas, una en cada extremo; en el centro hay un científico provisto del instrumental necesario para hacer mediciones; en una estación espacial inmóvil con respecto al cohete hay otro científico, provisto también del instrumental técnico necesario; cuando ambos están frente a frente cada uno comprueba que le llegan simultáneamente dos rayos de luz, uno emitido desde la cabeza y otro desde la cola del cohete.

El científico que viaja en el cohete pensará que los dos rayos han partido simultáneamente de su fuente, pues, sabiendo que la velocidad de la luz es constante y que él está a igual distancia de las dos fuentes luminosas, tendrá que deducir que los dos han hecho un recorrido igual.

El otro pensará que un rayo ha partido antes que otro, porque razonará así: para que los dos hayan llegado hasta mí al mismo tiempo han tenido que partir antes de ahora, cuando el cohete todavía no había llegado hasta aquí; pero en ese instante estaba más cerca de mí la cabeza que la cola; luego el rayo delantero ha tenido que recorrer una distancia menor que el trasero; teniendo en cuenta que la velocidad de la luz es constante y no debo, por tanto, sumar o restar la del cohete, el de delante ha partido más tarde que el de atrás, pues de otro modo no habrían llegado simultáneamente hasta mí.

Los dos físicos razonan correctamente y no es posible que se pongan de acuerdo sobre la simultaneidad de los dos sucesos, porque no pueden componer la velocidad de la luz con la del cohete. Como se ha dicho más arriba, el tiempo y el espacio son relativos a los sistemas de medición.

Otra consecuencia importante de la teoría de la relatividad es la equivalencia entre la masa y la energía, equivalencia que no se advierte en los objetos grandes de la experiencia, en los cuales es demasiado pequeño el coeficiente de intercambio entre ambas.

De la teoría de Einstein se desprende que un trozo de hierro calentado al rojo vivo adquiere energía, por lo que debe pesar más que cuando está frío, pues con la energía se adquiere masa. Gracias a esta equivalencia sabemos ahora que un gramo de masa contiene calor suficiente como para evaporar unos veinte millones de litros de agua y un kilo de cualquier materia basta para producir unos veinticinco mil millones de kilowatios / hora. Esto es lo que prueba la conocida fórmula que hace equivaler la masa y la energía, el cuerpo y la luz: (E = mc2 ).

Éste era un cálculo meramente teórico cuanto Einstein lo propuso. Entonces no había materia disponible para probarlo. Más tarde, en 1938, Hahn y Strassmann descubrieron que el uranio sí estaba al alcance de la técnica del momento, que con medio Kg. se podía obtener el equivalente a diez mil toneladas de dinamita y alcanzar la temperatura de diez mil millones de grados, superior a la del centro del Sol, y que la presión en el centro de la explosión sería varios billones superior a la de la atmósfera.

Cómo hacerlo fue invento de Fermi, Oppenheimer, Teller, etc.: la bomba atómica, la comprobación de que lo profundo de la materia, lo que compone a todas las cosas naturales, es energía. La materia no es, pues, algo eternamente estable, como había creído Demócrito, sino una especie de volcán que puede expandirse y explotar.

c) La mecánica cuántica

La mecánica cuántica, a cuya confección contribuyeron autores como Planck (1858-1947), Heisenberg (1901-1976), Rutherford (1871-1937), Bohr (1885-1962), De Broglie (1892-1987), Schrödinger (1887-1961), etc., es actualmente aceptada como una teoría adecuada para el orden de las partículas elementales.

Las bases de la teoría fueron propuestas por Max Planck en 1900. Este postuló que la energía solamente puede ser emitida por la materia en cantidades discretas o discontinuas. Discontinua es la cantidad de trabajadores empleados en la producción de vino de Jerez, pues solamente aumenta o disminuye de acuerdo con números enteros. Continua es la cantidad de vino producido, excepto que se encareciera tanto que hubiera que venderlo molécula a molécula.

Durante mucho tiempo se pensó que la electricidad es también un fluido continuo, pero en el siglo XIX se halló que aumenta o disminuye por saltos, según magnitudes mínimas, o cuantos, llamadas electrones. Entonces pasó a ser tratada como una magnitud discontinua.

La totalidad de la materia es discontinua, o granular, siendo los electrones uno más de sus componentes. Granular es también la luz, como toda radiación. Los cuantos de luz se llaman fotones.

Para resolver una ecuación clásica sobre el movimiento de un sistema era necesario conocer la posición y la velocidad de sus partículas, pues, según se creía, todo sistema consta de un número determinado de partículas. Pero la mecánica cuántica ha probado que no es posible conocer simultáneamente la posición y la velocidad de una partícula dada. De acuerdo con las relaciones de incertidumbre establecidas en primer lugar por Heisenberg, cuanto más se haya conseguido determinar el estado de movimiento de una partícula, menos se conseguirá determinar su posición, y viceversa, cuanto más conocida sea su posición, más desconocida será su velocidad.

d) Conclusión sobre la cosmovisión contemporánea

Por la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica y otras ramas del estudio de la materia sabemos ahora que el universo se compone de electrones, positrones, neutrones, quarks, etc., entidades de una dimensión aproximada a la millonésima de millonésima de milímetro, capaces de reacciones violentas entre sí y de uniones que dan lugar a átomos. La masa de una molécula de hidrógeno, por ejemplo, es 0,000.000.000.000.000.000.000.0033. Estos seres actúan por gravedad y, por causa de sus diámetros pequeños, pueden acercarse extraordinariamente unos a otros, produciendo unas fuerzas de interacción insospechadas para la imaginación sensorial común. Son la trama del tejido de la materia, que, pese a que se nos antoja continua, es fundamentalmente discontinua, llena de huecos.

La materia consta de unas cuantas partículas elementales. El problema es averiguar cuáles son exactamente. En los años 50 se creía que eran el electrón, el neutrón, el protón y sus equivalentes de antimateria, pero luego empezaron a aparecer centenares de partículas subnucleares. En los años 70 se descubrió el quark y se creyó haber llegado al final, al elemento definitivo del que todo se compone. Pero después han surgido nuevas complicaciones con la aparición de nuevas familias de quarks, hasta tres. Algunos físicos están convencidos de que hay una cuarta familia y no muchas más. El antiguo ideal filosófico de la simplicidad sigue vigente.

Esas partículas mínimas son las piezas de que se compone un universo que se halla en estado de violenta explosión por causa del cual las galaxias se alejan unas de otras a velocidades cercanas a las de la luz. En el interior de las galaxias las estrellas alcanzan casi los cien kilómetros por segundo, lo que significa aproximadamente unos diez mil millones de kilómetros anuales. Si no lo percibimos es porque las distancias son todavía mil veces más pequeñas que la que separa a la Tierra de la estrella más cercana. La estrella de Barnard, por ejemplo, se halla a 56 billones de kilómetros y se mueve a 89 kilómetros por segundo, lo que hace unos 2.800 millones de kilómetros al año, por lo que su posición con respecto a nosotros cambia únicamente 29 milésimas de grado, una variación que nuestros ojos no pueden percibir.

Si todos los objetos se alejan unos de otros es que el tamaño del universo está aumentando. Si es así, hay que admitir que era progresivamente más pequeño según fuera más antiguo, hasta un momento en que no podía haber galaxias, estrellas, moléculas, ni átomos, debido a la enorme densidad de la materia. Esto debió suceder hace unos 10.000 millones de años o, a lo sumo, hace unos 20.000.

Por causa de aquella densidad el universo entero sufrió una gran explosión (big bang, de ahí el nombre de la teoría). En el presente estaríamos aún bajos sus efectos. En el futuro ha de suceder una de las dos cosas siguientes: o bien seguirá expandiéndose sin fin a la velocidad actual, en cuyo caso habrá temperaturas eternas cercanas al cero absoluto, o bien, llegado a un punto máximo en su crecimiento, volverá de nuevo a contraerse, a aumentar progresivamente la densidad y la temperatura hasta la disolución completa de todo objeto, que dará lugar a una nueva explosión, etc.

Cf. Lecciones de filosofía, cap. V


 

Share
Publicado en Filosofía teórica, Ciencia | Comentarios desactivados en Cosmovisiones científicas

La creación del mundo

I. El origen del mundo por generación

La doctrina tomista de la creación es una teoría sobre lo uno y lo múltiple, uno de los temas capitales de la filosofía. Es una doctrina que pone a un lado el Uno no nacido y al otro las cosas nacidas por su acción. Éstas han tenido que nacer en algún momento, piensa su autor, porque no les corresponde existir siempre y si hubieran de seguir su rumbo propio no habría ya ninguna. Por sí misma cada una de ellas es res nata, “nada”.

Además de la teoría creacionista hay otras tres soluciones o alguna combinación de las mismas al problema de lo uno y lo múltiple. Una consiste en pensar que en el origen del mundo hay un solo ser, otra que hay dos y una última que hay muchos. Las más frecuentadas son las dos primeras. La última es propia del materialismo de Demócrito, que disolvió el Uno de Parménides en infinitos átomos y tuvo que aceptar la existencia del no ser para poderlos diferenciar. La primera y la segunda, si se exceptúa a Platón y Aristóteles, caracterizan a todos los panteísmos que ha habido. De las ideas de estos dos filósofos se sirvió Tomás de Aquino para elaborar la suya propia. a

a) Dualismo de Platón y Aristóteles

El dualismo fue la posición defendida por Platón, Aristóteles y sus seguidores. Ha tenido gran influjo en la historia de la filosofía por la extraordinaria importancia de estos dos autores.

Platón recurrió a un artesano, el demiurgo, que plasma la idea eterna en la materia preexistente y da lugar a muchos objetos que imitan el modelo. La materia y la idea son eternas e irreductibles. Aristóteles dijo que el cielo y la materia no se generan y que de la nada nada se hace. Otro ser no generado era para él el dios que es pensamiento de pensamiento, lo cual es también un dualismo irresuelto. En su sistema filosófico se hallaba la posibilidad de explicar el origen del mundo por creación a partir de la nada, pero no la exploró.

b) El panteísmo

El panteísmo no distingue entre lo Uno y lo múltiple. Muchas han sido las variedades de esta doctrina que. Comparten todas el principio básico que dice que todos los seres son uno en realidad, pero se diferencian en la manera de pensar el comienzo de las realidades o las apariencias a partir de una sola entidad. Tres son en general esas variedades: la emanatista, la evolucionista-realista y la idealista.

i) Panteísmo emanatista

La explicación emanatista dice que lo mismo que el agua del arroyo brota del manantial, así las sustancias de los seres naturales emanan de su centro. Algunas escuelas añaden que luego vuelven a él. De esta fe participaron algunas sectas religiosas de los antiguos hindúes y algunas otras de los persas. También los maniqueos, priscilianistas, albigenses y otros movimientos de la antigüedad. En muchos de ellos se combina a veces de forma harto confusa un cierto monismo con un cierto dualismo.

Los estoicos, escuela filosófica de largo influjo desde el ocaso de la filosofía griega hasta después de la instauración del cristianismo durante el Imperio de Roma, pensaron que, igual que el alma es la vida del cuerpo, así Dios es la del mundo; éste es, pues, parte integral de la divinidad, que lo impregna totalmente.

También los gnósticos también profesaron la fe del panteísmo emanatista. Ellos fueron los primeros en introducir en el vocabulario filosófico y teológico la palabra “emanación”, que antes solo había tenido sentido gnoseológico por referirse a los supuestos efluvios que irradia el objeto hasta los ojos, oídos, etc., para que éstos puedan sentir y explorar la naturaleza. La palabra adquirió con ellos valor ontológico, pues valió para indicar la emisión de entidad que parte de lo superior y llega a los seres inferiores.

Es sabido que la presión de las ideas gnósticas fue muy poderosa en los primeros tiempos del cristianismo.

ii) Panteísmo evolucionista-realista

La segunda clase de panteísmo ve en el mundo un desarrollo interno de la sustancia divina. Algunos presocráticos son tal vez los primeros que en la historia de la filosofía han de ser contados entre los adeptos de esta clase de panteísmo. Dijeron que las cosas surgen por génesis a partir de un primer principio no generado. El primero, Tales de Mileto,  aseguraba que todo se genera en el agua. No es seguro que creyera que sucede por alguna necesidad interna, pero es difícil pensar otra cosa. Dijo también que todo es agua y que entre las cosas no hay jerarquía alguna. Es decir, pensó que el arché no engendra el mundo por decisión propia, que no es distinto de éste y que una piedra, un árbol y un hombre son lo mismo en realidad, aunque parezcan diferentes. Si, por último, pensó que el principio del mundo era divino, entonces Tales de Mileto fue el primer filósofo panteísta.

Anaxímenes de Mileto es sin duda alguna panteísta, pues, según Cicerón, pensaba que el aire es Dios y que del aire se hacen todas las cosas por condensación y rarefacción.

Con ellos se abrieron los tres problemas que desde entonces hubo que contestar: si lo uno es trascendente, si es libre y si lo múltiple es isomorfo. Unos se inclinaron por negar lo uno, como Demócrito, otros por negar lo múltiple, como Parménides, o bien por dividir el uno en dos como Empédocles, etc.

Pero el maestro incomparable de esta especie de panteísmo es Espinosa; según él, Dios, es decir, la naturaleza, es decir, la sustancia, produce en sí mismo el espíritu y la materia, o sea, todos los seres, que son sus modos y atributos..

iii) Panteísmo idealista

Los adeptos del panteísmo idealista forman una larga procesión que cuenta con gimnosofistas hindúes a la cabeza (solo Brahma existe en realidad; lo demás son ilusiones nuestras), con seguidores de la Escuela de Elea, algunas vertientes del neoplatonismo, tal vez Escoto Eriúgena, Giordano Bruno, y, más cerca de nuestro tiempo época, Fichte, Schelling y Hegel.

Los neoplatónicos, pese a no ser abiertamente panteístas, merecen mención aparte por su emanatismo notorio. Las emanaciones primeras son, según ellos, la inteligencia y el alma, que, junto a la unidad, forman la tríada alejandrina, prefiguración de la Trinidad cristiana según algunos.

Plotino, su adalid principal, que despreciaba a los gnósticos no menos que a los cristianos, negó que la emanación del Uno fuera una transmisión de sustancia y declaró que es solo un efecto de su poder. En lo cual se distanciaba de los gnósticos y se acercaba a los cristianos. Pero no supo ver que el proceso emanador del Uno se cumple sin que Él lo haya decidido libremente, en lo que volvió a aproximarse a los gnósticos. Tampoco que el mundo de las cosas fuera bueno, etc.

Respecto al idealismo alemán, que es una madeja demasiado enredada como para tirar ahora de cualquiera de sus hilos, sea suficiente recordar algunas ideas de Hegel.

Parece que en cierta ocasión alguien le preguntó si existe Dios, a lo que respondió que todavía no. Sería que se estaba haciendo. El hecho puede no ser cierto, pero la idea que revela sí pertenece al filósofo.

El movimiento dialéctico o la evolución lógica de la Idea, constituye la vida de Dios, la cual abraza tres grados o momentos: en el primero, Dios está implícito o envuelto en la unidad e identidad real de la Idea, y por consiguiente no existe como Dios, es decir, como ser distinto de otros seres: en el segundo, se objetiva a sí mismo, pasando a ser naturaleza o revistiendo la forma objetiva de mundo: en el tercero, se conoce a sí mismo y adquiere conciencia de su ser propio en el hombre, con lo cual comienza a existir como Dios, recibiendo la forma última de la Divinidad. Como se ve, Hegel tenía razón al afirmar que Dios est in fieri, y al prometer a sus discípulos hacer a Dios en el día siguiente[1].

Este es un sentido muy distinto al de los anteriores panteísmos, que conciben a Dios en el origen del mundo. El panteísmo de Hegel lo pone al final. Dios era Dios al comenzar y todo emanaba de Él en un descenso de degradación, pero ahora todo asciende hasta la realización del Absoluto.

II. El origen del mundo por creación

San Alberto Magno había entrado en contacto con la naturaleza a través del empirismo aristotélico, donde aprendió que el razonamiento puro vale poco al llegar a las cosas particulares y que solo la experiencia tiene entre ellas valor de prueba. Fue un excelente observador y obtuvo resultados importantes. El mismo enfoque hubo de servir a Santo Tomás para abordar el problema de Dios.

Del maestro aprendió que había que partir de las cosas sensibles, que son las primeras que conocemos, y llegar a Dios, que, por otro lado, ha revelado lo que es en el libro del Éxodo. La teología empieza por el punto al que la filosofía habrá llegado después de un largo recorrido que parte de los seres comunes y termina en el ser más elevado.

Lo cual exigió a santo Tomás renovar ciertas categorías importantes de la metafísica. Ésta, estudio de la realidad, se divide desde Wolff en dos apartados, general y especial. El primero es la ontología general, que procura explicar qué es un ser cualquiera. El segundo se divide a su vez en tres con el fin de ocuparse de las tres clases de seres que hay: el mundo físico, el mundo vivo y la divinidad. Por eso es cosmología, psicología racional y teología racional. La renovación tuvo lugar en la ontología general y en la teología natural o teodicea y afectó a las otras dos.

a) Ontología

La ontología tomista comienza por los seres comunes que presenta la experiencia. Es corriente creer que cada uno de ellos es algo estable. Es corriente, por ejemplo, creer que tú eres tú, que yo soy yo, que cada cosa es cada cosa. Que ser viejo es ser viejo y ser joven es ser joven y que son cosas contrarias que no pueden darse a la vez. Esto último podrá ser cierto, pero en lo primero hay error, porque ser joven es en realidad dejar de ser a cada instante lo que se está siendo, joven, y empezar a ser lo que no se está siendo todavía, viejo. En realidad no se es una cosa ni la otra, sino que un contrario es sin cesar desplazado por el otro y el tiempo fluye desde el futuro hacia el pasado. Mejor dicho, somos lo que fluye en el tiempo, somos sus víctimas. San Agustín dijo en las Confesiones que el tiempo es en la medida en que tiende a no ser, Platón, en El sofista, que el ser es de mil maneras  no ser, Heráclito que el Sol es otro cada día y Aristóteles que es otro a cada instante. Los cuatro hablan de lo mismo.

Luego cada cosa real está dejando a cada paso de ser lo que es; todo lo que hay es una tensión entre el ser y el no ser, un compuesto de lo que es ya y lo que no es todavía o, según el léxico de Aristóteles y Tomás de Aquino, un compuesto de forma y materia. Ésta es su esencia, que se contiene en su definición.

Pero ese compuesto esencial equivale a nada por sí mismo. Es cierto, por ejemplo, que el centauro Quirón es un centauro sabio porque ha renunciado a la inmortalidad. Pero, puesto que Quirón no existe, ni es sabio, ni es centauro, ni es Quirón. Hay que cuidarse de las trampas del lenguaje. Que haya un cierto sujeto en la gramática no debe engañarnos hasta el punto de creer que también está en la realidad. Si en ésta no hay sujeto tampoco hay algo que se le pueda atribuir. La esencia de Quirón es algo que ha tramado nuestra fantasía y ha cobrado apariencia de realidad en la lengua.

Si Quirón existiera, su esencia sí que sería algo. Luego es la existencia lo que hace que la esencia sea real, lo que realiza la cosa. Si existe es algo y si no existe es nada, eso es todo. Luego cada cosa real, existente, es un doble compuesto: lo que es ya y lo que no es todavía, por un lado, es decir, su esencia, y, por el otro su esencia y  su existencia.

La ontología enseña, por tanto, que toda cosa está siempre sujeta a un movimiento interno que la lleva hacia algo que la complete. Si llegara al final de su camino se quedaría allí siendo lo que es, sin convertirse ya más en lo que no es, aunque esto es algo que una cosa compuesta nunca habrá de alcanzar. Un ser compuesto es preciso que sea finito y el destino de todo lo finito es tener un final, porque lo finito tiene que ser temporal. De otra manera: lo que es compuesto se descompone tarde o temprano. En la naturaleza se suceden la generación y la corrupción y cada árbol debe morir para que el bosque siga viviendo.

La explicación de este hecho es como sigue. Una piedra, un árbol, un dinosaurio, un hombre y el centauro Quirón son algo, lo cual no implica que existan. De hecho algunos no existen ya y otros no han existido ni existirán nunca. Ser algo no lleva consigo que haya algo. No obstante, nos resistimos a aceptarlo. Borges lo dice así por boca de Almotásim el Magrebí, un poeta árabe que salió de su imaginación:

Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado, que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte.  ¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub Almansur, muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?[2]

Morirse es siempre cosa de los demás. Una vez que sabemos lo que es existir, que para nosotros es vivir, no queremos de ningún modo dejar este mundo y cualquier bagatela nos convence de que no sucederá. Ni siquiera el suicida quiere abandonar la vida. Él quiere vivir, solo que no quiere vivir de cierta manera. El deseo es tan poderoso que arrastra a la inteligencia, porque es el mayor bien. He aquí entonces que toda cosa existente es buena porque existe. Incluso la existencia del diablo es buena, dice Tomás, aunque él sea malo por otros motivos. El mundo es bueno, en contra de lo que creyeron muchos panteístas.

Pero en todos los seres comunes es distinto ser algo, un ángel, un hombre o un caballo, y el hecho de existir y si les falta esto último entonces son nada. Puesto que su esencia es distinta de su existencia, ésta debe venirles de fuera, porque, necesario es repetirlo, el ser tal o cual cosa no lleva consigo que se den en la realidad. Que un triángulo tenga tres lados no quiere decir que haya triángulo alguno en ninguna parte. Luego han tenido que ser creados a partir de la nada.

b) Teología natural

Dios es existir y existir es el acto de la esencia. Puesto que es el único existir, hay que añadir que es el acto de todo cuanto alguna vez venga a la existencia:

“Existir es la forma o naturaleza en acto. De hecho, la bondad o la humanidad no estarían en acto si no tuvieran lo que nosotros entendemos por existir. Es necesario, pues, que entre la existencia y esencia en un ser veamos la misma relación que hay entre la potencia y el acto. Como quiera que en Dios nada es potencial, como quedó demostrado (a.1), se deduce que en Él no hay distinción entre su esencia y su existencia. Así, pues, su esencia es su existencia.”

Pero entonces el existir no es un mero estar ahí, como para Sartre o Heidegger. Ni el concepto más vacío, por ser el más cercano al del no ser, como dijo Hegel. Es el acto del ser. Para el mineral es la existencia más simple, para la planta es vivir, para el animal es vivir y sentir, para el hombre es vivir, sentir y pensar, para Dios… para Dios es todo. Por eso sale todo de Él. ¿De dónde si no? Si es acto puro, si todas las realizaciones de las cosas están en Él, si, en fin, es infinito, nada puede haber en ellas que no se halle en Él. En caso contrario, si hubiera algo en las criaturas que no estuviera en Él, no sería infinito. Es el ser de que hablaban Parménides, Platón, Aristóteles, etc., pero su contenido es radicalmente nuevo.

Que es así viene además atestiguado por el libro del Éxodo. San Agustín pensó que cuando Dios dijo a Moisés Yo soy el que soy dijo que existe, pero no en qué consiste. Santo Tomás pensó que había revelado las dos cosas, solo que no por eso es posible entenderlo, porque ningún concepto nuestro será adecuado, debido a que es un ser infinito y nuestra mente no. Si no fuera así, si pudiéramos poner cerco en una definición a la esencia divina, como hacemos con el resto de las cosas, comprenderíamos de golpe que es imposible que no exista. Pero no podemos hacerlo. Para nosotros no es evidente que existe y, en consecuencia, es posible que no sea así. Es necesario probarlo, pero partiendo de datos de experiencia, como habían aconsejado Aristóteles y Alberto Magno.

En esa demostración, que Tomás de Aquino emprende por cinco vías distintas, se halla la necesidad de que los seres comunes hayan sido producidos a partir de la nada. Las cinco muestran que en la realidad empírica hay algo que exige buscar explicación en otro lado. Cada ser es tal o tal otra cosa, pero, ya se trate de un ángel, un hombre o un caballo, lo que son no lleva consigo que existan, según es ya sabido. Luego si existen no puede ser por sí mismos, sino que tiene que ser por otro. Tiene que haber algún ser que no existe por otro, pues en caso contrario no se entiende que haya un ángel, un hombre o un caballo. En el ser que no es por otro es necesario que lo que sea incluya que existe. Éste es el sentido filosófico oculto en la expresión Ego sum qui sum[3] y es también el significado profundo de las cinco vías.

En esto se diferencian entre Dios y las cosas. Dios es el ser, el existir, el acto de todos los actos. En el ordenamiento de conceptos de santo Tomás es el primer atributo que conviene a la divinidad y de él proceden todos los demás: ipsum esse subsistens. Esto es afirmar la trascendencia divina, algo que los panteísmos no acertaron a comprender.

Todo lo cual agrega un problema inesperado. Habiendo partido de la convicción de que hay cosas sensibles y de que es posible que no haya Dios, encontramos ahora que lo extraño es que haya cosas y no solo Dios. Es decir: si solo Él es el existir, ¿cómo es que hay cosas?

c) La emanación en santo Tomás

Para responder Tomás se sirvió con frecuencia del término emanación, un término que evoca el gnosticismo, el neoplatonismo y sus secuelas panteístas. Otro término usado por él es el de procesión, que aplica a la Trinidad tras convertirlo en un derivado lógico del anterior. La adopción de ambos se debe a la impresión que produjo en su ánimo la lectura del Liber de causis y el Corpus dyonisiacum. El primero se atribuía entonces a Aristóteles o a Avicena, pero pudo escribirlo Pedro Hispano. El segundo es del Pseudo Dionisio Areopagita, un monje desconocido del siglo V, algo que  no se sabía en el XIII.

El término emanación no tiene ya en Tomás un contenido metafórico, sino ontológico: es la génesis o generación de algo sin movimiento. Por eso lo aplica tanto al interior de la Trinidad, donde la emanación es procesión hacia adentro, como al exterior, donde es creación, concurso, conservación y providencia. En lo que sigue se tendrá en cuenta la creación, que es una de las clases de este segundo tipo de emanación. También la conservación del mundo, que no es en realidad diferente de la creación del mismo.

d) La creación, o emanación hacia afuera

El nacimiento o aparición de una cosa cualquiera puede verse de dos maneras: como la cosa concreta que es (inquantum est hoc ens, vel inquantum est tale ens) tal como un hombre o un caballo determinados, como el Cid Campeador o Babieca, o como algo que existe ahora y antes no existía (ens in quantum est ens). Es decir, se puede considerar cualquier cosa existente como lo que es o como existente. Esto último abarca el ser total.

Cuando se considera el ser total, entonces, de la misma manera que el Cid Campeador o su caballo se hicieron de algo que no era hombre ni caballo, así el existente se hace de algo que no es existente, o sea, de nada. No es lo mismo la emanación particular de un ser en cuanto que es tal, que está sujeto a los procesos naturales de generación y corrupción, que la de ese mismo ser en su totalidad, que ya no puede hacerse de algo previo y tiene que nacer por creación:

… es imposible presuponer algún ser en tal emanación. Pero la nada es igual a la negación de todo ser. Por lo tanto, como la generación del hombre se hace a partir del no ser que es no hombre, así también la creación, que es emanación de todo el ser, se hace a partir del no ser que es la nada[4].

La introducción del no ser en argumentaciones filosóficas no debe causar extrañeza. Todos los individuos tenemos una gran familiaridad con él. Por tener inteligencia y voluntad, los humanos pensamos en cosas que no hay y en muchos casos no habrá, como ideales, proyectos, utopías, aspiraciones, etc., y además las deseamos con fuerza. Esas cosas no son seres, sino no seres. Son nada. Decimos haber realizado uno de ellos cuando logramos darle existencia, cuando hemos conseguido que pase del no ser al ser. Es de suponer que el resto de las cuerpos, sean vivos o no, solo se relacionan con cuerpos existentes de hecho, en tanto que nosotros nos relacionamos con inexistencias las más de las veces.

No obstante, en estos casos se trata siempre del no ser de lo posible, de un no ser relativo, del cual es posible extraer algo real. Del otro, del no ser absoluto, es imposible, incluso para Dios, pese a san Pedro Damián y a Gerardo de Czanard, que fue obispo de Hungría en el siglo XI. Este último dio nombre al tópico de la filosofía como esclava de la teología. Los dos defendieron sin razón que si una verdad de fe es contraria al principio de contradicción tanto peor para dicho principio. Como ejemplo de lo cual dijeron en oposición a Roscelino, Berengario de Tours, Anselmo el Peripatético y otros dialécticos del siglo XI, que Dios puede hacer que un hecho del pasado no haya sucedido. Santo Tomás, que en santidad está en el mismo grupo que san Pedro Damián y en análisis lógico en el de los dialécticos del XI, aunque sin caer en sus juegos florales silogísticos, dejó claro que el pasado no puede ser no pasado y que, en consecuencia, Dios no puede cambiarlo, mas no porque no sea omnipotente, sino porque no hay nada que hacer en un caso así. La lengua permite formar frases correctas desde un punto de vista sintáctico, pero carentes por completo de contenido real o posible.  Que el pasado no fuera pasado sería lo mismo que dibujar un círculo de radios desiguales o un triángulo de cuatro lados. No es que falle el poder de Dios, es que yerra el que se cree que tiene algo en la mente cuando pronuncia frases como esas.

Por lo mismo, si la expresión “crear de la nada” fuera contradictoria no podría darse. Es una objeción que el propio Tomás se pone en varias ocasiones:

Según Aristóteles, los antiguos filósofos admitieron como una verdad de sentido común que «de nada, nada se hace» (ex nihilo nihil fit). Mas el poder de Dios no se extiende a lo que es contrario a los primeros principios; por ejemplo, hacer que el todo no sea mayor que la parte o que la afirmación y negación sean verdaderas al mismo tiempo. Luego Dios no puede hacer de nada algo, o sea, crear[5] (Deus non potest aliquid ex nihilo facere, vel creare)

El artesano y la naturaleza obran ciertamente de esta manera, pues ambos necesitan que haya materia con la que producir sus objetos. Por su acción sucede algo a dicha materia: al bronce le sucede ser esfera, a la semilla ser espiga, etc. Pero en la creación no sucede nada. En el libro del Génesis se asiste a una grandiosa escenografía, pero en realidad no hubo tal.

Es engañoso que las expresiones “hacer algo de bronce” y “hacer algo de la nada” tengan la misma estructura sintáctica, pues el sentido de los conceptos indica una estructura lógica muy diferente y hasta contraria. Son dos formas distintas de producir un objeto:

  1. Por generación a partir de algo. Es lo que hacen la naturaleza y el arte. A partir del bronce se hace la esfera y ésta es de bronce. El orfebre es causa eficiente, el bronce causa material. Aquí nada se hace de nada.
  2. Por creación a partir de la nada. Es lo que hace Dios. A partir de la nada hace algo, pero no se hace de nada, pues sería lo mismo que no estar hecho. Dios es causa eficiente y no hay causa material. Se vale únicamente de su poder para producir un efecto. Para averiguar si se produce algo de la nada y en qué sentido puede suceder tal cosa es preciso dar un paso más.

La diferencia principal entre las dos expresiones está en la expresión “a partir de (ex)”, que en el primer caso indica la materia de la que se hace la cosa (materia de qua) y en el segundo el punto de partida.

¿Qué es lo que Dios hace? Si se compara con un artesano o con el demiurgo del Timeo se observa que hay algo que pasa por dos estados o momentos sucesivos, uno antes y otro después:

1) Antes: el bronce.

2) Después: la esfera.

Lo que antes es bronce después es esfera… de bronce. Hay un antes y un después. Hay un suceso, porque al bronce le ha sucedido convertirse en esfera sin dejar de ser bronce. Ha empezado a existir el compuesto de lo que ya había antes. También a la materia sobre la que operó el demiurgo le sucedió convertirse en mundo sin dejar de ser materia. En estos casos hay algo a lo que le sucede algo por la acción de alguien. Lo que resulta sigue siendo lo mismo, pero de otro modo. Esto es lo que significa hacer algo de algo y así es como proceden tanto la naturaleza como el arte.

Pero crear algo de la nada no es lo mismo, pues, no habiendo materia previa, a ésta no puede sucederle nada. Dios no redondea al bronce para conseguir una esfera, sino que hace el bronce, la esfera y el compuesto cuando lo trae a la existencia. Hace el ser completo.

De otra manera: al fabricar una esfera hay algo que pasa de un antes a un después, pero en la creación del mundo no hay un antes, y, no habiendo un antes, tampoco hay un después. No se pasa de un momento a otro, sino que se está en el otro, que, no habiendo uno, tampoco es otro. Luego no hay contradicción, pues no se dice que el no ser sea ser o que se convierta en él.

Ahora debe entenderse que no hay espectáculo alguno que contemplar cuando Dios crea el mundo ¿Cómo sería posible algo así cuando no pasa nada?

Dios crea el mundo sin tiempo. Su acción ocurre en la eternidad. Distinto es que, una vez creado, eche el tiempo a rodar con el mundo, cosa que resulta tan difícil de pensar como su contraria, que hubiera tiempo durante el cual no había ningún suceso. En rigor, Dios no “creó” el mundo. Ese pretérito indefinido indicaría que lo hizo y luego siguió existiendo por su cuenta, lo cual contradice el hecho de que sigue pudiendo no existir y necesita ser mantenido en la existencia. Hay que concluir que ni Dios creó el mundo en un momento dado ni el mundo existe ahora por sí solo, sino que Dios mantiene en la existencia las cosas que por sí mismas tienden a la inexistencia. Las crea en cada instante… nuestro, que no suyo.

Luego el creador se parece muy poco al demiurgo platónico, al artesano y a la naturaleza. La creación es distinta de la generación.

Esta clase de emanación no es una mutación, un cambio ni una acción. Estos conceptos son en realidad opuestos suyos, pues siempre que se da uno de ellos hay algo que existe en los dos extremos, lo que no sucede en la creación. Tampoco la aniquilación, la vuelta a la nada de algo, si es que tal cosa sucede alguna vez, es una mutación o un cambio, por el mismo motivo: porque no hay sujeto igual entre los dos extremos.

El grandioso escenario del Génesis bíblico es en realidad un gran espectáculo para la inteligencia, no para los sentidos. A santo Tomás se lo debemos. El asombro y la maravilla tienen que ver con un fenómeno sorprendente muy común: el de la creación continua. Miren Uds. alrededor, que están asistiendo a él. A esa especie de creación continua se la da el nombre de conservación, que es una de las especies de emanación hacia afuera, pero entre esta idea y la de creación solamente hay distinción de concepto, siendo lo mismo en la realidad. Dios no crea primero la cosa y luego sigue manteniéndola en la existencia, sino que, desde nuestra perspectiva, la creación se dilata en el tiempo. Si alguna vez a lo largo de ese tiempo, que es solo nuestro, cesara el influjo de la causa creadora, todo quedaría aniquilado, como se hace la oscuridad en una sala cuando se apaga la luz o se hace el silencio cuando uno se calla.

(Documento sonoro:)


[1] Zeferino González, Filosofía elemental. II, CreateSpace Independent Publishing Platform, 2015, pág. 103

[2] Borges, J. L., Poesía completa, Lumen, Barcelona, 2011

[3] Éxodo, III, 13

[4] Aquino, S. T. de, Summa theologiae, q. 45, a. 1

[5] Aquino, S. T. de, Summa theologiae, q. 45, a. 2.

Share
Comentarios desactivados en La creación del mundo

Sobre el socialismo

La fe socialista

La fe del socialismo, un resultado de la fe cristiana o un sucedáneo suyo para la vida sobre la tierra, confía en que su realización en este mundo dará lugar a un sistema de producción inagotable de bienes y espera con ilusión beatífica su advenimiento. Se caracteriza, igual que su precedente, por la fe y la esperanza, dos virtudes teologales ligadas entre sí. Convencida de que es moralmente superior el interés común que el indiviual, ha sustituido además la caridad por la solidaridad. Es una fe religiosa casi perfecta. Algunos la caracterizan como religión civil.

Su poder de atracción es extraordinario, muy superior al de cualquier otro credo desde hace unos doscientos años. Es una gran idea-fuerza, que mueve las voluntades sin necesidad de penetrar en la inteligencias. Cierto es que el socialismo que se llamó científico a sí mismo pretendió sentar plaza de actividad intelectual, pero el transcurso de los hechos durante el siglo XX lo ha relegado al lugar que le es propio: el de las convicciones fabricadas con fines de acción política a base de convicciones utópicas, milenaristas, mesiánicas, etc., más parecidas a las de los antiguos albigenses, patarinos y otras sectas de la Antigüedad y la Edad Media.

Ese poder de la idea-fuerza socialista prueba una vez más que no son las ideas verdaderas o consistentes las que desembocan en la acción. La idea socialista no lo es, pero ninguna le disputa hoy su reinado. Las gentes siguen su enseña con fe inmarcesible. Los planes políticos de los distintos partidos siguen la dirección que ella les impone. Su fuerza sigue siendo enorme. En el siglo XX dio origen a proyectos tan grandiosos como el comunismo soviético o el chino. La caída del muro de Berlín el año 1989 fue el acta notarial del fracaso del primero y el segundo, pese a conservar un poder despótico en manos del Partido Comunista Chino, parece haber abandonado la fase socialista por haberse mostrado ineficaz a quienes estaban encargados de realizarla.

Pese a todo, la convicción socialista sigue presente por todas partes. Incluso quienes se declaran enemigos suyos participan de ella. Un ministro de hacienda de un gobierno conservador que se pronuncia a favor de la necesidad de que el Estado intervenga en ciertos sectores de la economía para cumplir con las demandas de la justicia social, un campesino que se queja de la volatilidad de los precios del cereal y pide que el Estado los mantenga en un nivel más o menos fijo a la vez que cobra las subvenciones estatales a la agricultura, un director de cine que exige la protección del arte nacional, etc., hacen profesión de fe socialista aunque de labios afuera se manifiesten contra ella.

Las clases sociales

Una tesis importante del socialismo dice que existen clases sociales. Según esta tesis, los individuos están agrupados según ciertos intereses comunes que dirigen su acción. Son los intereses de clase. Llevada a sus consecuencias lógicas últimas, esta convicción llevó a creer a sus adeptos que, en palabras de Mao Tse Tung, toda idea denota su origen clasista, con lo cual sustancializaron la clase social y acabaron pensando que es ella y no la propia voluntad del individuo quien mueve a éste sin que él mismo sea consciente de ello.

Las clases más importantes de una sociedad que ha sobrepasado la fase industrial o se halla en ella son el proletariado y la burguesía capitalista. Los proletarios, así llamados inicialmente porque solo pueden tener prole, son ahora llamados “trabajadores” y los burgueses “empresarios”. Dicho sea de paso: en estas denominaciones va implícita la idea de que los empresarios no trabajan.

En España existen sindicatos de clase, como la UGT y CCOO, cuyas creencias proceden directamente del socialismo, y sindicatos de empresarios, o patronales, como la CEOE, que dicen oponerse a él en la creencia de que los intereses de los patronos son comunes y opuestos a los de los proletarios o trabajadores, pero su sola existencia prueba que aceptan el supuesto socialista de la existencia de clases sociales.

Ese supuesto afirma que la posición que cada hombre ocupa en la sociedad no ha sido elegida por él ni determinada por su personalidad, sino por las necesidades del mercado capitalista. Las ideas, gustos, conocimientos e inclinaciones de cada uno, su propia existencia, no van más allá de la existencia de su clase social, porque todos nacen en el interior de algún grupo que fija de antemano las posibilidades de elección entre las que habrán de optar. Esta división de la sociedad en clases es también un engaño que oculta la auténtica naturaleza común de los individuos.

Cada clase tiene sus intereses. De éstos brotan las ideas y las ideas configuran la visión del mundo y de la sociedad que tiene cada persona.

Las ideologías

En esto consisten las ideologías, las cuales, por nacer de intereses de clase, tienen que estar enfrentadas entre sí y representar solo una fracción de la sociedad. No obstante, la del proletariado es netamente distinta porque representa en realidad los intereses generales de la sociedad, debido a que no es una clase más, sino la clase universal. La sociedad en su conjunto no puede tener más interés que el de suprimir las barreras que distinguen a unos individuos de otros, barrer las sombras que ocultan la verdad humana. Al no tener propiedades que defender, sino sólo prole, el proletariado tiene que aspirar a destruir el actual modo de trabajo que le mantiene alienado. Su interés, en fin, no puede ser otro que el comunismo, la fase que habrá de llegar por la dinámica interna de esta sociedad capitalista y por la actividad revolucionaria de la vanguardia del proletariado, es decir, del partido socialista o comunista.

La confrontación entre ideología burguesa e ideología proletaria es, en fin, la misma que entre falsa opinión y verdad. Las ideas del proletariado reflejan la realidad auténtica, las del burgués la apariencia de lo real.

La realidad contra la idea

Si las ideas propias de la clase trabajadora o proletaria son un fiel reflejo de la realidad histórica y social y si, por añadidura, dichas ideas se recogen en los escritos de los sociólogos, economistas y filósofos socialistas, sobre todo en los de Carlos Marx y en el partido político comunista, verdadera vanguardia del proletariado, entonces, una vez que se les presentara la ocasión de convertirse en realidad, bien por la evolución propia de la sociedad, bien por la revolución emprendida por los actores políticos socialistas, bien por ambas fuerzas actuando de consuno, deberían rodar por sí mismas e ir cobrando cuerpo en la vida de las gentes. Deberían dar lugar a la sociedad opulenta pensada en la doctrina socialista, pues, una vez que hubieran saltado por los aires las trabas que impedían la libre expansión de las fuerzas productivas, los bienes fluirían casi por si solos, como en el Jardín del Edén.

Pero nada de esto ha sucedido en ninguno de los casos en que tales ideas tuvieron la oportunidad de pasar de lo mental a lo real. La Unión Soviética, Cuba, Vietnam, China, etc., han completado el silogismo en modus tollens que hace falsa la premisa socialista: “si tal cosa pensada es verdadera, debe convertirse en realidad cuando se presente su ocasión; es así que no se ha convertido en realidad; luego tal cosa pensada es falsa”. En otras palabras: la realidad ha negado la idea, lo que es un serio contratiempo para un sistema filosófico que se declara contrario al idealismo. Es el principio del falsacionismo popperiano.

Pero la eficaz reducción a la falsedad mediante la aplicación de este principio no ha tenido nunca importancia para los adeptos al credo socialista, pues lo que importa no es la verdad, sino el dominio de la realidad política y social. De ahí la probada eficacia que ha tenido siempre el hecho de reducir al adversario a mero portador de ideología por su pertenencia ineluctable en cuerpo y alma a una clase particular.

Hermann Cohen, litografía de Carl Doerbecker

Quien se atreve a criticar la idea es un individuo vendido a la burguesía capitalista, al neoliberalismo, al mercado o a cualquier otro ídolo fabricado ad hoc. Ya fue un subterfugio exitoso puesto en marcha por el llamado socialismo científico a partir del siglo XIX para eludir toda crítica científica. Se llegó incluso con harta frecuencia a acusar de maldad a quien traspasara esa línea. Solo existen personas de buena o mala voluntad, llegó a decir Hermann Cohen. Exhibe un sentido moral defectuoso quien se atreve a criticar o poner trabas a cualquier política social, añadió (Mises, II). El egoísmo y la codicia son, según parece, lo único que puede oponérsele.

He aquí una actitud que se coloca en las antípodas de todo pensamiento científico y se adentra en el campo del fanatismo religioso, porque exige sumisión acrítica a sus postulados.


 

Share
Publicado en Filosofía práctica, Ética, Antropología, Metafísica | Comentarios desactivados en Sobre el socialismo

Andrades González. Las matemáticas en la educación del gobernante

Las matemáticas en la educación del gobernante (La República o El Estado. Platón)

INTRODUCCIÓN:

En “La República o El Estado”, Platón, elabora la filosofía política de un Estado ideal. Utilizando un relato imaginario, de una conversación sostenida por Sócrates con unos amigos, va exponiendo más o menos explícitamente los grandes temas de su filosofía, con dos motivos recurrentes: “La identificación última de la felicidad con la virtud” y “la contraposición entre ciencia y apariencia”.

El diálogo, se inicia, con una discusión sobre la justicia, y para poder llegar a su concepto, Platón, establece un paralelismo entre la constitución de la sociedad y la del alma del individuo. El Estado estaría formado por productores, guardianes y gobernantes, partiendo del mito fenicio de las clases de hombres, según el cual “los dioses, hicieron entrar oro en la composición de los que están capacitados para mandar, (por lo cual valen más que ninguno); plata, en la de los auxiliares y bronce y hierro, en la de los labradores y demás artesanos”, mientras que el alma constaría de tres “géneros” o “especies”: lo apetitivo, lo fogoso y lo racional; de tal forma que, el alma racional se correspondería con los gobernantes, el alma irascible con los auxiliares y el alma concupiscible con los artesanos.

Teniendo establecida esta división, y la distribución de tareas que correspondería a cada una de ellas, Platón sostiene que, la justicia consiste en que cada uno de ellos, desempeñe la función que le es propia: “Por otra parte, la ciudad nos pareció ser justa cuando los tres linajes de naturalezas que hay en ella hacían cada una lo propio suyo; y nos pareció temperada, valerosa y prudente”. Y lo mismo que sucede con las “clases” de la ciudad, sucedería con las “partes” del alma: “De modo que el hombre justo no diferirá en nada de la ciudad justa en lo que se refiere a la idea de justicia, sino que será semejante a ella”. ”Cada uno de nosotros será justo y cumplirá su deber, cuando cada una de las partes de sí mismo realice su tarea”.

Para Platón, la justicia, va muchas veces acompañada del sacrificio, y sabiendo que el ser humano, independientemente de cómo piense o sea, no puede jamás renunciar deliberadamente a la felicidad, piensa que la mejor manera de presentarla es acompañándola de ella. Por eso, el individuo será feliz por la justicia, consistente en el imperio de la razón; y la ciudad será feliz, por el mando de los mejores ciudadanos, que serán los gobernantes filósofos.

Estos han de poseer un alma noble y dotada de facilitad para aprender, pero tales cualidades han de ser perfeccionadas por la educación. Siendo esto así, habrá que cuidar minuciosamente, la formación de los futuros gobernantes, ya que de ellos dependerá no sólo el gobierno del Estado, sino la felicidad de todos los gobernados.

En las ciudades-estados griegas la Educación, se refería al cultivo del ser humano en todas sus facetas, con la intención de convertirlo en un buen ciudadano; se hacía por el Estado y para el Estado; aunque no en todas se seguían las mismas pautas.

Para Platón, la educación debe limitarse a “purificar” los metales “en bruto”, que componen la naturaleza de cada hombre, (siguiendo el mito fenicio), sin que esto suponga la creación de “castas” cerradas pues “aunque generalmente ocurra que cada clase de ciudadanos engendre hijos semejantes a ellos, puede darse el caso de que nazcan hijos de metales diferentes al de su padre y será el gobernante el que deba estimar su naturaleza real y educarlo de acuerdo a ella”.

Para la educación de los guardianes, no contempla un programa de conocimientos determinados, pero si propone reducir las tres partes de la educación ateniense, (Gimnástica, Letras y Música) a dos, incluyendo las Letras en la Música. El objetivo tanto de los ejercicios de Gimnástica como los de Música, sería la adquisición de buenos hábitos que ayuden a la formación del carácter, sirviendo así al provecho del alma.

Sin embargo, para los mejor dotados, para aquellos que, han de prepararse para la gobernación, es necesaria una enseñanza “que no sea inútil para los guerreros”, pero que “atraiga el alma desde lo que nace hacia lo que existe”.

Teniendo esto presente, va a ir descartando, las que no conducen a este fin: Gimnástica, Música y las demás Artes. Pues, aunque la Gimnástica se preocupa, no sólo de todo lo que es cuidado del cuerpo, sino de la alimentación y la conducta, condenando los excesos de gula y de lujuria, “se afana en torno a lo que nace y muere, pues es el crecimiento y decadencia del cuerpo lo que ella preside” y la Música no es más que una contrapartida de la Gimnástica, que “educa a los guardianes por las costumbres; les procura, por medio de la armonía, cierta proporción armónica, pero no conocimiento, y por medio del ritmo, la euritmia; y en lo relativo a las narraciones, ya fueran fabulosas o verídicas, presentaba algunos otros rasgos semejantes a éstos, pero no había en ella ninguna enseñanza que condujera a lo que buscamos”. En cuanto a las demás Artes, “son todas ellas innobles”…

Convencido de que el filósofo debe gobernar, porque sólo él posee el verdadero conocimiento, y según su concepción socrática, si tiene el verdadero conocimiento, tiene también, la verdadera virtud, establece el camino que ha de seguir para llegar a este conocimiento, (el conocimiento de las Ideas y, entre ellas, de la idea suprema del Bien), en las dos alegorías de la Línea y de la Caverna.

En el mito de la Línea, nos dice que, los objetos sensibles no son más que débiles semejanzas de unas realidades inmutables y eternas, que son las Ideas, y estas resultan accesibles sólo a la parte inteligente y razonadora del alma. El mundo sensible y el inteligible aparecen divididos cada uno en dos sectores: En el mundo sensible están los objetos percibidos directamente por los sentidos y las imágenes o apariencias de esos objetos. En correspondencia con ello, las ideas u objetos inteligibles pueden ser percibidos mediante imágenes y representaciones, como ocurre en las disciplinas matemáticas, o en toda su realidad y pureza, que es lo que se alcanza por la ciencia suprema de la dialéctica.

El pensamiento discursivo de la Matemática (diánoia) es el conocimiento que se obtiene cuando se razona y se va de las hipótesis a las conclusiones que de ellas se deducen. En este mundo se encuentran las formas de los números y las formas geométricas. Pero la Matemática, necesita utilizar ejemplos o imágenes sensibles para sus demostraciones. El geómetra se tiene que conformar con una representación material y, por tanto, inexacta de las distintas figuras geométricas. Sabe que el cuadrado o el círculo no son más que copias o imágenes del Cuadrado en sí, del Círculo en sí. Además, las demostraciones de las Matemáticas se realizan a partir de hipótesis, de supuestos, pero no se pregunta por su validez, sino que se presupone. No es por tanto , la ciencia más perfecta, sin embargo, para estudiar sus objetos geométricos y aritméticos, necesita servirse de objetos sensibles utilizándolos como imágenes para referirse a sus objetos ideales, es decir, recurre a lo sensible para elevarse a lo inteligible, por lo tanto, resulta ser, el puente más conveniente, para transitar del mundo sensible de la opinión, creencia, imaginación, conjetura, figuración, etc., de la Física, al mundo inteligible de las Ideas, a la ciencia perfecta de la inteligencia pura, que es la Dialéctica. Las ciencias matemáticas serán el instrumento que permita al filósofo empezar a romper las cadenas que le tienen aprisionado en la oscuridad del mundo sensible de la caverna para ir alcanzando progresivamente la contemplación de la realidad del mundo inteligible.

Será por tanto esta ciencia, la que estamos buscando como necesaria preparación para la Dialéctica: “Todas estas ciencias, [matemáticas] no son más que el preludio de la melodía que se debe aprender, […] que no es otra que la melodía que ejecuta la Dialéctica”.

Y estos estudios los concreta en Aritmética, Geometría, Estereometría o Geometría de los sólidos, Astronomía y Armonía musical, analizando su necesidad y lo que aporta cada uno de ellos a la suprema disciplina de la dialéctica.

ARITMÉTICA:

Para Platón, la enseñanza de los números y del cálculo es algo “tan común, que todas las artes y razonamientos se sirven de ella”, es un conocimiento indispensable para un hombre de guerra, para quien quiera entender algo de organización, o “para quien quiera ser un hombre”, ya que es un conocimiento absolutamente apto para atraer hacia la esencia, que conduce naturalmente a la comprensión. Y lo argumenta de una manera impecable.

Empieza sosteniendo que hay cosas provocadoras de la inteligencia y otras, no: “entre las cosas sensibles, unas no invitan en manera alguna al entendimiento a fijar en ellas su atención, porque los sentidos son los jueces competentes en este caso; y otras obligan al entendimiento a reflexionar porque los sentidos no podrían pronunciar un juicio sano sobre ellas”.

En efecto, hay objetos sensibles, que producen sólo una sensación y como ésta es suficientemente juzgada por los sentidos, no incitan a la reflexión; otros, en cambio, al provocar dos sensaciones contrarias, invitan a la inteligencia a examinarlos, porque los sentidos, no son concluyentes.

Y lo aclara, con el siguiente ejemplo: Fijémonos en tres dedos: el más pequeño, el segundo y el medio. Independientemente de su color, grosor o lugar que ocupen, cada uno se nos muestra igualmente como un dedo. El alma no se ve obligada a preguntar a la inteligencia qué cosa sea un dedo, porque en ningún caso le ha indicado la vista que el dedo sea al mismo tiempo lo contrario de un dedo. De modo que es natural, que una cosa así no llama ni despierta al entendimiento. Pero “¿qué pasa si nos referimos a su grandeza o pequeñez?, ¿las distingue suficientemente la vista, independientemente de que uno de ellos esté en medio o en un extremo?. ¿Le ocurre lo mismo al tacto con el grosor y la delgadez o la blandura y la dureza?. Y los demás sentidos, ¿no proceden acaso de manera deficiente al revelar estas cosas? ¿O bien el sentido que se encarga de lo blando, se ve obligado a encargarse de lo duro y comunicando éste al alma que percibe cómo la misma cosa es a la vez dura y blanda?. Y el alma se pregunta por su parte con perplejidad qué entiende esta sensación por duro, ya que de lo mismo dice también que es blando, y qué entiende la de lo ligero y pesado por ligero y pesado, puesto que llama ligero a lo pesado y pesado a lo ligero?. Y tiene que llamar al entendimiento y al cálculo para examinar si son una o dos las cosas anunciadas en cada caso. Si resultan ser dos, aparecerá cada una de ellas como una y distinta de la otra. Si cada una de ellas es una y ambas juntas son dos, las concebirá a las dos como separadas, pues si no estuvieran separadas no las concebiría como dos, sino como una. La vista, veía, lo grande y lo pequeño, pero no separado, sino confundido. Y para aclarar esta confusión, la mente se ha visto obligada a ver lo grande y lo pequeño no confundido, sino separado. Y es de aquí de donde comienza a venirnos el preguntar qué es lo grande y qué lo pequeño. Y así llamamos a lo uno inteligible y a lo otro visible”.

La unidad, pertenece a las provocadoras de la inteligencia, ya que no obtenemos un conocimiento suficiente de ella, ni por la vista ni por cualquier otro sentido, “porque vemos la misma cosa como una y como infinita multitud”, luego fuerza al alma a dudar y a investigar, poniendo en acción dentro de ella el pensamiento, y a preguntar qué cosa es la unidad en sí, y con ello la aprehensión de la unidad será de las que conducen y hacen volverse hacia la contemplación del ser.

Y si tal ocurre a la unidad, les ocurrirá también a todos los demás números y como la aritmética y la ciencia del cálculo tienen por objeto el número, “serán aptas para conducir al conocimiento de la verdad”.

Evidentemente, estas enseñanzas le van a ser indispensables tanto al guerrero, como al filósofo, pero – y esto va a ser algo en lo que Platón insistirá mucho- sólo si se aplican a ellas no de una manera superficial, con miras a las compras o ventas, como hacen los comerciantes, sino contemplando la naturaleza de los números con la sola ayuda de la inteligencia, sirviéndole entonces, al primero para organizar los ejércitos y la guerra y al filósofo para que su alma adquiera mayor facilidad para volverse a la verdad y la esencia.

Es impresionante, la visión de Platón respecto a la noción de número, pues no lo considera como algo que se pueda aprehender simplemente por los sentidos, ni se queda en el convencionalismo social, de verlo como algo que sirve para contar, sino que profundiza en el proceso mental que se encuentra detrás de la formación de su concepto y que definiría muchos siglos más tardes el psicólogo Jean Piaget como: “número es un concepto lógico, de naturaleza distinta al conocimiento físico o social, pues no se extrae directamente de las propiedades físicas de los objetos, ni de las convenciones sociales, sino a través de un proceso de abstracción reflexiva de las relaciones entre los conjuntos. Concepto ligado a la capacidad de clasificar, ordenar y establecer correspondencias”. Definición que recoge los procesos mentales que subyacen en la definición conjuntista de número, basándose en las relaciones de equivalencia, (que darán lugar al cardinal) y las de orden (que nos darán el ordinal).

También se adelanta en la concepción de cómo el estudio de las matemáticas influye en la formación de un pensamiento lógico, que él expresa diciendo: “Además a los que la naturaleza ha hecho calculadores los ha dotado también de prontitud para comprender todas o casi todas las ciencias, y, cuando los espíritus tardos son educados y ejercitados en esta disciplina, si no sacan otro provecho, al menos se hacen todos más vivaces de lo que antes eran”.

Termina reconociendo que es una ciencia “penosa de aprender y de practicar”, (recordemos que se trata de formar a los que van a ser gobernantes, a los que tendrán que enfrentarse a retos difíciles, asumir riesgos, y perseguir y conseguir pacientemente las metas fijadas), por lo que deberán “dedicarse a ella los que nazcan con un excelente natural”, es decir, los que tienen oro en su composición, los filósofos: “el que tiene buena disposición para todas las ciencias con un ardor igual, que desearía abrazarlas todas y que tiene un deseo insaciable de aprender, ¿no merece el nombre de filósofo?”.

GEOMETRÍA

La importancia de la Geometría para Platón es tal, que en el Timeo dibuja el mundo físico y explica los fenómenos naturales en clave geométrica mediante una trasferencia de propiedades del mundo matemático al mundo natural. Cuatro de los poliedros regulares –tetraedro, octaedro, icosaedro y cubo– que son las formas geométricas más bellas, son, respectivamente, los átomos de los elementos –fuego, aire, agua y tierra–. Pero los elementos constituyentes del mundo material no son propiamente estos poliedros, sino sus componentes geométricos, formados por dos clases de triángulos rectángulos –los triángulos más bellos–; uno es medio cuadrado, es decir, isósceles, que compone el cuadrado cara del cubo y otro es el triángulo equilátero, que compone las caras de los otros tres poliedros. En cuanto al dodecaedro, cuyas caras no se pueden componer con los triángulos más bellos, Platón sugiere que es la forma general del universo.

También, y ya en La República, aprecia claramente su importancia en las cosas de la guerra que ejecutan los ejércitos, tanto en las batallas mismas como en las marchas, las maniobras que realizan, en lo que se refiere a los campamentos, tomas de posiciones, concentraciones y despliegues de tropas y a todas las demás maniobras, manifestando que la forma de proceder de un geómetra será totalmente diferente a la de otra persona que no lo sea. Pero su importancia, no estriba sólo en este aspecto utilitario, su valor radicará: “No sólo en lo relativo a las guerras”… Al igual que la Aritmética, “da al espíritu facilidad para aprender las otras ciencias”.

Pero sobre todo, porque aunque parece que los que practican esta ciencia hablan de ella, como si siempre estuvieran obrando y todas sus explicaciones las hicieran con miras a la práctica, empleando términos como “cuadrar”, “aplicar” y “adicionar”; sin embargo, esta disciplina es, de las que se cultivan con miras al conocimiento de lo que siempre existe, pero no de lo que en algún momento nace o muere. Por eso, atraerá el alma hacia la verdad y formará mentes filosóficas y como obliga al alma a contemplar la esencia, ayuda a que se contemple más fácilmente la idea del Bien.

En efecto, los juicios geométricos son eternos y apriorísticos, y corresponden a una realidad intemporal e inmutable, que es la auténtica realidad, más real que la engañosa, imperfecta e incompleta realidad sensible. De acuerdo con su idealismo geométrico, Platón subraya que los razonamientos que hacemos en Geometría no se refieren a las figuras concretas que dibujamos sino a las ideas absolutas que ellas representan:

“[Los matemáticos] se sirven de figuras visibles que dan pie para sus razonamientos, pero en realidad no piensan en ellas, sino en aquellas cosas a las que se parecen. Y así, por ejemplo, cuando tratan del cuadrado en sí y de su diagonal, no tienen en el pensamiento el que dibujan y otras cosas por el estilo. Las mismas cosas que modelan y dibujan, cuyas imágenes nos las ofrecen las sombras y los reflejos del agua son empleadas por ellos con ese carácter de imágenes, pues bien saben que la realidad de esas cosas no podrá ser percibida sino con el pensamiento”.

Por lo tanto, también la Geometría será de las que muevan al alma a contemplar la esencia de las cosas.

Pero cómo ya vimos antes con la Aritmética, Platón señala una y otra vez que la Geometría no debe tener otra finalidad que el conocimiento en sí mismo, que debe ser independiente de todo pragmatismo, y de la utilidad inmediata, y debe estar liberada intelectualmente de todo instrumento material –que son elementos corruptores y degradantes–, como señala Plutarco en sus Vidas Paralelas (Vida de Marcelo), cuando nos habla de la indignación de Platón ante el uso de artificios mecánicos en la Geometría:

“Platón se indispuso e indignó con ellos [contra Arquitas de Tarento y Eudoxo de Cnido], porque degradaban y echaban a perder lo más excelente de la Geometría con trasladarla de lo incorpóreo e intelectual a lo sensible y emplearla en los cuerpos que son objeto de oficios toscos y manuales”.

De esta visión platónica idealista podría derivar la distinción entre “Aritmética y Geometría” como factores espirituales de elevación hacia la Filosofía y “Logística y Geodesia” como instrumentos materiales y utilitarios de los artesanos y técnicos.

ESTEREOMETRÍA

La estereometría, se ocupa, del tercer desarrollo o generación: la del sólido a partir del movimiento de la superficie, es decir, de los sólidos en sí mismos.

Aunque la incluye en tercer lugar y por tanto está convencido de que su estudio es de los que conducen a la verdad, parece que Platón, tenía una idea un poco pesimista de la investigación que se estaba haciendo sobre estos conocimientos, y lo achacaba a dos causas: “La primera, porque ningún Estado hace aprecio de sus descubrimientos” y “la segunda porque los que se dedican a ella tendrían necesidad de un guía, sin el cual sus indagaciones serán inútiles”.

Lo de encontrar un buen guía, lo ve difícil y si se encontrara, no sería seguido porque los que se dedican a estas cosas son demasiado presuntuosos para obedecer a otros. La solución estaría en que el Estado se preocupara y animara a realizar estos trabajos, así dice él, “no se tardaría en descubrir la verdad”, además, los que se dediquen a ello “solo por la fuerza del encanto que producen, triunfarán de todos los obstáculos y harán cada día nuevos progresos”. En esta última afirmación, nos ofrece otro argumento distinto a los presentados hasta ahora a favor del estudio de las Matemáticas, sugerente y motivador, una excelente motivación para todos aquellos que se vayan a dedicar al estudio de estas ciencias, ya que aunque a la Aritmética la calificó de “penosa de aprender y de practicar”, ahora afirma, ( y vuelvo a repetir el párrafo porque me parece que merece la pena destacarlo), que: “solo por la fuerza del encanto que producen, triunfarán de todos los obstáculos y harán cada día nuevos progresos”.

ASTRONOMÍA, EL MOVIMIENTO EN PROFUNDIDAD.

En su exposición de las ciencias que deben ser objeto de estudio y siguiendo un razonamiento totalmente lógico, después del estudio de los sólidos, vendrá el de los sólidos en movimiento, es decir, la Astrología.

Fiel a sus convicciones, empieza reconociendo que la Astronomía nos puede enseñar cosas útiles, como el poder reconocer los tiempos del mes o del año que son más útiles para la labranza y el pilotaje, o su utilidad para el arte estratégico. Pero, su importancia, como ha venido repitiendo incansablemente, no radica en su “utilidad”, aunque resulte difícil de creer, radica en el hecho de que “por estas enseñanzas es purificado y reavivado, el órgano del alma de cada uno que, por ser el único con que es contemplada la verdad, resulta más digno de ser conservado que diez mil ojos”.

Para conseguir esto, habrá que estudiarla de una manera distinta, a la que se hace habitualmente.

Para que una ciencia haga al alma mirar a lo alto, tiene que tener por objeto lo que es y no lo que se ve…si alguno intenta conocer algo sensible, niego que llegue a conocer nada, porque nada de lo sensible es objeto de la ciencia y sostengo que su alma no mira a lo alto, sino hacia abajo, aunque esté nadando sobre la tierra o sobre el mar”. Por consiguiente, aunque sea muy bello la contemplación de los astros, no dejan de ser objetos sensibles, luego habrá que servirse de ellos como de los problemas en la Geometría y lo que hay que estudiar es su belleza verdadera, sus movimientos, la velocidad, el paso del día a la noche, de los días a los meses, de éstos a los años, las relaciones entre los astros…, en definitiva, las cosas que escapan a la vista y hay que comprenderlas con la razón y el pensamiento. Sólo así podemos servirnos de los astros, para sacar algún provecho de la parte inteligente de nuestra alma. Y sólo así, la Astronomía obligará al alma a mirar hacia arriba y la llevará de las cosas de aquí a las de allá.

Es tal el convencimiento que tiene de la importancia del método, para la buena formación de sus ciudadanos, que concluye: “si para algo servimos en calidad de legisladores, deberíamos prescribir el mismo método respecto a las demás ciencias”.

ARMONÍA MUSICAL

Después del estudio de los sólidos en movimiento, constata, que son muchas las formas en que el movimiento se presenta, los oídos han sido hechos para los movimientos armónicos, al igual que los ojos han sido hechos para los movimientos astronómicos, por eso, según dicen los pitagóricos, la astronomía y la música, son hermanas, razón por la cual detrás de la Astronomía y como última ciencia, propone la Armonía musical.

Al igual que sucedía con los astrónomos, el trabajo de los músicos, será inútil, si se limita a “la medida de los tonos y de los acordes sensibles”, si prefieren el juicio de los oídos a la inteligencia, si buscan números en los acordes percibidos por el oído; pero no se remontan a los problemas ni investigan qué números son armónicos y cuáles no y por qué lo son los unos y no los otros. En este sentido resultará un estudio útil para la investigación de lo bello y lo bueno, aunque inútil para quien lo practique con otras miras.

Una vez enumeradas las cinco ciencias matemáticas necesarias para elevar al alma “desde lo que nace, hasta lo que es”, puntualiza:

Si el estudio de todas estas cosas de las que acabamos de hablar tuviese por efecto hacer conocer las relaciones íntimas y generales, existentes entre unas y otras y a colegir el aspecto en que son mutuamente afines, este estudio sería entonces un gran auxiliar para el fin que nos hemos propuesto, pues en otro caso no merecería la pena consagrarse a él”.

Es decir, es importante el estudio de cada una de ellas por separado, pero más importante aún es el no convertir estos conocimientos en compartimentos estancos, sino establecer conexiones, relacionarlas, buscar igualdades y diferencias, tener un pensamiento maduro en definitiva

Y termina:”Todas estas cosas no son más que una especie de preludio del canto que hay que aprender”…”el canto mismo de la dialéctica…que se eleva gradualmente del espectáculo de los animales al de los astros y, en fin, a la contemplación del mismo sol. Y así el que se dedica a la dialéctica, renunciando en absoluto al uso de los sentidos, se eleva, sólo mediante la razón, hasta lo que es cada cosa en sí, y si continúa sus indagaciones hasta que haya percibido mediante el pensamiento el bien en sí, ha llegado al término de los conocimientos inteligibles, así como el que ve el sol ha llegado al término del conocimiento de las cosas visibles”. Este conocimiento está reservado evidentemente a los filósofos, de los que saldrán los futuros gobernantes.

CONCLUSIÓN:

Platón tiene en muy alta consideración las Matemáticas, por ellas mismas, de tal forma que en su Academia «está prohibida la entrada a toda persona que no sepa Geometría», pero esta importancia, no estriba en su aspecto utilitario, sino que está convencido de su influencia en la formación de un pensamiento lógico, que da al espíritu facilidad para aprender las otras ciencias, pero sobre todo porque son el fundamento de la Filosofía y de todo el saber, pues su misión, es elevar el alma de las cosas sensibles a la verdad ideal inteligible, cognoscible por vía exclusivamente racional. Es en el acto del filósofo de trascender el mundo físico donde las Ciencias Matemáticas juegan un papel esencial, ya que permiten realizar una intermediación en el tránsito de lo sensible a lo racional. Por eso, atraerá el alma hacia la verdad y formará mentes filosóficas y como obliga al alma a contemplar la esencia, ayuda a que se contemple más fácilmente la idea del Bien.

Esta visión de las Matemáticas que Platón plantea, ha tenido una gran influencia en su posterior evolución y su concepción ontológica ha tenido un singular atractivo sobre los matemáticos de todas las épocas.

Para Bertrand Russell “pocos filósofos, han alcanzado la amplitud y profundidad del pensamiento de Platón; ninguno le ha superado; y cualquiera que aborde la investigación filosófica o matemática hará mal en ignorarle”.

Pero Platón no se limita solo a argumentar su importancia, se detiene también en consideraciones pedagógicas, que podríamos encontrar en cualquier manual actual de Pedagogía, como pueden ser:

. La elección del método: Es muy insistente, en la idea de que la importancia de cualquier rama de las Matemáticas, radica en que elevan el alma al conocimiento de la verdad, y para conseguir esto, hay que cuidar el método, la manera de abordarlas, no quedándose en lo sensible, ni buscando solamente una utilidad. Es tan importante el método para él, que piensa que los legisladores deberían prescribir el mismo método a las demás ciencias.

. Enseñar sin coacción ni violencia:” Desde la edad más tierna es preciso destinar nuestros discípulos al estudio de los números, de la geometría y demás ciencias que sirven de preparación a la Dialéctica, pero es necesario desterrar de la enseñanza todo lo que sean trabas y coacciones…porque un espíritu libre no debe aprender nada como esclavo… y las lecciones que se hacen entrar por fuerza en el alma no tienen en ella ninguna fijeza”.

. Enseñar partiendo de las características de cada uno: “No emplees la violencia con los niños cuando les des las lecciones; haz de manera que se instruyan jugando, y así te pondrás mejor en situación de conocer las disposiciones de cada uno”

. Motivando: “Solo por la fuerza del encanto que producen, triunfarán de los obstáculos y harán cada día nuevos progresos”.

De hecho, Rousseau, en su tratado sobre la Educación, Emilio, pondera el inconmensurable valor de la República de Platón, no como una obra de política sino como el más excelente tratado de Educación que jamás se haya escrito.

En este aspecto la herencia de Platón también es trascendental y se puede apreciar su influencia, en los programas educativos de las universidades medievales y en la tradición pedagógica occidental, sobre todo en lo referente a la Aritmética y la Geometría, hasta hace pocas décadas.

INSTITUTO SUPERIOR DE CIENCIAS RELIGIOSAS ASIDONENSE

UNIVERSIDAD PONTIFICIA DE SALAMANCA

Trabajo Presentado en la Asignatura: Cristianismo y Cultura Profesor: D. Emiliano Fernández Rueda

Mª del Carmen Andrades González

Jerez, 11 de Mayo de 2015


 

 

Share
Comentarios desactivados en Andrades González. Las matemáticas en la educación del gobernante

Nacimiento de la Inquisición en España

Capítulo II. Siglo XIII. Albigenses, cátaros.—Valdenses, pobres de León, «insabattatos».

I. Preliminares.—II. Constitución de D. Pedro el Católico contra los valdenses. Durán de Huesca.—III. Don Pedro II y los albigenses de Provenza. Batalla de Muret.—IV. Los albigenses y valdenses en tiempo de D. Jaime el Conquistador. Constituciones de Tarragona. Concilio de la misma ciudad. La Inquisición en Cataluña. Procesos de herejía en la diócesis de Urgel.—V. Los albigenses en tierra de León.

I. Preliminares.

Ante todo conviene separar y distinguir estas herejías. Los albigenses, cátaros o patarinos eran una rama del maniqueísmo, al paso que los valdenses, insabattatos y pobres de León constituyeron una secta laica y comunista, que tendía a la revolución social tanto o más que a la religiosa. Pero los hechos de ambas sectas andan tan mezclados y son tan leves las huellas que una y otra dejaron de su paso por nuestro suelo, que no hay inconveniente en estudiarlas en un mismo capítulo. De sus orígenes diré poco, porque son hartas las obras donde puede instruirse el lector sobre esta materia.

Dije en el primer libro de esta HISTORIA que el gnosticismo propiamente dicho había muerto cuando la secta de Prisciliano, pero el maniqueísmo continuó viviendo, con más o menos publicidad, en Oriente. Dícese que el emperador Anastasio y la mujer de Justiniano, Teodora, eran favorables a esta secta. En Armenia fueron sus corifeos, en tiempo de Heraclio, un tal Paulo (de aquí el nombre de paulicianos), Constantino y Sergio. Dio tantas alas a los paulicianos la protección del emperador Nicéforo, que llegaron a edificar ciudades y a levantarse en armas cuando la emperatriz Teodora, regente en la menor edad de su hijo Miguel III, quiso someterlos y destruir la herejía. Al cabo se refugiaron entre los musulmanes, y de allí volvieron en tiempo de Basilio el Macedónico (fines del siglo IX) a hacer guerra contra el imperio. Su historia fue escrita por Pedro de Sicilia, y de él la tomó Cedreno743 y 744

Los paulicianos enviaron predicadores de sus dogmas a Tracia y Bulgaria, y desde allí, por ignorados caminos, se comunicó la herejía a las naciones latinas, donde tarda un siglo más en salir a la superficie. Precisamente al cumplirse el apocalíptico plazo, el año 1000, cuando arreciaba la barbarie en la sociedad y crecía la relajación de la disciplina en la Iglesia, y los pueblos, amedrentados, veían acercarse el profetizado fin del mundo, comenzaron a aparecer los maniqueos en Orleáns, Aquitania y Tolosa. Venían de Italia, donde los llamaban cátaros (puros) por su afectada severidad de costumbres. Negaban, como los doketas, la realidad del cuerpo humano en Jesucristo, la transustanciación y el poder del bautismo para perdonar los pecados; pensaban mal del Señor del universo, es decir, del Jehová del Antiguo Testamento, creador y conservador del mundo, y condenaban el matrimonio y el uso de las carnes. Dos canónigos de Orleáns, Heriberto y Lissoio, y una italiana eran los dogmatizadores. El rey Roberto procedió con severidad contra ellos e hizo quemar a algunos.

Relaciones aisladas, pero maravillosamente conformes, nos muestran un foco de herejía en Tolosa, donde hubo de celebrarse concilio en tiempo de Calixto II para condenar a los que rechazaban la Eucaristía, el bautismo de los párvulos, la jerarquía eclesiástica y el matrimonio; anatema reproducido en el concilio de Letrán por Inocencio II. A mediados del siglo XI el emperador Enrique IV castigó a los cátaros de Goslar, ciudad de Suavia. En el siglo XII los había en tierra de Colonia, y acerca de ellos consultó Enervin a San Bernardo. Por entonces, Pedro de Bruys y Enrique habían comenzado su propaganda en el Delfinado y Tolosa, no sin que saliesen a la defensa de la fe amenazada Pedro el Venerable y San Bernardo. Las doctrinas de los petrobusianos se hicieron públicas en el interrogatorio de Lombez (1176). Extendióse la secta a Soissons, según Guido de Noguent; a Agenois, según Radulfo de Ardens. Hacia 1160 aparecieron en Inglaterra los cátaros con el nombre de publicanos.

En Lombardía se dividieron en tres sectas: concorezzos, cátaros y bagnoleses; pero el nombre más usado fue el de patarinos, derivado de pati, según unos; de pater, como quieren otros. En tiempo de Fr. Ranerio Saccone el mal había tomado proporciones imponentes. Divididos los cátaros en electi o perfecti y credentes, tenían en Occidente diecisiete iglesias, descollando entre ellas las de Bulgaria, Drungaria (que parece ser Tragurium o Trau, en Dalmacia), Esclavonia, la Marca (italiana), Tolosa, Cahors y Alby. Ésta y la de Tolosa acabaron por dar nombre a la secta, dicha desde entonces tolosana y albigense745.

Los herejes toscanos, lombardos y de la Marca dependían de un obispo, llamado Marcos, y éste del antipapa búlgaro Nicolás. El cual vino en 1167 a Tolosa y celebró una especie de conciliábulo con Roberto de Spernone, obispo de Francia (episcopus ecclesiae francigenarum); Sicardo Cellarerio, obispo de Alby; Bernardo Catalani, representante de la iglesia de Carcasona, y otros heresiarcas; hizo nuevo arreglo de diócesis y puso paz y concordia entre los suyos, que al parecer andaban desavenidos.

Alcanzó, pues, la secta una organización regular, pero no conocemos con bastante precisión sus doctrinas. Pedro el Venerable reduce a cinco los errores de Pedro de Bruys: negar el bautismo de los párvulos, la eficacia de la Eucaristía, ser iconoclastas y enemigos de la Cruz, condenar los sufragios por los difuntos. San Bernardo añade que rechazaban la comida de carnes y el matrimonio: indicio grave de maniqueísmo. Alano de l’Isle les atribuye formalmente la creencia en dos principios: el doketismo y el desprecio a la ley de Moisés. Según Ermengardo, los herejes de Provenza sostenían que el demonio, y no Dios, ha criado el mundo y todas las cosas visibles. Mis lectores saben ya de dónde procedían estas opiniones. Ha de advertirse que los albigenses, como los antiguos gnósticos, reconocían grados en la iniciación, y esoterismo y exoterismo, y eran secta misteriosa y que ocultaba mucho sus dogmas, sobre todo en cuanto al origen del mal. Por eso los interrogatorios que hoy tenemos de albigenses y patarinos franceses e italianos, gente por lo común humilde e ignorante, varían hasta lo infinito y no penetran en la médula de la herejía, sino en las consecuencias y accesorios. Se les acusó de infandas liviandades, lo mismo que a los priscilianistas y a toda secta secreta.

Al desarrollo de la herejía albigense en Provenza concurrieron el universal desorden de costumbres, harto manifiesto en las audacias de la poesía de los trovadores; la ligereza y menosprecio con que allí se trataban las cosas más santas; las tribulaciones de la Iglesia y desórdenes del clero, abultados por el odio de los sectarios, y, finalmente, la rivalidad eterna entre la Francia del Norte, semigermánica, y la del Mediodía. Entre los que tomaron las armas para resistir a la cruzada de Simón de Montfort no eran muchos los verdaderos albigenses: a unos les movía el instinto de nacionalidad, otros lidiaban por intereses y venganzas particulares, los más por odio a Francia, que era el brazo de Roma en aquella guerra. Generalmente eran malos católicos, pero les interesaba poco el oscuro maniqueísmo enseñado en Tolosa y en Alby. Los occidentales suelen hacer poco caso de la parte dogmática de las herejías y prefieren hacer hincapié en lo negativo y en las consecuencias prácticas, mucho más si se enlazan con intereses del momento. Por eso prosperó la Reforma luterana.

Buena prueba del espíritu dominante entre los provenzales nos ofrece la conducta de los trovadores durante la cruzada antialbigense. Casi todos se pusieron de parte de los herejes y del conde de Tolosa; pero ni aun en sus invectivas más feroces y apasionadas se trasluce entusiasmo por la nueva doctrina. Guillem Figuera, en su célebre Sirventesio, lanza mil enconadas maldiciones contra Roma, engañadora, codiciosa, falsa, malvada, loba rabiosa, sierpe coronada; le atribuye todos los desastres de las cruzadas, la pérdida de Damieta, la muerte de Luis VIII, etc.; pero su ardor rabioso nada tiene de ardor de neófito. Si el poeta era maniqueo, bien lo disimula.

Resumamos: la herejía fue lo de menos en la guerra de Provenza. Dominaba allí un indiferentismo de mala ley, mezclado con cierta animosidad contra los vicios, reales o supuestos, de la clerecía. Había, además, poderosa tendencia a constituir una nacionalidad meridional, que quizá hubiera sido provenzal-catalana, tendencia resistida siempre por los francos. Bastaba una chispa para producir el incendio, y la chispa fueron los cátaros.

A su lado crecían los valdenses, mucho más modernos. Es tenido por padre y dogmatizador de la secta Pedro Valdo, mercader de León, que hacia 1160 comenzó a predicar la pobreza, convirtiendo en precepto el consejo evangélico, y reunió muchos discípulos, que se señalaron por raras austeridades, comenzando por despojarse de sus bienes. Llamóseles Pobres de León, y también Insabattatos, de la palabra latina bárbara sabatum, origen de la francesa sabot y la castellana zapato, porque llevaban zapatos cortados por arriba, en signo de pobreza. Vivían de limosnas y gustaban de censurar la riqueza y vicios de los eclesiásticos. Su primer error fue el laicismo. Arrogáronse todos, inclusas las mujeres, el derecho de predicar y aun de administrar los sacramentos; y el papa Lucio III se vio obligado a condenarlos por los años de 1181. El arzobispo de Narbona, Bernardo, los llamó a una conferencia pública, y, oídos, los declaró herejes. Además del celo amargo y sin misión que les hacía clamar por reforma, rechazaban la oración por los difuntos y huían de los templos, prefiriendo orar en sus casas; negaban obediencia a sus legítimos pastores y tenían por ilícitos, al modo de los cuáqueros, el juramento y la pena de muerte. Según ellos, un sacerdote indigno no podía consagrar, ni atar ni desatar, mientras que cualquier lego podía hacerlo, siempre que se sometiese a las penitencias y austeridades de la secta. Tan ciegos estaban, que en 1212 solicitaron de Inocencio III la aprobación de lo que llamaban su orden. Tres años después, en el concilio de Letrán, el mismo Pontífice los condenó, así como a los demás predicantes sin misión.

Negaban los valdenses todo linaje de propiedad. Entre ellos no había mío ni tuyo. El comunismo y el laicismo eran las bases de la secta. Decían las palabras de la consagración en lengua vulgar y comulgaban en mesa común, queriendo remedar sacrílegamente los antiguos ágapes. Aunque fanáticos extraviados, eran hombres de buena vida y de nimia austeridad, diferenciándose en esto de los albigenses. Si a alguna secta moderna se asemejan los valdenses es al cuaquerismo. No tenían vocación de mártires ni tomaron las armas nunca, como los cátaros. Asistían a las reuniones de los católicos y recibían los sacramentos, aunque sin confesar que eran valdenses.

Nunca logró esta secta tanta popularidad y arraigo como la de los maniqueos. Después del siglo XIV quedó confinada en algunos valles subalpinos, en la Saboya y en el Delfinado. Sus barbas o sacerdotes eran pastores y hombres sin letras. Los misioneros católicos, entre ellos nuestro San Vicente Ferrer, hicieron inauditos esfuerzos por desarraigarla. Llegaron así los tiempos de la Reforma, y, como oyeran aquellos montañeses algo de lo que en Suiza y en Alemania pasaba, enviaron mensajeros a Bucero y Ecolampadio para tratar de la unión de su iglesia con las reformadas. Como había bastante diferencia entre los errores de la una y de las otras, no se llegó por entonces a ningún acuerdo; pero más adelante Farel y otros ministros ginebrinos evangelizaron a los pobres valdenses, que en 1541 dieron una confesión de fe en sentido calvinista. Y así han continuado hasta nuestros días, convertidos en protestantes, aunque conservan el nombre antiguo. Su historia es muy curiosa y llena de peripecias. Conservan libros y manuscritos de antigüedad disputable, que han dado motivo a curiosas indagaciones filológicas746.

Para atajar los pasos de albigenses y valdenses surgieron en el glorioso siglo XIII dos grandes instituciones: los frailes mendicantes y la Inquisición. El estandarte comunista, levantado por los Pobres de León, indicaba un malestar social, casi un conflicto. Y el conflicto fue resuelto por los franciscanos, que inculcaron la caridad y la pobreza evangélica, no el odio a los ricos, ni el precepto de la pobreza, de que hacían ostentosa gala los insabattatos. Con el amor, y no con el odio, podía atenuarse la desigualdad social.

Para contener a los dogmatizadores de la plaza pública y a los de la escuela necesitaba la Iglesia, a la vez que monjes solitarios y contemplativos, hombres de acción y de pelea, que llevasen de frente la ciencia de aquella edad y estuviesen unidos por rigurosa disciplina. Y entonces nació la Orden de Predicadores, que es gloria de España por su fundador Santo Domingo.

El mismo Santo Domingo había predicado con admirable fruto en el Languedoc y Provenza. Aquél fue el primer campo de batalla para la religión que él fundó. Y como los dominicos, por especialidad de su instituto, debían predicar contra las heréticas doctrinas y enterarse de ellas y calificarlas, de aquí que muy a los principios aparezcan enlazados con la historia de la Inquisición.

Ni traía ésta tampoco novedad alguna. Al hablar de los priscilianistas, noté el doble carácter del delito de herejía, tal como le entendemos los católicos y le entendió la Edad Media, y la doble punición a que, por tanto, estaba sujeto. El derecho romano lo reconoció ya, imponiendo grandísimas penas corporales a los herejes, como es de ver en leyes de Valentiniano, Graciano, Teodosio, Valentiniano II, Honorio, Valentiniano III, etcétera. La pena de muerte aplicóla por vez primera Clemente Máximo a Prisciliano y sus secuaces.

Los príncipes de la Edad Media tuvieron por cosa natural y legítima el castigar con hierro y fuego a los vanos doctores. Recuérdense las crudísimas leyes que contra los mismos cátaros y patarinos fulminaron los emperadores Otón III y, ¿quién lo diría?, Federico II, sin que se quedasen en zaga las ciudades libres de Italia.

Admitido en la potestad secular el derecho de exterminar a un maniqueo o a un valdense, por el mismo instinto de conservación que ordena castigar a un facineroso, era necesario distinguir al hereje de los fieles, y esto sólo podían hacerlo los teólogos, o de lo contrario la ignorancia, el falso celo y las venganzas particulares usurparían el lugar de la justicia. Al principio, los obispos, por sí o en delegación, juzgaban las causas de herejía como todas las demás pertenecientes al foro eclesiástico; ellos separaban al hereje de la comunión de los fieles y le entregaban al brazo secular. Pero en tiempo de la guerra de Provenza comenzaron los pontífices a nombrar delegados especiales, que, desde Gregorio IX fueron por la mayor parte dominicos. El concilio de Beziers regularizó los procedimientos, mucho más discretos y equitativos que en ningún otro tribunal de la Edad Media747.

II. Constitución de Don Pedro el Católico contra los valdenses.-Durando de Huesca.

«Como su padre Alfonso, fue D. Pedro II de Aragón el príncipe más encumbrado y poderoso de las tierras en que se hablaba la lengua de Oc; cuñado de los dos condes de Tolosa (Ramón VI y VII), hermano de Alfonso de Provenza, pródigo y mujeriego, pero activo y bizarro, por sus parentescos, por sus cualidades y por sus defectos debió ser el ídolo de las gentes cortesanas del Mediodía de Francia.»

Con tan sobrias frases describe el doctor Milá y Fontanals, en su excelente libro de Los trovadores en España, el carácter y costumbres de D. Pedro, llamado el Católico por haber puesto a su reino bajo el patronato de la Santa Sede. Don Pedro fue el héroe entre los héroes de las Navas, y tanto pesa la gloria por él adquirida en aquel día de júbilo para la cristiandad, que basta a borrar de la memoria la muerte harto menos gloriosa que recibió en Muret, lidiando, no por la herejía, sino en defensa de herejes, siquiera fuesen sus deudos.

Tan lejano estaba de la herejía D. Pedro, que en 1197 había fulminado severísimas penas contra los valdenses, insabattatos y pobres de León, quienes, venidos, sin duda, del Languedoc y Provenza, comenzaban a difundir sus errores en tierra de Cataluña. Dirige el rey sus letras a «todos los arzobispos, obispos, prelados, rectores, condes, vizcondes, vegueres, merinos, bailes, hombres de armas, burgueses, etc., de su reino, para anunciarles que, fiel al ejemplo de los reyes sus antepasados y obediente a los cánones de la Iglesia, que se aran al hereje del gremio de la Iglesia y consorcio de los fieles, manda salir de su reino a todos los valdenses, vulgarmente llamados sabattatos y pobres de León, y a todos los demás de cualquiera secta o nombre, como enemigos de la cruz de Cristo, violadores de la fe católica y públicos enemigos del rey y del reino. Intima a los vegueres, merinos y demás justicias que expulsen a los herejes antes del domingo de Pasión. Si alguno fuere hallado después de este término, será quemado vivo, y de su hacienda se harán tres partes: una para el denunciador, dos para el fisco. Los castellanos y señores de lugares arrojarán de igual modo a los herejes que haya en sus tierras, concediéndoles tres días para salir, pero sin ningún subsidio. Y si no quisieren obedecer, los hombres de las villas, iglesias, etc., dirigidos por los vegueres, bailes y merinos, podrán entrar en persecución del reo en los castillos y tierras de los señores, sin obligación de pechar el daño que hicieren al castellano o a los demás fautores de los dichos nefandos herejes. Todo el que se negare a perseguirlos incurrirá en la indignación del rey, y pagará 20 monedas de oro. Si alguno, desde la fecha de la publicación de este edicto, fuere osado de recibir en su casa a los valdenses, insabattatos, etc., u oír sus funestas predicaciones, o darle alimento o algún otro beneficio, o defenderlos o presentarles asenso en algo, caiga sobre él la ira de Dios Omnipotente y la del señor rey y sin apelación sea condenado como reo de lesa majestad y confiscados sus bienes.» Esta constitución748 debía ser leída en todas las iglesias parroquiales del reino cada domingo y observada inviolablemente por todos. Don Pedro añade estas palabras, realmente salvajes: «Sépase que si alguna persona noble o plebeya descubre en nuestros reinos algún hereje y le mata o mutila o despoja de sus bienes o le causa cualquier otro daño, no por eso ha de tener ningún castigo: antes bien, merecerá nuestra gracia.»

Van Halen: Batalla de las Navas de Tolosa

Van Halen: Batalla de las Navas de Tolosa

Los vicarios, bayulos y merinos negligentes serían castigados con confiscación de bienes y penas corporales. Los que en el término de ocho días, después de comunicado este edicto, no jurasen sobre los Evangelios cumplirle fielmente, pagarían 200 monedas de oro.

¿Quién no dirá que la Inquisición era un evidente progreso al lado de semejante legislación, entonces común en Europa, que dejaba al arbitrio particular la vida del hereje y declaraba impune al asesino?

Fue dada esta constitución en Gerona, en presencia de Raimundo, arzobispo tarraconense; Jofré o Gofredo, obispo de Gerona; Raimundo de Barcelona; Guillermo de Vich, y Guillermo de Elna, por mano de Juan Beaxnense, notario del rey; siendo testigos Pons Hugo, conde de Ampurias; Guillén de Cardona, Jofré de Rocabertí, Raimundo de Villa Mulorum, Ramón Garcerán, Bernardo de Portella, Jimén de Luziá, Miguel de Luziá, Guillem de Cerverá, Pedro de Torricella, Arnaldo de Salis, Pedro Sacristá de Vich, Berenguer de Palaciolo, Sacristá de Barcelona y Guillén Dufortis.

Merced, sin duda, a estas severas prohibiciones, secundadas por el espíritu católico del país, apenas hubo en el reino de Aragón valdenses. Como caso rarísimo y aislado tenemos el de Durando de Huesca.

Refiere Guillermo de Puy-Laurens en su Crónica749 que los valdenses de Provenza tuvieron una conferencia teológica con los católicos, siendo árbitro elegido por las dos partes el maestro Arnaldo de Camprano, clérigo secular, el cual sentenció contra los valdenses, siendo causa de que muchos se redujesen al gremio de la fe e hiciesen penitencia, fundando cierta manera de instituto religioso en Cataluña. El principal de ellos fue Durando de Huesca, autor de algunos escritos contra los herejes: In quibus Durandus de Osca fuit prior et composuit contra haereticos quaedam scripta.

Tenemos dos cartas de Inocencio III sobre este asunto750: una dirigida a los conversos, y otra al arzobispo de Tarragona y a sus sufragáneos. Infiérese de ellas que Durando de Huesca, D. de Najaco, Guillermo de San Antonino y otros pobres católicos (et alii pauperes catholici) habían acudido al papa y deseaban hacer penitencia de sus excesos, restituyendo lo mal adquirido, observando castidad, absteniéndose de la mentira y del juramento ilícito, no teniendo nada propio, sino todo en común, etc. Su hábito serían túnicas blancas o grises; no dormirían en cama, si a ello no les obligase grave enfermedad; ayunarían desde la fiesta de Todos los Santos hasta la Navidad; se abstendrían de pescado todas las sextas ferias, excepto si caía en ellas alguna vigilia; no comerían carnes en la segunda y cuarta feria, ni en el sábado ni en cuaresma, exceptuando los domingos; ayunarían los ocho días antes de Pentecostés y observarían los demás ayunos y abstinencias prescritas por la santa Iglesia romana. Todos los domingos oirían la sagrada palabra y harían oración siete veces por día, repitiendo quince veces el Padre nuestro, el Credo y el Miserere. Su principal instituto había de ser el servicio de los pobres, edificando en heredad propia un hospital (xenedochium) para ambos sexos. Allí habían de ser recogidos los pobres, curados los enfermos, lactados los niños expósitos, auxiliadas las parturientas, etc. Habría paños para cincuenta camas. Al lado del hospital levantaríase, bajo la advocación de Nuestra Señora, una iglesia, que, en muestra de sujeción a la Sede apostólica, pagaría un bisante (¿bezante?) anual.

Inocencio III gustó de la fundación, pero tuvo algunos recelos acerca de la sinceridad de Durando de Huesca, y encargó al arzobispo una prudente cautela hasta ver si aquello procedía de fonte catholicae puritatis. Sobre todo, debía vigilarse que las exhortaciones dominicales fuesen ortodoxas y que no naciese alguna sospecha del trato de hombres y mujeres.

Fueron dadas estas epístolas el año 1212, decimoquinto del pontificado de Inocencio III. Es de creer que Durando de Huesca y los suyos continuasen en su arrepentimiento y buena vida. Guillem de Puy-Laurens sólo dice que in quadam parte Cathaloniae annis pluribus sic vixerunt, sed paulatim postea defecerunt. La voz defecerunt es muy ambigua; ¿querrá decir que volvieron a la herejía, o más bien que fue faltando la Orden por muerte de los fundadores? Más probable es lo segundo.

III. Don Pedro II y los albigenses de Provenza.-Batalla de Muret.

La herejía de los cátaros, favorecida por las circunstancias que en su lugar expusimos, hacía estragos en Provenza. Las iglesias eran saqueadas, ultrajados los sacerdotes, y no bastaban las armas espirituales para contener a los barones del Languedoc. En vano los inquisidores Reniero y Guido y el legado Pedro de Castelnau excomulgaban a los sectarios e imploraban el auxilio del brazo secular. A tales exhortaciones respondía el conde de Tolosa, Raimundo, lanzando sus hordas de ruteros contra las iglesias y monasterios, y se negaba a ayudar a los inquisidores en la persecución de la herejía. El legado le excomulgó, y un vasallo de Raimundo mató al legado. Simón de Montfort y Fulco, después obispo de Tolosa, acusaron del asesinato a Raimundo, e Inocencio III tornó a excomulgarle, levantó a sus súbditos el juramento de fidelidad y mandó predicar la cruzada contra los albigenses. Cincuenta mil guerreros tomaron la cruz; la Francia del Norte, enemiga inveterada de los meridionales, vio llegada la hora de vengar sus ofensas y redondear su territorio. Raimundo, juzgando imposible la resistencia, imploró perdón del legado, se sometió a penitencia, en camisa y con una cuerda al cuello, y fue absuelto, con obligación de unirse a los cruzados. Prosiguieron éstos su camino, haciendo en Beziers horrorosa matanza y sangrientas ejecuciones en Carcasona. Por los albigenses lidiaba el conde de Foix, mientras que Raimundo de Tolosa acudía a Roma en demanda de justicia; y, pareciéndole duras las condiciones impuestas a su penitencia, se lanzaba en rebelión abierta con el apoyo de sus deudos, y era de nuevo excomulgado y desposeído de sus estados por sentencia pontificia. Simón de Montfort, que se había propuesto heredarle, mostró a las claras sus ambiciosas miras, disimuladas antes con capa de piedad, y, aterrados los señores de Provenza, se pusieron del lado de Raimundo en aquella contienda, ya más política que religiosa. Inútilmente se opuso Inocencio III a los atropellos de Montfort, y le exhortó a restituir lo mal adquirido, puesto que la condenación de Raimundo no implicaba la de sus herederos. La guerra continuó con desusada y feroz crudeza, y Simón tuvo que levantar el cerco de Tolosa751.

Pedro II de Aragón

Pedro II de Aragón

Don Pedro de Aragón, que hubiera quemado vivo a cualquier albigense o valdense que osara presentarse en sus estados, no era sospechoso, por cierto, en cuanto a la fe; pero, emparentado con los condes de Tolosa y de Foix, viendo invadidos por las gentes cruzadas territorios suyos y de sus cuñados, juzgó oportuno interponerse en la contienda, aunque al principio con carácter de mediador. Suplicó al papa en favor de Raimundo, y el papa oyó benignamente sus ruegos. En el concilio de Lavaur (1213) presentóse el rey de Aragón a defender de palabra a sus vasallos y amigos provenzales; pero, viendo la obstinación de Montfort en no devolver sus tierras al de Tolosa, creyó llegado el trance de las armas, al cual le incitaban en belicosos serventesios los trovadores occitanos:

Al franc rey Aragonés
canta’l noel sirventés;
e di’l trop fai gran sufrensa,
si q’om o ten a falhensa.
Quar sai dizon que Francés
han sa terre en tenensa.
…………………………………
Elms et ausbercs me plairia,
et astas ab bels penós,
vissem huei mais pels cambós,
e senhals de mauta guia;
e qu’ens visson and un dia
essems li Francés e nos,
per vezer quals miels poiria
aver de cavallairia:
e quar es nostra razós
cre qu’el dans ab els n’iria
752.

¡Cuánto se engañaba el anónimo trovador! Poco valieron con D. Pedro las amonestaciones del Pontífice, ni las de Santo Domingo, ni el descontento de sus vasallos. Pero entiéndase bien: sólo por motivos de parentesco y de amistad ayudaba nuestro príncipe al de Tolosa. Bien claro lo dice el poema de Guillermo de Tudela en boca del mismo D. Pedro:

E car es mos cunhatz c’a mar soror espozea
e ieu ai a so filh l’autra soy maridea
irai lor ajudar d’esta gent malaurea
qu’el vol dezeretar
753.

Y todavía más claro cuando narra la infructuosa mediación del rey en Carcasona: «Vizconde, dijo el rey, pésame mucho de vos, porque os habéis puesto en tal trabajo por una loca gente y por su vana creencia. Ahora busquemos algún acuerdo con los barones de Francia.»

Vescomte, ditz lo reis, de vos ai gran pezansa
car est en tal trebal ni en aital balansa
per unas folas gens e per lor fola erransa…
Aras non sai ieu als mas cant de l’acordansa
si o podem trobar ab los barons de Fransa.

Desoídos sus ruegos, se volvió a Aragón corrosós e iratz, armó poderoso ejército de catalanes y aragoneses,

De cels de Catalonha i amenet la flor,
e de lai d’Aragó trop ric combatedor,

mandó al de Tolosa que se le uniese con los suyos, y juró no dejar cruzado vivo en castillo ni en torre.

Simón de Montfort había fortificado el castillo de Muret. Púsole cerco D. Pedro, y allí se le unieron los tolosanos.

Tot dret ent a Muret qu’el rei d’Aragó i es;
e éison per los pons cavaer é borzés…

Con máquinas de guerra comenzaron a combatir la fortaleza por todos lados; pero D. Pedro se opuso a que entonces la tomasen, diciendo a los cónsules de Tolosa: «Tengo aviso de que Simón de Montfort vendrá con su gente mañana, y cuando estén encerrados en el castillo, asediaremos la villa por todas partes y exterminaremos a los cruzados… Dejémoslos entrar a todos»:

Qu’en ai agudas letras e sagels sagelatz
qu’en Simós de Montfort vindrá demá armatz,
e can será lainz vengutz ni encerraos…
E asetïarem la vila per totz latz,
e prendem: los Francés e traitz los crozatz,
que jamais lor dampnatges no sia restauratz…
Per que valdrá be mais siam tuit acordatz
qu’els laissem totz intrar…

Retirada de Muret la hueste comunal de Tolosa y retraídos los barones en sus tiendas, esperaron la llegada de Simón de Montfort. «Y cuando hubieron comido (prosigue el cronista poeta), vieron al conde de Montfort venir con su enseña y muchas de otros franceses, todos de a caballo. La ribera resplandecía, como si fuese cristal, al fulgor de los yelmos y de las corazas. Entraron en Muret por medio del mercado, y fuéronse a sus alojamientos, donde encontraron pan, vino y carne. A la mañana, el rey de Aragón y todos sus caudillos tuvieron consejo en un prado. Allí estaban el conde de Tolosa, el de Foix, el de Cumenge, de corazón bueno y leal; el senescal D. Hugo y los burgueses de Tolosa. El rey habló el primero, porque sabía hablar gentilmente: «Señores: Simón ha venido, y no se nos puede escapar; sabed que la batalla será antes de la tarde; estad prontos para acaudillar y herir y dar grandes golpes». El conde de Tolosa le replicó: «Señor rey de Aragón: si me queréis escuchar os diré mi parecer… hagamos levantar barreras en torno de las tiendas, para que ningún hombre a caballo pueda pasar, y si vienen los franceses, recibirémosles a ballestazos, y fácilmente los podremos desbaratar». Opúsose a tal parecer Miguel de Luziá, tachando de cobardía a los condes: «Señores, dijo el de Tolosa, sea como queráis y veremos antes de anochecer quién es el último en abandonar el campo».

En tanto, Simón de Montfort mandaba por pregones en Muret que saliesen todos de los alojamientos, y ensillasen y encubertasen los caballos. Cuando estuvieron fuera de la puerta de Salas, les habló así: «Barones de Francia: en toda esta noche no se cerraron mis ojos ni pude reposar; no os puedo dar otro consejo sino que vayamos todos por este sendero, derechos a las tiendas, como para dar batalla; y si salen al campo, lidiemos con ellos, y si no los podemos alejar de las tiendas, retirémonos a Autvilar». Dijo el conde Balduino: «Probemos fortuna, que más vale muerte honrada que vil mendigar». Exhortóles luego el obispo Fulco, y, divididos en tres partidas, fuéronse derechos a las tiendas, desplegadas las banderas, tendidos los pendones, lanzando extraño fulgor los escudos, yelmos, espadas y lanzas.»

Los aragoneses se resistieron bizarramente. Don Pedro lidiaba entre los primeros, gritando Eu so’l reis.
«Y fue tan malamente herido, que por medio de la tierra quedó esparcida su sangre, y a la hora cayó tendido y muerto, dice el cronista. Los otros, al verle caer, tuviéronse por vencidos, y comenzaron a huir sin resistencia… Muy grande fue el daño, el duelo y la pérdida cuando el rey de Aragón quedó cadáver ensangrentado y con él muchos barones: duelo grande para la Cristiandad fue el de aquel día.»

E cant ágron manjat, viron per un costal
lo comte de Montfort venir ab so senhal
e motz d’autres francés que tuit son á caval.
La ribeira resplan com si fosso cristalh
dels elmes e dels brans…
le intran á Muret per mei lo mercadal,
e van á las albergas com baron natural,
e an pro atrobat pa e vi e carnal,
e puis á lendemá can viro lo jornal,
lo bos, rei d’Aragó e tuit li seu capdal
éisson á parlement defora en un pradal
e lo coms de Tholosa, e de Foix atretal,
e lo coms de Cumenge ab bon cor e leial,
e mot d’autre baró e ‘N-Ugs lo senescal,
e’ls borzés de Tholosa e tuit lo menestral.
E’l reis parlet primers:
Lo reis parlet primers, car el sap gent parlar:
«Senhor, so lor á dit auiatz qu’o us vult mostrar.
Simós es lai vengutz e no pot escapar;
…………………………………………………………….
E vos autres siats adreit per capdelar,
sapiatz los grans colps e ferir e donar…
E lo coms de Tholosa se pres á razonar:
«Sénher reis d’Aragó si-m voletz escoutar
eu vo’n direi mo sen…
Fassam entorn las tendas las barreiras dressar,
que nulhs om á caval dins nos puesca intrar.
E si veno ilh Francés que-ns vulhan asausar
e nos ab las balestas los farem totz nafrar.
…………………………………………………………….
E poirem los trastotz aissí desbaratar.»
So dit Miguel de Luzia: «les aviso bo no-m par,
…………………………………………………………….
Per vostra volpilha us laichatz deseretar.»
«Senhors, so ditz lo coms, als non puesc acabar:
Er sia co-us vulhatz c’abans del anoitar
veirem be cals s’irá darriers al cap levar.»
Ab tans cridan ad armas e van se tuit armar…
…………………………………………………………….
Mas Simós de Montfort fai per Muret cridar
per trastotz los osdals que fássan enselar
e fássan las cubertas sobre’els cavals gitar.
…………………………………………………………….
E cant fóron de fora pres se á sermonar:
«Senhors baró de Fransa, no-us sei nulh consell dar…
Anc de tota esta noit no fi mas perpessar
ni mei olh no dormíron ni pógron repauzar.
… Anem dreit á las tendas, com per batalha dar,
e si éison deforas que-ns vulhan asaltar,
e si nos de las tendas no’ls podem alunhar
no i á mes que fugam tot dreit ad Autvilar.»
Ditz lo coms Baudois: «Anem o essaiar…
que mais val mort ondrada que vius mendiguejar.»
…………………………………………………………….
Tuit s’en van á las tendas per meias las palutz
senheiras desplegadas e’ls penós destendutz,
dels escutz e dels elmes on es li or batutz
e d’ausbercs e d’espazas tota la pressa’n lutz.
E’l bos reis d’Aragó cant los ag perceubutz
ab petits companhós es vas lor atendutz
…………………………………………………………….
E’ls crida: «Eu so’l reis»…
E fo si malament e nafratz e ferutz
que per mieia la terra es lo sancs espandutz
e l’ora-s cazec mortz aqui totz estendutz.
E l’autre catn o víron teno’s per deceubutz
qui fuig sa qui fuig la us no i es defendutz.
Molt fo grans lo dampnatges e’l dols e’l perdemens
cant lo reis d’Aragó remás mort e sagnens,
e mot d’autres barós don fo grans l’aunimens
a tot crestianisme e á trastotas gens.
754

Fue el rey D. Pedro más caballero que rey; pero buen caballero y digno de más honrada muerte. Lleváronle a enterrar los de la Orden de San Juan al monasterio de Sijena. Con él habían perecido D. Aznar Pardo, D. Pedro Pardo, Miguel de Luziá, D. Miguel de Rada, D. Gómez de Luna, D. Blasco de Alagón y D. Rodrigo de Lizana, sin otros personajes de menos cuenta. El conde de Tolosa y los suyos se salvaron con la fuga.

Entre todas las narraciones del desastre de Muret, he preferido la de Guillermo de Tudela, sea quien fuere, por ser quizá la más antigua, extensa y verídica, y por la viveza y animación con que lo describe todo.

Fecha de esta sangrienta rota, el 16 de septiembre de 1213.

IV. Los albigenses y valdenses en tiempo de D. Jaime el Conquistador.-Constituciones de Tarragona.-Concilio de la misma ciudad.-La Inquisición en Cataluña.- Procesos de herejía en la diócesis de Urgel.

Martínez Cubells: Jaime I de Aragón

Martínez Cubells: Jaime I de Aragón

Cuando murió D. Pedro, su hijo D. Jaime estaba bajo la tutela del mismo Simón de Montfort, matador del rey católico, y, aunque el infante fue entregado a los catalanes merced a los mandatos y exhortaciones de Inocencio III, las turbulencias civiles que agitaron los primeros años de su reinado y, más adelante, las gloriosas empresas contra moros en que anduvo envuelto el Conquistador le retrajeron, con buen acuerdo, de seguir el ejemplo de su padre ni tomar parte demasiado activa en los disturbios del Languedoc. Consintió que en 1218 acompañasen algunos caballeros catalanes a Raimundo y a los condes de Cumenge y Pallars en la defensa de Tolosa; pero él no le apoyó abiertamente. Muerto el conde en 1222, su hijo, llamado también Ramón (séptimo del nombre), prosiguió la guerra contra los franceses, hasta que en 1229 se sometió e hizo pública penitencia en el atrio de Nuestra Señora de París para que le fuese levantada la excomunión. Siguióse una larga lucha de pura ambición entre el de Tolosa y Ramón Berenguer de Provenza, cuyos pormenores son ajenos de este lugar. La Liga de Montpellier (año 1241) entre D. Jaime, Ramón de Tolosa y el de Provenza, a la cual se unió el rey de Inglaterra, Enrique III, tuvo un fin exclusivamente político, aunque sin resultado: la reconstrucción de la nacionalidad meridional. Don Jaime no dio más que buenas palabras a sus aliados, y éstos fueron vencidos. Los trovadores, partidarios acérrimos de la causa provenzal, excitaban al rey de Aragón a vengar la rota de su padre:

E’l flacs rei cui es Aragós
ja tot l’an plach a man gasós,
e fora il plus bel, so m’es vis
que demandés ab sos barós
son paire qu’era pros e fis
que fou mortz entre sos vezís.
755
Beltrán de Rovenhac exclamaba:
Rei d’Aragó, ses contenda
Deu ben nom aver
Jacme, quar trop vol jazer;
e qui que sa terra-s prenda,
el es tan flax e chauzitz
que sol res no i contraditz,
e car ven lay als Sarazis fellós
l’auta e’l don que pren sai vas Limós.

¡Cuánto más alto era el sentido político de D. Jaime! ¡Cómo acertaba en vengar en los sarracenos la afrenta y el daño que recibía en Limoges! Don Jaime era español, y sabía a qué campos de batalla le llamaba la ley de la civilización peninsular. Inútil era que el mismo trovador le echase en cara que los burgueses de Montpellier le negaban la deuda tornesa756.

Sucumbió el Mediodía en aquella tentativa postrera, y Bernardo Sicart levantó sobre las ruinas un canto de dolor y no de guerra:

Ai! Tholosa e Proensa
e la terra d’Agensa,
Bezers e Carcassey,
quo vos vi e que us vey!
Si qu’ol saltatges
per lag temps mov son chan,
es mos coratges
que ieu chante derenan…

«Por el tratado de Corbeil, celebrado en 1258 entre don Jaime y San Luis, escribe el doctísimo Milá, al cual habían precedido los casamientos de las herederas de Tolosa y de Provenza con dos príncipes de la casa de Francia y la cesión a la misma por Aimerico de Montfort de las conquistas de su padre, la mayor parte de los países traspirenaicos de lengua de Oc quedaron sujetos a Francia.»

Dentro de su casa poco dieron que hacer a D. Jaime las cuestiones de herejías. Las constituciones de paz y tregua757 que dio en Barcelona (1225) dicen en el capítulo 22: De esta paz excluimos a todos los herejes, fautores y receptores…758 Las constituciones de 1228, dadas en la misma cuidad, repiten en el capítulo 19 la exclusión de los herejes manifiestos, creyentes, fautores y defensores, mandando a sus vasallos que los delaten y huyan de su trato759.

En 7 de febrero de 1233 promulgó el rey D. Jaime las constituciones siguientes en Tarragona, con asistencia y consejo de los obispos de Gerona, Vich, Lérida, Zaragoza, Tortosa; del electo tarraconense, de los maestres del Temple y del Hospital y de muchos abades y otros prelados:

1ª Que ningún lego disputase, pública o privadamente, de la fe católica, so pena de excomunión y de ser tenido por sospechoso de herejía.

2ª Que nadie tuviera en romance los libros del Antiguo o del Nuevo Testamento, sino que en el término de ocho días los entregase al obispo de su diócesis para que fuesen quemados760.

3ª Que ningún hereje, convicto o sospechoso, pudiese ejercer los cargos de baile, vicario (veguer) u otra jurisdicción temporal.

4ª Que las casas de los fautores de herejes, siendo alodiales, fuesen destruidas; siendo feudales o censuales, se aplicasen a su señor (suo domino applicentur).

5ª Para que no pagasen inocentes por pecadores, consecuencia del edicto de D. Pedro, nadie podría decidir en causas de herejía sino el obispo diocesano u otra persona eclesiástica que tenga potestad para ello, es decir, un inquisidor.

6ª El que en sus tierras o dominios, por interés de dinero o por cualquiera otra razón, consintiese habitar herejes, pierda ipso facto, y para siempre, sus posesiones, aplicándose a su señor si fueren feudos, confiscándose para el real erario si fueren alodios. El baile o veguer que pecase de consentimiento o negligencia, sería privado in perpetuum de su oficio.

7ª En los lugares sospechosos de herejía, un sacerdote o clérigo nombrado por el obispo, y dos o tres laicos elegidos por el rey o por sus vegueres y bailes, harían inquisición de los herejes y fautores, con privilegio para entrar en toda casa y escudriñarlo todo, por secreto que fuese. Estos inquisidores deberían poner inmediatamente sus averiguaciones en noticia del arzobispo u obispo y del vicario o baile del lugar, entregándoles los presos. El clérigo que en esta inquisición fuere negligente, sería castigado con privación de beneficios; el lego, con una pena pecuniaria761.

De este importantísimo documento arranca la historia de la Inquisición en España, y basta leerle para convencerse del carácter mixto que desde los principios tuvo aquel tribunal. El clérigo declaraba el caso de herejía; los dos legos entregaban la persona del hereje al veguer o al baile. El obispo daba la sentencia canónica; el brazo secular aplicaba al sectario la legislación corriente. Ni más ni menos.

La prohibición de los libros sagrados en lengua vulgar era repetición de la formulada por el concilio de Tolosa en 1229, aunque en él se exceptuaron el Psalterio y las Horas de la Virgen762. Estos libros se permitían a los legos, pero no en lengua vulgar.

Ni tuvieron otro objeto estas providencias que contener los daños del espíritu privado, el laicismo de los valdenses y las falsificaciones que, como narra D. Lucas de Tuy, introducían los albigenses en los textos de la Sagrada Escritura y de los Padres.

Las traducciones de la Biblia, hechas muchas de ellas por católicos, eran numerosas en Francia, y de la prohibición de don Jaime se infiere que no faltaban en Cataluña; pero este edicto debió contribuir a que desapareciesen. De las que hoy tenemos, totales o parciales, ninguna puede juzgarse anterior al siglo XV, como no sean unos Salmos penitenciales de la Vaticana763, abundantes en provenzalismos; el Gamaliel, de San Pedro Pascual, tomado casi todo de los evangelistas y algún otro fragmento. Las dos Biblias de la Biblioteca Nacional de París, la de Fr. Bonifacio Ferrer, que parece distinta de entrambas; el Psalterio impreso de la Mazarina, los tres o cuatro Psalterios que se conservan manuscritos con variantes de no escasa monta…, estas y otras versiones son del siglo XV, y algunas del XVI. No he acertado a distinguir en la Biblia catalana completa de París el sabor extraño y albigense que advirtió en ella D. José María Guardia764.

Pero este punto de las traducciones y prohibiciones de la Biblia tendrá natural cabida en el tomo II de esta obra, cuando estudiemos el Índice expurgatorio. En Castilla nunca hubo tal prohibición hasta los tiempos de la Reforma, porque los peligros de la herejía eran menores.

En 1242 se celebró en Tarragona concilio contra los valdenses, siendo arzobispo D. Pedro de Albalat. Tratóse de regularizar las penitencias y fórmulas de abjuración de los herejes, consultando el punto con San Raimundo de Peñafort y otros varones prudentes. El concilio empieza por establecer distinción entre herejes, fautores y relapsos: «Hereje es el que persiste en el error, como los insabattatos, que declaran ilícito el juramento y dicen que no se ha de obedecer a las potestades eclesiásticas ni seculares, ni imponerse pena alguna corporal a los reos.» «Sospechoso de herejía es el que oye la predicación de los insabattatos o reza con ellos… Si repite estas actos será vehementer y vehementissime suspectus. Ocultadores son los que hacen pacto de no descubrir a los herejes… Si falta el pacto, serán celatores. Receptatores se apellidan los que más de una vez reciben a los sectarios en su casa. Fautores y defensores, los que les dan ayuda o defensa. Relapsos, los que después de abjurar reinciden en la herejía o fautoría. Todos ellos quedan sujetos a excomunión mayor.»

Si los dispuestos a abjurar son muchos, el juez podrá mitigar la pena, según las circunstancias; pero nunca librar de la cárcel perpetua a los heresiarcas y dogmatizadores, levantándoles antes la excomunión. El que haya dicho a su confesor la herejía antes de ser llamado por la Inquisición, quedará libre de la pena temporal mediante una declaración del confesor mismo. Si éste le ha impuesto alguna penitencia pública, deberá justificar el haberla cumplido, con deposición de dos testigos.

El hereje impenitente será entregado al brazo secular. El heresiarca o dogmatizante convertido será condenado a cárcel perpetua. Los credentes haereticorum erroribus, es decir, simples afiliados, harán penitencia solemne, asistiendo el día de Todos los Santos, la primera domínica de Adviento, el día de Navidad, el de Circuncisión, la Epifanía, Santa María de Febrero, Santa Eulalia, Santa María de Marzo y todos los domingos de Cuaresma en procesión a la catedral, y allí, descalzos, in braccis et camisia, serán reconciliados y disciplinados por el obispo o por el párroco de la iglesia. Los jueves, en la misma forma, vendrán a la iglesia, de donde serán expelidos por toda la Cuaresma, asistiendo sólo desde la puerta a los oficios. El día Coenae Domini, descalzos y en camisa, serán públicamente reconciliados con la Iglesia. Harán esta penitencia todos los años de su vida, llevando siempre en el pecho dos cruces, de distinto color que los vestidos. Los relapsos en fautoría quedan sujetos por diez años a las mismas penas, pero sin llevar cruces. Los fautores y vehementísimamente sospechosos, por siete años. Los vehementer suspecti, por cinco años, pero sólo en estos días: Todos los Santos, Natividad, Candelaria, domingo de Ramos y jueves de Cuaresma. Los simples fautores y sospechosos, por tres años, en la Candelaria y domingo de Ramos. Todos con la obligación de permanecer fuera de la iglesia durante la Cuaresma y reconciliarse el Jueves Santo. Las mujeres han de ir vestidas.

El concilio transcribe luego las fórmulas de abjuración y absolución que debían emplearse765.

Dura lex, sed lex. Por fortuna, no sobraron ocasiones en que aplicarla766.

En el vizcondado de Castellbó, sujeto al conde de Foix, había penetrado el error albigense, protegido por el mismo conde. Para atajar el daño celebróse en Lérida un concilio, y fueron delegados varios inquisidores (dominicos y franciscanos) que procediesen contra la herejía. De resultas de sus indagaciones, el obispo de Urgel, Ponce o Pons de Vilamur, excomulgó al conde de Foix, como a fautor de herejías, en 1237. El conde apeló al arzobispo electo de Tarragona, Guillermo, de Mongrí, quejándose de su prelado, el cual se allanó al fin a absolverle en 4 de junio de 1240767.

La enemistad continuó, sin embargo, no poco encarnizada entre el obispo y el conde, y aun entre el obispo y sus capitulares, que habían llevado muy a mal la elección de Vilamur. En 12 de julio de 1243, el conde de Foix apeló a la Santa Sede, poniendo bajo el patrocinio y defensa de la Iglesia su persona, tierra, amigos y consejeros, alegando que el obispo era enemigo suyo manifiesto y notorio, que le había despojado de sus feudos y consentido que sus gentes le acometiesen en son de guerra, en Urgel, matándole dos servidores. Por tanto, no esperaba justicia de su tribunal y le recusaba como sospechoso768.

Casi al mismo tiempo tres canónigos, Ricardo de Cervera, arcediano de Urgel; Guillermo Bernardo de Fluviá, arcediano de Gerb, y Arnaldo de Querol, acusaron en Perusa, donde se hallaba el Pontífice, a su prelado de homicida, estuprador (deflorator virginum), monedero falso, incestuoso, etcétera, y de enriquecer a sus hijos con los tesoros de la Iglesia. Dos días después llegó a la misma ciudad Bernardo de Lirii, procurador del obispo, y consiguió parar el golpe. El Papa no quiso oír a los acusadores, y los arrojó con ignominia de palacio, según dice el agente: E sapiatz que enquara no an feit res, ni foram daqui enant si Deus o vol. Añade el procurador que el maestre del Temple se había unido a los acusadores, por lo cual aconseja al obispo que, valiéndose de sus parientes o sobrinos, le haga algún daño en sus tierras. Las hostilidades entre Pons de Vilamur y el de Foix seguían a mano armada, conforme se infiere de esta epístola769, cuyos pormenores son escandalosos.

Tanto porfiaron los canónigos, que al cabo se les señaló por auditor al cardenal P. de Capoixo (¿Capucci?). Y el papa Inocencio IV, por breve dado en Perusa el 15 de marzo de 1257, comisionó a San Raimundo de Peñafort y al ministro, o provincial, de los frailes Menores en Aragón para inquirir en los delitos del de Urgel, tachado de simonía, incesto, adulterio y de dilapidar de mil maneras las rentas eclesiásticas770.

A los canónigos enemigos suyos se habían unido otros dos: Raimundo de Angularia y Arnaldo de Muro.

En 19 de abril del mismo año, llegó a manos del papa Inocencio en Perusa una carta del conde de Foix, quejándose de la guerra injusta que le hacía con ambas espadas el obispo de Urgel, y rogando al papa que nombrase árbitros en su querella: me iniuste utroque gladio persequitur… non absque multorum strage meorum hominum. El procurador de Vilamur le envió inmediatamente copia de este documento y del breve, exhortándole de paso a la concordia, y pidiéndole plenos poderes para tratar de ella en su nombre.

Parece muy dudoso que el breve llegara a ponerse en ejecución. Entre los documentos publicados por Villanueva figura una carta, sin año, de nuestro obispo a cierto legado pontificio que andaba en tierras de Tolosa. Allí le dice que, sabedor por informes de frailes dominicos y menores, de que en la villa de Castellbó había gran número de herejes, amonestó repetidas veces al conde para que los presentara en su tribunal y tuvo que excomulgarle por la resistencia; y aunque más adelante permitió el conde que penetrase en sus estados el arzobispo electo de Tarragona (quizá D. Benito Rocabertí) y los obispos de Lérida y Vich, con otros varones religiosos, los cuales condenaron en juicio a más de sesenta herejes, con todo eso, la excomunión no estaba levantada, y era muy de notar que comunicasen con el excomulgado el arzobispo de Narbona, los obispos de Carcasona y Tolosa y dos inquisidores dominicos.

Hasta aquí las letras de Pons de Vilamur, que el P. Villanueva cree posteriores a 1251.

Quizá antes de esta fecha, dado que no puede afirmarse con seguridad, porque la cronología anda confusa y sólo hay documentos sueltos, los más sin año, escribió San Raimundo de Peñafort una carta al obispo, aconsejándole que no se precipitase, sino que procediese con mucha cautela en el negocio de R. de Vernigol, preso por cuestión de herejía, y se atuviese a los novisímos Estatutos del papa, tomando consejos de varones piadosos y celadores de la fe. En la causa de los que habían ayudado en su fuga a Xatberto de Barbarano (otro hereje), y en otras semejantes, había de procederse, en concepto del Santo, de manera que ni la iniquidad quedase impune, ni cayese el penitente en desesperación. Podían imponérsele, entre otras penitencias, la de ir a la cruzada de Ultramar o a la frontera contra los sarracenos771.

Después de 1255 verificóse la anunciada inquisición sobre la conducta del obispo, quedando desde entonces suspenso en la administración de su diócesis; lo cual trajo nuevas complicaciones y disturbios. Fray Pedro de Thenes, de la Orden de Predicadores, había perseguido a ciertos herejes valdenses hasta las villas de Puigcerdá y Berga y las baronías de Josá y de Pinos por comisión de Pons de Vilamur. Suspenso éste, las diligencias no continuaron, porque el provincial inhibió a aquel religioso de entender en la causa de herejía. Ni el arzobispo de Tarragona (Rocabertí) ni el Capítulo de Urgel se creyeron facultados para nombrar nuevo inquisidor y proceder adelante. En tal duda, el metropolitano consultó a San Raimundo de Peñafort y a Fr. Pedro de Santpóns, prior del convento de Predicadores de Barcelona772.

Estos contestaron disipando los escrúpulos del metropolitano, quien, como tal, era juez ordinario, y podía proceder por sí o con el Capítulo de Urgel, sin atentar a la jurisdicción de nadie, mucho más cuando el obispo había sido ya depuesto por sentencia del papa en 1º de octubre, no se dice el año, y la iglesia de Urgel era sede vacante.

En conformidad con el texto de esta carta, escribieron San Raimundo y su compañero a Fr. Pedro de Thenes y Fr. Ferrer de Villarroya, dejando a su arbitrio y prudencia el ir o no a Berga, donde, según parece, algunas personas nobles favorecían a los sectarios y miraban de reojo a los inquisidores y a su Orden.

Aún hay sobre el mismo asunto otra carta de San Raimundo al arzobispo de Tarragona, exhortándole a proceder, como metropolitano que era y juez ordinario, en la persecución de la herejía, reparando así los daños que había causado la negligencia del obispo de Urgel: quam negligentiam, probant duo testes omni exceptione mazores, scilicet fama publica et operis evidentia.

De Pons de Vilamur nada vuelve a saberse, y como estamos tan distantes de aquellos hechos, y las noticias son tan oscuras, difícil parece decidir hasta dónde llegaba su culpabilidad. La sentencia de deposición parece confirmarla; pero quizá no era reo de los horribles crímenes de que le acusaban sus canónigos, sino de otros no poco graves y bien confirmados en lo que de él sabemos. Era aseglarado, revoltoso, dado a las armas y negligente en su ministerio pastoral, como San Raimundo afirma773.

Poco más sabemos de albigenses ni valdenses en Cataluña. Hay una donación de D. Spárago, arzobispo de Tarragona, al prior, Radulfo, y a la cartuja de Scala Dei por lo que habían trabajado contra la pravedad herética y en pro de las buenas costumbres: a nostra dioecesi pravitatem haereticam viriliter cum multa industria expellendo, et clerum et populum ab illicitis multiformiter corrigendo774.

Al mismo Spárago y a San Raimundo de Peñafort se debió principalmente el establecimiento de la Inquisición en Cataluña por la célebre bula Declinante, de Gregorio IX en 1232.

V. Los albigenses en tierra de León.

Aunque la secta de los albigenses duró poco e influyó menos en España, no ha de negarse que penetró muy adentro del país, puesto que de sus vicisitudes en León tenemos fiel y autorizado cronista. El cual no fue otro que D. Lucas de Tuy, así llamado por la sede episcopal a que le subieron sus méritos, y no por la patria, que parece haber sido la misma ciudad de León. Había ido D. Lucas en peregrinación a Roma y Jerusalén, tratando en Italia familiarmente con Frate Elía, el discípulo querido del Seráfico Patriarca, y viendo y notando los artificios de los herejes y las penas que se les imponían. La noticia del estrago que comenzaban a hacer en su ciudad natal le movió a volver a España, donde atajó los pasos de la herejía del modo que refiere en su libro histórico-apologético De altera vita fideique controversiis adversus Albigensum errores, libri III. Publicó por vez primera esta obra, ilustrada con algunas notas y con prefacio, el P. Juan de Mariana, enviando el manuscrito a su compañero de hábito Andrés Scoto, y éste a Jacobo Gretsero, en 1.º de marzo de 1609. La primera edición es de Amberes. Reprodujéronla luego los tórculos de Munich e Ingolstadt en 1612. Incorporóse en la Biblioteca de los Padres, tomo XIII de la edición de Colonia, y en el XXV de la Lugdunense775 de Anisson, que es la que tengo a la vista.

Mariana dice haberse valido del códice complutense y de una copia del de León.

El interés dogmático del libro de D. Lucas de Tuy no es grande, porque el autor tejió su libro de sentencias y ejemplos de los Diálogos de San Gregorio Magno, con algo de sus Morales y del tratado De summo bono, de San Isidoro, sin poner casi nada de su cosecha. Ad hunc ergo praecipuum Patrem Gregorium… devote et humiliter accedimus, et quidquid nobis protulerit super his de quibus inter nos oritur altercatio, in cordis armario recondamus… Accedat alius: gloriosissimus scilicet Hispaniarum Doctor Isidorus.

Sirven, no obstante, los dos primeros libros como catálogo de los errores que los albigenses de León profesaban. Decían:

1º Que Jesucristo y sus santos, en la hora de la muerte, no asistían a consolar las almas de los justos y que ninguna alma salía del cuerpo sin grande dolor.

2º Que las almas de los santos, antes del día del juicio, no iban al cielo, ni las de los inicuos al infierno.

3º Que el fuego del infierno no era material ni corpóreo776.

4º Que el infierno estaba en la parte superior del aire, y que allí eran atormentadas las almas y los demonios, por estar allí la esfera y dominio del fuego.

5º Que las almas de todos los pecadores eran atormentadas por igual en el infierno, entendiendo mal aquello de in inferno nulla est redemptio, como si no hubiera diferencia en las penas, según la calidad de los pecados.

6º Que las penas del infierno son temporales; yerro que Lucas de Tuy y otros achacaban a Orígenes, y que abiertamente contradice al texto de San Mateo: Ibunt impii in supplicium «aeternum», iusti autem in vitam aeternam.

7º Negaban la existencia del purgatorio y la eficacia de las indulgencias.

8º Negaban que después de la muerte conservasen las almas conciencia ni recuerdo alguno de lo que amaron en el siglo. Don Lucas prueba lo contrario con la parábola de Lázaro.

9º Ponían en duda la eficacia de la intercesión de los santos.

10º Decían que ni los santos entienden los pensamientos humanos, ni los demonios tientan y sugieren el mal a los hombres.

11º Condenaban la veneración de los sepulcros de los santos, las solemnidades y cánticos de la Iglesia, el toque de las campanas, etc.

12º Eran iconoclastas.

13º Decían mal de las peregrinaciones a los Santos Lugares.

Tales son los principales capítulos de acusación contra los albigenses, según D. Lucas de Tuy, quien da, además, curiosas noticias de sus ritos. Dice que veneraban la cruz con tres clavos y tres brazos, a la manera de Oriente.

En el libro III crece el interés de la obra. Ante todo, muestra D. Lucas el enlace de las doctrinas de los albigenses, a quienes llama formalmente maniqueos y atribuye la creencia en los dos principios, con las de los novadores filosóficos de su tiempo, es decir, los discípulos de Amalrico de Chartres y David de Dinant: «Con apariencia de filosofía quieren pervertir las Sagradas Escrituras… Gustan de ser llamados filósofos naturales, y atribuyen a la naturaleza las maravillas que Dios obra cada día… Niegan la divina Providencia en cuanto a la creación y conservación de las especies… Su fin es introducir el maniqueísmo, y enseñan que el principio del mal creó todas las cosas visibles»777.

«Dicen algunos herejes: Verdad es lo que se contiene en el Antiguo y Nuevo Testamento, si se entiende en sentido místico, pero no si se toma a la letra… De estos y otros errores llenan muchas profanas escrituras, adornándolas con algunas flores de filosofía. Tal es aquel libro que se llama Perpendiculum scientiarum. Algunos de estos sectarios toman el disfraz de presbíteros seculares, frailes o monjes, y en secretas confesiones engañan y pervierten a muchos.

Otros se fingen judíos y vienen a disputar cautelosamente con los cristianos… Y, en realidad, todas las sinagogas judaicas les ayudan, y con grandes dones sobornan a los jueces, engañan a los príncipes.

Públicamente blasfeman de la virginidad de María Santísima, tan venerada en España. Por eso se ha entibiado el ardor bélico y corre peligro de extinguirse aquella llama que devoraba a los enemigos de la fe católica778.

A veces interrumpen estos sectarios los divinos oficios con canciones lascivas y de amores, para distraer la atención de los circunstantes y profanar los sacramentos de la Iglesia… En las fiestas y diversiones populares se disfrazan con hábitos eclesiásticos, aplicándolos a usos torpísimos. Y es lo más doloroso que les ayudan en esto algunos clérigos, por creer que así se solemnizan las fiestas de los santos… Hacen mimos, cantilenas y satíricos juegos, en los cuales parodian y entregan a la burla e irrisión del pueblo los cantos y oficios eclesiásticos»779.

He aquí una noticia, peregrina sin duda y no aprovechada aún, para la historia de nuestro teatro.

Con todos estos artificios hicieron los albigenses no poco estrago en León, siendo obispo D. Rodrigo, por los años de 1216780.

El corifeo de los herejes era un tal Arnaldo, francés de nacimiento, scriptor velocissimus, es decir, copiante de libros, el cual ponía todo su estudio y maña en corromper los tratados más breves de San Agustín, San Jerónimo, San Isidoro y San Bernardo, mezclando con las sentencias de los doctores otras propias y heréticas, y vendiendo luego estas infieles copias a los católicos. Según refiere el Tudense, fue herido este Arnaldo de muerte sobrenatural cuando estaba ocupado en falsificar el libro de los Sinónimos, de San Isidoro, el día mismo de la fiesta del Doctor de las Españas781. Con todo eso no desmayaron sus secuaces. Para inculcar sus errores al pueblo, se valían de fábulas, comparaciones y ejemplos: extraño género de predicación, de que trae el Tudense algunas muestras. Así, para disminuir la veneración debida al signo de nuestra redención, decían: «Dos caminantes encontraron una cruz; el uno la adoró, el otro la apedreó y pisoteó, porque en ella habían clavado los judíos a Cristo; acertaron los dos»782. Si querían reprender la piadosa costumbre de encender luces ante las imágenes, contaban que «un clérigo robó la candela encendida por una mujer ante el altar de la Virgen, y que ésta reprendió en sueños a la mujer por su devoción inútil»783. Para inculcar el laicismo y el odio a la jerarquía eclesiástica, contaban esta otra fábula: «Un lego predicaba sana doctrina y reprendía los vicios de los clérigos. Acusáronle éstos al obispo, que le excomulgó y mandó azotarle. Murió el lego y no consintió el obispo que le enterrasen en sagrado. Una serpiente salió de la sepultura y mató al obispo»784.

Con este y otros cuentos, no menos absurdos, traían a la plebe inquieta y desasosegada; y aunque D. Rodrigo desterró de la ciudad a algunos de los dogmatizadores, volvieron éstos con mayores bríos después de la muerte de aquel prelado, ocurrida en 1232. La audacia de los albigenses llegó hasta fingir falsos milagros. Narrólo D. Lucas, pero sería atrevimiento en mí traducir o extractar sus palabras, cuando ya lo hizo de perlas el P. Juan de Mariana en el libro XII, capítulo 1, de su Historia general.

Dice así:

«Después de la muerte del reverendo D. Rodrigo, obispo de León, no se conformaron los votos del clero en la elección del sucesor. Ocasión que tomaron los herejes, enemigos de la verdad y que gustan de semejantes discordias, para entrar en aquella ciudad, que se hallaba sin pastor, y acometer a las ovejas de Cristo. Para salir con esto, se armaron, como suelen, de invenciones. Publicaron que en cierto lugar muy sucio y que servía de muladar se hacían milagros y señales. Estaban allí sepultados dos hombres facinerosos: uno, hereje; otro, que por la muerte que dio alevosamente a su tío le mandaron enterrar vivo. Manaba también en aquel lugar una fuente, que los herejes ensuciaron con sangre, a propósito que las gentes tuviesen aquella conversión por milagro. Cundió la fama, como suele, por ligeras ocasiones. Acudían gentes de muchas partes. Tenían algunos sobornados de secreto con dinero que les daban para que se fingiesen ciegos, cojos, endemoniados y trabajados de diversas enfermedades, y que bebida aquella agua publicasen que quedaban sanos. De estos principios pasó el embuste a que desenterraran los huesos de aquel hereje que se llamaba Arnaldo y hacía dieciséis años que le enterraron en aquel lugar; decían y publicaban que eran de un santísimo mártir. Muchos de los clérigos simples, con color de devoción, ayudaban en esto a la gente seglar. Llegó la invención a levantar sobre la fuente una muy fuerte casa y querer colocar los huesos del traidor homiciano en lugar alto para que el pueblo le acatase con voz de que fue un abad en su tiempo muy santo. No es menester más sino que los herejes, después que pusieron las cosas en estos términos, entre los suyos declaraban la invención, y por ella burlaban de la Iglesia, como si los demás milagros que en ella se hacen por virtud de los cuerpos santos fuesen semejantes a estas invenciones; y aun no faltaba quien en esto diese crédito a sus palabras y se apartase de la verdadera creencia.

Finalmente, el embuste vino a noticia de los frailes de la santa predicación, que son los dominicos, los cuales en sus sermones procuraban desengañar al pueblo. Acudieron a lo mismo los frailes menores y los clérigos, que no se dejaron engañar ni enredar en aquella sucia adoración. Pero los ánimos del pueblo tanto más se encendían para llevar adelante aquel culto del demonio, hasta llamar herejes a los frailes Predicadores y Menores porque los contradecían y les iban a la mano. Gozábanse los enemigos de la verdad y triunfaban. Decían públicamente que los milagros que en aquel lodo se hacían eran más ciertos que todos los que en lo restante de la Iglesia hacen los cuerpos santos que veneran los cristianos. Los obispos comarcanos publicaban cartas de descomunión contra los que acudían a aquella veneración maldita. No aprovechaba su diligencia por estar apoderado el demonio de los corazones de muchos y tener aprisionados los hijos de la inobediencia. Un diácono que aborrecía mucho la herejía, en Roma, do estaba, supo lo que pasaba en León, de que tuvo gran sentimiento, y se resolvió con presteza de dar la vuelta a su tierra para hacer rostro a aquella maldad tan grave. Llegado a León, se informó más enteramente del caso y, como fuera de sí, comenzó en público y en secreto a afear negocio tan malo. Reprehendía a sus ciudadanos. Cargábalos de ser fautores de herejes. No se podía ir a la mano, dado que sus amigos le avisaban se templase, por parecerle que aquella ciudad se apartaba de la ley de Dios. Entró en el Ayuntamiento; díjoles que aquel caso tenía afrentada toda España; que de donde salían en otro tiempo leyes justas por ser cabeza del reino, allí se forjaban herejías y maldades nunca oídas. Avisóles que no les daría Dios agua ni les acudiría con los frutos de la tierra hasta tanto que echasen por el suelo aquella iglesia y aquellos huesos que honraban los arrojasen. Era así que desde el tiempo que se dio principio a aquel embuste y veneración, por espacio de diez meses nunca llovió y todos los campos estaban secos. Preguntó el juez al dicho diácono en presencia de todos: «Derribada la iglesia, ¿aseguráisnos que lloverá y nos dará Dios agua?» El diácono, lleno de fe: «Dadme (dijo) licencia para abatir por tierra aquella casa, que yo prometo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, so pena de la vida y perdimiento de bienes, que dentro de ocho días acudirá nuestro Señor con el agua necesaria y abundante.» Dieron los que presentes estaban crédito a sus palabras. Acudió con gente que le dieron y ayuda de muchos ciudadanos, allanó prestamente la iglesia y echó por los muladares aquellos huesos. Acaeció con grande maravilla de todos que, al tiempo que derribaban la iglesia, entre la madera se oyó un sonido como de trompeta para muestra de que el demonio desamparaba aquel lugar.

El día siguiente se quemó una gran parte de la ciudad, a causa de que el fuego, por el gran viento que hacía, no se pudo atajar que no se extendiese mucho. Alteróse el pueblo, acudieron a buscar el diácono para matarle, decían que, en lugar del agua, fue causa de aquel fuego tan grande. Acudían los herejes, que se burlaban de los clérigos y decían que el diácono merecía la muerte y que no se cumpliría lo que prometió. Mas el Señor todopoderoso se apiadó de su pueblo. Ca a los ocho días señalados envió agua muy abundante, de tal suerte que los frutos se remediaron y la cosecha de aquel año fue aventajada. Animado con esto el diácono, pasó adelante en perseguir a los herejes, hasta que les hizo desembarazar la ciudad»785.

Convienen Mariana, Flórez y Risco en que este diácono anónimo no fue otro que D. Lucas de Túy, quien, por modestia, ocultó su nombre.

«Persistiendo en sus artificios los herejes (añade el Tudense), escribieron ciertas cédulas y las esparcieron por el monte para que, encontrándolas los pastores, las llevasen a los clérigos. Decíase en estas nóminas que habían sido escritas por el Hijo de Dios y transmitidas por mano de los ángeles a los hombres. Iban perfumadas con almizcle (musco) para que su suave fragancia testificase el celestial origen. Prometíanse en ellas indulgencia a todo el que las copiase o leyese. Recibíanlas y leíanlas con simplicidad grande muchos sacerdotes, y eran causa de que los fieles descuidasen los ayunos y confesiones y tuviesen en menosprecio las tradiciones eclesiásticas. Sabido esto por el diácono, encargóse de buscar al esparcidor de tal cizaña y le halló en un bosque, herido por una serpiente. Llevado a la presencia de D. Arnaldo, hizo plena confesión de sus errores y de las astucias de sus compañeros.»

Esto narra D. Lucas, faltándonos hoy todo medio de comprobar sus peregrinas relaciones, pues indican bien a las claras cuán grande, aunque pasajero, fue en León el peligro.

El celo de San Fernando no atajó en Castilla todo resabio albigense. «De los herejes era tan enemigo (dice Mariana), que, no contento con hacellos castigar a sus ministros, él mismo, con su propia mano, les arrimaba la leña y les pegaba fuego.» En los fueros que aquel santo monarca dio a Córdoba, a Sevilla y a Carmona, impónense a los herejes penas de muerte y confiscación de bienes. No hubo en Castilla Inquisición, y quizá por esto mismo fue la penalidad más dura786 y 787. Los Anales toledanos refieren que en 1233 San Fernando enforcó muchos homes e coció muchos en calderas (t. 23 de la España Sagrada)788.

NOTAS A ESTE CAPÍTULO

Nota A. El can.17 del concilio Lateranense III, año 1179, excomulga a los herejes llamados brabanzones, aragoneses y navarros, que saqueaban iglesias y monasterios y se entregaban a los mayores desórdenes y atropellos, sin respetar vidas ni haciendas, sexo ni edad789.

El obispo Bernardo de Urgel se queja en una carta al arzobispo de Tarragona de M. P. de Vilel, P. de Santa Cruz, M. Ferrandis y otros aragoneses enviados por la reina de Aragón en ayuda de R. de Cervera, los cuales pusieron fuego a varias iglesias.

Estas hordas desalmadas, ¿eran quizá de albiguenses? ¿Estaba en combinación con ellos el célebre trovador Guillem de Berdagá, grande enemigo del obispo?

Nota B. Don Sancho Llamas y Molina, en su Disertación crítica sobre la edición de las Partidas del Rey Sabio, hecha por la Academia de la Historia (edición inapreciable, y única que hace fe, bajo el aspecto literario), nota en aquel código varias proposiciones heréticas. Las principales son: en el título 4, parte 1ª, dice que las palabras et Deus erat Verbum se aplican al Espíritu Santo. Ley 16: que los sacramentos fueron establecidos por los Santos Padres. Ley 31: que el Espíritu Santo procedió de la humanidad del Hijo. Ley 103: que quien tome la comunión como debe, recibe la Trinidad, cada persona en sí apartadamente, y la unidad enteramente. Ley 62: pone en la consumación la esencia del pecado mortal, etc.

Hay también errores de disciplina. Todos ellos proceden de descuido y no de malicia.

(Menéndez Pelayo, M., Historia de los heterodoxos españoles, Libro tercero, cap. II)

Share
Comentarios desactivados en Nacimiento de la Inquisición en España