Utopías

Introducción

El vocablo griego “utopía” fue utilizado por vez primera por Tomás Moro (1478-1535), Lord Canciller de Enrique VIII, como título de un libro dedicado a exponer la organización de una comunidad política perfecta que habitaba en una isla imaginaria del mismo nombre. El libro no proponía que se caminara realmente hacia Utopía. Su misión consistió más bien en denunciar las injusticias y miserias de la sociedad inglesa del momento y explicar sus causas. Desde entonces se utiliza su título para dar nombre a un grupo amplio de escritos y movimientos sociales que habían empezado a aparecer mucho tiempo antes y siguieron apareciendo en la posteridad, hasta nuestros días.

Todas las sociedades humanas disponen de imágenes que representan realidades no vistas ni oídas, de símbolos que los sujetos utilizan ocasionalmente para encontrar alivio ante una realidad adversa, para criticarla o para evadirse de ella. Normalmente son de origen y contenido religiosos. El creyente siente una esperanza resignada cuando imagina que un familiar ya fallecido vive otra vida junto a Dios o que hay un mundo de ultratumba donde impera la justicia . Esa esperanza no cambia las cosas, pero con ella enfrenta con más ánimo la vida cotidiana.

A veces ocurre, no obstante, que los símbolos adquieren carácter social y político por ser utilizados por los grupos humanos para un fin u otro, según sea su posición en la sociedad. Los que detentan el poder político o económico tenderán a aprovecharlos para legitimarlo. Los desfavorecidos de la fortuna tenderán, por el contrario a utilizarlos como un medio para expresar su queja y su desgracia. Incluso podrán combinarlos en la construcción de una utopía contraria al estado social del que se creen excluidos y verlos a continuación como un modelo realizable en este mundo. La esperanza crecerá entonces hasta el límite de creer estar tocando ya con los dedos una vida nueva y cobrará cuerpo una fuerza subversiva real. Un movimiento revolucionario se habrá puesto en marcha hacia “ninguna parte” (utopía), causando trastornos mayores o menores, según sea la fuerza de la esperanza que le anima. Así es como muchos individuos que hasta entonces habían concebido los símbolos como realización de sus deseos en un mundo de más allá ven en un momento dado que pueden realizarse de inmediato en el de más acá.

1. Utopías bíblicas

a) Utopías escatológicas del Antiguo Testamento

El modelo original de estas conductas fue la doctrina de los profetas del Antiguo Testamento, que abandonaron la idea de combatir el mal mediante rituales tales como sacrificios, rezos, ceremonias, procesiones, etc., y proclamaron la necesidad de que todos creyeran que son responsables de él y deben evitarlo. La salvación empezó a depender de las obras y el judaísmo se convirtió en una religión generadora de normas para intentar realizar la justicia en este mundo.

Las profecías del Antiguo Testamento fueron útiles para la resistencia de la comunidad de los creyentes frente a la opresión. A diferencia de otros pueblos de la Antigüedad, los judíos tenían una visión del papel que a todas las naciones corresponde desempeñar en la historia. Su religión comprendía la idea de que Jehová era no solamente el Dios de Israel, sino el Dios único de todos los hombres. Señor todopoderoso de la historia, a Él toca exclusivamente guiar a todos los pueblos hacia un fin común.

Esta creencia obliga a los creyentes a ser justos con todos y a extender la salvación de Dios hasta el último confín del mundo. Pero, junto a esta inclinación ética, algunas tendencias de la religión de Israel prometieron un reino perfecto de paz y felicidad a los que hubieran seguido el camino de la rectitud, un reino de mil años que no vendría antes de que pasara una época de desdicha. El pueblo ha abandonado a Jehová, por lo que debe ser castigado y purificado con el fuego y el hambre. Después de la purificación amanecerá el día de la ira, el día en que Jehová habrá de juzgar y castigar a los incrédulos e injustos de todas las naciones. Los que sobrevivan a ese juicio terrible vivirán en una Palestina regenerada y santa y Jehová reinará entre ellos. El mundo será justo, los pobres no pasarán hambre, las fieras serán mansas, el Sol tendrá más brillo, los desiertos serán fértiles, no habrá dolor ni enfermedad y todo será vivir alegres y confiados.

En estas profecías sobre el fin de los tiempos se fragua el modelo de la actividad mesiánica y utópica posterior. El fin de la historia pertenece a los santos, que antes han tenido que sufrir dolores sin cuento en este mundo sometido a tiranía y opresión. Cuando éstas lleguen al dolor más agudo, cuando la desgracia padecida por los santos no pueda ser mayor, ellos se levantarán por fin, destruirán la maldad y la injusticia y heredarán la tierra, estableciendo un reino milenario que no tendrá sucesor, el reino último hacia donde conducen todos los caminos y todos los tiempos.

b) Utopías escatológicas del Nuevo Testamento

Las luchas mesiánicas de los judíos finalizaron el año 131 d. C., cuando el emperador Adriano aplastó un levantamiento encabezado por Simón bar Kochba, que había sido seguido por la multitud como un Mesías que habría de aniquilar el poder de Roma y dar comienzo al Reino de los Santos. En adelante los cristianos tomaron el relevo. Pese a que su religión hablaba de un reino puramente espiritual, muchos tomaron al pie de la letra la profecía de Mateo: “Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces recompensará a cada cual según sus obras. En verdad os digo que hay algunos entre vosotros que no probarán la muerte antes de haber visto al Hijo del hombre venir en su reino”. Interpretadas según la escatología anterior, estas palabras predecían el cataclismo de las naciones y el posterior reino feliz, en el que el propio Cristo estaría presente entre sus santos.

La religión cristiana encerraba en su seno dos interpretaciones del mensaje de Cristo, una que invitaba a la pasividad consolando al alma de las miserias del más acá con la esperanza del más allá, y otra que promovía la actividad exhortando a los fieles a hacer realidad el más allá en el más acá. La conjunción en una sola de ambas tendencias, la espiritual y la terrenal, fue siempre una fuerza sin igual, una fuerza revolucionaria que en muchas ocasiones a lo largo de la Edad Media sacudió los cimientos de la sociedad.

Un clérigo medieval, Joaquín de Fiore (1135-1202), fundió las dos tendencias, dando lugar a una visión general de la historia humana en clave mesiánica, milenarista y utópica. Tres etapas, relacionadas cada una con una de las Personas de la Trinidad, jalonan el avance progresivo de la humanidad hacia su fin último. La primera fue la del Padre y el Antiguo Testamento, etapa de la carne, durante la cual imperó el derecho, la esclavitud y la sujeción. La segunda es la del Hijo y el Nuevo Testamento, una etapa intermedia entre la carne y el espíritu, durante la cual imperan los clérigos. La tercera, la definitiva, porque detrás de ella vendrá el fin del mundo, será la del Espíritu Santo y el Último Testamento, etapa de los varones espirituales, entre los que se contarán los santos de los primeros días, que resucitarán para reinar con ellos. Después se consumará la historia y dará comienzo la eternidad.

2. Utopías filosóficas

a) La República de Platón

Platón dio comienzo al género utópico filosófico con la República. Una sociedad perfecta, dice allí, no puede existir, pero basta que sea pensable y pueda “construirse con palabras” para aplicarse a la realidad en la medida en que ésta lo permita o al menos para servirle de guía. Aplicarla en su totalidad requeriría actuar como el pintor, que limpia el lienzo de toda impureza antes de plasmar en él su idea. Del mismo modo, la realización de la sociedad perfecta requeriría deportar a toda la población adulta para, comenzando desde el principio, educando a los niños en una estricta pedagogía, fabricar una utopía real.

Una sociedad perfecta es una sociedad dividida en clases, asegura Platón. La razón y la fuerza deben reunirse en la persona del filósofo-rey, que encarna la virtud de la prudencia. La clase de los guerreros, que habrán de vivir en perfecta comunidad de bienes e hijos, la de la fortaleza, y la de los obreros e industriales, a quienes se han de entregar las propiedades y las riquezas, la de la templanza. Una sociedad así es perfecta, aunque irrealizable, porque en ella reina la justicia, o armonía entre las tres virtudes antedichas, como es perfecto el hombre individual que logra la misma armonía entre las partes racional, irascible y concupiscible de su personalidad.

b) Utopías renacentistas

Los símbolos utópicos tuvieron origen religioso durante el largo periodo que llega hasta el siglo XVI, cuando, por intervención de filósofos como Tomás Moro, Giordano Bruno o Tomás Campanella, resurgieron como crítica filosófico-política de la sociedad renacentista que consistía en mostrar un reflejo negativo de las injusticias y defectos que percibían en ella. Constituyeron teorías especulativas, sin influjo alguno sobre la realidad social. Pero entretanto la utopía era también la esperanza real de movimientos subversivos muy activos, como los niveladores (levellers) de Inglaterra, la revolución husita en Checoeslovaquia, los seguidores de Thomas Münzer en Alemania, la jacquerie en Francia, etc.

Las utopías filosófico-políticas renacentistas eran cuadros ideales de una sociedad perfecta que continuaron la estela platónica. Nacieron al calor del descubrimiento de América, una verdadera sacudida para las ideas políticas de Europa porque había que legislar para sociedades tribales recientemente conocidas y porque el conocimiento de su especial organización resucitaba controversias e ideales utópicos antiguos. Fue la época en que unos creyeron descubrir la vida del salvaje como la de un ser naturalmente bueno, noble y vital y otros la de un ser brutal y violento. El salvaje excitó en todos la imaginación política y despertó en algunos los sueños de una vida mejor que la vivida entonces por quienes padecían en su carne las transformaciones sociales, económicas y políticas de la época.

  1. a) La Utopía de Tomás Moro (1478-1535).- El nervio que recorre la Utopía de Moro es que no debe existir la propiedad privada para que la conspiración de los ricos, en la cual consiste el Estado, ceda su lugar a la comunidad de los hombres. En cambio, sí debe haber libertad religiosa, para que no existan facciones opuestas e impere la unidad.

Libertad de creencia e igualdad de riquezas. Este es el doble ideal que Moro opone a la reforma eclesiástica de Enrique VIII, seguida de cerca por el deseo depredador de la nobleza y el alto clero, y al fanatismo religioso de la época, fanatismo que había empezado a teñir de sangre primero el suelo alemán y después el de todos los países de Europa, excepto España.

  1. b) La ciudad del Sol de Tomás Campanella (1568-1639).- Igual que Moro, Campanella creyó que una sociedad perfecta tiene que ser universal y estar organizada en régimen de comunidad de bienes. Por esto ha parecido a algunos que si la Utopía de Moro había sido ya una expresión y defensa del imperialismo, con más razón todavía lo era la de Campanella, pues no en vano propugna abiertamente un universalismo regido por el rey de España y legitimado por el Papa: “Así España descubrió el Nuevo Mundo para que todas las naciones estuvieran bajo una sola ley. No sabemos nosotros lo que hacemos, pero Dios sí, cuyo instrumento somos. Los españoles buscaron nuevos países por el deseo de oro y de riquezas, pero Dios trabaja para más altos fines”. Los fines individuales de los conquistadores españoles estarían siendo el hilo con que Dios cose el tejido de la historia universal. Una cosa es el fin de los agentes y otra el de la obra traída por ellos a la realidad.

Campanella también coincide con Moro en la defensa de la religión natural y la necesidad de erradicar los abusos de la cristiana para que pueda extenderse al mundo entero.

  1. c) La nueva Atlántida de Francis Bacon (1561-1626).- La utopía de Bacon, aparecida bajo un título de resonancia platónica, dicen algunos que no debería clasificarse como obra de pensamiento utópico, debido a que no se trata en ella la comunidad, sino la técnica, que tantos temores y esperanzas ha despertado desde el Renacimiento hasta el día de hoy. En Bacon, sin embargo, sólo cabía la esperanza. Su obra soñaba con la transmutación de los metales, la generación instantánea, un vino tan fino que podía atravesar la palma de la mano, el submarino, el avión y toda una serie de adelantos que traerían la felicidad a los hombres. Su sociedad utópica no es una comunidad bien ordenada, sino una tecnocracia de la que el orden y la justicia habrían de brotar espontáneamente. Es el dominio científico de la naturaleza el que ha de traer por sí solo la organización humana feliz y justa de las sociedades humanas.
  2. d) Otras utopías.- The Commonwealth of Oceana de James Harrington (1611-1677) situó su comunidad perfecta en una isla del Océano Pacífico. El mundo se había hecho más grande que en tiempos de sus antecesores Tomás Moro y Francis Bacon, que habían situado las suyas en el Atlántico. También debe mencionarse el Viaje a Icaria de Etienne Cabet (1788-1856). Hubo asimismo una mitología floreciente sobre el mismo tema: la leyenda española de la Isla de Jauja, Eldorado, a cuya búsqueda se entregó Lope de Aguirre, etc.

c) El socialismo utópico

La tendencia utópica aún tenía que producir vástagos importantes en los siglos XVIII y XIX, plasmándose en las ideas políticas de algunos filósofos y hombres de acción que Engels agruparía más tarde bajo el despectivo rótulo de “socialismo utópico”.

Los socialistas utópicos presenciaron la invasión del mundo social por el capitalismo, la máquina y la industria y contra todo ello dirigieron sus baterías. Los más importantes son los siguientes.

  1. a) El conde de Saint-Simon (1760-1825) ideó una tecnocracia que combinaba las soluciones de Moro y Bacon a los problemas del industrialismo de la época que le tocó vivir. Predicó la necesidad de sustituir el egoísmo y el afán de lucro por la fraternidad cristiana como motor de la actividad social, para lo que era preciso socializar la propiedad privada, suprimir el derecho de herencia e introducir la máxima según la cual cada uno debe producir según su capacidad y ser pagado según su necesidad, evitando por todos los medios que haya exceso de riqueza o de pobreza. El gobierno, por último, debe ser encomendado a los científicos, porque solamente ellos están capacitados para resolver convenientemente los conflictos sociales.
  2. b) Charles Fourier (1772-1837) propuso también la abolición de la propiedad privada. En su lugar debía existir un sistema de falanges cooperativas, a las que debían afiliarse todos los individuos. Las falanges, o falansterios, como se las ha denominado posteriormente, tienen la misión de asignar a cada hombre su necesario sustento. Lo demás será repartido equitativamente entre todos. Las ocupaciones de filósofos, soldados, notarios, registradores, intermediarios, etc., son ociosas y deben ser suprimidas. La gente trabajará principalmente en la producción agrícola, distribuyéndose las actividades de tal manera que cada cual se dedique a la que más le atraiga. Convertido en placer, el trabajo será mucho más productivo y habrá abundancia de bienes para todos.
  3. c) Albert Brisbane (1809-1890) logró poner en práctica las ideas de Fourier en Norteamérica, fundando algunos falansterios que no tardaron mucho tiempo en fracasar.
  4. d) Robert Owen (1771- 1858) fue un rico hacendado que organizó con sus propios medios una comunidad denominada New Lanark con el fin de demostrar que las condiciones sociales influyen decisivamente en la producción económica. En su comunidad artificial construyó viviendas, comedores, lugares de recreo, etc., para los obreros, y escuelas para sus hijos, proporcionando a todos un bienestar razonable. El resultado fue que la productividad aumentó. De su experimento extrajo propuestas prácticas para la protección de los trabajadores: reducción a 12 horas de la jornada de trabajo, prohibición del trabajo infantil, universalidad de la educación, organización de cooperativas, etc. Por estas y otras propuestas del mismo tipo Owen es hoy considerado un precursor de la legislación del trabajo.

d) El socialismo científico

En el siglo XIX apareció un nuevo y muy activo tipo de utopía, que en realidad era una vuelta al programa platónico, convertido en práctica revolucionaria para la conquista del poder, y al milenarismo judeo-cristiano convertido asimismo en promesa de salvación para los oprimidos: el socialismo científico, así denominado por Engels en oposición al socialismo utópico, tachado por él de erróneo por pretender reformar la sociedad según ideales abstractos. El procedimiento correcto no podía ser otro, decía, que el análisis científico de las leyes de la historia y las sociedades y la consiguiente descripción objetiva de las fuerzas que las rigen para conocer el camino hacia el que conducen y así anticiparse al futuro. El marxismo había descubierto científicamente, pensaban Marx (1828-1883) y Engels (1820-1895), que el futuro de la humanidad es la sociedad sin clases y el proletariado la clase encargada de realizarla. De ahí la identificación de los partidos socialistas con este grupo social que, a su juicio, representa el futuro en el presente.

El materialismo histórico, verdadero análisis científico de la sociedad industrial, según el marxismo, habría relegado por fin el pensamiento utópico al mundo de la fantasía. Si hasta el momento no ha podido existir un conocimiento verídico de lo social, dicen sus fundadores, ha sido porque las fuerzas productivas, auténtico motor de la historia humana, no habían llegado a un grado de desarrollo tal que permitieran al sabio conocer su verdadera importancia. Hasta que ese instante ha llegado no podía haber más que ensoñaciones y esperanzas utópicas sobre las reformas sociales.

Ya no habría que confiar en la buena intención y los sentimientos cristianos de caridad y amor al prójimo para combatir la miseria, porque, Carlos Marx habría demostrado en El capital, su obra magna, que la sociedad industrial capitalista se habrá de destruir por sí sola y tras su extinción vendrá la sociedad sin clases y sin Estado.

Así se pretendía haber refutado el socialismo utópico y haberlo sustituido por un programa efectivo de revolución social. Pero ¿era una refutación fundada? ¿No incurría el marxismo, pese a su teoría social pretendidamente científica, en el mismo utopismo que criticaba? Para contestar cabalmente estas preguntas es preciso considerar lo siguiente.

Los defensores clásicos del capitalismo habían pensado que en un sistema de mercado todo el mundo recibe a la larga tanto como aporta, razón por la cual el sistema es básicamente justo. Marx objeta que, por haber unos pocos propietarios de los medios de producción, es inevitable que los trabajadores aporten más de lo que reciben, razón por la cual el sistema es básicamente injusto.

Dada esta premisa fundamental, añade Marx, la propiedad industrial capitalista tiene que concentrarse cada vez más en menos manos. Estas pocas manos, que compiten entre sí por los mercados, causarán irremediablemente la pobreza creciente de los trabajadores. Los pequeños comerciantes, artesanos, agricultores y todas las otras profesiones medias se irán proletarizando necesariamente, ensanchándose más y más la zanja que separa a los propietarios de los proletarios. El proceso conducirá a una revolución en que los segundos expropien a los primeros, desaparezcan las diferencias entre clases y se extinga el Estado, pues su única razón de ser es la defensa de la propiedad privada. La sociedad del futuro, la que ponga por fin remedio a los males del presente, será, por tanto, una sociedad socialista, o comunista, pues todos los bienes serán comunes, y anarquista, pues el Estado no será necesario y habrá dejado de existir.

Si las predicciones de Marx sobre el mundo futuro hubieran sido deducciones correctas de una teoría sólida, si el socialismo marxista hubiera sido verdaderamente científico, entonces se habrían cumplido, lo que no ha sido el caso. Lejos de concentrarse en unas pocas manos, la propiedad se ha extendido más que nunca. Las grandes compañías y entidades financieras no pertenecen hoy a unos pocos hacendados, sino a cientos de miles de accionistas, y no son dirigidas por sus dueños, sino por consejos de administración. El nivel de vida de los trabajadores no ha descendido, sino aumentado. Las clases medias, lejos de ser absorbidas por el proletariado, han aumentado de tamaño y se han fortalecido. La confrontación entre clases económicas, en conclusión, no se ha agudizado, sino que prácticamente se ha extinguido.

Ninguna de las predicciones del marxismo ha sido certera. La más importante de todas, a saber, que el capitalismo habría de desembocar en un gigantesco colapso y ser sustituido por el comunismo y la desaparición del Estado, para que el gobierno de las personas dejara paso a la administración de las cosas, como había preconizado Saint-Simon, reposaba sobre un sentimiento de repulsa contra las injusticias del capitalismo y resultó ser solamente eso, un sentimiento. Lo cual pone al marxismo al lado del socialismo utópico que decía haber superado.

e) El Tercer Reino nacionalsocialista

La última construcción utópica ha sido de momento la hitleriana, orientada por la teoría darwiniana de la selección natural lo mismo que la marxista se había orientado por las leyes de la historia. Su objetivo era conseguir el hombre racial y culturalmente perfecto al que había de pertenecer el mañana.

La expresión “Tercer Reino” (Tercer Reich) puesta en circulación por los nazis tiene una historia milenaria. Al principio pareció significar el Imperio que viene después del Medieval y el de la época de Bismarck, pero Moeller van den Bruck (1876-1925) se encargó de darle un contenido viejo y revolucionario, teológico incluso, el de un Imperio de mil años durante el cual reinarían los hombres selectos y superiores. Tales hombres no habrían de ser superiores a los demás por su santidad y pureza, como en las utopías fundadas en el Antiguo y Nuevo Testamento, ni por su capacidad para guiar al proletariado a la tierra prometida del comunismo, como en las teorías de Marx y Lenin, sino por la selección natural darwiniana, que Alfred Rosenberg (1893-1946) quiso convertir en un principio filosófico para la reinterpretación de la historia de la humanidad.

La selección darwiniana es el fundamento de la teoría racial que Hitler expone en Mi lucha. Según se dice en esta obra, todo avance social es resultado de una lucha en que los más aptos sobreviven y los menos son exterminados. Los individuos de la misma raza se hacen la guerra, como también las razas entre sí. Las minorías selectas que sobreviven son expresión de superioridad racial y cultural. Las mezclas raciales lo son de decadencia.

Las civilizaciones superiores han sido creadas por una raza superior, la de los arios. Otras, como las negroides del sur de Europa, no son capaces de crear cultura, sino de transmitirla. Y, por último, existe otra, la judía, que solamente sabe destruirla. Estas son las tres clases de razas existentes.

La cultura superior exige, en consecuencia, que la raza superior, depurada de impurezas mediante severos programas de eugenesia y eutanasia, dirija la sociedad, lo que según los arúspices del nazismo, llegaría con el Tercer Reino (Reich), que habría de durar mil años.

3. Estructura general de las utopías revolucionarias

Como ha podido verse, el género utópico abarca un número grande de movimientos sociales, religiosos y filosóficos, que unas veces están dirigidos a la acción política y otras no. Todos coinciden en negar el presente, pero los que desembocan en la acción política lo hacen en nombre de un futuro feliz y justo. Su plan de acción se encuadra, según ellos, en el curso de la historia general de la humanidad, que se divide en tres etapas, siguiendo la escatología judeo-cristiana:

  1. a) La primera fue el periodo feliz y ordenado de los comienzos de la vida humana. En la escatología judía y cristiana es el Paraíso Terrenal, en la utopía marxista el comunismo primitivo, cuyas huellas habría descubierto Morgan entre las sociedades tribales de Norteamérica, etc.
  2. b) La segunda es la pérdida del orden y la felicidad del comienzo de los tiempos. Según el judaísmo y el cristianismo, el primer pecado de Adán y las posteriores injusticias de todos los hombres son la causa de las desgracias del presente. Según el marxismo, la aparición de la propiedad privada, que ha conducido hasta el capitalismo actual, es el origen de la desigualdad y la injusticia actuales. Según el nazismo, la contaminación de las razas es la causa de la degeneración del momento.
  3. c) La tercera es la recuperación del mundo ordenado y feliz original. Según las utopías judeo-cristianas, el Mesías que ha de venir restablecerá el acuerdo con el Padre y colmará la esperanza de sus fieles en un nuevo reino que durará mil años. Según el marxismo, será el proletariado, la clase social que sufre la máxima injusticia bajo la explotación capitalista, el que abra las puertas del futuro comunismo, donde ya no habrá desigualdades.

La fantasía de la tercera etapa, reproducción sublimada de la primera, que no es menos fantástica que ella pese a que en ocasiones parezca haber sido confirmada por datos empíricos, es el modelo negativo de la actividad política de toda clase de movimientos utópicos, milenaristas, escatológicos, etc. Todos ellos coinciden en que cuando han logrado sus propósitos y construido un poder a su medida, han reproducido y aumentado, a veces hasta extremos inauditos, las injusticias y desigualdades de la segunda etapa. Han reconstruido el presente. ¿Qué otra cosa cabía esperar que hicieran?

Puesto que el final a que realmente conducen es justamente lo que pretendían destruir, ha de decirse que las utopías son, desde el punto de vista de la práctica política, una repetición de la realidad por otros medios, y, desde el filosófico, una expresión de lo que no se quiere. Pueden definirse, en consecuencia como pensamiento político abstracto y negativo. Abstracto por estar separadas de la realidad y negativo por no ofrecer soluciones efectivas a las injusticias denunciadas.

4. Crítica del pensamiento utópico

Reproducimos a continuación una crítica del utopismo que sigue en gran parte la que en su momento hizo Karl Popper, por parecer que es una crítica certera cuyos fundamentos son el reverso del idealismo de que adolece todo utopismo, lo que la convierte en una crítica materialista.

Según se dijo en una lección anterior, el mundo social está compuesto de grupos divergentes y es tarea de la política tratar de conseguir un grado de convergencia tal que la coexistencia entre ellos sea posible. La convergencia puede conseguirse por medio de la persuasión o la fuerza.

La persuasión puede lograrse a su vez únicamente si antes existe en los sujetos la voluntad de persuadir y dejarse persuadir y es en esa posibilidad de intercambio de razones entre iguales, que lo son justamente en tanto que mantienen esa disposición, en lo que consiste la racionalidad que debe reinar entre los grupos. Esta racionalidad, no obstante, tiene una limitación inevitable: de nadie puede esperarse que esté dispuesto a persuadir a quien está dispuesto a matarlo. La racionalidad choca contra este muro que no puede superar.

En otro sentido del concepto de racionalidad, se dice que una conducta es racional si hace un uso adecuado de los medios para alcanzar el fin propuesto y que en caso contrario es irracional. Cuando el fin es la justicia o la igualdad las conductas políticas encaminadas a él serán racionales en la medida en que, en primer lugar, fijen sus objetivos con la máxima precisión y, en segundo, delimiten los medios de que han de hacer uso en relación a dichos objetivos.

El utopismo sería racional en este último sentido si pudiera fijar con precisión la sociedad ideal que se ha propuesto alcanzar. Pero, dado que existen utopías distintas e incluso contrarias entre sí, habría que disponer de un método racional para inclinarse por una de ellas. Pero tal método no existe ni puede existir. Solamente es posible la elección racional entre medios, no entre fines. Puede construirse, por ejemplo, una central nuclear o una hidroeléctrica. La ciencia es capaz de ambas cosas y puede decidir cuál es más costosa, más fácil de hacer, etc. De lo que no es capaz es de decidir cuál es preferible. Esa es una decisión que debe haber sido tomada antes de que el científico ponga los medios para ejecutarla.

El partidario de una utopía se ha inclinado ya por una cierta sociedad ideal. Como su decisión es contraria a otras y no puede haber tolerancia entre ellas, tendrá que renunciar a sus propósitos, persuadir a sus adversarios o aplastarlos.

Si no renuncia a sus propósitos y opta por persuadir a sus adversarios se encontrará con que la tarea es prácticamente imposible. Tendrá que extirpar sus opiniones de tal manera que consiga incluso borrar toda memoria de las mismas, para que no pueda haber un nuevo brote. Ante la dificultad insuperable de este método, el utopista tendrá que recurrir a la violencia. Será, pues, irracional también en el primer sentido que se ha indicado más arriba.

Pero esto es sólo el principio. Una utopía se fragua en un determinado momento histórico de cambio social, sufrimiento, fervor religioso, revolucionario, etc. Entonces se ofrece a los fieles un reino feliz concreto, hacia el cual echan todos a andar. Cuando el momento inicial ha pasado sucede a menudo que el reino feliz ya no lo es tanto, por lo que hay que diseñar uno nuevo y cambiar el sentido de la marcha. Si esto se repite varias veces más, como ha pasado frecuentemente en la historia, resultará que los fieles han hecho grandes sacrificios para encontrarse en el punto de partida o en otro mucho peor.

Si, pese a todo, el movimiento utópico sigue siendo vigoroso tendrá que utilizar a fondo la demagogia y la propaganda política para aniquilar al adversario y aplastar toda crítica. Pero entonces ya no será la sociedad ideal lo que se esté persiguiendo, sino las ideas que vayan saliendo de la cabeza de algún jefe convertido en un dios para sus seguidores y la utopía se habrá convertido en tiranía.

Se objetará, no obstante, que el ideal sigue siendo algo bueno en sí, independientemente de los abusos que se cometan en su nombre, pero es un error. Si es buena la idea de una humanidad feliz en el futuro, también es buena la de una humanidad feliz en el presente. ¿Por qué ésta ha de convertirse en un medio para un fin? ¿Por qué ha de ser sacrificada en aras de la otra?

Cuando el utopista responde que el presente es transitorio olvida que el futuro también lo es. Todas las edades y generaciones son en realidad transitorias y no hay una sola que sea definitiva, una a la que todas las demás debieran ser sacrificadas. Todas son iguales y ninguna es medio o fin para las demás. Luego la desdicha de una no puede ser compensada con la felicidad de otra.

Es, por tanto, un absurdo sacrificar el presente por el futuro, porque el futuro, cuando sea presente, también deberá ser sacrificado por otro futuro posterior, y así hasta el infinito. No hay, por tanto, un futuro detrás de todo futuro que esté aguardando a la humanidad, un reino definitivo de justicia a donde conducen los ríos de la historia. La humanidad no tiene más que presente. Su futuro lejano es, como el de todas las especies, la extinción.

¿Significa esto que debe renunciarse a los ideales? No, en absoluto; sólo que en lugar de dirigir la actividad hacia la consecución del bien, debe dirigirse hacia la eliminación del mal. Combatir la enfermedad, el analfabetismo, la pobreza, etc., es algo que puede hacerse por medios directos e inmediatos, sin necesidad de pergeñar una sociedad perfecta de imposible realización, que, además, tiene el efecto pernicioso de apartar a muchos hombres del trabajo concreto. Los males presentes son muy reales. La felicidad futura es irreal.

A quienes creen que la utopía es lo que da verdadero sentido a la actividad política, hay que responderles que o bien la utopía confiere sentido a la acción política en tanto que al menos algunos aspectos suyos determinan resultados prácticos políticos (“lo que es utópico hoy será algo real y efectivo mañana”), con lo que se querría decir que la utopía confiere sentido cuando no es utopía, o bien que da sentido a la vida de los hombres no en función de los resultados obtenidos, sino de su influencia tranquilizadora sobre ellos como algo que permite descargar tensiones, terrores o desesperanzas, y entonces la utopía sería el opio del pueblo, un autoengaño o una falsa conciencia. Si la vida tiene que tener sentido, este sentido debe ser racional y posible. Si se fijan objetivos irrealizables entonces los actos encaminados a alcanzar tales objetivos quedan privados de sentido.

Si es imposible fijar racionalmente un reino feliz para la humanidad, un estado de felicidad y paz perpetua para todos, no lo es determinar los males de nuestra sociedad y señalar lo que ha de hacerse para erradicarlos. Desconocemos el bien, pero conocemos el mal. Hemos de evitar y buscar aquél en la medida en que no ocasionemos un mal a nadie.

Fernández Rueda, Emiliano yGiménez Pérez, Felipe
Lecciones de filosofía: Bachillerato, cap. XVIII


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Aquino, S. Thomae de, Summa theologiae

Santo Tomás fue un filósofo y teólogo dotado de una gran capacidad de asimilación y ordenamiento de los elementos más dispersos. A nadie se sujetaba y a ninguna escuela pertenecía, de todas partes tomaba las ideas o teorías interesantes para construir con ellas un edificio de líneas elegantes y bien trabadas en el que cada puntal se apoya en otro y sostiene a un tercero de manera que todos contribuyen al fortalecimiento de un conjunto elegante y bien construido similar a las catedrales góticas, como la de Burgos. En la búsqueda de piezas para su obra no olvidó a nadie, ya fuera latino, griego, judío o musulmán. A todos trataba con respeto, pero con ninguno transigía, porque estaba convencido de que la filosofía no se ha hecho para saber qué piensan los hombres, sino cuánto hay de verdad en ellos. Ejemplo magno de todo ello es la «Summa theologiae», obra cumbre del periodo medieval.


Summa_theologiae_primaAquino, S. Thomae de
Summa theologiae. Prima (texto latino)
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Summa_theologiae._Prima_secundaeAquino, S. Thomae de
Summa theologiae. Prima secundae (texto latino)
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Summa_theologiae._Secunda_secundae_1Aquino, S. Thomae de
Summa theologiae. Secunda secundae. 1 (texto latino)
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Summa_theologiae._Secunda secundae_2Aquino, S. Thomae de
Summa theologiae. Secunda secundae. 2 (texto latino)
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Summa_theologiae._TertiaAquino, S. Thomae de
Summa theologiae. Tertia (texto latino)
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Esquema de De ente et essentia

Esquema de De ente et essentia de Santo Tomás de Aquino

Capitulo I: Significado de ente y esencia.

Ente: se dice de dos maneras:

  1. a) La que lo divide en diez géneros. Modos de realidad, denominados predicamentos o categorías. El primero de estos, la sustancia, que existe en sí. Los nueve restantes: cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, posición, situación, acción y pasión, existen en una sustancia concreta.
  2. b) Designa todo ente del cual pueda formarse una proposición afirmativa, aún cuando sea el caso de que no ponga nada en la realidad. Es decir, todo lo que pueda ser sujeto de una proposición afirmativa. Así se dice que la ceguera está en los ojos.

Escolio

  1. a) Con la primera acepción, se designa un ente que pone algo en la realidad, señalando así un compuesto de esencia y existencia. Por eso debe tomarse el nombre de esencia de este primer significado.
  2. b) Con la segunda acepción, no se designa un ente que tenga esencia, pues como se expresa en el ejemplo citado la ceguera no añade, sino mas bien se trata de una negación, carencia de visión.
  3. c) El ente dicho del primer modo, se divide en diez géneros en consecuencia, es necesario que la esencia signifique algo común a todas las naturalezas, y de esto resulta asimismo la diversificación en géneros y especies.

Entramos ahora en otro concepto, la quididad. Término similar al de esencia pero distinguiéndose de ésta, en la precisión de la existencia. Lo que una cosa quede constituida dentro de un género propio o una especie, es lo que viene significado por medio de la definición que indica qué es la cosa.

También se le dice forma, o naturaleza, según la definición clásica de Boecio: todo aquello que de una manera o de otra pueda ser captado por el entendimiento, siendo así que es inteligible en virtud de su definición y esencia. Este significado de naturaleza parece afirmar la esencia de la cosa según presente orden a su operación propia, ya que ninguna naturaleza puede ser destituida de la operación que le es propia.

Diferencia entre esencia y quididad: la esencia se dice según que por ella y en ella tiene existencia el ente. Mientras que la quididad se toma de lo que es significado por medio de la definición.

Capítulo II: Esencia de las sustancias materiales o compuestas.

El ente se dice en primer lugar de las substancias, que existen in se. Y en segundo lugar de los accidentes, existentes in alio. La esencia reside propiamente en las substancias y solo de modo derivado o secundum quid en los accidentes. Pero hemos de afirmar que ambos son ente, distinguiéndose en el modo de poseer la esencia, la substancia en si y los accidentes de modo derivado o secundum quid.

Entre la substancias que conocemos (en mi opinión solo las compuestas y con dificultad), existen unas que son simples y otras que son compuestas. En ambas hay esencia, pero de modo más verdadero en las simples, que son causas de las compuestas.

En las sustancias compuestas se observan la materia y la forma. La materia no es la esencia ni tampoco lo es la forma, consideradas ambas aisladas. El hombre, compuesta de alma y cuerpo no se dice que su esencia sea el alma, ni mucho menos el cuerpo.

La materia no es la esencia de algo porque en razón de ella un ente no se inserta ni en un género ni en una especie. Por ello no es principio de conocimiento, ni tampoco se determina a un género o a una especie. La materia no hace que algo pase de potencia a acto, eso es función de la esencia, que estando en acto una causa extrínseca a ella la hace pasar en potencia y por ello nos es inteligible.

Tampoco la forma sola puede llamarse esencia, pues la esencia es la definición de la cosa, pero la definición de las sustancias naturales no solo contiene la forma sino también la materia, de lo contrario no habría diferencia entre las definiciones naturales y las matemáticas: la definición de un objeto matemático no comprende la materia, mientras que la de las sustancias materiales si la comprende.

En la definición de estas sustancias naturales, no debe entenderse a la materia como algo advenido a la forma, agregado a su naturaleza o esencia. Esto es propio de los accidentes, que no poseen en sí la esencia y reciben de este modo en su definición un sujeto exterior a su género.

Sirvamonos de un ejemplo: Cuando defino un león, digo de él que es un ser vivo. Este enunciado no precisa que determine que es un cuerpo, pues en su misma definición lo contiene, de otro modo qué sería lo que estuviera vivo sino un cuerpo. Pero sí debo precisar si se trata de un macho o una hembra, esto es accidental y sobrevenido a la definición.

Conclusión: El nombre de esencia en las sustancias compuestas se aplica o incluye materia y forma.

Boecio nos dice que la ousía es el compuesto. Ousía es para los griegos lo que para nosotros esencia. En la misma línea Avicena recoge que la quididad de las sustancias compuestas es la misma composición de materia y forma. El comentador afirma a propósito del libro VII de la Metafísica de Aristóteles: La naturaleza que tienen las especies en las cosas nacidas es algo intermedio, esto es, un compuesto a partir de la materia y la forma.

La existencia del compuesto no es solo la de la forma ni la de la materia, sino la del compuesto mismo. La esencia dice lo que es la cosa, hace que algo sea un ente. Por esta razón es preciso que la esencia recoja materia y forma, aunque la forma sola sea a su modo la causa de la existencia y de la esencia.

Escolio

Siendo la materia principio de individuación se sigue que la esencia que comprende materia y forma sea sólo particular y no universal, de lo que se deduce que los universales no tienen definición, pues como se dijo la esencia es aquello que se significa por medio de la definición.

Sólo es posible definir las esencias de las substancias naturales, éstas son particulares, luego no es posible definir las los universales universales. Este error se soluciona del siguiente modo:

  1. La materia es sólo principio de individuación cuando se encuentre signada, particularizando un ente. Considerada bajo unas dimensiones determinadas.
  2. Esta materia no es la que entra en la definición de esencia, sino aquella que no está signada. La idea de materia en general.
  3. Así cuando definimos a Sócrates no definimos esta materia no signada, sino la signada, que no es la que pondríamos en la definición de hombre como tal. Por tanto al definir un particular utilizamos la materia signata quantitate, mientras que en la definición universal de hombre utilizamos aquella no signada, la idea de materia. Así salvamos las esencias de los particulares y la de los universales.

Capítulo III: Diferencias de las esencias en las sustancias materiales.

  1. La esencia de hombre y de un hombre particular: Sócrates, difieren como lo no signado y lo signado. Del mismo modo difieren la esencia del género y la de la especie. La designación del individuo respecto de la especie se da por medio de la materia signada, pero la especie respecto del género se da por medio de la diferencia constitutiva, que se extrae de la forma de la cosa, esto es la diferencia específica.

Explicación:

La designación que se da en la especie respecto del género no se da por algo que se encuentre en la esencia de la propia especie . Ni tampoco en la esencia del género. pues todo elemento de la especie se encuentra en el género, sólo que de forma indeterminada. Así es lícito predicar del hombre que es animal, pues lo es todo él, no una parte suya. De lo contrario, la especie sería algo ajeno al género y el hombre no sería todo él animal y hombre, sino una parte hombre y otra animal.

El cuerpo tomado en sentido de parte animal difiere si lo tomamos en sentido de género.

Cuerpo puede tomarse con varios significados:

1º) En cuanto que es predicamento de la sustancia. El primer predicamento es la substancia, el segundo y primero de los accidentes es la cantidad. En este sentido cuerpo es una naturaleza que tiene dimensiones mensurables. (La res extensa cartesiana. Lo primero que advertimos al observar una sustancia corporal.) Estas dimensiones mensurables son tres: ancho, largo y profundo. Y constituyen el cuerpo entendido en el género de la cantidad.

2º) Entre las cosas sucede que algunas que poseen una perfección pueden alcanzar otra superior. Así ocurre con el hombre que teniendo una naturaleza sensitiva, tiene otra mayor, la intelectiva. La perfección de la forma en el cuerpo es que tiene tres dimensiones, pero a esa naturaleza puede añadirse otra perfección no advenida de la forma estricta del cuerpo. Así resulta que el cuerpo es parte integral y estricta de lo animal y el alma será algo sobrevenido al cuerpo. Resultando así un compuesto de alma y cuerpo como partes integrantes del mismo compuesto.

3º) Este cuerpo, entendido como forma perfecta: poseedora de las tres dimensiones. Puede adquirir una ulterior perfección. Un primer grado, la sensibilidad, y otro mayor la racionalidad. El último incluye el primero, pero el primero no incluye este último grado. Observamos que estas perfecciones son diferencias según la especie, implícitas en el género, pero no en acto, pues de lo contrario todo cuerpo sería sensible y racional. Cosa absurda pensarla. Así el género incluye la forma, que es lo propio, y también sus posible diferenciaciones.

El género significa de modo indeterminado todo el contenido de la especie y no solo el de la materia. Del mismo modo que la diferencia especifica significa todo el de la especie y no sólo el de la forma, pero de modo distinto la expresión del todo por parte del género indica la determinación de la materia sin contar con la determinación propia de la forma. Por eso es de la materia de donde se toma el género, pese a que éste no es materia. Lo contrario sucede con la diferencia que es una determinación generada en la forma por la que se excluye toda materia determinada.

A favor de esto expresa Avicena que el género no está en la diferencia como una parte de la esencia de éste, sino como un ente externo a la quidididad o la esencia. Por ello no se predica el género de la diferencia. Pero la definición o especie comprende una y otra a saber, una materia determinada que viene nombrada por el nombre de género y una forma determinada que se nombra con el de diferencia.

Conclusión: el género, la especie y la diferencia están relacionadas proporcionalmente con la materia, la forma y el compuesto existentes en la naturaleza, pero no son lo mismo que ellos, pues ni el género es la materia sino que se toma de ella para designar el todo, ni la diferencia es la forma, sino que se toma de ella para designar el todo. Ejemplo: el hombre es un compuesto: animal racional y no está hecho de un animal y un racional, pero sí decimos que está compuesto de un alma y un cuerpo. Resulta así como una tercera cosa diferente de sus dos componentes, pero no es ni alma ni cuerpo.

El género expresa la esencia entera de la especie, pero no por ello ha de admitirse que hay una sola esencia para las diversas especies que caen bajo el mismo género, porque la unidad de éste viene de su propia indeterminación o indiferencia. Tampoco lo expresado por el género es una naturaleza dividida en especies a la que sobreviene una cosa distinta, la diferencia que lo determina, como determina la forma a la materia, que es numéricamente una, sino que el género expresa la forma, pero no esta o aquella determinada, sino la que expresa de manera determinada por la diferencia, la cual no es otra que la expresada de modo indeterminado por el género.

Lo mismo que el género en cuanto se predica de la especie lleva implícito en su significado de manera indeterminada todo lo que de manera determinada hay en la especie, también la especie en cuanto se predica del individuo expresa de manera indeterminada todo lo que hay en la esencia del individuo.

Escolio: La determinación de la especie respecto del género se produce por medio de las formas y la del individuo respecto de la especie se produce por medio de la materia signada.

Capítulo IV: Relación de las esencias con las intenciones lógicas.

La noción de género, especie o diferencia, se predica de un particular señalado, en consecuencia es imposible que la noción de género o especie, convenga a la esencia según que se signifique a modo de parte, como el nombre de humanidad o animalidad. Por lo mismo dice Avicena que la racionalidad no es la diferencia, sino principio de diferencia, y la misma de humanidad no es la especie, ni la animalidad es el género.

No es posible decir que la razón de género o especie o diferencia convenga como aquello que es existente fuera de los singulares, como ponían los platónicos, ya que género y especie no se predican de este individuo. Así el concepto de género o especie o diferencia que convienen a la esencia, según aquello que se es significado del todo, como el nombre de hombre o animal, en cuanto que implícita e indistintamente contiene todo aquello que está en el individuo.

La esencia así comprendida puede ser considerada de doble manera:

  1. Un modo, según su naturaleza y su razón propia es decir según su contenido, consideración absoluta. Nada es verdadero de ella sino lo que le conviene en sí según que es su contenido: por lo mismo cualquier otra realidad que se le atribuya, es falsa. Ejemplo: al hombre, en aquello que es hombre, conviene lo racional y lo animal y todo aquello que caiga bajo su definición; blanco o negro o cualquier modo de este tipo que no es su razón de humanidad, no conviene del hombre en aquello por lo que es hombre.
  2. Un segundo modo es considerar según que esté en sí en éste o en aquél individuo y así se trata de la predicación accidental en razón del sujeto en que se halla, como cuando se dice que el hombre es blanco, ya que Sócrates es blanco, aún cuando esto no convenga del hombre en cuanto es hombre.

Esta misma naturaleza posee un doble ser: uno en los singulares, otro en la mente, y en ambos casos se enuncian accidentes a la naturaleza. En los singulares la existencia es múltiple según la diversidad de los singulares, pero la existencia de éstos no pertenece a la naturaleza considerada en sí misma, en sentido absoluto. Pues es falso decir que la naturaleza del hombre, en cuanto hombre, exista en este singular, pues si su ser en este singular conviniera del hombre, en cuanto hombre, nunca podría estar fuera de este singular; si conviniera del hombre, en cuanto hombre, no ser en este singular, nunca sería en él. Sin embargo el hombre, en cuanto hombre, no tiene existe en este singular o en otro. Es evidente por tanto que la naturaleza del hombre absolutamente considerada hace abstracción de cualquier existencia pero no hasta el punto de no incluir algo de ellos. Esta naturaleza así considerada es la que se predica de todos los individuos.

Objeción:

  • Más no se puede afirmar que se trata de una noción universal, pues lo propio del concepto es que convenga tanto la unidad como la comunidad.
  • Igualmente también no es posible decir que la noción de género está en la naturaleza humana del mismo modo que en los individuos. Pues que no se encuentra en los individuos la naturaleza humana única y a la vez que se aplique a todos, como si la unidad conviniera a muchos, tal como lo exige el carácter de noción universal.

La noción de especie se aplica a la naturaleza humana en tanto que existe en el entendimiento. Esto es porque la naturaleza humana tiene en el intelecto una existencia separada de toda nota individualizadora y se aplica de modo uniforme a todo individuo particular.

La naturaleza considerada en absoluto conviene al predicarse de un particular, pero no le conviene la noción de especie, sino es sólo por los accidentes que se sigue de tal naturaleza. Por eso no decimos que Sócrates es una especie o su especie. Pero si es cierto que cuanto conviene al hombre en cuanto es hombre se predica de Sócrates.

Aunque esta naturaleza intelectual es universal en tanto que es aplicable a las cosas existentes fuera del intelecto, sin embargo no es concepto particular según que existe en este o aquel intelecto.

Es errónea entonces la conclusión en el libro tercero de el Comentarista, quien pretendió deducir la unidad del entendimiento en todos los hombres de la universalidad de la forma en el entendimiento, porque la universalidad de esa noción no proviene del existir que posee en el entendimiento, sino de la relación que guarda con las cosas como imagen de ellas que es.

El género puede ser predicado del individuo por cuanto integra su definición. Dado que la predicación es una función del entendimiento que analiza y sintetiza teniendo como fundamento la cosa, la unidad de elementos relacionados. Por consiguiente, la predicabilidad puede incluirse en la noción de género y la acción correspondiente es completada por el entendimiento. Sin embargo, lo que el entendimiento considera como predicable, al compararlo con otro no es el género sino más bien aquello a lo cual el entendimiento atribuye la función de género, como ocurre con el término «animal». De esta manera queda de manifiesto la relación de la esencia o naturaleza con la noción de especie, a saber, que la noción especie no se origina en los elementos pertenecientes a la esencia absolutamente considerada ni en los accidentes que la acompañan en su existencia individual fuera del alma (tal es el caso de la blancura y la negrura), sino en función de las características accidentales que la acompañan por el hecho de tener una existencia en el entendimiento. Y de una manera similar corresponden a la esencia o naturaleza las nociones de género o diferencia. (Este capítulo no estará del todo bien redactado porque me ha costado mucho trabajo comprenderlo y he preferido ser fiel al texto)

Capítulo V: La esencia en las sustancias separadas.

  1. Es indispensable que toda sustancia inteligente tenga plena inmunidad respecto a la materia, de manera que la materia no entre a formar parte de ella, ni sea forma impresa en la materia, como ocurre con las formas materiales.
  2. No cabe afirmar que no toda materia impide la inteligibilidad sino sólo la materia corporal. Si el impedimento de la inteligibilidad de un objeto proviniera tan sólo de su materia corporal, Habría que decir que la materia impide la inteligibilidad debido a la forma corporal. Y esto no es así porque la forma corporal se hace actualmente inteligible como las demás formas, es decir, las que están abstraídas de materia. Por consiguiente el alma o inteligencia no está compuesta de materia y forma, entendiendo por materia lo que constituye las sustancias corporales, sino por la composición de forma y existencia. Por eso Aristóteles afirma que la inteligencia tiene forma y existencia, entendiendo por forma la misma quididad o naturaleza simple.

Explicación:

Cuando de dos cosas entre sí relacionadas, una es, respecto a la otra, causa de su existencia, la que ejerce función de causa puede existir sin la otra, pero no a la inversa. Tal es el caso de la relación entre materia y forma: la última es causa de la existencia de la primera, por eso es imposible que exista materia sin forma y en cambio no lo es que exista forma sin materia. La forma en cuanto tal no depende de la materia, y si hay formas que sólo pueden existir en la materia, esto proviene de su distancia respecto al primer principio, que es el acto puro y primero. (Creo que es un poco platónico en este punto) De modo que las formas próximas al primer principio son formas que subsisten sin materia, ya que, como se ha dicho, la forma, en todo su género, no necesita de la materia. Estas formas son las inteligencias y, por lo tanto, no es necesario que sus esencias o quididades sean otra cosa que su forma misma.

Diferencia entre sustancia simple y compuesta: la esencia de la sustancia compuesta no sólo es forma sino también materia, en cambio la esencia de la sustancia simple es sólo forma. De ahí derivan otras dos diferencias:

1º) La primera consiste en que la esencia de la sustancia compuesta puede ser tomada como todo o como parte, lo cual se da debido a la posibilidad de señalar la materia. Por eso la esencia de la cosa compuesta no se puede predicar de cualquier manera.

Pero la esencia de la realidad simple, que es su forma, no puede ser expresada sino como totalidad, puesto que ella contiene su forma como recipiente de la misma forma; por lo tanto, de cualquier manera que se tome, la esencia de la sustancia simple siempre se puede predicar de la propia cosa simple. Avicena dice que la quididad de la sustancia simple es la propia sustancia simple, porque no tiene otro elemento para contener su esencia.

2º) La segunda diferencia consiste en que las esencias de las cosas compuestas, se multiplican según la multiplicación de la materia, y así puede ocurrir que coincidan en la especie y difieran en el número. La esencia de las sustancias simples, no se individualiza en la materia, por lo tanto en esas sustancias no hay pluralidad de individuos dentro de la misma especie, sino que tantos son los individuos cuantas las especies.Si bien estas sustancias son formas sin materia, en ellas la simplicidad no es toda como para ser acto puro, sino que son mezcla de potencia. Cualquier cosa que no entra en la noción de esencia, proviene desde afuera y entra en composición con ella, porque ninguna esencia puede concebirse sin sus partes. En cambio, toda esencia puede concebirse sin que a su noción se incorpore nada de su existencia; por ejemplo, puedo entender qué es un Ave Fénix e ignorar si existe. Por lo tanto es claro que la existencia difiere de la esencia, a no ser que exista alguna cosa cuya esencia sea su propia existencia; esta cosa no puede ser sino una y la primera. Hay un ser que es existencia pura de tal manera que su existencia no puede devenir, ese ser no es propio el agregado de una diferencia, pues entonces ya no sería existir puro, sino su existir más una forma; mucho menos podría padecer adición de materia, pues entonces sería un ser material y no un existir subsistente.

En conclusión un ser que sea su propio existir, no puede ser sino único.

En las inteligencias es necesario que, además de la forma haya existencia.

Todo lo que corresponde a una cosa, o surge de los principios de su naturaleza, como la risa en en el hombre. Pero no es posible que el existir mismo sea causado por la forma o quididad de la cosa, si se entiende por causa la causa eficiente porque entonces una cosa sería causa de sí misma, dándose el ser a sí misma, lo cual es imposible. ( De aquí resulta denominar a Dios como causa de sí mismo = juicio ilógico) Por lo tanto es necesario que, para toda cosa cuyo ser sea distinto de su naturaleza, el existir provenga de otra. Es necesario que exista algún ente que sea causa de todas las cosas, siendo él solamente ser, pues de lo contrario habría una sucesión infinita de causas, por cuanto toda cosa que no es existir puro exige una causa de su existir. ( Me parece este un razonamiento muy fino, en el sentido de muy sútil y bien hilado).

Resumiendo: la inteligencia es forma y existencia y recibe el ser del ser primero, que es existir puro. Este ser es la causa primera, que es Dios. Pero todo ser que recibe algo de otro, está en potencia respecto a él, y lo recibido es para él su acto. De esto se sigue que la inteligencia que es forma debe estar en potencia respecto del ser que recibe de Dios, y el ser recibido debe ser acto.

La quididad de la inteligencia es la inteligencia misma, y su ser recibido de Dios es aquello que la hace subsistir en el mundo de las cosas reales. Por este motivo algunos autores afirman que una sustancia tal está compuesta «de aquello por lo cual es y de aquello que es» o, como dice Boecio»de lo que es y de su existencia«. Admitiendo que en las inteligencias hay potencia y acto, no hay dificultad para aceptar una multitud de inteligencias, lo cual sería imposible si en ellas no hubiera ninguna potencia. De ahí que el Comentarista afirme que si nos fuera desconocida la naturaleza del entendimiento potencial, no podríamos descubrir la multiplicidad de las sustancias abstractas, las cuales se distinguen por el grado de potencia y acto, de suerte que la inteligencia superior, que está más cerca del ser primero, posee más acto y menos potencia, y lo mismo ocurre con las demás. Esto se cumple también para el alma humana, la cual ocupa el último peldaño en la escala de las sustancias intelectuales. Por eso el entendimiento potencial tiene a las formas inteligibles como la materia prima, la cual ocupa el último lugar en la escala de los seres sensibles junto a las formas sensibles. Por esta razón el Filósofo la compara a una «tabla rasa» en la que nada hay escrito aún. Y por tener más potencia que las demás sustancias inteligibles resulta más cercana a lo material, de manera que esto entra a participar de su existencia y de la unión de ambos, alma y cuerpo, resulta un solo ser compuesto, aunque este ser, por ser del alma, no dependa del cuerpo.( Creo que aquí puedo encontrar la razón para afirmar que el alma cuyo principio fundamental es la actividad racional sigue con esta función en la vida ultraterrena y que por ello, aunque no está completa no necesita el cuerpo para entender).

Por exigencia de las jerarquías, después de esta forma que es el alma, existen otras cuya potencia es mayor y se hallan más cerca de la materia, de tal suerte que sin la materia no pueden existir. Y en estas formas también hay un orden y gradación hasta llegar a los elementos, las formas más próximas a la materia.

En esta última parte recoge el doctor angélico, las distintas almas de la doctrina aristotélica: alma vegetativa, alma sensitiva y alma intelectiva. Y en ésta última parece haber unas que están más cerca del principio puro intelectivo, las cuales se encuentran sin materia por razón de su naturaleza, éstos seres son los ángeles. Que como se observa se distinguen por sus especies.

Capítulo VI: Clases de esencia y relaciones con las intenciones lógicas.

En las sustancias la esencia se puede hallar de tres maneras:

1) En primer lugar, hay una sustancia que es Dios, cuya esencia es su propia existencia, por ello algunos filósofos señalan que Dios no tiene quididad o esencia. Por ello Dios no puede ser incluido en ningún género, ya que todo ser incluido en un género debe tener quididad además de existencia.

El ser que Dios es, es de tal condición que no se le puede hacer agregado alguno, de manera que por su suma simpleza es un ser distinto de todo otro ser. Por Aristóteles afirma que la individuación de la causa primera, que es existencia pura, se produce en razón de su propia bondad.

Aunque Dios sea tan solo existencia, no por ello carece de otras perfecciones o noblezas sino que posee cuantas pueda haber en los diversos géneros. Pero Dios posee las perfecciones en modo más excelente que todas las demás cosas, porque en Él son unidad mientras en ellas son diversidad. Y esto es así en razón de la simplicidad de su ser.

2º) En segundo lugar, la esencia se halla en las sustancias intelectuales creadas, en las cuales una cosa es el ser y otra su esencia. Por lo tanto la existencia de estas sustancias no es absoluta sino recibida y por ello finita y limitada a la capacidad de la naturaleza que la recibe, pero su naturaleza o quididad es absoluta, es decir, no es recibida en ninguna materia. No existe multiplicidad individual dentro de una especie a no ser en el caso del alma humana, debido al cuerpo al cual se une: materia signata quantitate. Y, aun cuando su individuación depende del cuerpo en cuanto a su comienzo, pues el alma no adquiere su ser individual sino en el cuerpo del cual es acto, no se concluye que pereciendo el cuerpo pierda el alma su individuación, pues teniendo el alma un ser absoluto gracias al cual adquirió su ser individual, al ser forma de este cuerpo particular, aquel ser permanece.

Dado que en estas sustancias la quididad no es lo mismo que la existencia, ellas son denominadas en categorías, y por eso en ellas se encuentra género, especie y diferencia, como sus diferencias propias nos son desconocidas, por eso se las expresa mediante las diferencias accidentales que tienen su origen en las esenciales. Así la causa se manifiesta por su efecto. Ejemplo: como cuando se toma como diferencia del hombre el tener dos pies. (Este razonamiento del Aquinate me vuelve a parecer muy sutil) Pero los accidentes propios de las sustancias inmateriales nos son desconocidos, por eso a sus diferencias no las podemos expresar directamente ni mediante sus diferencias accidentales. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el género y la diferencia no tienen igual valor en las cosas inmateriales que en las sensibles, ya que en las cosas sensibles el género procede de lo material que hay en ellas mientras que la diferencia se toma de lo formal. Por eso dice Avicena al que en las cosas compuestas de materia y forma,“la forma es diferencia simple de aquello que ella constituye”, lo cual no significa que la propia forma sea la diferencia, sino que es el principio de donde surge la diferencia. Esta diferencia se llama «diferencia simple» porque procede de algo que es parte de la quididad, a saber, la forma. En cambio, las sustancias inmateriales, como son simples quididades, su diferencia no puede originarse de aquello que es parte de su quididad, sino de la quididad toda.

De modo igual en las cosas inmateriales el género tiene su origen en toda la esencia, pero de manera distinta, pues dos sustancias abstractas coinciden en la inmaterialidad pero difieren en el grado de perfección según su distancia a la potencia y su cercanía al acto puro.

Conclusión: En ellas se considera género aquello que poseen en razón de su inmaterialidad, como por ejemplo su intelectualidad o algo equivalente, y en cambio se toma como diferencia a su grado de perfección, que nos es desconocido. Estas diferencias provienen del grado de perfección que no diversifica la especie. El grado de perfección con que un sujeto recibe una misma forma no da origen a una especie distinta, como no la constituye lo más blanco o menos blanco que participan de la misma especie «blancura». Pero los distintos grados de perfección de las propias formas o naturalezas participantes, diversifican la especie, así como la naturaleza avanza por grados desde las plantas a los animales, pasando por grados intermedios entre ambos. (Recoge nuevamente la tesis de la naturaleza de Aristóteles)

3º)En tercer lugar, la esencia se halla en las sustancias compuestas de materia y forma, en las cuales la existencia es recibida y finita, por cuanto les viene de otro ser; además su naturaleza o quididad es recibida de la materia signada.

Capítulo VII: La esencia de los accidentes

1) La esencia es lo que se expresa mediante la definición, los accidentes tienen esencia en la medida que tienen definición. Pero su definición es incompleta, pues no pueden ser definidos sin incluir al sujeto. Esto ocurre porque los accidentes no tienen una existencia independiente del sujeto, y así como de la unión de la forma y la materia resulta el ser sustancial, cuando el accidente se agrega al sujeto resulta el ser accidental. Lo que ya vimos anteriormente ser in alio o se in se. Por esto es que ni la forma sustancial ni la materia tienen esencia completa, pues en la definición de la forma sustancial se debe introducir aquello de lo cual es forma. Su definición se obtiene agregando algo que no pertenece a su género, como ocurre en la definición de la forma accidental.

2) Entre las formas sustanciales y accidentales hay gran diferencia: la forma sustancial no tiene el ser absoluto independientemente de aquello a lo cual pertenece, como tampoco lo tiene, la materia. De la conjunción de ambas resulta el ser en el cual la cosa susbsiste por sí misma. La forma en sí misma no incluye la noción completa de esencia, es parte de una esencia completa. Más el sujeto que recibe un accidente es un ser completo en sí, subsistente en su propio ser. Este ser naturalmente precede al accidente que se le agrega, por eso al unirse el accidente al sujeto al cual se añade no da origen al ser en el cual subsiste y por el cual la cosa es ser por sí mismo, sino que produce un ser secundario, sin el cual puede entenderse la cosa subsistente, de la misma manera que lo primero puede entenderse sin lo segundo. De la unión entre el accidente y el sujeto no resulta unión accidental. De su conjunción no nace una determinada esencia, como sucede cuando se une la forma a la materia.

Lo más importante y verdadero que se dice de cualquier cosa genérica es aquello que causa las propiedades de las demás que le siguen en el mismo género. La sustancia que es el principio en el género del ser y es primaria y poseedora de la esencia, debe ser la causa de los accidentes que de manera secundaria participan del ser.

Esta participación se da de diverso modo, pues siendo las partes de la sustancia la materia y la forma, ciertos accidentes propios de la forma acompañan a la forma mientras otros acompañan a la materia. Existe un tipo de forma cuyo ser no depende de la materia, como el alma intelectual; la materia, en cambio, tiene su ser por la forma. Por lo mismo en los accidentes derivados de la forma hay algo que no tiene comunicación con la materia como el entender no se verifica en un órgano corporal. En cambio, hay otros accidentes derivados también de la forma que sí tienen comunicación con la materia; como el sentir. Pero no hay ningún accidente derivado de la materia que no tenga comunicación con la forma.

3) En los accidentes derivados de la materia existe diversidad. Algunos accidentes derivan de la materia en razón de su orientación hacia una forma especial; por ejemplo, lo masculino y lo femenino en los animales, que provienen de la materia. Otros accidentes, en cambio, derivan de la materia en cuanto ésta se relaciona con una forma general, por eso perduran en la materia aun desaparecida su forma especial.

Atendiendo a que toda cosa se individualiza por la materia y se clasifica en géneros o especies por su forma, los accidentes que derivan de la materia son accidentes del individuo. En cambio, los accidentes derivados de la forma son las características propias del género o especie, por eso se encuentran en todos los individuos que participan de esa naturaleza genérica.

  1. a) Los accidentes derivados de los principios esenciales son causados por el acto perfecto, por ejemplo el calor deriva del fuego, que siempre es actualmente cálido,
  2. b) En otros sujetos derivan en razón de su aptitud y entonces reciben sus accidentes de algún agente externo, como la diafanidad del aire que se completa mediante un agente lúcido exterior. En estos sujetos, su aptitud es un accidente inseparable, pero el complemento que proviene de un principio que está fuera de la esencia de la cosa o que no constituye esa cosa es separable.

El género, la especie y la diferencia se entienden de diverso modo en los accidentes y en las sustancias, pues en las sustancias la unidad está constituida por la materia y la forma, resultando de la unión una determinada naturaleza que se ubica en la categoría de sustancia. Así los nombres concretos que significan el compuesto pertenecen propiamente a la categoría, como especies o géneros, por ejemplo hombre o animal. En cambio, la forma y la materia no se clasifican en categorías por reducción.

Pero la unión del accidente y el sujeto no hace por sí misma ninguna unidad, por lo tanto de su conjunción no resulta ninguna naturaleza a la cual se la denomine con la noción de género o especie.

4) Como los accidentes no constan de materia y forma, en ellos el género no puede provenir de la materia, ni la diferencia de la forma, como ocurre en las sustancias compuestas, sino que se debe tomar el género de su manera de ser, a la manera como el ser es predicado de diverso modo según las diez categorías.

Las diferencias en los accidentes se determinan en razón de la diversidad de los principios por los que son causados. Las características propias tienen su razón en los propios principios de la cosa, que integra la definición de los accidentes en lugar de la diferencia, cuando se los define de modo abstracto. Ocurriría si la definición se hiciera tomando los accidentes concretamente, porque entonces el sujeto entraría en su definición como género, pues los accidentes se definirían al modo de las sustancias compuestas, en las cuales la noción de género deriva de la materia. Lo mismo sucede cuando un accidente es origen de otro accidente, como el principio de la relación es la acción, la pasión y la cantidad.

Manuel Martín Carrasco

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La guerra de los agraviados

El primer brote de carlismo en España fue la insurrección de los que a sí mismos se llamaron agraviados o malcontents. Surgió del pozo más negro de España, de unos españoles que quisieron ser más absolutistas que su absolutista rey Fernando VII, por lo que se rebelaron contra él en demanda de castigos más duros contra los liberales y de más y mejores puestos en la administración del Estado para ellos. Fueron duramente reprimidos por el Conde de España.
Hay quien dice que el núcleo duro del independentismo catalán del presente procede de las comarcas que vieron nacer aquella insurrección. A continuación se expone el capítulo en que Modesto Lafuente da cumplida explicación de la misma.


Capítulo XXI. Insurrección de Cataluña. La Guerra de los Agraviados. 1826-1827.

Instalación del nuevo Consejo de Estado.-  Temeraria invasión de emigrados.- Los hermanos Bazán.- Su exterminio.- Fusilamientos.- Privilegios a los voluntarios realistas.- Influencia teocrática.- Lamentable estado de la enseñanza pública.- La hipocresía erigida en sistema.- Excepción honrosa.- Célebre y notable exposición de don Javier de Burgos al rey.- Efecto que produce.- Ascendiente del conde de España en la corte.- Viaje de SS. MM. a los baños de Sacedón.- Sucesos de Portugal.- Muerte de don Juan VI.- Conducta del infante don Miguel.- Renuncia don Pedro la corona en su hija doña María de la Gloria.- Otorga una carta constitucional al reino lusitano.- Disgusto y agitación en los realistas portugueses y españoles.- Protección de Inglaterra a doña María de la Gloria.- Manifiesto del monarca español.- Movimientos en España con motivo de los sucesos de Portugal.- Consejos del gobierno francés a Fernando.- Son desoídos.- Exigencias de los realistas exaltados.- Don Carlos y su esposa.- Los agraviados de Cataluña.- Federación de realistas puros.- Se atribuyen maliciosamente los planes de rebelión a los liberales emigrados.- Estalla la primera rebelión realista en Cataluña.- Es sofocada.- Fusilamientos de algunos cabecillas.- Proclamas y papeles que descubren sus planes.- Indulto.- Segunda y más general insurrección.- Reuniones de eclesiásticos para promoverla.- Junta revolucionaria de Manresa.- Pónese a la cabeza de los sediciosos don Agustín Saperes (a) Caragol.- Alocuciones notables.- Bandera de los agraviados.- Proclaman la Inquisición y el exterminio de los liberales.- El clero catalán.- Levantamiento de Vich.- Cunde la insurrección en todo el Principado.- Resuelve el rey pasar en persona a Cataluña.- Va acompañado de Calomarde.- Su alocución a los catalanes.- Refuerzos de tropas.- El conde de España general en jefe.- Van siendo vencidos los insurrectos.- Sorpresa grave del conde de España en un convento de Manresa.- Resultados de aquel suceso.- Huida de Jep dels Estanys.- Entrada del de España en Vich.- Diálogo notable con aquel prelado.- Derrota de los rebeldes.- Curioso episodio de la célebre realista Josefina Comerford.- Pacificación de Cataluña.- La reina Amalia es llamada por el rey.- Recíbela en Valencia.- Festejos en esta ciudad.- Misteriosos y horribles suplicios en Tarragona.- Pasan a Tarragona el rey y la reina.- Prisión y castigo de Josefina.- Va el conde de España a Barcelona.- Evacuan la plaza las tropas francesas.- Trasládale a Barcelona los reyes.- Cómo son recibidos y tratados.- Primeras medidas del conde de España contra los liberales.- Síntomas de grandes infortunios.

Por suplemento a la Gaceta de Madrid de 17 de enero (1826) se anunció haberse instalado solemnemente el día anterior el nuevo Consejo de Estado, creado por real decreto de 28 de diciembre último, presidiendo el rey la ceremonia y ocupando la silla del trono, y teniendo a sus lados a los infantes don Carlos y don Francisco. El duque del Infantado, como primer secretario de Estado y del Despacho, pronunció un discurso, del cual fueron las más notables las frases siguientes:

«De todas nuestras atenciones ningunas más sagradas que la de ser unos vigías constantes de la seguridad del trono, y la de conservar ilesos los legítimos derechos que V. M. heredó con la corona de las Españas, evitando que por persona ni so pretexto alguno sean desconocidos o menoscabados. Sí; juramos y prometemos a V. M. que no descansaremos mientras nos conste que existen enemigos de vuestra soberanía, cualquiera que sea la máscara con que se disfracen, o do quiera que se oculten; aun en las cavernas tenebrosas de su malignidad, allí los descubriremos, y los presentaremos a la innata clemencia de V. M.» Y concluía protestando que el Consejo llenaría su misión, con calma, con prudencia, con la más estricta imparcialidad, y libre de todo espíritu de partido.

Quiso la mala suerte para los liberales, que los primeros que dieran ocasión al gobierno para desplegar nuevamente su fiero rigor contra los que consideraba enemigos de la soberanía, fuesen de la clase de los constitucionales emigrados, que preocupados con una idea, ciegos en su delirio, y desconociendo desde el extranjero las circunstancias y el verdadero espíritu de su país, fascinados con la ilusión de que los aguardaban para unírseles a su llegada numerosos partidarios, se lanzaban a temerarias empresas, soñando facilidades y triunfos halagüeños. Tal les sucedió al coronel don Antonio Fernández Bazán y su hermano don Juan, que con algunos otros jefes y sobre sesenta individuos que los seguían, desembarcaron una noche en la costa de Alicante (18 a 19 de febrero, 1826), y cercaron al amanecer el pueblo de Guardamar. Muy pronto se abrieron sus ojos al desengaño. En lugar de los numerosos adictos que confiaban habían de levantarse en su favor, echáronseles encima los voluntarios realistas de la comarca, como ansiosos de devorar la presa que se les venía a las manos. Quisieron los invasores reembarcarse, más como se lo impidiese el contrario viento, buscaron amparo en la áspera y quebrada sierra de Crevillente. Los gobernadores militares de Orihuela, Alicante y Murcia, todos enviaron fuerzas contra ellos; los realistas de Elche los alcanzaron, y mataron al teniente coronel don José Selles, haciendo varios prisioneros. Perseguidos y acosados los demás por la sierra, don Juan Bazán cayó mortalmente herido; desesperado el don Antonio, intentó acabar con la vida de su hermano y con la suya propia disparando dos pistolas, más con tan mala suerte que en ambas le falló el tiro. Abalanzáronse sobre ellos sus perseguidores, y ambos fueron hechos prisioneros con bastantes de los suyos. Bazán fue fusilado en Orihuela sobre las mismas parihuelas en que había sido conducido por sus heridas, (4 de marzo, 1826), sufriendo con admirable serenidad la muerte (223). En Alicante corrió la sangre de veinte y ocho víctimas; la de algunas más tiñó el suelo de otros pueblos.

El artículo de oficio, en que se anunciaba por Gaceta extraordinaria este suceso comenzaba: «Una nueva gavilla de aquella ralea de desalmados forajidos a quienes no escarmienta la experiencia, etc.» Así eran tratados y calificados oficialmente los que, si bien con ligereza y con indiscreción, obraban muchas veces a impulsos de una idea política, y guiados por un fin a sus ojos patriótico y noble. Cada chispa de estas que saltaba daba pie para que arreciaran los furores de la persecución, y para que se apretaran los resortes de la máquina. Extendíase a nuevas clases las purificaciones. Mudábanse los capitanes generales de las provincias (224). Nombrábase un inspector general de voluntarios realistas (225) ; concedíanse a estos cuerpos nuevos privilegios, como los de exención de cartas de seguridad, y de libre introducción por las provincias exentas del armamento que necesitasen, con lo cual crecía su orgullo, y se iban considerando como los señores privilegiados del reino, aparte del clero, que era la clase y el poder dominante, pero uniéndose admirablemente las dos influencias para los mismos fines.

Confiada a los frailes la enseñanza de las universidades y seminarios; dirigidos por los jesuitas los colegios mayores; designados para libros de texto los que contenían doctrinas más favorables a la teocracia y al poder absoluto de los reyes; prohibidos por los obispos los libros en que pudiera aprenderse algo de filosofía o de economía política o de crítica histórica, siquiera no se rozasen ni con la religión ni con la moral (226) ; sujetos a purificación, no sólo los profesores y alumnos de todas los clases y escuelas, sino también las maestras de niñas, la educación de la juventud tomaba un tinte de oscurantismo y de hipocresía, que amenazaba sumir a la nación en la más ruda ignorancia. Decimos de hipocresía, porque hacíase particular estudio y poníase singular esmero en prescribir y hacer ejecutar ciertas prácticas exteriores de devoción, a que se procuraba dar todo el aparato y toda la publicidad posible. Señalábanse ciertos días para que los estudiantes todos de cada establecimiento confesaran y comulgaran en cuerpo y como procesionalmente. Hacían lo mismo los voluntarios realistas por batallones y con sus jefes a la cabeza; la tropa, los empleados públicos de cada departamento, los jueces, magistrados y curiales. Daban ejemplo el monarca y los príncipes, el nuncio y el patriarca, marchando a la cabeza de las cofradías. Y como el 1826 fuese Año Santo, a causa del jubileo concedido por el Sumo Pontífice a los que visitasen las iglesias, la España, como observa un escritor, parecía haberse convertido en una procesión continuada que se cruzaba en todas direcciones, y se extendía desde la capital de la monarquía hasta el más despreciable lugarejo.

No faltó, en medio de todo, algún español ilustrado, que levantara con energía su voz contra aquella política, contra aquel sistema de gobierno, y principalmente contra las rudas persecuciones y la proscripción de los hombres liberales, y que la hiciera llegar desde larga distancia hasta el trono mismo. Hizo este servicio, con un valor raro en tiempos de tiranía, el distinguido literato don Javier de Burgos, en su célebre Representación al rey desde París en 24 de enero de 1826. Hallábase Burgos en la capital de Francia desde 1824, comisionado por el director de la Caja de Amortización para remover ciertos obstáculos que impedían la realización del empréstito Guebhart contratado por la Regencia que había presidido el duque del Infantado. Después de allanadas algunas dificultades, que permitieron entrasen al año siguiente 170 millones en las arcas del tesoro, confió a Burgos otras comisiones el gobierno español, y como en sus comunicaciones y respuestas hiciese siempre aquél indicaciones y reparos sobre la errada marcha política del gobierno, mereció que se le excitara de real orden a formular explícitamente lo que no hacía sino indicar. Por respuesta a tal excitación envió su famosa Exposición a Fernando VII, denunciando los males que aquejaban a España en aquella época, y proponiendo las medidas que para remediarlos podía adoptar el gobierno.

Las cuestiones que en ella se propuso Burgos resolver fueron las siguientes:-1ª ¿Aquejan a España males gravísimos? 2ª ¿Bastan a conjurarlos los medios empleados hasta ahora? 3ª Si para lograrlo conviene emplear otros, ¿cuáles son éstos?-Resolvía estas cuestiones, proponiendo, entre otros medios, una amnistía ilimitada; poner en venta 300 millones de bienes del clero, con arreglo a una autorización otorgada antes por el Sumo Pontífice; separar de las atribuciones del Consejo de Castilla la administración superior del Estado, y confiársela a un ministerio especial, denominado de lo Interior. La Memoria era extensa, llena de elevadas máximas políticas y de principios administrativos, expuesto todo con raciocinio lógico, elegancia y energía de estilo, lenguaje vigoroso y franco, raro y admirable en un período de espantosa reacción, y constituía una especie de programa de gobierno, que el autor tuvo más adelante, como habremos de ver, ocasión de plantear. Hiciéronse y circularon en prodigioso número copias manuscritas de esta célebre exposición (227) ; la opinión liberal la recibió con entusiasmo y le prodigaba aplausos infinitos; el rey pareció haberla acogido sin disgusto, y aun con benevolencia, pues dio a su autor el premio, aunque pequeño, de la cruz supernumeraria de Carlos III.

Mas a pesar de esta muestra de aprecio, no pareció haber sido bastantes las máximas y consejos de Burgos a mover al rey a cambiar de política, como ha podido observarse por los hechos que hemos referido de este tiempo. El clero y los voluntarios realistas continuaban siendo como los dos poderes del Estado. El conde de España desde la captura y el fusilamiento de Bessières había tomado un gran ascendiente en la corte: el rey le hizo merced de la grandeza de España, y le dio el mando de la guardia real de infantería. Pero Fernando se reservó la inmediata y suprema dirección de su guardia, declarándose su coronel general.

No andaba bien por entonces la salud del rey, y menos la de la reina Amalia. Con este motivo, y habiéndoles sido aconsejados los, baños y aguas de Sacedón y de Solans de Cabras, hicieron SS. MM. este viaje; pasaron en aquellos sitios parte de los meses de julio y agosto (1826), y regresaron a Madrid, no habiendo dejado de experimentar algún alivio la reina. La tranquilidad no había sido, alterada en este tiempo, ni registra la historia en este breve período sangrientas ejecuciones. Pero observábanse ya por la parte de Cataluña síntomas siniestros, y divisábanse ciertas llamaradas como precursoras del fuego que allí había de arder no tardando, y había de llenar de consternación, no solo aquel país, sino la España entera. Mas si aquello no era todavía sino un amago, en el vecino reino de Portugal habíanse consumado sucesos de gran trascendencia, y a los cuales no podían ser indiferentes ni el rey, ni el gobierno, ni la nación española.

Fueron aquellos acontecimientos a consecuencia del fallecimiento del anciano monarca don Juan VI (marzo, 1826). Tocaba sucederle en el trono portugués a su hijo primogénito don Pedro, que aprovechando las alteraciones de América, se había proclamado emperador del Brasil, donde su padre le había dejado, y cuyo imperio había sido reconocido por éste, aunque no sin repugnancia, tomando él también el título de emperador para no aparecer inferior a su hijo. Quedaba rigiendo interinamente el reino la infanta doña María Isabel, su hermana. El díscolo y sanguinario don Miguel, su hijo segundo, continuaba residiendo en Viena, y a la comunicación en que la regente le participaba el fallecimiento de su padre, no sólo no mostró entonces aspiraciones ambiciosas, sino que respondió que deseaba se cumpliese en todo la voluntad y lo que su hermano dispusiese como legítimo heredero de la corona; añadiendo, hipócritamente, como tendremos ocasión de ver después, que en el caso de que alguno temerariamente se atreviera a abusar de su nombre para cubrir proyectos subversivos, la autorizaba a enseñar y publicar aquella, cuándo, cómo y dónde conviniere (228). Por su parte don Pedro, o por repugnancia a regir dos estados independientes, o por otras consideraciones políticas, prefirió para sí el trono imperial del Brasil de que estaba en posesión, renunciando sus derechos a la corona lusitana en favor de su hija doña María de la Gloria, niña de siete años, y único fruto que entonces tenía de su primer matrimonio. Pero al propio tiempo otorgó al reino portugués una carta constitucional que él dictó, más parecida a la carta francesa que a los códigos que habían regido en la península. Y puso también otra condición, bien extraña por cierto, y que llevaba en sí el germen de futuros disturbios, a saber, que don Miguel tendría la regencia del reino cuando cumpliese los veinte y cinco años.

Produjo el otorgamiento de la carta gran disgusto e indignación en los absolutistas portugueses, parciales de don Miguel, que eran muchos; recelo y alarma en el monarca y los realistas españoles; esperanza y satisfacción en los liberales españoles y portugueses, en mayor número aquellos que éstos. Moviéronse los miguelistas de Portugal proclamando a su príncipe; agitáronse los realistas de España queriendo favorecer aquella causa; pero la declaración de Inglaterra en favor de los derechos de doña María de la Gloria, y el desembarco de algunas tropas británicas en Portugal aseguraron por entonces su triunfo, y la tierna princesa vino a instalarse solemnemente en su trono. Para justificar este hecho el gobierno inglés, hizo mañosamente que la corte misma de Lisboa reclamase su auxilio, suponiéndose amenazada por fuerzas de España. Sin embargo, el gobierno español, aunque había organizado ya un ejército de observación en la frontera portuguesa, procuró disimular el enojo que le causaba la conducta del inglés, aparentando no haberse querido mezclar en los asuntos de aquel reino, a cuyo fin hizo el rey publicar en forma de decreto (15 de agosto, 1826) el Manifiesto siguiente:

«La promulgación de un sistema representativo de gobierno en Portugal pudiera haber alterado la tranquilidad pública en otro país vecino, que, apenas libre de una revolución, no estuviese animado generalmente de la lealtad más acendrada. Mas en España pocos habrán osado fomentar en la oscuridad esperanzas de ver cambiada la antigua forma de gobierno; pues la opinión general se ha pronunciado de tal modo, que no habrá quien se atreva a desconocerla. Esta nueva prueba de la fidelidad de mis vasallos me obliga a manifestarles mis sentimientos, dirigidos a conservarles su religión y sus leyes; con ellas fue siempre glorioso el nombre de España, y sin ellas solo pueden tener lugar la desmoralización y la anarquía, como nos lo ha enseñado la experiencia.

»Sean las que quieran las circunstancias de otros países, nosotros nos gobernaremos por las nuestras; y yo, como padre de mis pueblos, oiré mejor la voz humilde de una inmensa mayoría de vasallos fieles y útiles a la patria, que los gritos osados de la pequeña turba insubordinada, deseosa acaso de renovar escenas que yo no quiero recordar. .

»Publicado ya en 19 de abril de 1825 mi real decreto, en que convencido de que nuestra antigua legislación es la más proporcionada a mantener la pureza de nuestra religión santa, y los derechos mutuos de una soberanía paternal y de un filial vasallaje, los más proporcionados a nuestras costumbres y a nuestra educación, tuve a bien asegurar a mis súbditos que no haría jamás variación alguna en la forma legal de mi gobierno, ni permitiría que se establecieran cámaras ni otras instituciones, cualquiera que fuese su denominación; solo me resta asegurar a todos los vasallos de mis dominios, que corresponderé a su lealtad haciendo ejecutar las leyes que solo castigan al infractor protegiendo al que las observa; y que deseoso de ver unidos los españoles en opiniones y en voluntad, dispensaré protección a todos los que obedezcan las leyes, y seré inflexible con el que osare dictarlas a su patria.

»Por tanto he resuelto se circule de nuevo el referido decreto a todas las autoridades y justicias del reino, etc.- En palacio, etc.- Al ministro de Estado.»

Con este acto terminó el ministerio del duque del Infantado, admitiendo el rey su renuncia, y nombrando interinamente para su reemplazo en la primera secretaría al consejero honorario de Estado don Manuel González Salmón (19 de agosto, 1826), persona de capacidad escasa, pero apropósito para las miras del rey, y hechura de Calomarde, que con esto llegó al apogeo de su privanza.

Solo aparente era la tranquilidad, y no infundados los recelos de la corte de Madrid por el ejemplo del gobierno nuevamente instalado en la nación vecina; puesto que no tardaron en saltar algunos chispazos en sus inmediaciones. Ciento quince soldados de caballería de la guarnición de Olivenza, guiados por dos oficiales subalternos, se fugaron a la plaza portuguesa de Yelves respondiendo al grito de libertad de aquel reino. Renovó con esto el gobierno español los terribles decretos de 17 y 21 de agosto de 1825, y en una orden circular (9 de septiembre, 1826) condenó a pena de horca a los desertores de Olivenza, y a los que los hubiesen inducido, o teniendo noticia de ello no lo declarasen luego (229). En algunos otros pueblos de España se intentó también alzar el estandarte de la libertad, si bien estos movimientos fueron fácilmente ahogados, mientras en Portugal los miguelistas, acaudillados por el general marqués de Chaves, encendían el fuego de la rebelión, que no dejaban de atizar las potencias del Norte, temerosas de que el contagio de constitucionalismo se trasmitiese a España, y aun a otros pueblos.

A pesar de todo, el ministerio francés, a quien no convenía que hubiese revoluciones a su vecindad, y que veía el estado lastimoso de España y el peligro de que pudiera encenderse una guerra civil, no dejaba de aconsejar a Fernando, como el medio que le parecía mejor para alejar aquel peligro, que modificara su sistema de gobierno, y dando más respiro a los oprimidos y teniendo con ellos una razonable tolerancia, precaviera los rompimientos a que suele conducir la tiranía y arrastrar la desesperación. Consejos tanto más de apreciar, cuanto que no se distinguía el ministerio de Carlos X de Francia por sus opiniones liberales, y en aquella sazón se malquistaba más con los hombres de aquellas ideas por el proyecto de ley represiva de la libertad de imprenta, anunciado al abrirse las sesiones de las cámaras (12 de diciembre, 1826), que había de tener que retirar, y había de ser manantial de gravísimos disgustos (230). Pero Fernando, en cuyos oídos nunca sonaba bien nada que fuese recomendación o consejo de tolerancia con el partido liberal, no obstante ser en aquellas circunstancias el que menos temores podía inspirarle, no solo respondía con mañosas y estudiadas evasivas al gabinete de las Tullerías, sino que soltaba, no sin estudio también, ante los realistas exaltados, expresiones y frases que indicaban su temor de verse obligado a variar de política en virtud de las excitaciones de la Francia.

Recogían, y comentaban, y hacían servir a sus fines estas indicaciones los que tenían interés en representar a Fernando como próximo a ceder o contemporizar con el gabinete francés y a transigir con los liberales, comprometiendo al partido realista, cuya parte más fanática, más fogosa o más vengativa, nunca satisfecha de concesiones y de privilegios, creyéndose siempre con méritos y servicios para más, ansiosa de exterminar la generación liberal, muy resentida del castigo de Bessières, tachaba a Fernando de ingrato, y en sus conciliábulos y sociedades secretas tenía hacía tiempo fraguado su plan de conjuración. Seguía siendo el ídolo de estos ultra-realistas el infante don Carlos, que con sus prácticas de devoción y de sincero fanatismo les inspiraba más confianza que el rey, y teníanle por más digno de empuñar el cetro del absolutismo intransigente y puro. No entraba en los designios de don Carlos suplantar a su hermano en el trono mientras viviese. Menos escrupulosa su esposa la infanta doña Francisca, era, acaso sin saberlo ni imaginarlo él, el alma de las intrigas de sus parciales. Y Fernando, que por medio de espías de toda su confianza sabía todo lo que pasaba, así en las sociedades secretas como en la tertulia de don Carlos, vivía hasta cierto punto tranquilo, ya por la confianza que tenía en la lealtad de su hermano, ya porque, conocedor de los medios con que contaban los conspiradores, fiaba en los de que él podía disponer para destruirlos en el caso de que la bandería exaltada intentase ponerlos en ejecución.

Tenía aquella su foco principal en Cataluña, donde había muchos que se daban a sí mismos el título de agraviados, y eran en su mayor parte jefes y oficiales del disuelto ejército de la Fe, que consideraban desatendidos o mal recompensados sus servicios, que se quejaban de que no se refrenaban con bastante rigor las aspiraciones de los liberales, que no podían sufrir que en las filas del ejército se fuera dando entrada a los oficiales purificados, y que ya cuando la sublevación de Bessières intentaron también un golpe de mano en Tortosa y en algún otro punto del Principado. Formóse, pues, lo que se llamó Federación de realistas puros. A últimos de 1820 se imprimió un escrito titulado: Manifiesto que dirige al pueblo español una Federación de realistas puros sobre el estado de la nación, y sobre la necesidad de elevar al trono al serenísimo señor Infante don Carlos. El cual concluía así: «He aquí lo que os deseamos en Jesucristo, Nos los miembros de esta católica Federación, con el favor del cielo y la bendición eterna, amen. Madrid a 1° de noviembre de 1826.- De acuerdo de esta Federación se mandó imprimir, publicar y circular.- Fr. M. del S.° S.° Secretario.»

Este folleto, que comenzó a propagarse a principios de 1827, fue atribuido por el gobierno, o al menos el ministro Calomarde en una real orden al gobernador del Consejo (26 de febrero, 1827) le atribuyó a los liberales revolucionarios emigrados en países extranjeros, y encargaba a todos los tribunales y justicias del reino persiguieran sin descanso a los autores o expendedores de aquel infame escrito, como agentes de la revolución. Era un sistema muy cómodo achacarlo todo a los revolucionarios liberales, y así se conseguían dos objetos a un tiempo, cohonestar las medidas de rigor que contra ellos seguían tomándose, y distraer la atención pública de la trama fraguada por la federación de los realistas puros. Y como si el peligro no pudiera amenazar sino de un solo lado, se mandaba reforzar todos los puntos militares de la frontera portuguesa, donde había un cuerpo de observación a las órdenes del general Sarsfield, se encargaba la pronta y eficaz ejecución del decreto sobre arbitrios para la organización de los voluntarios realistas, celebrábanse simulacros y se pasaban revistas solemnes a estos cuerpos, probando el rey y la reina sus ranchos, para ganar prestigio y popularidad entre ellos, y se los halagaba de todos modos, como si ellos solos fueran los leales, ellos los solos sostenedores del trono y de la monarquía, y como si los conflictos solo pudieran venir de los aborrecidos constitucionales.

Pronto se vio que el viento de la revolución no soplaba ahora de aquella parte. En el mismo mes de febrero (1827), y cuando el gobierno estaba designando a los emigrados liberales como autores del folleto mencionado, se estaban ya concertando y reuniendo en Cataluña aquellos realistas puros de la federación, partidarios de la antes malograda sublevación de Bessières, sobre el modo y tiempo de levantar la bandera de la rebelión en Tarragona, Gerona, Vich y otros puntos del Principado, bajo el consabido pretexto de que el rey estaba dominado por los masones, de que se iba a publicar otra vez la Constitución, y era menester, decían, ganar por la mano a los revolucionarios. Entendíanse para esto Ferricabras, Llovet, Planas, Carnicer, Bussons, conocido por Jep dels Estanys, Queralt, Puigbó, Vilella, Trillas, Solá, Codina y otros varios, casi todos oficiales y jefes que habían sido del ejército de la Fe, y de los que se llamaban agraviados. Ya en marzo apareció en los contornos de Horta una partida armada al mando del capitán Llovet, a quien había de auxiliar el coronel Trillas para apoderarse de Tortosa. Comenzaron a establecerse juntas y a circular proclamas, y designábase el 1.° de abril para el levantamiento general. Agitábase el campo de Tarragona; alzábase el grito en el Ampurdán, movíase la gente por Manresa y Vich, y bullían y comenzaban a organizarse los sediciosos en las montañas.

También se pusieron en movimiento las tropas, encargadas de sofocar la insurrección, e hiciéronlo tan activamente que lograron destruir o dispersar aquellas primeras gavillas, antes que hubiesen tenido tiempo para acabar de sublevar el país, que solo empezaba a conmoverse. Algunos de aquellos caudillos fueron aprehendidos y pasados por las armas, dando alguno de ellos a la hora de la muerte una triste prueba, y aun un escandaloso testimonio de lo que eran para él aquella religión y aquella fe que invocaban y que tenían siempre en las labios, resistiéndose a cumplir los deberes que a todo cristiano, especialmente en los últimos momentos de su vida, aquella fe y aquella religión imponen.

Entre los proclamas y papeles cogidos a los cabecillas se encontró uno impreso en papel y letra francesa, que así por esta circunstancia como por la fecha en que apareció y se publicó, y por la declaración posterior de otro de aquellos jefes, que manifestó haberlo remitido por el correo al secretario de Estado y del despacho de Gracia y Justicia, ofrece sobrado fundamento para creer fuese el mismo célebre Manifiesto que dirigía al pueblo español la Federación de realistas puros, que el ministro Calomarde en un documento solemne había atribuido a los liberales emigrados, y que de sobra debía constarle ser parto y producto de la sociedad secreta del Ángel exterminador, centro misterioso de donde había salido el plan de la rebelión de Cataluña. No sabemos si esta circunstancia influiría en el indulto que el gobierno concedió a los rebeldes catalanes (30 de abril, 1827), y que se extendió después a los jefes de la conjuración, algunos de los cuales no le quisieron admitir. Sin embargo, desde abril hasta julio pareció restablecida la tranquilidad en el Principado. Pero en este tiempo se preparaba otra mayor, y más seria, y más extensa insurrección que la que había sido sofocada. La calidad de los personajes que la prepararon y sostuvieron, las clases a que pertenecían, el objeto aparente con que procuraban cohonestarle, y el fin verdadero que se proponían, todo se ha de ir viendo, todo lo habrán de revelar los nombres y los cargos de las personas que en este sangriento drama jugaron, las proclamas de los insurrectos y de las juntas a que obedecían y que dirigían el plan, y los documentos que habremos de dar a conocer.

Después de algunas reuniones de clérigos, que eran los que con su influencia tenían dominado el pueblo catalán, reuniones que promovió también un eclesiástico de alta dignidad llegado de Madrid con instrucciones reservadas, establecióse en Manresa una junta, que se autorizó a sí misma para gobernar el Principado, llamándose Junta Superior, y dándose aires de soberana. Habíala formado don Agustín Saperes, conocido por El Caragol, y componíanla el lectoral de la iglesia de Vich don José Corrons, el domero y el vice-domero de la de Manresa, Fr. Francisco de Asís Vinader, religioso de los Mínimos, el médico don Magín Pallás, don Bernardo Senmartí, y de que eran secretarios don Juan Comas y don José Rancés. A presidirla fue don José Bussons, alias Jep delsEstanys, que ya se había levantado con trescientos hombres, dándose al Caragol la comandancia de la vanguardia de las fuerzas sublevadas y que habían de sublevarse. Cuando el jefe de las tropas que guarnecían la población había reunido los oficiales para manifestarles los temores que ciertos síntomas le hacían concebir, viose sorprendido al rayar el día 25 de agosto (1827) con los gritos de: «¡Viva la religión! ¡Viva Fernando VII!» que por todo el pueblo resonaban, junto con el toque de somatén que atronaba los aires en las torres de las iglesias. Trabada la acción entre las tropas y los realistas insurrectos, y faltando a su deber ya su lealtad algunos oficiales de aquellas, quedaron vencedores los sublevados, y enseñoreada de la población la Junta.

Puesto Saperes (el Caragol) a la cabeza de los sediciosos, publicó dos proclamas; una anunciando la instalación de la junta, otra a los españoles buenos, manifestándoles que era llegado el momento en que los beneméritos realistas volvieran a entrar en una lucha, «lucha, decía, más sangrienta quizás que la del año 20, aunque de menor duración: lucha en que va a decidirse la suerte próspera o adversa del mundo católico, y en particular la de nuestra amada España.» Y concluía con las tres siguientes disposiciones: «1° Toda persona que desde este día se entretenga en esparcir directa o indirectamente noticias melancólicas, o con sus escritos o conversaciones contra la opinión de los buenos realistas, será reputado como traidor, y enemigo de los defensores de la justa causa. 2° El sujeto a quien se le justifique estar en correspondencia con alguno de los sectarios, será tratado como espía, aun cuando no tenga roce con él. 3º Todo voluntario que trate de inspirar desaliento, o influya de algún modo para que los demás no se defiendan, será tratado como traidor vendido a los enemigos.- Manresa, 25 de agosto de 1827.- El coronel comandante general de la vanguardia, Agustín Saperes, alias, Caragol.» (231)

La Junta por su parte publicó también una alocución (31 de agosto, 1827), de que conservamos un ejemplar impreso, y reproducimos aquí literal y con su propia ortografía, para que se vea la ilustración y el gusto literario de aquellos nuevos gobernantes, que por lo menos habrían seguido una carrera eclesiástica.

«Catalanes: La Junta superior provisional de Gobierno de este principado de Cataluña, instalada en esta ciudad a los 29 de agosto del presente año, con decreto del ilustre señor comandante general de la vanguardia realista del ejército de operaciones, para restablecer las administraciones civiles y judiciales de la provincia, se dirige a vosotros por primera vez, al efecto de manifestaros los sentimientos que la animan. Ollados y combatidos de un modo aun más vil y cobarde por los agentes de la rebelión del año 1820 los soberanos derechos de nuestro carísimo objeto, don Fernando VII (Q. D. G.), quedaba este infeliz reino sujeto otra vez al duro yugo constitucional. Desde este momento ¡qué tropel de males, desgracias y descaradas persecuciones iban experimentando los decididos amantes del trono y altar! ¡Con qué agigantados pasos caminaba nuestra existencia hacia los duros grillos, cadenas, destierros y cadalsos, si la animosidad de algunos impávidos y siempre celosos españoles, arrostrando todo género de peligros, no hubieren sabido recordar la imperiosa necesidad de sacudir, mientras el tiempo lo ha permitido, la fiera esclavitud que la más negra traición nos acababa de preparar! Convencido de esto el Pueblo Catalán, tiempo hace que hubiera levantado el grito, si desgraciadamente, a causa de fines cobardes y de propio interés, no se hubiera contenido el santo ardor de un pueblo, que está resuelto a dar mil veces la vida antes de permitir que queden menoscabadas en lo más mínimo sus preciosas margaritas de Rey Absoluto y Religión. Mas por fin la divina Providencia ha hecho que desprendiéndose de todas las dificultades que el genio del mal y la cobardía presentaba a la vista, se decidiese desembarazadamente. La mayor parte de este Principado ha empezado la gloriosa empresa que visiblemente protege el todo Poderoso, de aterrar para siempre los trastornadores de la Corona y leyes fundamentales de España, contando que las demás provincias en unión con nosotros cooperarán, como cooperan ya, al feliz resultado. La ciudad de Manresa, entre nosotros, es la que ofrece un ejemplo a la faz del Universo, que quizás ni la historia antigua ni la moderna no ofrece otro igual. Catalanes: los que todavía os mantenéis fríos espectadores del resultado de la empresa que marcha tan felizmente, decidios sin más tardar. No queráis desacreditar vuestra natural fidelidad de que en todas épocas habéis dado pruebas irrefragables. Escuchad a los inmortales héroes sacrificados en la pasada revolución, que desde el silencio de su sepulcro nos están advirtiendo de cuánto somos capaces, siempre que todos elevemos nuestro patriotismo a la par de sus ilustres virtudes. Oídlos como están animándoos a redoblar vuestros esfuerzos, a dirigiros por el consejo de los sabios, a ser dóciles al Servicio Militar, y a prestaros a los sacrificios. Observadlos alentando el Ejército con el ejemplo de los esforzados defensores, y persuadiéndole al rigor de la disciplina; rigor saludable y necesario, en el cual está cifrado el éxito de las campañas y la salud de nuestra patria. Vedlos dirigiéndose a las demás provincias, excitándoles a venir a nuestra ayuda, enseñándolas cuánto deben esperar de las heroicas disposiciones que sabe producir nuestro suelo, siempre que Cataluña se vea ayudada de sus hermanas. Así sea, y quedad seguros que esta excelentísima Junta empleará todas sus luces para llenar el grande objeto a que es llamada, y que nada desea tanto como corresponder a tanta confianza con la sinceridad de sus hechos. Manresa 31 de agosto de 1827.

»Agustin Saperes, presidente.- José Quinquer Presbítero Domero Vocal.- Fr. Francisco de Asís Vinader Vocal.- Magín Pallás Vocal.- Bernardo Senmartí Vocal.

»De acuerdo de S. E. la Junta Superior del Principado,

»Juan Bautista Comes Secretario.»

Gente más fanática que avisada, en sus toscas y vulgares alocuciones, a que todos parecían muy dados, iban descubriendo las causas y fines verdaderos de la rebelión, que sus instigadores hacían estudio de ocultar. La del comandante del primer batallón de voluntarios realistas de Manresa, terminaba diciendo: «¡Viva el rey! ¡Viva la religión! ¡Viva la Inquisición! ¡Y viva la constancia para el exterminio de las sectas masónicas!» Y la del Jep dels Estanys, presidente de la Junta superior, cuando fue dado a reconocer como comandante general de las divisiones realistas del Principado, decía: «Concurrid, manresanos, españoles todos, a sostener este patrimonio de gloria, y veréis disipar la impiedad, abatirlos negros, reponer a los oficiales y demás empleados realistas que fueron separados de sus destinos con la más descamada arbitrariedad, para colocar a los exaltados constitucionales que atentaron contra la real persona de S.M.,y aun a los mismos milicianos voluntarios, en contravención a los repetidos sabios decretos de S. R. M., y acabar con todos los liberales del suelo español. Después de esta virtuosa ocupación, retiraos al seno de vuestras familias, ciertos de que vuestras casas y hogares serán respetados, vuestros derechos sostenidos, y defendidas vuestras propiedades.»

Éste hablaba a los agraviados, y se producía como agraviado. El otro proclamaba la Inquisición. Proponíanse todos exterminar los liberales, o lo que llamaban, acabar con los negros. Pero todos aclamaban a Fernando, a quien suponían dominado por los masones. Los directores ocultos del movimiento les hacían creer esto, que ellos obraban en nombre del rey para libertarle de la influencia de los constitucionales que le tenía oprimido, que peligraba la religión; y aunque de algunas declaraciones posteriores, que tenemos a la vista, se deduce manifiestamente que sonaba ya también entre ellos como bandera el nombre de don Carlos, no consta que lo hiciesen con autorización del príncipe. El espíritu que impulsaba la rebelión era completa y abiertamente teocrático. El clero catalán, fanático e ignorante, logró fascinar y arrastrar en este sentido aquellos naturales, tan valientes como crédulos; y en cuanto a la ignorancia relativa de unos y otros, no debe causar maravilla, cuando los profesores de la universidad de Cervera habían dicho al rey en una exposición (11 de abril, 1827): «Lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir, que ha minado por largo tiempo… con total trastorno de imperios y religión en todas las partes del mundo.» (232)

Igual levantamiento que en Manresa se verificó en Vich. Aquí el impulso le había dado evidente y descaradamente el clero. Juntas celebradas en el monasterio de Ripoll, a que asistieron algunos prelados y abades; reuniones tenidas en el convento de Capuchinos de Vich; sermones en que se excitaba a una cruzada de exterminio; y hasta la visita hecha por el prelado a pueblos de la diócesis, puesto que los visitados fueron los que más vigorosamente alzaron y sostuvieron el estandarte de la rebelión; tales fueron los elementos que de público la prepararon, y le dieron un tinte marcado de teocrática (233). Estallaron igualmente rebeliones en Tarragona, Reus, Solsona, Gerona y Lérida. Los hombres ricos y hasta las familias medianamente acomodadas, huyendo de las exacciones con que los acosaban los rebeldes, buscaban un asilo en Barcelona, afluyendo en tanto número, que fue necesario tomar medidas y precauciones para su alojamiento, por temor de que se desarrollase una epidemia. Debemos, sin embargo, decir, en obsequio a la verdad y para honra suya, que los reverendos prelados de Tarragona, Barcelona, Gerona y Lérida habían publicado pastorales, llenas de unción y de espíritu evangélico, exhortando a los fieles catalanes a la paz, a la obediencia al legítimo soberano, y desvaneciendo las maliciosas y siniestras voces que los fautores de la rebelión esparcían sobre la cautividad en que éste se hallaba.

El capitán general de Cataluña, marqués de Campo Sagrado, se preparó a restablecer el orden con la escasa fuerza del ejército que tenía, y reprodujo los célebres decretos de 17 y 21 de agosto de 1825 sobre las partidas de rebeldes. Las noticias de aquellos sucesos causaron en Madrid verdadera y profunda alarma. El ministro de la Guerra dio inmediatamente instrucciones enérgicas y severas al capitán general del Principado para que persiguiera a los revoltosos, ordenándole, entre otras cosas, la disolución de los batallones realistas de Manresa y de Vich, la formación de consejos de guerra para juzgar a aquellos y a sus auxiliadores con arreglo a los decretos vigentes, la destitución de los gobernadores de plazas y castillos que mostrasen debilidad o poca vigilancia, y ofreciéndole que iria pronto un general con suficientes fuerzas y revestido de amplias facultades por el rey. El general que se destinaba era el conde de España. El monarca por su parte manifestó en un decreto al Consejo, que si antes en los movimientos de Cataluña como padre no había visto más que un alucinamiento, ahora como rey veía la sedición, y daba las órdenes para que las bandas de los sublevados fuesen deshechas y escarmentadas (11 de septiembre, 1827). Mas como lejos de apagarse el fuego de la rebelión amenazara propagarse a los reinos de Aragón y de Valencia, anunció Fernando de un modo solemne (18 de setiembre), que queriendo examinar por sí mismo las causas de las inquietudes de Cataluña, y confiando en que su presencia contribuiría poderosamente al restablecimiento de la tranquilidad, había resuelto trasladarse en persona al Principado, llevando solamente consigo una corta escolta y al ministro de Gracia y Justicia, y dejando a la reina y a toda la real familia en el real sitio de San Lorenzo.

Partió en efecto Fernando del Escorial el 22 de septiembre (234), y el 28 llegó a Tarragona, después de haber recibido en las poblaciones del tránsito agasajos y ovaciones, y obsequiádole el arzobispo y cabildo de Valencia, no obstante el recelo y prevención con que le habían hecho mirar esta ciudad, con un donativo de cuatrocientas onzas de oro. Las gentes agolpadas a una y otra orilla del Ebro le saludaban con entusiasmo. Y sin embargo, no había faltado quien, so color y a la sombra de aquellas mismas demostraciones de regocijo, concibiera el designio de apoderarse de su persona con un numeroso cuerpo de voluntarios realistas que había de salir como a recibirle; designio que supo y frustró el jefe de Estado mayor don José Carratalá, situado con su columna a las inmediaciones de Reus. Alojóse el rey en el palacio episcopal, y el mismo día que llegó dirigió la siguiente alocución a los habitantes del Principado:

EL REY.

«Catalanes: Ya estoy entre vosotros, según os lo ofrecí por mi decreto de 18 de este mes; pero sabed que como padre voy a hablar por última vez a los sediciosos el lenguaje de la clemencia, dispuesto todavía a escuchar las reclamaciones que me dirijan desde sus hogares, si obedecen a mi voz, y que como rey vengo a restablecer el orden, a tranquilizar la provincia, a proteger las personas y las propiedades de mis vasallos pacíficos que han sido atrozmente maltratados, y a castigar con toda la severidad de la ley a los que sigan turbando la tranquilidad pública. Cerrad los oídos a las pérfidas insinuaciones de los que asalariados por los enemigos de vuestra prosperidad, y aparentando celo por la religión que profanan y por el trono a quien insultan, solo se proponen arruinar esta industriosa provincia. Ya veis desmentidos con mi venida los vanos y absurdos pretextos con que hasta ahora han procurado cohonestar su rebelión. Ni yo estoy oprimido, ni las personas que merecen mi confianza conspiran contra nuestra santa religión, ni la patria peligra, ni el honor de mi corona se halla comprometido, ni mi soberana autoridad es coartada por nadie. ¿A qué, pues, toman las armas los que se llaman a sí mismos vasallos fieles, realistas puros y católicos celosos? ¿Contra quién se proponen emplearlas? Contra su rey y señor. Sí, catalanes, armarse con tales pretextos, hostilizar mis tropas y atropellar los magistrados, es rebelarse abiertamente contra mi persona, desconocer mi autoridad y burlarse de la religión, que manda obedecer a las potestades legítimas; es imitar la conducta y hasta el lenguaje de los revolucionarios de 1820; es, en fin, destruir hasta los fundamentos las instituciones monárquicas, porque si pudiesen admitirse los absurdos principios que proclaman los sublevados, no habría ningún trono estable en el universo. Yo no puedo creer que mi real presencia deje de disipar todas las preocupaciones y recelos, ni quiero dejar de lisonjearme de que las maquinaciones de los seductores y conspiradores quedarán desconcertadas al oír mi acento. Pero si contra mis esperanzas no son escuchados estos últimos avisos; si las bandas de sublevados no rinden y entregan las armas a la autoridad militar más inmediata a las veinte y cuatro horas de intimarles mi soberana voluntad, quedando los caudillos de todas clases a disposición mía, para recibir el destino que tuviese a bien darles, y regresando los demás a sus respectivos hogares, con la obligación de presentarse a las justicias, a fin de que sean nuevamente empadronados; y por último, si las novedades hechas en la administración y gobierno de los pueblos no quedan sin efecto con igual prontitud, se cumplirán inmediatamente las disposiciones de mi real decreto de 40 del corriente, y la memoria del castigo ejemplar que espera a los obstinados durará por mucho tiempo. Dado en el Palacio arzobispal de Tarragona a 28 de septiembre de 1827.- Yo El Rey.- Como Secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia, Francisco Tadeo de Calomarde.»

La situación de Cataluña era en verdad seria y alarmante. La revolución se había generalizado, y para combatir a treinta batallones de realistas contábase apenas una mitad de fuerza de tropa de línea, y con ella el marqués de Campo Sagrado se había limitado por el pronto a guarnecer y asegurar las plazas de guerra. Solo una columna mandada por el brigadier Manso hacia esfuerzos no infructuosos por contener los insurgentes hasta la llegada del conde de España con nuevas fuerzas. La insurrección, sin embargo, estaba torpemente coordinada y mal sostenida. La hipocresía de los promovedores ocultos de ella era causa de que no se hubiese enarbolado una enseña determinada y clara, y esto producía quejas de los mismos jefes insurrectos, que recelosos de ser vendidos por los mismos que habían impulsado la rebelión, en sus desahogos iban revelando todo el plan que con gran estudio se había querido tener embozado. Tal sucedió con uno de los primeros caudillos, don Jacinto Abrés, el Carnicer, alias Píxola, que después de haberse batido cuatro veces, de tener bloqueada la plaza de Gerona, y de haberse visto obligado a curarse la fractura de una pierna en Vich, al observar lo poco que le parecía agradecerle y pagarle sus trabajos y servicios, dio y circuló desde Llagostera (22 de septiembre, 1827) la importante proclama siguiente:

«Catalanes: Tiempo es ya de romper mi silencio para vindicarme con vosotros de la calumnia con que nos acusan todos los obispos del Principado en sus respectivas pastorales, atribuyendo nuestros heroicos hechos a ser obra de sectarios jacobinos: borrón que estoy sintiendo sin que pueda dejar de manifestarlo: nada de eso, muerte a éstos es lo que hemos jurado. Algunos de éstos mismos prelados saben bien que los que ahora llaman cabecillas desnaturalizados nos hicieron saber palpablemente que el rey se había hecho sectario, y que si no queríamos ver la religión destruida, debía elevarse al trono al infante don Carlos: que en esta empresa estaban comprometidos los consejeros de Estado, Fray Cirilo Alameda, el duque del Infantado, el Excmo. señor don Francisco Calomarde, ministro de Gracia y Justicia, el inspector de voluntarios realistas don José María Carvajal, y otros varios personajes de primera jerarquía, contando con cuantos recursos eran precisos, tanto nacionales como extranjeros. Después que se vio el espíritu del pueblo, prohibieron los primeros vivas para realizarlos cuando ya estaba formada la fuerza. Ya estamos con ella, ¿y qué es lo que han hecho? Dejarnos en la estacada, sin salir a nuestra ayuda los que estaban conformes, porque ven el peligro, y no quieren exponerse a perder sus pingües prebendas y destinos; y uno de los que fueron órganos para hacernos salir al campo lo envían luego a la corte: éste, luego que vio al rey, se encargó de hacer desaparecer a todos los que juramos morir antes que admitir composición alguna. Romagosa, éste es el que llevado de su egoísmo pretende dejarnos sin fuerza, y entregar a los jefes para que se nos castigue, en lo que nada pierden ni él ni los que los dirigen, con tal que ellos consigan avasallar al rey, haciendo en favor propio lo que se les antoje, aunque sea con el precio de nuestras cabezas. Aquí tenéis descubierto el plan de los que nos vilipendiaron llamándonos seducidos por negros.- Es pues llegado el caso, compatricios míos, de que todos nos unamos contra nuestros enemigos; al rey lo tienen oprimido y engañado, y los egoístas empiezan a vacilar, porque temen; no hay que desmayar; los principales agentes continúan en favor nuestro por ser mutua la causa que nos obliga a poner en actitud hostil.- Religión, trono sin mancha, valor y constancia sea nuestra divisa, y despreciando a traidores y sectarios, formemos un muro impenetrable contra los malvados; así seremos felices, y nos bendecirán nuestros hijos.- Llagostera, 22 de septiembre de 1827.- Pixola.» (235)

No faltaban motivos a este partidario para pensar de Romagosa de aquella manera; y en cuanto a Calomarde, tanto contaban con él y le tenían por suyo los apostólicos, que aun después de saber que acompañaba al rey, todavía jefes tan principales de bandas como era el Caragol escribían a Madrid confiados en que Calomarde no les habría de faltar. Su conducta en Tarragona los sorprendió, y le hizo aborrecido de aquellos mismos apostólicos a quienes tantos compromisos parecía haber ligado anteriormente. El desgraciado Carnicer, (a) Píxola, autor de aquella proclama, fue de los que tuvieron la mala suerte de caer en poder de las tropas, y mandado conducir a Tarragona por el conde de España, aumentó allí la lúgubre galería de los ajusticiados, de que luego habremos de hablar.

Veamos ya el efecto que produjo la presencia del rey en Cataluña.

A la voz del monarca, a su llamamiento y al ofrecimiento de indulto, expresados en la alocución de 28 de septiembre, respondieron desde luego deponiendo las armas y acogiéndose a la clemencia del soberano no pocos grupos de sediciosos, algunos con sus jefes o caudillos a la cabeza. Puesto por otra parte en movimiento con sus fuerzas el conde de España, y auxiliado en sus operaciones por las columnas que guiaban Carratalá, Munet y Manso, iba por todas partes arrollando sin gran dificultad las masas de voluntarios realistas que intentaban resistirle, y después de ocho días de fáciles triunfos en la montaña de Castellvit, Valls, Villafranca, Martorell y el Bruch, hallóse frente de Manresa, asiento de la Junta Suprema y foco principal de la insurrección. Atemorizada la Junta con la aproximación del conde, huyó cobardemente a esconderse en la montaña por la parte de Berga. Una comisión del ayuntamiento se presentó al general, asegurándole que no quedaba en la ciudad un solo hombre armado, en cuya confianza entró en ella el conde de España, acompañado de sus tres ayudantes, el marqués de la Lealtad, el conde de Mirasol y don Manuel La Sala. Dirigiéronse los cuatro a la iglesia del convento de Santo Domingo; después de haber orado un corto espacio, antojóseles abrir una puerta que conducía al patio: ¡cuál sería su sorpresa al encontrar en él un batallón de realistas formado y descansando sobre las armas, y varios frailes contemplándolo apoyados en la barandilla de la escalera! «Ustedes, les dijo el conde con imponente acento, serán las primeras víctimas. Yo no podré contener a los batallones de la Guardia que vienen tras de mí, cuando vean que se los ha engañado, que aun hay quien tiene las armas en la mano contra la autoridad soberana del rey. ¡Estos desgraciados van a pagar culpas que no tienen!» Bajaron la cabeza los frailes, y se subieron silenciosos a sus celdas (8 de octubre, 1827.)

El marqués de la Lealtad corrió en busca de un batallón de la Guardia. El de realistas fue desarmado. Subió a las celdas el conde de España, donde reconvino en términos fuertes y duros a los religiosos. No quiso aceptar del ayuntamiento una comida que tenía preparada para obsequiarle, y mandó que se llevara a los presos de la cárcel. Alojáronse las tropas en las casas. De entre los prisioneros, el ex-individuo de la Junta don Magín Pallás, y algunos otros acrecieron después el catálogo de las víctimas de Tarragona que habrá de desplegarse horrible a nuestros ojos.

Siguiendo sus operaciones el conde de España, emprendieron las tropas su marcha para Berga, donde se hallaba Bussons, (a) Jep dels Estanys, con mil quinientos hombres, con los cuales rompió un vivo fuego contra sus perseguidores, pero cargando éstos a la bayoneta, fueron aquellos arrojados de la villa, dispersándose desordenadamente. Bussons logró salvarse con unos pocos; los demás se fueron presentando, ahorrándose con eso muchas lágrimas y mucha sangre. Continuando su victoriosa marcha las tropas, presentáronse delante de Vich. Una diputación de la ciudad salió a ofrecer al conde su sumisión, y un canónigo que iba en ella le manifestó llevaba encargo del prelado de hacerle presente que en su palacio le tenía preparado aposento y mesa para sí y para su Estado mayor. «Sírvase V. S. decir al señor obispo, le contestó el de España con aparente dulzura, que los capitanes generales del rey no hacen la primera visita a nadie: que con lo que S. M. me da tengo bastante para mantenerme, y si algo me hace falta, echaré mano de lo de mis ayudantes.» Y para hacer sentir con un acto de desprecio y de afrenta cierta mortificación a un pueblo que de tal modo había faltado a la lealtad debida a su soberano, dio orden de que las tropas entraran, no batiendo las cajas marcha española, sino el aire de la canción vulgar llamada Las habas verdes. Hízose así, sufriéndolo los habitantes de Vich tan mustios como iban alegres y burlones los soldados.

Represión de liberales en Barcelona, custodiados por Mossos d'Esquadra bajo la supervisión del Conde de España

Represión de liberales en Barcelona, custodiados por Mossos d’Esquadra bajo la supervisión del Conde de España

Recordará el lector la parte que el reverendo obispo de Vich había tomado en excitar y fomentar la insurrección. Pues bien, cuando este prelado pasó a visitar al conde de España a su alojamiento (13 de octubre, 1827), visita que el conde preparó de modo que la presenciara su Estado mayor, entablóse entre los dos personajes, después del primer saludo, un interesante y curioso diálogo. Como el obispo expusiese que sentía no haber podido evitar los males que habían sobrevenido, replicóle el conde que no lo habría procurado mucho cuando en su casa se habían celebrado las juntas, y a un clérigo de su diócesis se había nombrado vice-presidente de la de Manresa. Y después de algunas consideraciones sobre los deberes de los prelados españoles para con su rey, «¿Recuerda V. S. I, le dijo, lo que sucedió en el siglo XVI con el obispo de Zamora (aludiendo al obispo Acuña, que fue ahorcado en Simancas)? Pues aquella escena puede repetirse ahora, si el rey Católico lo manda.»-Buscando el prelado en su aturdimiento algún medio de sincerarse, replicóle el conde que había faltado al rey, como vasallo, como autoridad, y como prelado de la Iglesia, denostándole y reprendiendo severamente su conducta. Salió el prelado silencioso y mohíno; el conde le acompañó hasta el pie de la escalera, donde le despidió besándole respetuosamente el anillo. En el parte al gobierno decía el de España: «Sírvase V. E. decir a S. M. que esto he hecho como capitán general del Principado, presidente de su real Audiencia; y que como católico, he acompañado a S. Illma. por la escalera, y le he besado la mano: pero no he reparado me echara su santa bendición.» (236)

Vencida la insurrección en sus principales baluartes, pudo ya sin dificultad el conde de España perseguir y destruir los restos que de ella quedaban, destacando columnas a los diferentes puntos infestados aún por dispersas cuadrillas. El brigadier Manso ahuyentó los rebeldes de Olot, y los acosó por las asperezas de las montañas. Fugitivo Bussons, anduvo errante con su asistente por los más fragosos sitios de las de Berga. Por último, las gavillas del Ampurdán y comarcas limítrofes fueron arrojadas hasta la frontera de Francia, en corto número ya, porque las más se sometieron presentando sus armas y acogiéndose al indulto. Vilella, Rafi Vidal, Castán y otros jefes de bandas fueron de los presentados, dándose así por terminada militarmente la insurrección de los agraviados, o malcontents, como ellos se decían, que a haber estado mejor dirigida y organizada habría sido muy difícil de sofocar o de vencer.

De propósito no hemos dicho nada todavía, reservándolo para este lugar, de la rebelión de Cervera, en atención a la singularidad del personaje, al parecer novelesco, que allí figuró más, y dio impulso y alma al movimiento. Era este personaje una bella y agraciada joven, huérfana, hija de padres nobles y ricos, rica ella también de imaginación y de fanatismo político y religioso, ávida de grandes emociones y empresas. Llamábase Josefina Comerford; había nacido en Tarifa en 1798; de tierna edad cuando perdió a sus padres; esmeradamente educada después en Irlanda al lado y cuidado de su tío el devoto conde de Briás; versada en las lenguas vivas; imbuida en un espíritu religioso exagerado, que avivaron las relaciones que adquirió en sus viajes por Alemania e Italia, y principalmente en Roma; conservando afición a España, su país natal, volvió a él, desembarcando en Cataluña, donde eligió por confesor suyo al padre Marañón, religioso de la orden de la Trapa, conocido por lo mismo por El Trapense, perseguidor y azote de los liberales, hasta el punto de ser reprobada su conducta por el mismo Fernando, que le destituyó del empleo de comandante general de la Rioja, mandándole volver a su convento. En íntima amistad Josefina con el padre Marañón, siguióle en sus excursiones, haciendo servicios al absolutismo, que la Regencia realista de Urgel premió en 1823, agraciándola con el título de condesa de Sales.

Hallábase en 1825 en Manresa, cuando a petición del intendente de policía del Principado fue arrestada y conducida a Barcelona, donde se le dio la ciudad por cárcel, hasta diciembre del mismo año que se la puso en libertad. Cuando se preparaba la insurrección de Cataluña, so pretexto de haber declarado los doctores de la universidad de Cervera energúmena a una doncella que Josefina había dejado allí, obtuvo permiso y pasaporte del capitán general para trasladarse a aquella ciudad (mayo, 1827). A poco tiempo empezó a fomentar y dirigir la sublevación. Las reuniones se celebraban en su casa y bajo su presidencia (237) ; dábanle el título de generala, y merecíalo bien, a juzgar por su resuelto y varonil espíritu y por el aliento y ánimo que inspiraba a los demás. «Cuando falte un jefe, les decía, yo montaré a caballo con sable en la cintura, y me pondré a la cabeza de mis sublevados.» A su impulso, pues, se formó la junta; se acordó la insurrección, y picado el amor propio de los congregados al ver excitado su valor por una mujer, joven, bella y entusiasta, juraron pelear hasta vencer. El acta del levantamiento decía: «Convocados y congregados en la casa habitación de doña María Josefa Comerford, condesa de Sales, en los días 2 y 3 del corriente septiembre, y año de 1827, para tratar asuntos a favor de S. R. M. y Santa Religión, y contra todo sectario… los individuos que componen la junta, etc.» (238)  La misma heroína dio instrucciones a cada uno de los que habían de marchar a la cabeza de los sublevados. Así se hizo el alzamiento de Cervera, que tuvo el mismo término que los demás de Cataluña que dejamos referidos.

También se habían destacado algunas partidas para poner en movimiento los elementos con que contaban en Aragón, pero frustró sus planes el barón de Meer, encargado de la persecución y exterminio de aquellas. En Valencia hizo el general Longa el buen servicio de prevenir el conflicto con maña y astucia, comprometiendo a estar a su lado a los mismos que tenían proyectado levantarse. Pero la trama era tan general, que hasta en la misma provincia de Álava y a la legua y media de Vitoria se alzó con una partida don Asensio Lanzagarreta. Merced al celo y decisión de las autoridades de aquellas provincias, la gavilla de insurrectos, después de haberse corrido a Guipúzcoa y Vizcaya, sucumbió en este último punto, incluso el jefe Lanzagarreta, a manos de los realistas que se mantuvieron fieles.

Dada ya por segura la pacificación de Cataluña, dispuso Fernando (12 de octubre, 1827) que la reina su esposa se trasladara a Valencia, donde él iría a recibirla, con objeto de visitar después juntos algunas provincias y reanimar el espíritu de los pueblos. Hízolo así la modesta y virtuosa Amalia, sin que la molestaran en el viaje con ruidosos festejos, que así lo tenía muy recomendado Fernando, y era también lo que agradaba más al carácter de la reina. El rey por su parte salió oportunamente de Tarragona, y llegó a Valencia (30 de octubre, 1827) a tiempo de adelantarse a esperar y recibir a su augusta consorte, haciendo juntos su entrada en la ciudad al siguiente día, y ocupando el alojamiento que el general Longa les tenía a sus expensas preparado con admirable gusto y riqueza. Diez y ocho días permanecieron los reyes en la bella ciudad del Turia, recibiendo todo género de homenajes, ovaciones, agasajos y demostraciones de afecto y lealtad, no solo de parte de todas las clases y corporaciones de la capital, sino de los pueblos todos de aquella provincia y sus limítrofes; que afluían ansiosos de besar la mano del monarca, o de contemplarle y vitorearle, y de participar de los festejos, espectáculos y regocijos públicos con que a porfía procuraban aquellos habitantes, al mismo tiempo que mostrar su entusiasmo por el monarca, hacer agradable la estancia de sus augustos huéspedes.

Mas al tiempo que tan alegremente celebraba la reina del Guadalaviar la honra y la satisfacción de hospedar a sus soberanos, escenas de muy diferente índole se estaban representando en Tarragona, y llenando de estupor aquellos habitantes. En la mañana del 7 de noviembre (1827) retumbaron dos cañonazos en el castillo; inmediatamente se vio enarbolada una bandera negra: a poco rato aparecieron a la vista horrorizada del público dos cadáveres suspendidos de la horca… Eran los del coronel don Juan Rafi Vidal, y del capitán graduado de teniente coronel don Alberto Olives, los que habían promovido la insurrección en el corregimiento de Tarragona, pero que habían depuesto las armas y entregádose a la indulgencia y a la generosidad del rey (239). A los pocos días (18 de noviembre, 1827), tres cañonazos y una bandera negra anunciaron a la primera hora de la mañana otras ejecuciones; y no tardaron en aparecer tres cadáveres colgados de la horca. Eran éstos los del teniente coronel don Joaquín Laguardia, don Miguel Bericart, de Tortosa, y don Magín Pallás, de Manresa. Siguieron a estos suplicios, con el mismo misterioso y lúgubre aparato, los de Rafael Bosch y Ballester, teniente coronel sin calificación, jefe de los sublevados de Mataró y Gerona, de Jacinto Abrés, el Carnicer (a) Píxola, uno de los más decididos y valientes caudillos de la insurrección, y de Jaime Vives y José Rebusté (240).

Fueron aquellos suplicios mirados con general repugnancia y horror, no porque se extrañara ver empleado todo el rigor de la justicia contra los jefes de los insurrectos, aunque a algunos parecía garantirlos el haberse acogido voluntariamente a la munificencia del rey, sino principalmente por la forma con que se los revestía. Por desgracia más adelante habremos de ver cuán de la afición del conde de España se hicieron estas ejecuciones sangrientas, estas escenas horribles, estas formas inquisitoriales y bárbaras, practicadas, no ya con los que se habían rebelado y empleado las armas contra su rey, sino con los mismos que le habían ayudado a vencer la rebelión.

Arrestada fue también por el conde de Mirasol (18 de noviembre, 1827) la célebre Josefina Comerford, a quien se halló en la casa de don Guillermo de Roquebruna, dignidad de hospitalero en la catedral de Tarragona. Sabida y evidente era la parte que había tomado en el levantamiento; halláronse en su poder documentos que lo acreditaban, apuntes de la correspondencia que seguía en Francia, Italia y Alemania, y en las provincias españolas; libros de guerra; una lista de mujeres célebres, y recetas para objetos, propios unos de guerrero, propios otros de mujer, y de mujer no virtuosa. Sus respuestas a las declaraciones que se le tomaron y cargos que se le hicieron, cuya relación hemos visto, fueron, acaso muy estudiadamente, incoherentes y vagas. Gracias pudo dar a que, atendidos su sexo y su clase, se la sentenciara a ser trasladada y recluida en un convento de Sevilla, para que con la soledad y el silencio del claustro pudiera la revolucionaria de Cervera y la amiga del padre Marañón meditar sobre su vida pasada y llorar sus extravíos (241).

El 19 de noviembre (1827) partieron los reyes de Valencia para Tarragona, donde llegaron el 24, siendo recibidos por un gentío inmenso con entusiastas vivas y aclamaciones. El conde de España pasó con sus tropas a Barcelona, de cuya ciudad y fuertes tomó posesión como capitán general del Principado, evacuándolos en el mismo día (28 de noviembre) las tropas francesas, con arreglo a lo convenido entre los dos monarcas, español y francés, y recibiendo el comandante y jefes de aquella división auxiliar condecoraciones y otros testimonios de aprecio y gratitud de manos de Fernando. Sintieron, y con razón, los liberales barceloneses la salida de la guarnición francesa, porque ella había sido su escudo contra las proscripciones de que eran víctimas los constitucionales en el resto de España, donde no los amparaban las armas extranjeras. Los de Barcelona vaticinaron bien, y comenzaron luego a experimentar lo mismo que habían recelado.

Los días que los augustos huéspedes permanecieron en Tarragona pasáronlos recibiendo los plácemes y felicitaciones con que los abrumaban, no solo las corporaciones todas de la ciudad, sino también las comisiones que en número considerable acudían diariamente de los pueblos, dando a los reyes y dándose a sí mismos el parabién por la pronta y feliz terminación de la guerra; siendo tal algunos días la afluencia de forasteros, que les era difícil encontrar albergue. Con iguales demostraciones fueron acogidos los regios viajeros en Barcelona, donde entraron el 4 de diciembre (1827), agradecida además la ciudad por haber sido declarada en aquellos días puerto de depósito. Había el rey ordenado que en todos los templos de España se cantara el Te Deum en acción de gracias al Todopoderoso por el restablecimiento de la paz, y él mismo asistió al que se cantó en la catedral de Barcelona, después de lo cuál, acompañado del clero y cabildo, pasó a la sala capitular, donde, prestado el correspondiente juramento, tomó posesión de la canongía que en aquella santa iglesia tienen los reyes de España, retirándose luego a su palacio en medio de un gran concurso que se agolpaba a vitorearlos.

Así siguieron el resto de aquel mes y año, ya visitando ellos los establecimientos religiosos y de caridad, ya asistiendo a los espectáculos, ya destinando las demás horas a recibir a los que acudían a ofrecerles sus respetos y homenajes. Solo no participaba de la general alegría el partido liberal, numeroso en Barcelona, y hasta entonces el menos atropellado, merced a la estancia y a cierta especie de protección de las tropas francesas. Mas luego que éstas abandonaron la ciudad, el conde de España mandó presentar en las casas consistoriales a todos los que habían pertenecido a la extinguida milicia nacional, so pretexto de averiguar si conservaban armas, uniformes o municiones. Hasta seis mil se reunieron en la plaza pública, permaneciendo hasta más de las once de la noche, en que el Acuerdo dispuso que se retirasen, verificándolo ellos silenciosos y pacíficos, acaso contra las esperanzas y los deseos del general, que habría querido que de aquella aglomeración resultara pretexto para tratar a los concurrentes como perturbadores del orden público. Aun sin él hizo salir de la provincia a todos los oficiales procedentes del ejército constitucional, dejando sumergidas en llanto muchas familias. No era esto más que leve amago de las lágrimas que había de hacer derramar el desapiadado conde, y de los grandes infortunios con que había de enlutar aquella grande y hermosa población. Dejémosle ahora preludiando este funesto período, que tiempo tendremos de afligirnos con los desventurados.

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Cualquiera, particular, individuo, persona

Ser un cualquiera

De la misma manera que en los árboles del bosque no brotan dos hojas iguales así tampoco nacen dos individuos iguales en el género humano. Cada uno es un yo único e irrepetible, un individuo sin copia exacta posible, un ser vivo que no puede clonarse.

Nadie piense sin embargo que ese yo tan íntimo y tan suyo es siempre íntimo y propio de la misma manera, pues le sucede lo mismo que al agua, que sin dejar de ser agua, puede hallarse en tres estados diferentes: sólido, líquido y gaseoso. Si fuera cierto lo que dijo Tales de Mileto, el agua podría hallarse en muchos más estados todavía, porque podría encontrarse como piedra, diamante, matorral o leopardo.

Lo primero que puede ser el yo es uno más entre tantos como existen, un cualquiera, es decir, un don nadie. Este es un estado que se ha generalizado con tal fuerza en nuestra época que todos nos hallamos forzosamente en él en un momento u otro a lo largo de cada día de nuestra. Muchos no se darán cuenta de ello, pero será por lo mismo que el pez en el agua, porque nunca salen de él. De ahí que sean muy pocos los que piensan siquiera en entenderlo y menos aún en evitarlo, cosa que, por otro lado, sería imposible aunque se lo propusieran. Sería además seguramente indeseable, por más que pueda parecer un mal.

Esta fase de ser uno más en una multitud de desconocidos, un cualquiera que apenas cuenta para nada, la fase más común de ser uno mismo en el presente, es una inevitable. Cualquiera puede verlo con claridad con solo pararse un momento a pensar lo que sucede cuando compra una prenda de vestir. Una chaqueta o una camisa de la talla 42 no se han tejido para Don Fulano de Tal y Tal, para alguien diferente de todos los otros, para un yo único con sus señas de identidad intransferibles, sino para todos los que se ajusten a esa medida, que seguramente se contarán por decenas de miles y hasta por millones de iguales, de los que no importan en absoluto sus cualidades personales, a veces ni siquiera las físicas. Con tal de que pueda, mal que bien, enfundarse una de esas prendas, lo demás importa poco o nada. Obsérvese que no se ajusta la prenda al sujeto, sino el sujeto a la prenda. Ya pasó la época de los sastres, que ajustaban el traje a las circunvoluciones del sujeto.

¿Acaso podría subsistir la industria manufacturera si no fuera así, si el aumento de la población no hubiera traspasado un cierto umbral por cuya causa todos hemos pasado a ser gotas de agua iguales y confundidas en un mismo mar? ¿Es que no era necesario dejar de ser alguien y empezar a ser algo para que floreciera la producción de bienes económicos? La industria de la alimentación, la del calzado, las comunicaciones terrestres, aéreas, telemáticas y de toda suerte, la fabricación de coches, la construcción de viviendas, etc., ¿no requieren todas ellas la existencia de millones y millones de hombres con los mismos gustos, inclinaciones, hábitos, ideas y creencias? Ni una sola de esas actividades puede existir en una pequeña población de hombres que tienen como único programa de vida el ser diferentes.

Las formas de alimentarse, sentir, pensar, vestirse, relacionarse, creer y otras muchas más descienden de manera natural a una medianía uniforme cuando todos nos convertimos en unos cualesquiera, en unos don nadie. Una vez dado este paso, no hay retorno posible. Querer volver atrás equivale a desear que casi toda la población pase hambre, que vuelva el analfabetismo, que se extinga el sistema democrático, que una inmensa mayoría carezca de techo, etc. Además, es querer algo imposible. Las aguas del río nunca remontan su cauce.

No es lo mismo alimentar a diez individuos que alimentar a diez millones. La comida no puede tener el mismo gusto. Pero se gana mucho con esto, pese a los agoreros, pues se consigue que diez millones no pasen hambre.

En democracia tienen que valer lo mismo la opinión de Agamenón y la de su porquero: cada hombre un voto. Esto es inevitable, piense lo que piense Agamenón o piense lo que piense su porquero. Los nobles, los notables, solo pueden serlo entre inferiores. La democracia solo funcionará si nivela a todos rebajando a los nobles hasta la altura de los plebeyos. Por eso hubo de extinguirse en la antigua Atenas, porque entonces los individuos sobresalían demasiado. Los hombres libres no pasaban de treinta o cuarenta mil y eran los únicos que tenían derecho a hablar en la boulé, a proponer y votar leyes, a ser designados jueces o estrategas, es decir, eran los únicos que tenían derechos políticos. Los demás, o sea las mujeres, los esclavos, los metecos, los extranjeros, los menores de dieciocho años y los delincuentes no contaban para la política.

Es obvio que si la masa de partícipes aumenta el sistema no puede seguir siendo el mismo, pues entonces aparecen fenómenos nuevos, de la misma manera que al aumentar el número de moléculas de un gas aparece la presión. Cien o doscientas moléculas no lo consiguen. Es necesario que se cuenten por grandes cantidades, por billones e incluso trillones. Tiene que haber algún umbral que, una vez traspasado, haga que el conjunto sea diferente. Lo mismo ocurre en política. No es lo mismo un sistema democrático para treinta mil individuos que para cuarenta y cinco millones. Dar el mismo nombre a la forma de regirse que tuvieron los atenienses durante casi dos siglos y a la que tenemos en el presente es engañarse vanamente. O alimentar ilusiones vanas por parte de los demagogos para adormecer mejor a la gente.

Aquella democracia genuina, que prohibía los partidos porque eran una amenaza para las individualidades, no ha vuelto a darse nunca. Creer que la nuestra es continuación suya o que se le parece en algo es como creer que se está bebiendo un buen vino por haberse servido un vaso de un tonel de agua de diez mil litros donde antes se ha derramado una botella de Jerez. Es seguro que en el vaso hay algunas moléculas de vino, pero sabe a agua. En la democracia actual no puede haber demasiadas moléculas de genialidad política, porque le habría llegado su final. Para asegurar su futuro tiene que haber una inmensa masa de ciudadanos que no pasen de ser unos cualesquiera y que voten, callen y no molesten demasiado. A ninguno de ellos se le debería pasar por la cabeza que se tenga en cuenta su voto particular como expresión única y razonada de opiniones políticas. Su voto tiene más bien que perderse en la enumeración estadística de los ordenadores del Ministerio del Interior. Estas cosas son así forzosamente.

La ciencia que se trata de ilustrar a todo el mundo mediante planes generales de enseñanza programados por leyes de nombre pomposo tampoco puede ser lo mismo cuando la ponen en marcha diez o quince sabios en el siglo XVII, que cuando, comprimida en manuales fáciles de digerir, transmitida en sesiones mecánicas por dictámenes ministeriales, estructurada y domesticada en programas o curricula, se muestra a una masa de individuos que apenas tienen interés en ella y no pueden verla más que como una dedicación tediosa. La mente del común de los mortales no soporta más que unos pocos gramos de aprendizaje exigente y continuado. Hay que darles poco y en pequeñas dosis. Y hay que decirles además que ese poco es mucho, no sea que se sientan inferiores en vez de iguales, lo cual podría ser peligroso.

A cambio de esta mediocridad en el conocimiento, la política, el arte, la alimentación, etc., la mayoría de la gente puede vestirse, no pasar hambre, oír algo que llama música, tener algunos conocimientos, pero no demasiados, etc. Es lo que se obtiene por ser cada uno un cualquiera en todas estas cosas. Lo malo no es esto. Lo malo es no ser otra cosa que un cualquiera.

Un particular

Otro estado en que puede hallarse un hombre es el de ser miembro o parte de un todo, bien entendido que este todo no puede extenderse más allá de la línea del horizonte a que alcanza la vista. No es fácil determinar dónde se halla exactamente esa línea. Lo que importa es que uno se vea a sí mismo como parte o partícipe de un grupo humano. Por eso este estado es el del particular, por formar o pensar que se forma parte de algo mayor.

El todo que tenemos más al alcance de la mano es el de la familia. Es un pequeño grupo dotado de una red de sentimientos, obligaciones y derechos que asigna a cada uno un puesto preciso en relación a los demás, lo cual es posible solo si la familia no es demasiado grande. Un jeque árabe con cien esposas, cuatrocientos hijos, otros tantos yernos y nueras, mil nietos, una multitud de sobrinos, etc., no es parte de un todo familiar, porque un grupo de ese tamaño no puede ser un todo vivo y activo.

Una aldea de Castilla lo fue en el pasado, pero si en unos cuantos siglos creció hasta contar con una población de cinco millones de habitantes, dejó de serlo, por más que éstos insistan en engañarse manteniendo el mito de su descendencia común a partir del tótem originario. La Iglesia Primitiva pudo serlo en sus comienzos, cuando los pocos cristianos que entonces había se conocían por su nombre, pero no lo es ahora que reúne a mil millones de fieles. También lo fue el grupo de los primeros científicos del siglo XVII, que se escribían entre sí para comunicarse sus ideas, pero no lo es ahora que la ciencia se ha convertido en un procedimiento institucionalizado en miles de laboratorios, facultades, escuelas, centros de investigación, etc., repartidos por todo el planeta. Entre la ciencia de los principios y la actual apenas hay algo en común; tal vez no más que lo que hay entre una botella de buen vino y el agua del estanque donde se ha derramado un vaso de esa misma botella.

El vino de la botella es vino: de tal añada, tal región, tal denominación de origen, tal bodega… Vino con “talidad”, como decían los escolásticos. Derramado en el estanque, se diluye, se confunde con las moléculas de agua de alrededor y pierde su “talidad”. No tiene ya nombre propio y nadie lo reconocerá como distinto de los elementos del medio.

Del mismo modo todo cambia para un sujeto humano que vuelve a casa, porque en cuanto cruza la puerta es padre, madre, hijo, esposo, esposa, etc. Es alguien, no algo, un ser que juega un papel único y necesario en el conjunto. Se ve a sí mismo imprescindible y lo es en gran medida. Así es como pasa de ser uno más, uno de tantos, algo que no se distingue del medio, a ser un particular. Cruzando la puerta de su casa.

Más sobre la familia

Pido que se me permita una anotación más sobre la familia, por lo que pudiera valer, que tal vez no sea poco.

Decía que para que una familia se mantenga como tal y para que sus miembros se vean y se comporten como miembros de la misma es imprescindible que el número de éstos no sea grande. Una familia corriente actual se compone de uno o dos hijos y los padres. Súmense, como mucho, los abuelos. Lo que arroja un número no superior a ocho o diez personas como promedio. Más allá de estas tres generaciones podría correrse el riesgo de la disolución, como el de la botella de vino en el estanque. Ese grupo está formado por los contemporáneos, los que viven en un periodo de unos ochenta o cien años nada más. ¿Qué pasaría si viviéramos mucho más tiempo?

Supóngase que en lugar de morirnos hacia los ochenta años, como suele suceder ahora, viviéramos doscientos, trescientos o mil. Si en cada siglo conviven tres generaciones, en diez convivirían treinta. Un hombre tiene dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, etc. La generación ascendente dobla siempre el número de los de la descendente. ¿Cuántos serían los componentes actuales de una familia si convivieran todos ellos durante diez siglos o treinta generaciones? No es difícil averiguarlo:

1 1
2 2
3 4
4 8
5 16
6 32
7 64
8 128
9 256
10 512
11 1.024
12 2.048
13 4.096
14 8.192
15 16.384
16 32.768
17 65.536
18 131.072
19 262.144
20 524.288
21 1.048.576
22 2.097.152
23 4.194.304
24 8.388.608
25 16.777.216
26 33.554.432
27 67.108.864
28 134.217.728
29 268.435.456
30 536.870.912

La columna izquierda indica el número de generaciones, la de la derecha el número de miembros de una familia durante ese periodo. La última cifra (536.870.912) dice cuántos serían los miembros de una familia de treinta generaciones en lugar de las tres actuales. Un número tal de individuos humanos no existía seguramente sobre el planeta hace mil años. Los cruces habidos entre los existentes realmente a lo largo de ese tiempo explican la incongruencia.

Para lo que quiero decir no es necesario afinar más el cálculo. Lo que importa es mostrar que un grupo familiar de muchas generaciones diluye a sus miembros en un magma donde no pueden reconocerse como distintos unos de otros. Que un grupo así no es una familia, por mucho que alimenten el mito de la procedencia de un tótem epónimo. El requisito fundamental es que la familia se distinga de las demás, lo que es imposible en este supuesto. En conclusión: no podrían existir familias si tardáramos demasiado tiempo en morir, excepto si dejáramos de reconocer a todos los que estén más allá de la segunda generación ascendente y descendente como familiares nuestros.

Individuo

Dejado ya el asunto de los todos familiares, en los que uno puede ser y reconocerse como un particular, pasemos al siguiente grado en los estados del sujeto humano.

Que se es individuo porque se es indivisible es algo que no hace falta decirlo siquiera. La filosofía clásica definía el concepto por medio de dos nociones que parecían redundantes pero que se pueden entender como contrarias. Decía que es “indivisible en sí” (indivisum in se) y “dividido de cualquier otro” (divisum ab alio). La unidad del individuo procede de que sea uno en sí mismo o bien de que se distinga de los demás. Son dos formas distintas de ser uno mismo.

Y así es en verdad, según reza la clásica definición. La unidad interna puede venir causada por el exterior, al que se opone el sujeto con el fin de afirmarse a sí mismo, porque no encuentra otra manera de hacerlo. Es el espíritu que dice no, como Mefistófeles en El Fausto. Pero en esto mismo revela estar vacío y no ser distinto de nadie.

Cada habitación de mi casa tiene un volumen único definido y delimitado por los tabiques que la separan de las otras. Cada una se define por lo que la separa de las demás habitaciones. Quítense esos separaciones y se comprobará que forman el mismo hueco y son un solo y único volumen.

Así son muchos individuos. Cada uno de ellos es un yo real, pero tiene alma de cántaro, bien rodeada por el barro endurecido, pero sin nada dentro. Se rodean de paredes y vallas para tratar de ese modo de ser un yo. Se revisten de mitos que dicen identitarios, pero que no dotan a nadie de identidad real, adoptan tradiciones inventadas hace poco o hace mucho y las mantienes como arietes contra los otros. Son un yo a fuerza de no ser otro.

Pero de cada uno de ellos hay un ejemplar único en la realidad. Tal vez sea que unos lo viven como una carga insoportable y otros como una tarea sin fin. Los primeros en forma negativa y en forma positiva los segundos.

Burla burlando, ya tenemos tres maneras de ser uno mismo lo que le corresponde ser: la de ser uno más, la de ser miembro de una comunidad viva y la de ser alma de cántaro.

Persona

Otra forma de ser uno mismo es la de no tener que negar a los demás con tal de afirmarse a sí mismo, debido a que ya va cargado de suficiente riqueza propia como para tener que hacerlo. Unamuno llamaba persona a este tipo positivo e individuo al tipo negativo, y decía que entre los españoles había muy pocos de la primera clase y demasiados de la segunda. En este momento nuestro, a casi ochenta años de distancia de Unamuno, es seguro que hay que admitir que decía verdad, pero no solamente de los españoles.

Un individuo, afirmaba, es como una tinaja: duro por fuera y vacío por dentro. O como un cántaro… Si da contra la piedra o la piedra da contra él, malo para el cántaro, dice el refrán. Pero en este caso es al revés, porque la que se rompe es la piedra. El español tiene una testa tan dura que puede estrellarla una y otra vez contra la misma roca sin aprender nada. No hay piedra que se le resista. Sus paredes son, entre otras, el localismo. Lo decía hace tiempo Antonio Pérez, el secretario traidor de Felipe II, a la reina de Inglaterra: España no será nunca un pueblo grande porque padece la enfermedad incurable del localismo. Si decía verdad o no, júzguelo el lector por sí mismo.

Un hombre con personalidad no huele a rebaño. Es como una vasija de finas paredes elásticas que puede expandirse sin cesar para dar cabida a ideas religiosas, valores estéticos, principios morales, conocimientos, etc. Un hombre con personalidad desarrollada al máximo abarca el universo. Mejor dicho: es el universo en persona, un microcosmos, como gustaban de decir los antiguos renacentistas.


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Los hijos de Fernando e Isabel

Nacimiento de cada uno.—Política de los reyes en los enlaces que procuraban a sus hijos.—Primer matrimonio y temprana viudez de la princesa Isabel.—Carácter de esta princesa.—Conciertos de enlaces; del príncipe don Juan con Margarita de Austria; de doña Juana con el archiduque Felipe; de doña Catalina con el príncipe de Gales.—Ida de doña Juana a Flandes: bodas.—Venida de Margarita a España.—Solemnidad de las bodas del príncipe don Juan: gran regocijo en España: suntuoso regalo de la reina.—Segundas nupcias de la princesa Isabel con el rey don Manuel de Portugal.—Muerte desgraciada del príncipe de Asturias.—Aflicción de los reyes: sentimiento general: luto en toda España.—Reconocimiento de la reina Isabel de Portugal como heredera de la corona de Castilla.—Dificultades para reconocerla como sucesora en el reino de Aragón.—Cortes de Zaragoza: cuestión sobre la sucesión de las hembras.—Muerte de doña Isabel de Portugal y de Castilla y nacimiento del príncipe don Miguel.—Es jurado heredero de Aragón, de Castilla, de Portugal.—Muerte prematura del príncipe.—Recae la sucesión en doña Juana.—Segundas nupcias del rey don Manuel de Portugal con la infanta doña María.

La suerte y porvenir de un estado depende muchas veces, o en todo o en parte, de los enlaces de los príncipes de la familia reinante. Esta máxima, demasiado conocida para que pudiera ocultarse al talento y penetración de unos monarcas tan ilustrados como los Reyes Católicos, no podía menos de ser uno de los resortes de su política, y por lo mismo cuidaban con la mayor solicitud de procurar a sus hijos las colocaciones mas decorosas y dignas, y que creían más convenientes y útiles al bien del país en que habían nacido, y que alguno de ellos debería estar destinado a regir algún día. Si la Providencia favoreció o no en este punto las nobles miras de aquellos grandes monarcas, y si se cumplieron o defraudaron las esperanzas que la nación tuvo motivos para concebir, nos lo irá diciendo la historia.

Diferentes veces se nos ha ofrecido ya hablar de algunos de los hijos de Fernando e Isabel, y hemos demostrado con cuánto esmero, con cuánta prudencia y discreción, con cuán solícito celo cuidaron, señaladamente la reina Isabel, de su educación pública y privada, religiosa, moral, literaria y política. Los reyes gozaban el dulce placer de ver el fruto de sus paternales desvelos, puesto que así el príncipe don Juan como las princesas sus hermanas daban las más lisonjeras muestras de corresponder como buenos y dóciles hijos a la educación que recibían, y de participar del talento, de las virtudes y de las eminentes cualidades de sus ilustres padres, si bien no era fácil que igualaran las privilegiadas dotes de entendimiento y de corazón de la magnánima y virtuosa reina de Castilla.

De los hijos que el cielo había concedido a los regios consortes por fruto de su amor conyugal vivían un hijo varón y cuatro hijas. La princesa doña Isabel, la primogénita, que nació en Dueñas (Castilla) a 2 de octubre de 1470, al cumplirse el año del matrimonio de sus padres; [doña Juana]; el príncipe don Juan, nacido en Sevilla a 30 de junio de 1479; doña María, que vio la luz en Córdoba a 29 de junio de 1482; y doña Catalina, a quien tuvieron en Alcalá de Henares a 15 de diciembre de 1485270.

En el cap. X. dejamos ya apuntados los fines políticos que impulsaron a los Reyes Católicos a negociar el matrimonio de su hija primogénita la princesa Isabel con el príncipe don Alfonso de Portugal, heredero de la corona de aquel reino (1490), a saber: atraer al monarca allí reinante para que dejara de prestar su tenaz apoyo a las pretensiones siempre vivas de doña Juana la Beltraneja, hacer desaparecer los recelos y restablecer la buena inteligencia entre las dos naciones, y quedar los reyes de Castilla y Aragón desembarazados y libres de cuidado por aquella parte para atender con más desahogo a la guerra de Granada. Pero la temprana viudez en que quedó la princesa castellana por la inesperada y prematura muerte de don Alfonso, acaecida a los pocos meses, frustró en parte las halagüeñas esperanzas que de aquel enlace se habían concebido y aún empezado a experimentar. Éste fue el primer disgusto que probaron Fernando e Isabel en la larga cadena de amarguras con que los contratiempos de familia habían de acibarar sus goces, sus prosperidades y sus glorias. La princesa viuda, cuyo genio grave y reflexivo propendía naturalmente a la melancolía, no quiso permanecer en una corte donde acababa de sufrir tan sensible pérdida, y se volvió a Castilla al lado de sus padres, donde se ejercitaba en obras de piedad y de beneficencia, sin pensar en nuevos vínculos y resuelta a no contraerlos, siendo ejemplo de fidelidad y de amor a su primero y malogrado esposo.

Mas la fama de sus virtudes y el conocimiento de sus bellas prendas había dejado tan gratas impresiones en la corte de Portugal, que cuando vacó el trono de aquel reino (1496) y heredó la corona el infante don Manuel, este ilustrado príncipe, que había quedado prendado de la viuda de su primo, envió una embajada solemne a los reyes de España ofreciendo a su hija Isabel su mano y su trono. Agradabales la propuesta a los Reyes Católicos, que nunca perdían de vista la conveniencia de las buenas relaciones de amistad con el vecino reino, y aún el caso eventual de la unión de las dos coronas. Y sin embargo la princesa, fiel a la memoria de su primer marido, rehusó por entonces pasar a un segundo tálamo, sin que fuera bastante a deslumbrarla la risueña perspectiva de un reino, y se creyó conveniente aguardar tiempo y ocasión para ver de vencer su voluntad.

Había habido el proyecto de casar al príncipe don Juan con doña Catalina de Navarra y se pensó también en la duquesa de Bretaña. Mas los sucesos de Italia, la conquista de Nápoles por el monarca francés Carlos VIII., y las relaciones en que se pusieron los reyes de España con los soberanos de Europa y que produjeron la Liga Santa para expulsar a los franceses de aquel reino, inspiraron a Fernando e Isabel el pensamiento y les proporcionaron ocasión de enlazar a sus hijos con algunas de las principales familias reinantes, y entonces fue cuando se concertaron los casamientos del príncipe heredero de España con la princesa Margarita de Austria, hija de Maximiliano, rey de Romanos, y el de doña Juana, hija segunda de los Reyes Católicos, con el archiduque Felipe, hijo y heredero del emperador, y soberano de los Países Bajos por herencia de su madre María Carolina duquesa de Borgoña, concertándose en estas bodas que ninguna de las hijas llevase dote271.

Tiempo hacía que los reyes de España deseaban y procuraban casar también una de sus hijas con el príncipe heredero de Inglaterra, Arturo, hijo de Enrique VII., a fin de evitar que este monarca aceptase la tregua con que le andaba brindando el francés. Diferentes causas interrumpieron, tanto por parte de España como de Inglaterra, las negociaciones de este matrimonio. La guerra de Italia movió a Fernando el Católico a renovarlas con mayor interés y empeño (1496), porque le tenía también en hacer entrar al ingles en la gran liga y confederación contra el de Francia, a cuyo efecto empleó cuantos medios le sugería su sagacidad. Al fin lo consiguió, a pesar de la contradicción que al de Inglaterra le oponían sus consejeros, y de los ardides diplomáticos que para estorbarlo empleaban los franceses. Y aunque el inglés no pensara tomar una parte activa en la liga, se estrecharon las relaciones con España por el tratado de matrimonio que al fin se ajustó (1.° de octubre, 1496) del príncipe de Gales Arturo con la infanta doña Catalina, cuarta y última hija de los Reyes Católicos, si bien se difirió su realización por la corta edad de ambos contrayentes.272

No habiendo esta razón para demorar los casamientos concertados entre los príncipes de Austria y de España, aparejóse en Castilla una flota bien surtida de todo género de provisiones y grandemente tripulada, cuyo mando se confió al almirante don Fadrique Enríquez, dandole un brillante séquito de caballeros y buen número de tropas, sacadas principalmente de Castilla, Asturias y Vizcaya, para llevarse a Flandes la infanta doña Juana (la que después fue reina de España, doña Juana la Loca), prometida del archiduque, y para traer la princesa Margarita desposada con el príncipe heredero don Juan273. La reina Isabel acompañó a su hija hasta Laredo, donde se despidió tierna y dolorosamente de ella (22 de agosto). Creció la ansiedad y el cuidado de aquella cariñosa madre con la tardanza que hubo en recibir noticias de la flota. Preguntaba a los marineros ancianos, quería que los conocedores de aquellos mares le dijesen qué peligros podía haber corrido la armada, y en su ansia de saber habría querido inquirir de las olas mismas qué había sido de su hija. Supose al fin que los vientos habían obligado a la flota a tomar puerto en Inglaterra, y que después de reparada allí había sufrido en el resto de la navegación tormentas y averías, en que perecieron muchos de la comitiva, entre ellos el obispo de Jaén, pero que por fin había arribado a Flandes, llegando la princesa harto fatigada y un tanto doliente. Poco después se celebraron las bodas en Lila (20 de octubre), donde se hallaba el archiduque, dándoles la bendición nupcial el arzobispo de Cambray274.

No sufrió la flota menos borrascas al traer a España la princesa Margarita, que había de casar con el príncipe heredero de Castilla don Juan. En esta ocasión, y estando a peligro de irse a pique la nave misma que conducía a la ilustre novia, asombró a todos la heroica serenidad de la joven princesa, y en su continente, expresiones y pensamientos reveló el talento de que habría de dar tantas pruebas en edad mas adulta. Arribó por último la armada al puerto de Santander (marzo 1497). El príncipe de Asturias había salido a recibirla acompañado del rey su padre, del patriarca de Alejandría y de muchos nobles del reino. Encontraronse en el valle de Toranzo junto a Reinosa, y juntos se encaminaron a Burgos, donde se celebró con toda ceremonia el matrimonio (3 de abril), que bendijo el arzobispo de Toledo. Tal vez hacía siglos que no se celebraban bodas de príncipes en Castilla con tanta pompa, boato y solemnidad, y en pocas habría reinado tanta alegría y regocijo. Fernando e Isabel habían convocado todos los embajadores de las potencias extranjeras, toda la grandeza, y todos los personajes más notables e ilustres de sus reinos, los cuales asistieron ostentando sus insignias y vestidos de toda gala. Las fiestas fueron también suntuosas, y sólo turbó la universal alegría el desastre lastimoso del cumplido caballero don Alonso de Cárdenas, hijo del comendador mayor don Gutierre, que murió de una caída de su caballo. Eran en fin las bodas del heredero del trono, del único príncipe varón, del predilecto de sus padres, y nada perdonaron los reyes para darles esplendor, y para agasajar a la ilustre princesa que venía a formar parte de la familia real española.

Sólamente extrañó la mesurada gravedad y etiqueta de la corte de España que se la obligó a guardar, y aún cuando se le dejaron todas sus damas, dueñas y sirvientes flamencos, y no se hizo novedad en el orden y estilos de su casa, habituada como estaba a la llaneza, sencillez y familiaridad de Austria, Francia y Borgoña, no podía acostumbrarse al ritual ceremonioso de la de Castilla275. En cambio la reina Isabel con admirable generosidad y desprendimiento hizo a su nuera el más rico presente de bodas que jamás se había visto, el de las alhajas y preseas de más precio y de mas exquisita labor que poseía276.

A poco tiempo de este matrimonio se concluyó también el de la infanta doña Catalina con el príncipe de Gales, primogénito del rey de Inglaterra (15 de agosto, 1497); y lo que fue más notable, por menos esperado, el de la infanta doña Isabel con el rey don Manuel de Portugal. Este monarca no había descansado en sus instancias y gestiones hasta vencer la repugnancia de la princesa de Castilla al segundo himeneo, y habíanle ayudado en su porfía los reyes de España y los principales personajes de uno y otro reino. Sólo se pudo obtener el asentimiento de la solicitada princesa con una condición bien extraña, pero muy propia de sus religiosos sentimientos, y de sus ideas algo intolerantes en materias de fe y un tanto propensas a la superstición, puesto que atribuía la muerte desgraciada de su primer marido don Alfonso al asilo que habían hallado en Portugal los judíos y herejes expulsados o huidos de España. Así la condición que irrevocablemente impuso fue que el rey don Manuel, antes de darle su mano, había de desterrar de su reino a todos los herejes y judíos o castigarles con arreglo a las penas que en España tenían. Grande era en verdad, y grande se necesitaba que fuese el amor del monarca portugués a la princesa española para que él se resolviese a tomar una medida que su ilustración y sus sentimientos repugnaban, tanto que estaba solicitando bulas pontificias en favor de aquella desgraciada gente. Causa fue ésta de perplejidad, vacilaciones y sospechas de parte del portugués: pero la princesa no transigía en lo de la condición; de la resolución del portugués hacían los reyes de España pender en gran parte lo de la paz general que entonces se trataba: por último, prevaleció la pasión sobre todos los principios y todas los consideraciones; dio el rey don Manuel el edicto de expulsión de los judíos, juró castigar a los que quedasen, la infanta Isabel accedió entonces a darle su mano, y en su virtud puestas de acuerdo las familias reales de España y Portugal juntaronse todos en Valencia de Alcántara (septiembre, 1497), y se hicieron las bodas sin ruido, sin fiestas y sin aparato277.

Pero los días de más placer suelen ser vísperas de los de más amargura. Cuando todo marchaba en bonanza para los Reyes Católicos, cuando estaba para firmarse una paz y la nación iba a gozar del sosiego que tanto necesitaba, y cuando en toda España se hacían regocijos y festejos públicos por los enlaces tan ventajosos y casi simultáneos de sus príncipes, un acontecimiento funesto vino a llenar de amargura el corazón de los reyes y a derramar el dolor en toda la monarquía. El príncipe don Juan, el querido de sus padres y el amado de los pueblos, había caído gravemente enfermo en Salamanca y el mal amenazaba acabar con su preciosa existencia. Tan luego como la triste nueva llegó a Valencia de Alcántara, donde se hallaban sus padres con motivo de las mencionadas bodas, el rey don Fernando voló a Salamanca, donde encontró a su hijo sin esperanzas de vida, muy cristianamente resignado y conforme con la voluntad de Dios, dispuesto con religiosa tranquilidad a dejar un mundo de vanidad y de miseria. Algo fortaleció el afligido espíritu del padre la heroica y santa conformidad del hijo moribundo, que al fin exhaló el último aliento (4 de octubre, 1497), cuando parecía sonreírle más la felicidad, y cuando acababa de entrar en la primavera de sus días278. Comprendese cuál sería la aflicción de la joven viuda, recién venida a país extranjero, y cuál el dolor de una madre tan amorosa y tierna como la reina Isabel, por más medios que se emplearan para prepararla a recibir el terrible golpe. No es maravilla que traspasara como un dardo los corazones de la esposa y de los padres la muerte de un príncipe que apesadumbró profundamente a todos los españoles, que cifraban en sus bellas dotes intelectuales y morales las mas lisonjeras esperanzas para el porvenir de la monarquía. Muchas fueron las demostraciones públicas con que la nación manifestó su sentimiento. La corte vistió un luto más riguroso de lo que acostumbraba: enarbolaronse banderas negras en las puertas y en los torreones de las ciudades; cerraronse por cuarenta días todas las oficinas y oficios públicos y privados, «y fueron, dice un cronista, las honras y obsequias las más llenas de duelo y tristeza que nunca antes en España se entendiese haberse hecho por príncipe ni por rey ninguno.»279

Fundábase algún consuelo en el estado de preñez en que se quedó la princesa Margarita, y en la esperanza de que podría nacer un heredero varón. Mas esta esperanza se desvaneció también muy pronto, malpariendo la ilustre viuda una niña, con lo cual llegó a su último punto la aflicción general. La desconsolada Margarita, por más pruebas de cariño y por más halagos que recibía de los padres de su difunto esposo, no tuvo ya gusto para permanecer en España, e instigada al propio tiempo por los flamencos de su servidumbre determinó volverse a su tierra. Veremosla más adelante casada otra vez, y otra vez viuda, desempeñando importantes cargos políticos con el talento y la discreción de que en su juventud había mostrado ya estar adornada.

Muerto sin sucesión el príncipe de Asturias, heredaba la corona según las leyes de Castilla su hermana mayor doña Isabel, reina de Portugal. Mas no tardó en saberse que contra toda razón y derecho el archiduque Felipe de Austria, casado con doña Juana, había tomado para sí y para su esposa el título de príncipes de Castilla, apoyado por el emperador su padre. Esta injustificada usurpación, que descubría ya los proyectos ambiciosos de la casa de Austria, y contra la cual protestaron inmediatamente los Reyes Católicos, movió a estos monarcas a llamar apresuradamente a los reyes de Portugal sus hijos para que recibiesen en las cortes de Castilla el reconocimiento y título de príncipes de Asturias y de herederos de estos reinos. Partieron pues los reales esposos de Lisboa (fin de marzo, 1498). Desde su entrada en Extremadura hasta Toledo donde estaban convocadas las cortes todo fue agasajos y obsequios prodigados a porfía por los monarcas españoles y por los grandes y señores castellanos. A 29 de abril, ante los prelados, nobles, caballeros y procuradores de las ciudades de Castilla congregados en la gran basílica de Toledo, se reconoció y juró a la princesa doña Isabel, reina de Portugal, por sucesora legítima de los reinos de Castilla, León y Granada para después de los días de la reina doña Isabel su madre, y al rey don Manuel de Portugal su esposo por príncipe y después por rey.

Seguidamente partió la corte para Zaragoza, donde el rey don Fernando había convocado cortes de aragoneses para el 2 de junio, con objeto de que hiciesen igual reconocimiento por lo respectivo a aquellos reinos. Acompañaban a los reyes y príncipes de España y Portugal los principales personajes eclesiásticos y seglares de ambas naciones. Pero allí ocurrieron dificultades que no debían sorprender, nacidas de los usos y costumbres de aquel reino en materia de sucesión, y de la fidelidad y constancia de los aragoneses en la observancia de sus costumbres y fueros. Así fue que cuando don Fernando, en sesión del 14 de junio, sentado en su solio, propuso a las cortes aragonesas el reconocimiento de su hija primogénita como heredera de los reinos de la corona de Aragón a falta de hijos varones, por más que apeló con muy dulces palabras a su amor y fidelidad, y ofreció que les tendría muy en memoria aquel servicio, opusieronle desde luego con su natural franqueza los inconvenientes de alterar la costumbre del país, confirmada por los testamentos de varios reyes, por la cual no eran admitidas a la sucesión de aquellos reinos las hembras. Prolongaronse con tal motivo las cortes, bien a pesar del rey don Fernando, suscitandose las cuestiones y debates que ya en otros semejantes casos se habían sostenido, y citando cada cual ejemplos y alegando razones en pro y en contra de la sucesión femenina, según la opinión o el interés de cada uno280. Un camino se hallaba para conciliar los deseos de todos, aunque algo dilatorio, que era una cláusula del testamento del último rey de Aragón don Juan II., por la cual se daba derecho de sucesión, en el caso de no tener el rey hijos varones, a los descendientes varones de sus hijas, o sea a los nietos; y como doña Isabel se hallaba en cinta y en meses ya mayores, convendría diferir la resolución por si naciese un hijo, con lo cual se disiparían las dudas y cortarían las discordias.

Así aconteció para alegría y para pesar de los Reyes Católicos. El 23 de agosto, reunidas todavía las cortes, dio a luz la reina de Portugal un príncipe, mas con la triste fatalidad de que con el gozo del nacimiento del hijo se juntara el llanto de la muerte de la madre. A la hora de su alumbramiento espiró la princesa Isabel; terrible golpe para sus padres, aún no recobrados del amargo pesar de la pérdida de su único y querido hijo. Las esperanzas de los españoles se concentraron todas en el recién nacido, a quien se puso por nombre Miguel, de la iglesia parroquial en que se bautizó (4 de septiembre.) El rey don Manuel de Portugal, su padre, dejó el título de príncipe de Castilla, y ya ni unos ni otros tuvieron dificultad en reconocer y jurar al infante don Miguel como sucesor y legítimo heredero de los reinos de Castilla y de Aragón. Así se verificó tan pronto como la reina Isabel se halló un tanto aliviada de una enfermedad que tan repetidas y grandes pesadumbres le habían ocasionado. Fue pues jurado el tierno príncipe (22 de septiembre) por los cuatro brazos del reino reunidos en el salón de las casas de la diputación, nombrándose a sus abuelos Fernando e Isabel guardadores del futuro heredero, y obligándose estos solemnemente, en cuanto podían, a que cuando el príncipe niño llegase a mayor edad juraría por sí mismo guardar y conservar al reino de Aragón sus fueros y libertades. Celosos siempre de estas los aragoneses, hicieron también una solemne protesta para que aquel reconocimiento no causase perjuicio a sus fueros, usos, privilegios y costumbres, y que se entendiese que no por eso fuesen obligados a jurar los primogénitos antes de los catorce años, en conformidad a lo que las leyes del reino disponían281.

Al año siguiente (enero, 1499) fue reconocido también el príncipe don Miguel y jurado heredero de los reinos de León y Castilla en las cortes de Ocaña; y los portugueses le juraron a su vez en las de Lisboa (17 de marzo) como legítimo sucesor de aquel reino. De esta manera un príncipe niño venía a reasumir en sí el derecho de unir en su cabeza las coronas de las tres principales monarquías españolas, Portugal, Castilla y Aragón; combinación que deseaban hacía mucho tiempo los Reyes Católicos, y de que se alegraban los pueblos de Castilla, no obstante que hubiese sido producida por bien tristes causas y acontecimientos, pero que miraban con recelo los portugueses, temerosos de perder con la unión a mayores estados su importancia y su independencia282. Pronto quedaron igualmente desvanecidas las esperanzas de los unos y los temores de los otros, y malograda la única ocasión que hasta entonces se había presentado de unirse en una misma cabeza, sin guerras, sin hostilidades, sin menoscabo de la independencia y sin mortificación del amor nacional, las coronas de los tres reinos de la península española llamados por la naturaleza a formar una gran familia y una sola monarquía. No habían acabado para los Reyes Católicos los infortunios y las pérdidas de familia, que inutilizaban y frustraban todos sus planes en punto a la sucesión futura del reino. Todo se trocó y deshizo con el fallecimiento del tierno príncipe en Granada (20 de julio, 1500), y la sucesión de los reinos de Castilla, recayó por esta serie de fatales defunciones en la princesa doña Juana, esposa del archiduque Felipe de Alemania.

Todavía, no queriendo los Reyes Católicos renunciar a las ventajas de una buena y amistosa relación con el vecino reino de Portugal, lograron enlazar otra vez con su familia al monarca viudo don Manuel por medio del matrimonio que se concertó (abril de 1500) con la infanta doña María, hija tercera de aquellos reyes, con quien antes de su casamiento con la princesa Isabel había estado ya tratado. Tal fue el interés y el afán con que Fernando e Isabel procuraron las colocaciones más ventajosas para sus hijos, tal la política con que manejaron este asunto, haciéndole uno de los resortes más importantes de sus planes, y tal el estado y situación creada por aquellos enlaces al terminar el siglo XV.

(Lafuente, M., Historia general de España. Tomo III, Cap. XII, «Los hijos de Fernando e Isabel». V. Amazon)

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