Madres que matan a sus hijos

Frederick Sandys: Medea

Podría yo empeñarme en la tarea de desarticular los innumerables argumentos que no cesan de exhalar los credos de nuestros días. Pero me faltan vigor y capacidad. Es tan extensa la progenie de ideas nacidas de ese lugar que tendría yo que ser un Alcides, que, enfrentado a la Hidra de Lerna, de cien cabezas, veía que, cada vez que él cortaba una, brotaba otra. Además, muchos de esos credos son ininteligibles para mí. Simone de Beauvoir, por ejemplo, asegura que no se nace mujer, sino que se hace mujer. Y esto no lo entiendo. Más bien pienso que una mujer, o un varón, una vez nacidos y, después de entrar en la edad de la razón y la libertad, pueden hacer de sí un santo, un poeta, un vagabundo, un asesino, etc. Si Beauvoir quiere decir que una mujer se puede hacer madre y luego asesina de su prole, entonces sí lo comprendo, pero sé que no es eso lo que ella piensa. Sigue leyendo

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El diablo, la mentira y Putin

Representación moderna de Satán

Una vez que Adán paseaba por el Jardín del Edén poniendo nombre a las cosas -desde entonces llamamos lobo al lobo y hiena a la hiena- dio con un extraño ser con porte de fauno: cuernos, patas de cabra, olor a azufre. Lo que hablaron, según cuenta Sánchez Espeso en Paraíso, fue del siguiente tenor: “¿Tú quién eres?”, preguntó Adán; “Soy el diablo”, respondió; pero Adán objetó: “Imposible; el diablo es el padre de la mentira; si tú fueras el diablo, me habrías dicho que no lo eres; pero has dicho que lo eres; luego no eres el diablo”; “Tienes razón; no soy el diablo”, dijo el extraño ser, y se marchó. ¡Lo había engañado diciéndole la verdad!

Si Adán hubiera podido contemplar la puesta de Sol fuera del Edén, habría visto que la gran luminaria estaba siendo oscurecida por un cúmulo de nubes densas, casi negras. Habría contemplado un atardecer triste, porque se había pronunciado la primera mentira en un idioma humano. Sigue leyendo

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San Ambrosio y la lectura en soledad

San Ambrosio. Tabla del monasterio de Santa María de Sigena (Fotografía de Ángel M. Felicísimo)

Yo doy mi paseo cotidiano apenas despunta el alba. El horizonte es amplio, el cielo alto y azul. Algunas nubes blancas pasan por él. Siempre miro un instante una gran encina, sólida en su suelo. Paso por un pequeño parque donde las hojas de las acacias emiten un destello verde por la luz sobre el rocío de las hojas. Vuelvo luego a casa y a mi estudio. Me esperan el café y su aroma. Después viene la lectura a solas, durante dos o tres horas.

Abro el libro donde lo dejé: la Confesiones, de san Agustín, capítulo III. Su espíritu, continúa diciendo la página que leo ahora, vivía inquieto en la discusión y la investigación y tenía a Ambrosio como hombre feliz –“sólo su celibato me parecía trabajoso”-; sigue hablando de su maestro y se sorprende de algo. Su sorpresa me desconcierta: el gran predicador que fue el Obispo de Milán, quieta la voz, leía llevando su vista por el texto y penetrando su sentido, pero sin mover siquiera los labios. ¡Leía sólo con los ojos! Intenta san Agustín hallar la causa y dice que lo hace así porque se le tomaba la garganta con facilidad y él tenía que reservarla para la predicación. Sigue leyendo

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Un hidalgo de Castilla

Atribuido al Greco

Un hidalgo de Castilla es un hombre nacido en un reino que no vio el mar. Pudo quizá contemplarlo por vez primera en la mirada de doña Jimena, la gentil esposa del Cid Campeador, cuando fue conducida al reino moro de Valencia. Lo cual sucedió mucho antes de que Castilla se asomara a la Mar Océana en unas carabelas gobernadas por un marino genovés.

Nació y vivió su primera edad en un amplio caserón de amplias estancias y pocos muebles robustos -la ropa olía a jabón en los arcones- de uno de esos pueblos que salpican la inmensa llanada, donde el confín a que llegan los ojos se extiende hasta las colinas azuladas. Siempre habría de recordar los campos ocres en invierno, dorados en otoño, verdes en primavera. Sigue leyendo

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Sobre España

Busto de Séneca en Sanssouci (Fotografía de Yair Haklai)

La historia de España se parece a las fases alta y baja de las mareas, a la bajamar y la pleamar, como si no atinara a reposar en el intermedio. Unas veces sufre convulsiones que le hacen retraerse, hasta casi desaparecer; su problema en esos momentos no es ser de una u otra manera, sino ser o no ser. Otras, por el contrario, concentra todas sus fuerzas en un punto y se expande, incontenible, hasta alcanzar una plenitud desconocida para otros pueblos. Otros pueblos han soportado también movimientos telúricos, pero su devenir es en general más suave y apacible. Ejemplo de lo primero, de la contracción, fue el colapso de la monarquía de los godos, un hecho que determinó una nueva edad, el Medievo, la cual no comienza con la deposición de Rómulo Augústulo por Odoacro el año 476, sino con el desembarco de Táriq ben Ziyad en la Roca de Calpe el 711. Hoy vemos que la Edad Media no estuvo definida por la invasión de los bárbaros del Norte, sino por la de los bárbaros del Sur, que originaron una espléndida civilización. España, occidental y católica, casi se extinguió en esa colosal confrontación del islam y el cristianismo. Sigue leyendo
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El ecologista

Otoño (Meinolf Wewel)

El ecologista sería un ser entrañable y cálido, por ingenuo, si no fuera tan peligroso. Tiene el ecologista una visión beatífica de la naturaleza. Es para él tan perfecta y pura que no debe cambiar lo más mínimo. Hay que dejarla sola en su desenvolvimiento, que la lleva a la perfección. Nada puede completarla. Reside en su plenitud divina y solo cabe guardarle respeto, sumisión, admiración y tal vez adoración. El ecologista es un hombre muy piadoso. Cuando se va al extremo, sobre todo si se declara ateo, es un hombre muy religioso. Adora una única divinidad, la naturaleza, de la que, como buen creyente, no sabe nada. Sigue leyendo

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