El origen de la sociedad

Esta discusión sobre las primeras fases de la sociedad humana considera los hechos que tuvieron lugar hace un millón de años, en lugares no específicamente determinados, bajo circunstancias que son fruto únicamente de la especulación razonada. Es, por tanto, un ejercicio de inferencia, no de observación. Esto significa yuxtaponer la vida social de nuestros parientes más próximos: los monos y los simios, por un lado, y la organización de las sociedades primitivas conocidas, por otro. La distancia entre ambas formas de vida se salva  con el trabajo del intelecto. Ningún primate vivo se puede igualar directamente con el verdadero antepasado simio del hombre, así como ningún pueblo contemporáneo primitivo es idéntico, desde el punto de vista cultural, a nuestros antepasados. En ambas instancias sólo es posible seleccionar los rasgos sociales generales, en detrimento de los particulares y los específicos, con vistas a la comparación histórica. Por  lo que respecta a los primates, se debe confiar básicamente en los pocos trabajos de campo llevados a cabo con los grupos que viven en régimen de libertad, y en ciertos estudios pioneros sobre animales que viven en cautividad. Se trata de los monos antropomorfos, sobre todo, los gibones y los chimpancés (que son los más cercanos al hombre), y también de los monos del Viejo y del Nuevo mundo. En cuanto a los hombres, las sociedades contemporáneas más próximas a la condición cultural de las sociedades primitivas son los cazadores-recolectores, pueblos pre-agrícolas, cuyo modo de vida depende básicamente de la recolección de alimentos silvestres. Este orden cultural fue característico de la Edad de Piedra, cuya antigüedad comprende entre un millón y  unos 15 o 10000 años aproximadamente.

La solvencia del procedimiento comparativo que viene a equiparar a los pueblos cazadores-recolectores modernos con los protagonistas reales de la Edad de Piedra se ve reforzada por la extraordinaria consonancia social observada entre estos pueblos, a pesar de que históricamente están tan separados unos de otros como lo está la Edad de Piedra de los tiempos modernos.  Algunos de estos pueblos  son los aborígenes australianos, los bosquimanos de Sudáfrica, los isleños andamaneses, los shoshones del Gran Cañón, los esquimales y los grupos de pigmeos de Africa, Malasia y las Islas Filipinas.

La comparación de la sociología de los primates con los hallazgos de la investigación antropológica sugieren de inmediato una conclusión sorprendente: el modo en que los hombres actúan, y probablemente han actuado siempre, no es la expresión de una naturaleza humana inmanente. Hay una diferencia considerable, más aún, una oposición total, entre las sociedades humanas más rudimentarias y los grupos de primates subhumanos más avanzados. Tal discontinuidad implica que la emergencia de la sociedad humana supuso la represión de la condición primate del hombre, en lugar de su manifestación directa. La vida social humana no está determinada biológica, sino culturalmente.

La afirmación según la cual la conducta social de los simios es forzosamente innata y no depende del aprendizaje no implica difamación alguna de estos animales. Con toda claridad hay que decir que es un producto de su naturaleza, de las necesidades y reacciones propiamente animales, de los procesos fisiológicos y de las respuestas psicológicas.

Su vida social varía, por tanto, de forma directa, en función de la constitución orgánica del individuo y de la horda. En un medio estable las características de una especie determinada de primates subhumanos se mantienen estables, mientras no se produzcan variaciones orgánicas en la especie como tal. En cambio, en las organizaciones sociales humanas no sucede así. Los hombres formamos una sola especie, pero nuestros ordenamientos sociales crecen y divergen unos de otros, aún cuando el medio se mantenga estable, y todo ello sucede con independencia de las ligeras diferencias biológicas (raciales) que se dan entre pueblos diferentes.

Esta liberación de la sociedad humana del control biológico directo fue su gran fuerza evolutiva. La cultura salvó al primer hombre, le proporcionó abrigo, alimento y bienestar. En nuestra época ha sido posible apilar una vivienda sobre otra en grandes edificios sociales capaces de garantizar la supervivencia de millones de personas. Pero lo más llamativo de la suplantación que la cultura ha hecho de la evolución biológica reside en que, al hacer esto, se opuso frontalmente a la naturaleza primate del hombre en muchos terrenos y trató de sojuzgarla. Resulta extraordinario el hecho de que las inclinaciones simiescas del hombre son, con frecuencia, una fuente de conflictos para la vida social, y que en lugar de constituir un fundamento sólido de la misma, contribuyen a debilitarla.

La batalla decisiva entre la cultura primitiva y la naturaleza humana se ha debido librar en el terreno de la sexualidad primate. La poderosa atracción social del sexo fue el mayor impulso de la sociabilidad de los primates subhumanos. Esto ha sido admitido así hace ya tiempo. Pero quien hizo de la sexualidad el asunto central de la sociología de los primates fue el anatomista inglés Sir S. Zuckerman, cuyo interés por la materia se produjo a partir de la observación de la conducta casi depravada de los babuinos de los zoológicos. Estos primates subhumanos están disponibles para aparearse en todas las estaciones y, aunque las hembras muestran una receptividad acusada en el punto medio del ciclo menstrual, son a menudo capaces de tener una actividad sexual en otras ocasiones. Es muy significativo, de cara a la evaluación de su papel histórico, destacar que el sexo durante todo el año está asociado a la vida social heterosexual durante todo el año en los primates superiores. En otros mamíferos la actividad sexual queda confinada comparativamente, con frecuencia,  al corto período de la reproducción.

Hay, por supuesto, otras actividades sociales importantes dentro de  la horda primate subhumana. La existencia del grupo confiere ventajas tales como la defensa frente a los depredadores, ventajas que trascienden la gratificación de las necesidades eróticas. Desde una perspectiva evolutiva, la sexualidad intensa  y de larga duración del individuo primate es el complemento histórico de las ventajas de la horda primitiva. Por otra parte, al considerar la sexualidad primate subhumana no hay que centrar la atención exclusivamente en el acto del coito. Parece cada vez más evidente que ciertos monos del Viejo y del Nuevo Mundo: los babuinos, los monos rhesus y los monos japoneses, muy cercanos entre sí, pasan por períodos en que se reduce su capacidad reproductora, sin que cese, por ello, su vida dentro de  la horda. En cualquier caso, el sexo interviene en las relaciones sociales de los primates subhumanos en variedad de formas, y la cópula es sólo una de ellas. El acto sexual de montar a la hembra implica una posición de dominio que nace de la competencia crónica por el alimento, las hembras y otros objetos deseables. El sexo es además un elemento cotidiano del juego de los jóvenes; de hecho, las hembras de los primates superiores son las únicas de todo el reino de los mamíferos que reproducen el patrón de conducta sexual de los adultos antes de la pubertad. El rasgo tan familiar entre los primates del aseo mutuo: la acción de quitar y lamer los parásitos y otros objetos de la piel del otro, resulta ser a menudo una actividad sexual secundaria. El sexo es mucho más que una fuerza de atracción entre los adultos machos y las hembras adultas, ya que se da también entre los jóvenes y entre individuos del mismo sexo. El término más adecuado para designar estos actos no es el de promiscuidad, sino el de indiscriminación. Y si bien podríamos considerar como perversiones algunas de esas conductas, todas, son aceptables socialmente para los monos y los simios.

El sexo no es siempre beneficioso para la vida social de los primates. La competencia por las hembras, por ejemplo, puede conducir a una disputa feroz y, a veces, letal. Este rasgo de la sexualidad de los primates es el que hizo que la cultura primitiva frenara y reprimiera el sexo.  El primate humano emergente, inmerso en una lucha a muerte con la naturaleza por la supervivencia, no podía permitirse el lujo de mantener además una lucha  social. La cooperación era esencial, no así la competencia. De este modo, la cultura puso a la sexualidad bajo su control. Más aún, el sexo fue sometido a reglas, reglas tales como el tabú del incesto, que actuaron al servicio de las relaciones de parentesco basadas en la cooperación. Entre los primates subhumanos el sexo organizó la sociedad; las costumbres de los cazadores-recolectores testifican de forma elocuente que fue la sociedad la que ordenó el sexo, en interés de la adaptación económica del grupo.

La evolución de la fisiología del sexo suministró una base para la reorganización cultural de la vida social. Como ha señalado F. Beach, profesor de la Universidad de Yale, la emancipación progresiva de la sexualidad del control hormonal atraviesa todo el orden primate. Esta tendencia culmina en los seres humanos, en los cuales el sexo está más controlado por la mente -el cortex cerebral- que por las glándulas. De este modo, llega a ser posible regular el sexo por medio de reglas morales y subordinarlo a fines colectivos más altos. La represión consecuente de la sexualidad primate presente en el hombre ha adoptado formas sorprendentes tanto en las sociedades primitivas como en las más avanzadas. En toda sociedad humana el sexo está sujeto a  tabúes de varias clases: a propósito del tiempo, el lugar (sólo el animal humano busca la intimidad), el sexo y la edad de la pareja, la referencia al sexo en determinados contextos sociales, la exhibición de los genitales -sobre todo en las mujeres-, la cohabitación durante la realización de determinadas actividades de interés social y cultural, como la guerra, las ceremonias e incluso la preparación de la cerveza. Con todo, es preciso hacer notar que la represión del sexo en favor de otros fines es una batalla que, aunque ha sido ganada por la especie, todavía hoy se está librando en el terreno individual. En la famosa alegoría de S. Freud, el conflicto entre el ¨ello¨ egoista y libidinoso y el  ¨super-yo¨ consciente reproduce el desarrollo de la cultura que tuvo lugar en un pasado remoto.

El fin de muchos de estos tabúes es claro: la fascinación desconcertante del sexo y sus consecuencias potencialmente perturbadoras tenían que ser eliminadas de las actividades sociales importantes. Por eso se puede afirmar que el tabú del incesto es el guardián de la armonía y la solidaridad dentro de la familia, algo central para la sociedad de cazadores-recolectores, dado que para ellos la familia es el grupo económico fundamental. Al mismo tiempo, la prohibición de relaciones sexuales y matrimoniales entre parientes próximos obliga por fuerza a las familias a la formación de alianzas, lo cual contribuye a expandir el parentesco y la red de ayudas entre unos y otros.

Se ha dicho que el parentesco, en su faceta económica de cooperación, se convirtió en el programa de la sociedad primitiva humana. El  ¨parentesco¨ es aquí una forma cultural, no un hecho biológico. Los simios, por supuesto, están emparentados genéticamente unos con otros, pero no tienen nombres, ni pueden nombrar y distinguir a sus parientes y no usan el parentesco como una organización simbólica de la conducta. Por otra parte, el parentesco cultural no tiene virtualmente nada que ver con la relación biológica. Nadie puede estar, pongamos por caso, absolutamente seguro de quien es su padre biológico, pero en todas las sociedades humanas  la paternidad es un status social fundamental.  Casi todas las sociedades hacen suya, implícita o explícitamente, la máxima del código napoleónico que dice: el  padre del niño es el marido de la madre.

Muchos cazadores y recolectores llevan el parentesco a tal extremo que no deja de ser algo curioso para nosotros. Siguiendo un mecanismo técnicamente conocido como parentesco clasificatorio, estos pueblos ignoran las diferencias genealógicas entre parientes colaterales y lineales en determinados puntos, dado que al referirse a ellos utilizan los mismos términos y adoptan la misma conducta social. Así, el hermano de mi padre puede ser ¨padre¨ para mí y yo actúo en consecuencia.  La misma lógica utilizada para los parientes cercanos se puede extender de forma indefinida: el hijo del hermano de mi padre es mi ¨hermano¨, el hermano de mi abuelo es mi ¨abuelo¨, su hijo es mi ¨padre¨, el hijo de éste, mi ¨hermano¨ y así sucesivamente.  Según el comentario de un observador de los aborígenes australianos: ¨Es imposible que un australiano nativo tenga algo que ver con alguien que no sea  pariente suyo, de una clase o de otra, cercano o lejano.¨

La horda primate subhumana varía de tamaño según las diferentes especies, oscilando entre los cien individuos de ciertos grupos de monos del Viejo Mundo y los diez entre los monos antropomorfos. La horda puede permanecer unida todo el tiempo o dividirse durante el dia, alimentándose en grupos reducidos de distinto tipo: parejas de machos y hembras, hembras acompañadas de sus hijos, o machos solos, y volver a reunirse al  llegar la noche en los lugares de descanso. Los monos suelen tender a la dispersión con más frecuencia que los simios.

Normalmente en las hordas de primates hay más hembras que machos adultos, como es el caso de los monos aulladores, donde son tres veces más numerosas. Esto puede ser debido, en parte, a que las hembras alcanzan la madurez más deprisa, por término medio. También puede reflejar la eliminación de algunos machos como resultado de las rivalidades surgidas por la adquisición de las hembras. Pero no es la muerte lo que les sobreviene necesariamente a estos machos perdedores, sino una vida solitaria fuera de la horda o en sus inmediaciones, de la que tratan de escapar tratando en todo momento de formar parte de algún grupo y de obtener parejas.

La emancipación creciente del sexo del control hormonal en los primates, como ha señalado Beach, ha ido de la mano con la evolución del apareamiento promiscuo y la formación de parejas heterosexuales estables y exclusivas entre animales específicos. En ciertos grupos de monos del Nuevo Mundo las hembras y sus hijos forman una comunidad separada de la horda y sólo cuando la hembra está en celo la abandona para buscar pareja. La hembra no llega a estar unida a un macho determinado, sino que pasa de uno a otro después de dejarlos agotados sucesivamente. La horda de los monos Rhesus del Viejo Mundo es similar a aquélla, como también lo son las relaciones sexuales, si bien aquí la hembra receptiva es poseída en primer lugar por los machos dominantes, lo cual representa un paso hacia la exclusividad. En los gibones antropoides la tendencia a la exclusividad se ha desarrollado de forma completa: la horda entera está compuesta comúnmente por un macho adulto, una hembra consorte estable  y sus hijos respectivos. Hasta la fecha  no es posible, sin embargo, establecer de forma segura e inequívoca que semejante cambio progresivo atraviese todo el orden de los  primates. Lo que sí parece claro es que los primates superiores subhumanos prefiguran la familia humana con mucha más fuerza que los primates inferiores.

La horda de primates es un grupo social cerrado. Cada horda posee un territorio, y los grupos locales de la mayoría de las especies lo defienden (el territorio o los árboles) de las intrusiones de otros grupos de su misma especie. La relación habitual entre las hordas que están próximas es de enemistad, sobre todo, según parece, cuando el alimento escasea. Las fronteras son puntos de desviación social y el contacto entre los grupos vecinos consiste, a menudo, en  gritos beligerantes, cuando no desembocan en estallidos de violencia asesina.

Las relaciones territoriales entre las bandas (un término técnico que se usa para referirse al grupo social cohesionado) de los cazadores-recolectores nos ofrecen un contraste significativo. El territorio de la banda no es nunca de uso exclusivo suyo. Los individuos y las familias pueden cambiar de un grupo a otro, sobre todo en aquellos hábitats cuyos recursos alimenticios varían de un año a otro y de un lugar a otro. Además, la hospitalidad y las visitas entre las bandas se deben, en buena medida, a razones puramente sociales y ceremoniales. Las bandas gozan de autonomía política, pero circula una noción general de tribalismo entre las que son vecinas que se sustenta en la semejanza de la lengua y las costumbres y además  en la colaboración social. Estas ideas se hallan reforzadas de un modo importante por el parentesco y la regulación cultural del sexo y el matrimonio. En todos los  supervivientes modernos de la Edad de Piedra está prohibido el matrimonio entre parientes próximos, mientras que el matrimonio fuera de la banda se estima, cuando menos, como el preferido, y a veces como moralmente aconsejable. De este modo, los lazos de parentesco creados llegan a ser los canales sociales de ayuda y solidaridad recíprocas que conectan a las bandas entre sí. No parece injustificada la afirmación de que la capacidad humana de extender el parentesco fue una condición social necesaria para el despliegue del hombre primitivo por las grandes dimensiones del planeta.

Otra consecuencia  del parentesco entre bandas, que merece subrayarse, es el carácter  infrecuente de la guerra en los pueblos cazadores-recolectores. Difícilmente podría darse un conflicto bélico de largo alcance, por razones técnicas y logísticas. Pero, más aún, la contención de la guerra tiene que ver con la omnipresencia de una relación social, como el parentesco, que en las sociedades primitivas, a menudo, es sinónimo de ¨paz¨.  La célebre utopía de Hobbes de ¨la guerra de todos contra todos¨, propia del hombre en estado natural,  no podía estar más lejos de la verdad. La guerra aumenta en intensidad, derramamiento de sangre, duración e importancia para la superviviencia de la sociedad con la evolución de la cultura, y culmina en la civilización moderna. De forma paradójica, la agresividad más cruel, que se considera vulgarmente la quintaesencia de la naturaleza humana, alcanza su punto culminante en unas condiciones humanas muy alejadas de las de los primeros tiempos. El contraste con  lo que se ha dicho de los bosquimanos no podría ser mayor, a saber, que ¨la guerra no forma parte de su naturaleza¨.

La familia es la única organización permanente dentro la banda y ésta es una agrupación de familias emparentadas entre sí, compuesta, por término medio, de unas 20 a 50 personas. Las bandas carecen de ley y de gobierno auténticos; las reglas de buena conducta  no son diferentes de las consagradas por la costumbre para relacionarse con los parientes. En cierto sentido, este sistema de reglas de etiqueta es más efectivo que la propia ley. El incumplimiento de  las mismas  supone una ofensa que debe ser castigada con sanciones que incluyen el ostracismo, el chismorreo y el ridículo.

La familia humana primitiva, a diferencia de la pareja de primates subhumanos, no se basa sólo en la atracción sexual. El sexo tiene fácil solución en la mayoría de las sociedades de bandas, tanto antes como fuera del matrimonio, y por sí solo no origina ni destruye la familia necesariamente. El mismo tabú del incesto implica que la familia humana no puede ser el resultado social de las inclinaciones eróticas. Más todavía, los derechos sexuales que el marido tiene con respecto a su mujer se pueden quedar a menudo en Un15_04suspenso cuando están en juego las relaciones amistosas con otros hombres, tal como sucede con la célebre costumbre de los esquimales del préstamo de la esposa. Este es,por cierto, sólo un mecanismo cultural entre muchos otros que se sirven del matrimonio y del sexo para la creación de alianzas sociales más grandes. De forma claramente opuesta  a lo que sucede en las uniones de primates subhumanos, que se originan y se sostienen  por  la violencia, el matrimonio en las sociedades de bandas es un medio para asegurar la paz. El adulterio y las disputas por las mujeres no son cosas desconocidas entre  los pueblos primitivos. Pero tales acciones son antisociales. En el mundo de los monos y los simios, sucesos similares a éstos, constituyen la fuente del orden social.

El matrimonio y la familia son instituciones demasiado importantes en la vida primitiva como para hacerlas depender de un suelo tan inestable como el ¨amor¨. La familia es la institución económica decisiva de la sociedad. Esta institución es para los pueblos cazadores-recolectores lo que fue el señorío para la Europa feudal, o el sistema corporativo de producción para el capitalismo. La familia es la organización productiva. La división principal del trabajo en la economía de la banda es la que hay entre hombres y mujeres. Los hombres se dedican a la caza y a la preparación de las armas de caza, las mujeres a la recolección de plantas silvestres y al cuidado de la casa y de los niños. El matrimonio es, pues, una alianza entre dos elementos esenciales de la producción. Estos factores se complementan mutuamente – los esquimales dicen que ¨un hombre es el cazador que su esposa ha hecho de él¨- y sellan la unión de ambos  al verse obligados a mantener relaciones maritales y familiares. Muchos antropólogos han sido testigos de que para la mentalidad de los nativos es mucho más importante saber cocinar y coser, o saber cazar, que la belleza de una futura esposa.

El papel económico del matrimonio primitivo es responsable de muchas de las características específicas de esta institución. En primer lugar, el estado civil de todo adulto es el de casado; uno no puede permitirse el lujo, económicamente hablando, de quedarse soltero. Por eso, el primate subhumano que lleva una vida solitaria no tiene equivalente en la banda. El número de esposas que puede tener un hombre en estas sociedades está limitado por consideraciones económicas. Un simio macho tiene tantas hembras como pueda conseguir y defender por sí mismo; un hombre no puede tener más esposas que las que puede mantener. De hecho, el matrimonio es, por lo general, monógamo en los pueblos cazadores y recolectores, aunque  no existen reglas que prohiban la poligamia. En tanto que reflejo de las compulsiones de la economía, la cultura ha alterado de forma dramática los apareamientos humanos y ha diferenciado la familia humana de sus análogos primates más cercanos.

Las relaciones jerárquicas de dominio y sumisión son propias de  la vida social  de los primates subhumanos. Tales relaciones surgen y se mantienen debido a la competencia crónica por las hembras, el alimento, tal vez,  y otras cosas apetecibles, que tiene lugar en todas las agrupaciones de monos y de simios. Las victorias sucesivas garantizan al animal dominante una serie de privilegios para el futuro; los subordinados, siguiendo una respuesta condicionada, abandonan o renuncian a todo lo que tenga valor. Según H.W. Nissen de los Laboratorios Yerkes de Biología de los Primates, ¨cuanto más grande es el animal, mayor es la cantidad de alimento que puede conseguir, cuanto más fuerte es el macho, más hembras le corresponden¨. En la mayoría de las especies los machos suelen dominar a las hembras, pero en ciertas especies de monos antropomorfos, como los Un9_05chimpancés y los gibones, sobre todo, suele suceder al revés. Hay que destacar una diferencia que parece darse en los subórdenes de primates, a propósito de lo que se ha llamado el atributo del poder: en los monos del Nuevo Mundo el poder es ¨débil¨; en los del Viejo Mundo llega a ser ¨áspero¨y ¨brutal¨; y en los simios, aunque aparenta ser grande, no surge, ni se mantiene de forma tan violenta. En todas las especies, sin embargo, el poder repercute en una variedad de actividades sociales, que incluyen tanto el juego, el aseo y las relaciones entre hordas, como el sexo y el alimento. Comparado con los primates subhumanos anteriores y con los desarrollos culturales posteriores, se puede decir que el poder  en los pueblos cazadores-recolectores primitivos se sitúa en su punto más bajo. La cultura es el ¨nivelador¨ más antiguo. Entre los animales capaces de comunicarse simbólicamente, los más débiles pueden siempre confabularse para derrocar a los fuertes. Por otra parte, los medios políticos y económicos de la tiranía están subdesarrollados en los pueblos primitivos.

Hay cierta continuidad evolutiva en la conducta dominante de los primates y los hombres primitivos; el liderazgo entre los cazadores-recolectores, tal como está, recae en los hombres. Con todo, la supremacía de los hombres, como un todo, en la banda no significa necesariamente la subordinación degradante de las mujeres en la casa. Una vez más, el arma del lenguaje articulado debe ser tenido en cuenta; el antropólogo danés K. Birket-Smith observa: ¨Un censo mostraría, sin duda, un porcentaje más alto de maridos calzonazos entre los esquimales que en un país civilizado (excepto, tal vez, los Estados Unidos!); la mayoría de los esquimales tienen un respeto hondamente arraigado por las lenguas de sus esposas¨. Los hombres que lideran la banda son los más sabios y los más viejos. Sin embargo, no se les respeta por su habilidad para incautar determinadas provisiones de alimentos deseados. Muy al contrario, el requisito necesario para tener prestigio es la generosidad; el hombre que más hace por la banda, el que se sacrifica más, será el más querido y respetado por el resto. La prueba indicadora del status entre los cazadores-recolectores es, por lo común, el reverso de lo que sucede con los monos y los simios; el asunto es quien regala, no quien se lo lleva. El segundo requisito del liderazgo es el conocimiento -conocimiento del ritual, de la tradición, de los movimientos de la caza, del terreno y de otras cosas que son necesarias para el control de la vida social. Por esto es por lo que los ancianos son respetados. En una sociedad estable ellos saben más cosas que el resto y estar ¨pasado de  moda¨ es una gran virtud.

El conocimiento, por sí solo, proporciona poco poder. Los jefes de una banda no pueden dar órdenes, tan solo consejos. Como dijo textualmente un jefe pigmeo del Congo a un antropólogo, no vale la pena dar órdenes, ¨pues nadie las cumpliría¨. La manera de referirse a los líderes de las bandas de cazadores-recolectores muestra de forma elocuente cuáles son sus poderes: El líder de los Shoshones es el ¨hablador¨ y su homólogo esquimal es ¨el que piensa¨. En la banda primitiva la familia es una comunidad más cohesionada y fuerte que la banda como un todo, y cada una de ellas es libre para gestionar sus propios asuntos. Según Berket-Smith: ¨No existen rangos o clases entre los esquimales, razón por la cual  deben renunciar a esa satisfacción que Thackeray llama el verdadero placer de la vida, la de relacionarse con los inferiores¨. Lo mismo puede decirse de las demás sociedades primitivas.

La nivelación del orden social que acompañó el desarrollo de la cultura guarda relación con el cambio económico fundamental que pasó del individualismo egoista -literalmente brutal- de los primates a la cooperación con los parientes. Los monos y los simios no cooperan económicamente; los primeros ni siquiera pueden aprender a trabajar juntos, cosa que sí pueden llegar a hacer los simios. Tampoco comparten nunca el alimento, salvo cuando un animal subordinado es intimidado por uno dominante. Entre los primitivos, por otra parte, el reparto de alimentos se sigue automáticamente de la división sexual del trabajo. Más aún, la economía familiar es una puesta en común de bienes y servicios,  -¨comunismo viviente¨, según un famoso antropólogo del siglo XIX. La supervivencia del grupo exige que el cazador afortunado comparta su botín con los que no tienen nada. ¨El cazador abate la presa, los otros la toman¨, dicen los Yukaghir de Siberia.

En una banda los bienes económicos pasan de mano en mano y la circulación de los mismos aumenta a medida que se estrecha el grado de parentesco de los grupos domésticos, y también dependiendo de la importancia de los bienes que afectan a la supervivencia. El alimento, el recurso básico, debe estar siempre disponible para otros, bajo pena de ostracismo; cuanto más escaso, más celeridad hay que mostrar para regalarlo, y todo ello por nada. Además, el alimento y otras cosas, al margen de las consideraciones utilitarias, se comparten a veces con el fin de promover las relaciones amistosas. Hubo un tiempo en los asuntos humanos en que el único derecho de propiedad  que imprimía distinción, era el de dar regalos.

Obviamente, la conducta económica de los primitivos no se ajusta al estereotipo del ¨hombre económico¨ conforme al cual organizamos y analizamos nuestra propia economía. Sin embargo, sí se ajusta a un campo de la economía que nos es familiar, tan familiar que nadie se molesta en hablar de él, y que requeriría una ciencia económica: la economía del parentesco y la amistad. Hay mucho que aprender de la economía primitiva a este respecto, y no sería un mero ejercicio de analogía, pues nuestras relaciones parentales constituyen una supervivencia de tipo evolutivo de las relaciones que una vez abarcaron a la sociedad entera.

Por medio de la adaptación selectiva a los peligros de la Edad de Piedra, la sociedad humana superó o subordinó los rasgos primates, tales como el egoismo, la sexualidad indiscriminada, el dominio y la competencia brutal.  Sustituyó el conflicto por el parentesco y la cooperación, puso la solidaridad por encima del sexo, la moralidad sobre el poder. En esos primeros tiempos se llevó a cabo la reforma más grande de la historia, la superación de la naturaleza primate del hombre, y de esa manera se aseguró el futuro evolutivo de nuestra especie.

(Sahlins, M., 1960, «The Origin of Society»In (ed) Peter B Hammond, Physical Anthropology and Archaeology (1964), The Macmillan Company, New York, USA. pp 59-65. Traducción de Mª. Concepción González Pérez)

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Descubrimiento de América

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Cristobal_Colón_de_Barcelona¿Cómo habían de pensar los conquistadores de Granada que la metrópoli del imperio muslímico español que acababan de ganar para el cristianismo había de ser una adquisición insignificante, en comparación de las inmensas posesiones que allá en otro mundo habían de conquistar sus armas, y con que habían de enriquecer la corona de Castilla? ¿Y cómo habían de pensar en las conquistas de otro mundo, si ignoraban que este mundo existía? Y sin embargo había este mundo, que la Providencia tenía destinado a engrandecer la nación que más que otra alguna del globo había luchado con heroísmo, con constancia y con fe contra los enemigos de la religión y del nombre cristiano. ¿De dónde había de venir, y quién había de obrar este prodigio que nadie esperaba?

«Un hombre oscuro y poco conocido, dice un ilustrado escritor español, seguía a la sazón la corte. Confundido en la turba de los importunos pretendientes, apacentando su imaginación en los rincones de las antecámaras con el pomposo proyecto de descubrir un nuevo mundo, triste y despechado en medio de la alegría y alborozo universal, miraba con indiferencia y casi con desprecio la conclusión de una conquista que henchía de júbilo todos los pechos y parecía haber agotado los últimos términos del deseo. Este hombre era Cristóbal Colón.»

Este personaje, oscuro y desconocido entonces, ilustre y célebre después, era natural de Génova, hijo de un cardador de lana, industria no reputada por innoble en aquella república y en aquella época. Cristóbal era mayor que sus dos hermanos Bartolomé y Diego, que después tomaron tanta parte en sus trabajos y en sus glorias. Dedicóle su padre desde muy niño al estudio de la latinidad, de las matemáticas, de la geografía y astronomía en la universidad de Pavía. Su genio le inclinaba con ardor a la ciencia geográfica y a la náutica, y Génova, ciudad marítima, ofrecía abundancia de atractivos y proporciones a los jóvenes fogosos, activos y emprendedores como Colón. Hizo pues varias expediciones navales por el Mediterráneo, y parece estuvo ya encargado de arriesgadas empresas náuticas con motivo de las guerras de Nápoles producidas entonces por las pretensiones de los duques de Anjou. De todos modos Cristóbal Colón no era ya un marino vulgar, cuando en 1470, a consecuencia de un terrible combate naval, según unos, de un naufragio según otros, o guiado por su instinto, o conducido por la Providencia, arribó a Lisboa, centro entonces de atracción para los geógrafos y navegantes de todo el mundo.

Porque en el siglo XV., en ese siglo que mereció señalarse con el glorioso título de siglo de los descubrimientos, debido al entusiasmo por las expediciones marítimas y al desarrollo y progresos de la ciencia náutica, era el pequeño reino de Portugal el que marchaba al frente de los adelantos en la navegación, el centro donde concurrían los espíritus aventureros de todos los países. Merced al superior talento, al celo y a la magnificencia del príncipe Enrique, hijo de Juan I., la marina portuguesa se distinguía por sus atrevidas expediciones, por sus conocimientos geográficos y marítimos, por la grandiosidad de sus empresas y la extensión de sus descubrimientos. La aguja de marear se generalizó entre los portugueses, los marineros adquirieron nueva audacia, habían doblado promontorios hasta entonces espanto de los navegantes, entre ellos el cabo Bojador, suceso que los escritores de aquel tiempo pintaron como superior a los trabajos de Hércules, habían despojado la región de los Trópicos de sus fantásticos terrores, reconocido las costas de África desde Cabo Blanco hasta Cabo Verde, y conquistado islas o desconocidas u olvidadas hasta aquel tiempo. El príncipe Enrique concibió la grande idea de circunnavegar el África para abrir un camino directo y expedito al comercio de la India; pero la navegación del Atlántico estaba en su infancia, y a pesar de haberse extendido a la isla de la Madera y las Canarias, era tan poco conocido que los navegantes ignoraban que tuviese límites esta inmensa extensión de aguas.

Éste era el país que parecía convenirle a Colón, cuyo genio y cuyos conocimientos le llamaban a salir de los estrechos mares de la Liguria. Cuando llegó a Lisboa se hallaba en el vigor de su vida, pues contaba sobre 34 años de edad. Allí adquirió amorosas relaciones y se casó con la hija de un piloto italiano (llamada Felipa Muñiz o Moñis de Palestrello), famoso navegante del tiempo del príncipe Enrique, y gobernador que había sido de la isla de Puerto-Santo. Su viuda, conociendo la pasión de su nuevo yerno a los estudios marítimos, le entregó todos los papeles, cartas, diarios, apuntes e instrumentos que de su difunto esposo le habían quedado, y que fueron verdaderos tesoros para Colón, puesto que por ellos conoció las navegaciones de los portugueses, sus planes y sus ideas, y su lectura y estudio le ayudaron a discurrir sobre la navegación por el Occidente y la India, y le excitaron a viajar con los portugueses por las costas de Guinea y de Etiopía. Esto le proporcionó también vivir algún tiempo en la isla de Puerto-Santo, donde su mujer había heredado alguna propiedad, y allí tuvo a su hijo primogénito Diego. El tiempo en que no navegaba le empleaba en dibujar y levantar cartas geográficas que vendía y de que sacaba para sustentar a su familia, y sus mapas le iban dando grande reputación de entendido cosmógrafo entre los sabios. Uno de estos fue el docto florentino Pablo Toscanelli, cuya correspondencia le fue utilísima, y el cual contribuyó poderosamente a alentarle en sus estudios y en los grandes proyectos que ya Colón traía en su mente. Acaso también fue el que le dio a conocer las magníficas y maravillosas narraciones del veneciano Marco Polo, que entonces se consideraban como fabulosas, acerca de las opulentas regiones del Asia, de Cipango y de Cathay, de los países del oro y de las perlas. Ellas ayudaron a Colón a fijarse en el pensamiento de llegar por el Occidente a las costas de Asia, o de la India, como él la llama siempre, suponiendo extenderse aquella parte del globo hacia Oriente hasta comprender la mayor parte del espacio desconocido.

Diferentes especies de razones servían de fundamento a Colón para creer que hubiese tierras desconocidas en Occidente, y que el mar interpuesto entre el mundo antiguo y el que imaginaba, fuese posible y tal vez fácil de atravesar. Apoyábase en las vagas opiniones de Aristóteles, de Estrabón, de Tolomeo, de Plinio, de Séneca y otros autores antiguos sobre la redondez de la tierra. Recogía con avidez cuantas noticias, datos o indicios suministraban los pilotos y navegantes que habían pasado más allá de las Azores. Pero el principio en que fundaba principalmente su teoría era la esferoide del globo y la existencia de los antípodas. Si la tierra es esférica, decía, se podrá pasar de un meridiano a otro, ya en dirección de Oriente, ya en sentido inverso, y ambos caminos serán complemento uno de otro; de modo que si uno pasa de ciento ocho grados, el otro será mucho menor. Así que, dos felices errores, el de la extensión imaginaria del Asia hacia el Oriente, y el de la supuesta pequeñez de la tierra, le conducían a una verdad, y como dice uno de sus doctos biógrafos, el atractivo de lo falso le llevaba hacia lo verdadero. De todos modos, Colón intentó penetrar uno de aquellos misterios de la naturaleza, que entonces se hacían increíbles, aún supuesta la redondez del mundo, no descubiertas aún las leyes de la gravedad específica y de la gravitación central. Y tan pronto como estableció su teoría, se fijó en ella con toda la resolución de un hombre de genio que tiene fe en sus cálculos, lo cual unido a su profundo sentimiento religioso le hacia mirarse como un hombre destinado por Dios para cumplir altos designios.

Fijo en su grande idea, y aprovechando la feliz oportunidad con que se descubrió la aplicación del astrolabio a la navegación, pero falto de recursos, propuso al rey don Juan II de Portugal, en cuya corte tanto se protegían las empresas náuticas, que si le suministraba hombres y bajeles, emprendería el descubrimiento de un camino más corto y directo para la India, marchando vía recta al Occidente a través del Atlántico. El rey le oyó, y consultó la proposición con una junta de personas inteligentes, la cual calificó su pensamiento de quimérico y extravagante, y condenó su proposición por insensata. Con todo, no faltó quien al ver al monarca poco satisfecho del dictamen de la corporación, le propusiera que se entretuviese al marino genovés, en tanto que se enviaba sigilosamente un buque en la dirección por él indicada, para cerciorarse de los fundamentos de su teoría, cuyo buque salió, y regresó después de haber pasado las Azores, sin resultado alguno, lo cual sirvió para acabar de ridiculizar el proyecto de Colón. Indignado éste dela superchería, y no ligándole ya lazo alguno con aquel reino, pues había perdido a su esposa, abandonó secretamente a Portugal, llevando consigo a su hijo Diego, reducidos ambos a la más extrema pobreza.

No se sabe si fue entonces o antes cuando hizo Colón igual ofrecimiento a Génova su patria, donde no tuvo más feliz acogida, y donde recibió también una repulsa igualmente desdeñosa. Lo cierto es que desechado su plan en ambos países, volvió su vista a Castilla, donde los genoveses habían sido de antiguos tiempos muy generosamente favorecidos, y determinó buscar amparo en los reyes de Castilla, que tenían fama de amantes de las grandes empresas y de protectores de la marina y del comercio.

A la puerta del convento de religiosos franciscanos de la Rábida, distante media legua escasa de Palos, pequeño puerto de Andalucía, llegaron un día dos viajeros a pie, pobremente vestidos, llenos de sudor y de polvo, el uno que parecía ya de edad madura, el otro joven de corta edad, que mostraba ser hijo suyo, para el cual pidió al portero del convento pan y agua. Era el estío de 1485 y un sol ardiente abrasaba los campos de Andalucía. Mientras el niño tomaba aquel pequeño refrigerio, el guardián del convento Fr. Juan Pérez de Marchena, que por allí pasaba, reparó en la majestuosa y grave presencia del viajero, en su mirada penetrante, expresiva y dulce, en su noble fisonomía, y hasta en su vestido, que aunque pobre y estropeado por el polvo y las fatigas de un largo viaje, revelaba cierta elegancia que no era de un hombre vulgar. Acercóse a él, le habló con dulzura, se informó de los antecedentes de su vida, y entonces supo que los huéspedes de la portería eran Cristóbal Colón y su hijo Diego, que caminaban a la vecina ciudad de Huelva, donde residía un cuñado de aquel. Detúvolos el guardián, hombre tan piadoso como entendido, admirado y enamorado de la agradable e instructiva conversación del extranjero, dándoles grata hospitalidad en el convento. Entendiéronse fácilmente el religioso y el peregrino. Éste confió a aquel el secreto de sus grandiosos planes; y el padre Marchena, que tal vez por su trato con los famosos y entendidos marinos del vecino puerto de Palos, poseía conocimientos acerca de la ciencia de la navegación que no podían esperarse en un hombre del claustro, comprendió la importancia, la grandeza y tal vez la posibilidad de los vastos designios de Colón, y se ofreció a ser su amigo y su protector, y a introducirle y recomendarle en la corte de sus soberanos. La religión comprendió al genio, dice elocuentemente uno de los biógrafos del ilustre genovés. El piloto Velasco y el médico Garci Fernández de Palos contribuyeron mucho en las conferencias de la Rábida, con su práctica el uno, con su ciencia el otro, a confirmar al padre Marchena en la alta idea que formó de la persona y de la gigantesca concepción del huésped que parecía haberle deparado el cielo.

Fr. Juan Pérez había sido confesor de la reina Isabel, y conservaba relaciones de amistad con el que lo era entonces, Fr. Fernando de Talavera, prior del monasterio de Prado. Parecióle, pues, que a ninguno mejor podía encomendar el patrocinio del grandioso plan y del magnífico ofrecimiento que Colón iba a presentar a los reyes de España, y en el principio del año siguiente (1486) envió a Colón a Córdoba, donde se hallaba la corte, con cartas para el confesor Talavera. Pero este piadoso varón, instruido y docto en las ciencias eclesiásticas, carecía de los conocimientos, extraños en verdad a su profesión y carrera, que pudieran hacerle comprender la sublime teoría que se le recomendaba, y la miró como un sueño irrealizable. Siendo como era el confesor un hombre tan benéfico, ni siquiera le proporcionó una audiencia con la reina. Colón, extranjero, pobremente vestido, y sin otra recomendación que la de un fraile franciscano, no era fácil que se hiciera escuchar de una corte, por otra parte embargada toda en las atenciones de una guerra viva con los moros. No es en medio del bullicio y de la movilidad donde se puede hacer comprender los pensamientos grandes y nuevos. Sin embargo, no desmayaron ni Colón ni su generoso protector el padre Marchena. Tuvieron paciencia y esperaron ocasión más propicia. Logró al fin el infatigable guardián de la Rábida interesar al Gran Cardenal de España don Pedro González de Mendoza varón juicioso, ilustrado, benévolo y amable, el cual accedió a oír a Colón y escuchar sus razones. Asustó al principio al cardenal una teoría que le parecía envolver opiniones heterodoxas; pero la elocuencia de Colón, la fuerza de sus razones, la grandeza y la utilidad del designio y la fervorosa religiosidad de que estaba animado el autor, vencieron las preocupaciones del prelado, y Colón obtuvo por su mediación una audiencia con los reyes. Apareció el extranjero con modesta gravedad a la presencia de los soberanos de Castilla. «Pensando en lo que yo era, escribía él mismo después, me confundía mi humildad; pero pensando en lo que llevaba, me sentía igual a las dos coronas.» Fernando, frío y cauteloso, pero nunca indiferente a las grandes ideas; Isabel, más expansiva y más entusiasta de los grandes pensamientos, ambos oyeron a Colón benévolamente; pero tratábase de un proyecto que requería conocimientos científicos y especiales, y quisieron someterle al examen de una asamblea de hombres ilustrados, que determinaron se reuniese en Salamanca, bajo la presidencia de Fr. Fernando de Talavera. Aunque para este consejo se nombraron profesores de geografía, de astronomía y de matemáticas, eran la mayor parte dignatarios de la Iglesia y doctos religiosos, que miraban con desconfianza y con incredulidad toda idea que no estuviese en consonancia con su limitado saber y rutinarias doctrinas, y era peligroso sostener teorías que pudieran parecer sospechosas a la recién establecida Inquisición. Así fue que en lugar de examinarse el proyecto de Colón científicamente en la junta del convento de San Esteban de Salamanca, apenas se hizo sino combatirle con textos de la Biblia, y con autoridades de Lactancio, de San Agustín y de otros padres de la Iglesia, de las que deducían que la tierra era plana, que no era posible existiesen antípodas que anduvieran con los pies arriba y la cabeza hacia abajo, y con otros semejantes argumentos, calificando las proposiciones de Colón de insensatas, de poco ortodoxas y casi heréticas. Sin embargo, Colón combatió con dignidad, con elocuencia y con razones sólidas las preocupaciones del consejo. Pero eran los albores de la luz luchando con una niebla densa y apoderada del horizonte, no solo de España sino de todo el mundo: y el que hablaba era además un extranjero desconocido, y mirábanle como un aventurero miserable. Así, a los ojos del vulgo pasaba por un fanático, un soñador o un loco. No faltó a pesar de eso quien conociera el valor de sus elocuentes raciocinios, y se mostrara adicto a sus proyectos. Entre otros merece citarse con honra el religioso dominico Fr. Diego de Deza, profesor de teología entonces y maestro del príncipe don Juan, inquisidor después y arzobispo de Sevilla, que le daba habitación y comida en el convento, y fue más adelante su especial protector para con los reyes. La apática junta no resolvió nada, y dejó trascurrir tiempo y años, como cosa que ni le importaba, ni en su entender había de tener nunca resultados.

En los años que en tal estado trascurrieron, Colón, extranjero y pobre, teniendo que atender a su subsistencia y a la de su hijo, se la procuraba «vendiendo libros de estampa, o haciendo cartas de marear», como dicen dos célebres escritores contemporáneos. Protegiéronle también algunos magnates, principalmente los poderosos duques de Medinasidonia y Medinaceli, y consta que este último le mantuvo a sus expensas al menos por espacio de dos años. Los reyes no le abandonaban tampoco: librábanle de tiempo en tiempo cantidades para su manutención y particulares gastos, y solían expedir reales cédulas para que en sus viajes se le hospedase gratuitamente y con decoro. Honraronle también en cuanto podían y quisieron tenerle a su lado en los sitios de Málaga y de Granada. De modo que Colón solía seguir frecuentemente la corte, y puede decirse que obraba como quien estaba al servicio de los reyes de Castilla.

Pero cansado al fin de la penosa tardanza en resolver su proposición, instó a la corte para que se le diese una contestación definitiva (1491). Triste y apesadumbrado oyó entonces que la junta de Salamanca había declarado su plan quimérico, irrealizable, y apoyado en débiles fundamentos, y que el gobierno no debía prestarle su apoyo, si bien el cardenal Mendoza y el maestro Deza, obispo ya de Palencia, templaron la fatal sentencia, asegurándole que si entonces los reyes se hallaban demasiado ocupados para adoptar su empresa, concluida que fuese la guerra tratarían con él y no dejarían de tomar en consideración sus ofrecimientos. Parecióle aquella respuesta a Colón, o una evasiva, o una repulsa política, y más desesperado que abatido, se disponía a abandonar a España para ir a presentar su proposición al rey Carlos VIII. de Francia, de quien por aquel tiempo había recibido una carta satisfactoria; y con esta intención se dirigió al convento de la Rábida a despedirse del guardián su amigo y a recoger a su hijo Diego que se había quedado allí. Disgustado el Padre Marchena con la contestación que su protegido le anunciaba, redobló su interés y su celo, suplicó a Colón que difiriese su partida, pidió una audiencia a la reina, de quien había sido confesor, y obtenida respuesta favorable, en el momento de recibirla, que era media noche, mandó ensillar su mula y se encaminó a Santa Fe, donde los soberanos se hallaban. Admitido a la presencia de Isabel, habló el elocuente religioso con tanta energía en favor del proyecto de Colón, que la reina, conmovida con sus razones y ardiente partidaria de las empresas heroicas, envió a llamar al marino genovés librando una buena suma para que pudiese presentarse con el conveniente equipo en la corte.

Llegó Colón al real de Santa Fe en ocasión de presenciar la rendición de Granada, y cuando los ánimos se hallaban rebosando de júbilo por la gloriosa terminación de aquella famosa guerra. En aquella feliz coyuntura presentóse el gran proyectista a los reyes, esforzó las razones y fundamentos de su plan, expuso la convicción que tenía de llegar a la India por el camino de Occidente, pintó con vivos colores la opulencia de los reinos de Cipango y de Cathay, según los describían las magníficas relaciones de Marco Polo y otros viajeros y navegantes dela edad media, y representó cuánta gloria y cuán noble orgullo cabría a los monarcas a quienes se debiera la propagación de la fe católica entre los infieles de tan remotos climas y regiones. Lo primero era un gran aliciente para el rey Fernando: en cuanto a la piadosa Isabel, la sola esperanza de ver difundida la luz del Evangelio por extrañas tierras le hubiera bastado, aunque otras ventajas no viese, para acoger con entusiasmo el pensamiento y la empresa de Colón. Inmediatamente, pues, nombró una comisión, no ya para examinar el proyecto, sino para que ajustara con su autor las condiciones con que había de ejecutarle. Colón tenía tal confianza en sí mismo y en el éxito y magnitud de su empresa, que pidió para sí y sus herederos el título y privilegios de gran almirante de los mares que iba a explorar, la autoridad de virrey en las islas y continentes que descubriese, el derecho de designar para el gobierno de cada provincia tres candidatos, entre los cuales elegiría el rey, y además la décima parte de las riquezas o beneficios que se sacaran de la expedición. Parecieron exorbitantes e inadmisibles estas condiciones, tacharonlas los cortesanos y magnates, y entre ellos el docto arzobispo Talavera, de exigencias ofensivas al trono e intolerables en un miserable y extraño aventurero. Propusieronle modificaciones que Colón se negó a admitir con inflexible entereza. Rompieronse, pues, las negociaciones, y Colón resolvió de nuevo alejarse de España, renunciando a sus esperanzas más halagüeñas.

A la noticia del alejamiento de Colón, conmovieronse sus amigos, que los tenía ya muchos y muy buenos, contándose entre ellos Alonso de Quintanilla, contador mayor de Castilla, Luis de Santangel, secretario racional de la corona de Aragón, la marquesa de Moya doña Beatriz de Bobadilla, la íntima amiga de la reina Isabel, y otros de grande influjo en sus consejos. Presentáronse estos a la reina, y pintáronle con vivos colores la gloriosa empresa que iba a dejar escapar de las manos, y de que tal vez se aprovechara algún otro monarca, insistiendo mucho Luis de Santangel en recomendar las prendas que concurrían en Cristóbal Colón, y la ventaja de otorgar unos premios que cuando se dieran los tendría sobradamente merecidos. Isabel examinó de nuevo el proyecto, le meditó, y se decidió a proteger la grandiosa empresa. Menos resuelto o más receloso Fernando, vacilaba en adoptarla en atención a lo agotado que habían dejado el tesoro los gastos de la guerra. «Pues bien, dijo entonces la magnánima Isabel, no expongáis el tesoro de vuestro reino de Aragón: yo tomaré esta empresa a cargo de mi corona de Castilla, y cuando esto no alcanzare, empeñaré mis alhajas para ocurrir a sus gastos.» ¡Magnánima resolución, que decidió de la suerte de Castilla, que había de engrandecer a España sobre todas las naciones, y que había de difundir el glorioso nombre de Isabel por todos los ámbitos del globo y por todas las edades!

Un correo fue despachado a alcanzar a Colón, que iba ya a dos leguas de Granada, y conducirle a Santa Fe, donde los reyes le manifestaron que aceptaban sus condiciones. En su virtud se concluyó en 17 de abril (1492) un tratado entre los reyes de España y Cristobal Colón, bajo las bases siguientes: 1.ª Que Colón y sus herederos y sucesores gozarían para siempre el empleo de almirante en todas las tierras y continentes que pudiese descubrir o adquirir en el Océano; 2.ª Que sería virrey y gobernador de todas aquellas tierras y continentes, con privilegio de proponer tres sujetos para el gobierno de cada provincia, uno de los cuales elegiría el soberano; 3.ª Que tendría derecho a reservar la décima parte de todas las riquezas o artículos de comercio que se obtuviesen por cambio, compra o conquista dentro de su almirantazgo, deduciendo antes su coste; 4.ª Que él o su lugarteniente serían los solos jueces de todas las causas y litigios que ocasionara el tráfico entre España y aquellos países; 5.ª Que pudiera contribuir con la octava parte de los gastos para el armamento de los buques que hubieran de ir al descubrimiento, y recibir la octava parte de las utilidades.

Hecho este convenio, la reina Isabel, con su maravillosa actividad, procedió a dar las órdenes necesarias para llevar a efecto la expedición, que había de salir del pequeño puerto de Palos, cuyos habitantes estaban obligados a mantener cada año dos carabelas para el servicio público. El tercero le proporcionó el almirante mismo con ayuda del guardián de la Rábida y de su amigo el rico comerciante y constructor de aquel puerto Alonso Pinzón. A esto se reducía la flota que había de ir a través del grande Océano a descubrir nuevos mundos. Los mismos habitantes del país tenían tan poca confianza en el éxito del viaje, que fue necesario dar seguro por cualesquiera crímenes a los que se resolviesen a embarcarse, hasta dos meses después de su regreso. Merced a ésta y otras concesiones, fueron venciendo su repugnancia los marineros andaluces, y aún así tardó tres meses en estar dispuesta la flotilla. «Parecía, dice un elocuente escritor, que un genio fatal, obstinado en luchar contra el genio de la unidad de la tierra, quería separar para siempre estos dos mundos que el pensamiento de un solo hombre trataba de unir.»

Por último, en la madrugada del 3 de agosto, después de haber confesado y comulgado la pequeña armada, según la piadosa costumbre de los viajeros españoles, se dio a la vela el intrépido almirante en el mayor de los tres buques, al cual se puso por nombre Santa María. La primera de las dos carabelas, llamada la Pinta, iba mandada por Alonso Pinzón, y la segunda, nombrada la Niña, por su hermano Francisco. Componíase la tripulación de unas ciento veinte personas, contados noventa marineros, un médico, un cirujano, un escribano y algunos sirvientes de varias clases. El coste de la flotilla había ascendido a unos 20.000 pesos, y llevaba víveres para doce meses.

Dejemos ahora al más atrevido de los navegantes, reputado hasta entonces por desjuiciado, insensato o temerario, entregarse en tres frágiles y pequeñas barcas a un piélago inmenso y desconocido, en busca de regiones ignoradas, llevando por principal guía la inspiración de su genio, y veamos lo que aconteció acá en España, hasta que tengamos noticias de la suerte que haya corrido el audaz navegador.

Ocupados hasta entonces ambos monarcas casi exclusivamente en las cosas de Castilla, vencidos los moros, expulsados los judíos, aceptada y protegida la empresa de Colón, y provista y equipada su flotilla, los reyes, después de haber vivido alternativamente en Granada y Santa Fe, determinaron pasar a Aragón, y dejando el gobierno temporal de Granada a cargo de don Íñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla, y el eclesiástico y espiritual al de fray Fernando de Talavera, primer arzobispo de aquella ciudad, encaminaronse al reino aragonés llevando consigo al príncipe don Juan y a las infantas. El 18 de agosto (1492) fueron recibidos con grandes fiestas en Zaragoza, donde se detuvieron algún tiempo, ya reformando los estatutos de la Santa Hermandad para la persecución de malhechores, ya entendiendo en algunos asuntos del reino de Navarra, y ya reuniendo gente de armas, con la cual, unida a la que llevaban de Castilla, pudieran imponer al rey de Francia, si por acaso rehusara entregar los condados de Rosellón y Cerdaña, según tenían concertado y convenido, y era el objeto principal de la ida delos reyes a aquel reino. Hecho lo cual, siguieron su camino a Cataluña e hicieron su entrada el 18 de octubre en Barcelona, recibiendo en el tránsito inequívocas pruebas del amor de sus pueblos.

Mas a los pocos días de su estancia en Barcelona ocurrió un lance inopinado que puso en peligro la vida del rey, en sobresalto y conflicto a la reina, en consternación y alarma al Principado, y en turbación y desasosiego la nación entera. Un viernes (7 de diciembre), saliendo el rey de presidir en persona el tribunal de Justicia, según una antigua y loable costumbre, así en el reino de Castilla como en el de Aragón, y al tiempo de bajar por la escalera del palacio conversando con algunos oficiales de su consejo, viose repentina y furiosamente acometido por un asesino, que saliendo de un rincón con una espada desnuda, le hirió en la parte posterior del cuello con tal fuerza, «que si no se embarazara, dice el cronista aragonés, con los hombros de uno que estaba entre él y el rey, fuera maravilla que no le cortara la cabeza.»—«¡Traición, traición!» exclamó el rey, y arrojándose sus oficiales daga en mano sobre el asesino, clavaron los aceros en su cuerpo, y hubieranle dejado sin vida, si Fernando con gran valor y serenidad no hubiera mandado que no le mataran para poder averiguar los cómplices del crimen. El rey fue llevado a un aposento del mismo palacio para ser inmediatamente puesto en cura. La noticia se difundió instantáneamente por la ciudad, y hacíanse sobre el hecho y sus causas las más diversas conjeturas y cálculos, y se temían conspiraciones y tumultos, como en tales casos acontece siempre. La reina, a quien la nueva del suceso produjo un desmayo, luego que volvió en sí, mandó que estuviesen prontas las galeras para embarcar a sus hijos, sospechando alguna conjuración nacida de enemiga que a su esposo tuviesen los catalanes. Engañabase en esto la reina Isabel, porque nunca el pueblo catalán dio una prueba más patente y más tierna de afecto y aún de entusiasmo por su monarca, puesto que habiendo corrido la voz deque la herida era mortal y de que peligraba su vida, una indignación general se apoderó de los habitantes de Barcelona, todos corrían a las armas ansiosos de empaparlas en la sangre del vil asesino y de sus cómplices, si los tuviese; la mujeres corrían por las calles como furiosas, mesándose los cabellos, y mezclando agudos alaridos de pena con los gritos de ¡viva el rey! y no se aquietó el tumulto popular hasta que se aseguró repetidas veces al pueblo que el rey se hallaba fuera de peligro, que el malhechor se hallaba preso, y que él y los culpados que resultasen serian juzgados por el tribunal y recibirían el condigno castigo.

El rey había querido presentarse a su pueblo para tranquilizarle; pero opusieronse a ello sus médicos y consejeros, hasta que lo permitió el estado de la herida, que había sido en efecto grave y profunda, aunque no hubo incisión de hueso, o vena o nervio alguno. El asesino era un labrador de los llamados de remensa, y todas las pruebas que con él se hicieron acreditaron que estaba falto de juicio. Puesto a cuestión de tormento, declaró que había querido matar al rey porque le tenía usurpada la corona, que le pertenecía de derecho, pero que no obstante, si le daban libertad la renunciaría. En vista deque se trataba de un demente, y de que no se descubrían por lado alguno síntomas de complicidad, mandó Fernando que no se quitara la vida a aquel miserable. Pero los catalanes, creyendo que no quedaba lavada de otro modo la negra mancha de deslealtad que había caído en su suelo, acabaron con aquel desgraciado de un modo algo tenebroso, diciendo al rey que había expirado en los tormentos. Escusado es decir que la reina Isabel dio a su marido en esta ocasión las más tiernas pruebas de su solicitud y de su amor conyugal, dandole por su mano las medicinas, y velándole constantemente día y noche.

Había sido el principal objeto de la ida de los reyes a Aragón y Cataluña acabar de asentar la concordia comenzada con el rey Carlos VIII. de Francia, que con motivo de sus pretensiones al reino de Nápoles como heredero del duque de Anjou, y de querer prepararse a ellas quedando en paz con España, había ofrecido devolver al monarca aragonés los condados de Rosellón y Cerdaña, empeñados a la corona de Francia desde el tiempo de don Juan II de Aragón, y que por espacio de treinta años habían sido asunto de negociaciones e intrigas y manzana de discordia entre los soberanos de ambos reinos. Al paso que había ido progresando la curación de Fernando, había ido adelantando también la concordia con el monarca francés, de modo que a principios del año siguiente (19 de enero, 1493) quedó firmada y jurada por los representantes de ambos reyes en Tours, con más beneplácito de España que de Francia, porque aquella era la favorecida y ésta la perjudicada en el contrato. Así fue que de tal manera y con tal disgusto se recibió en Francia el convenio, y tanto se murmuraba de los ministros, suponiéndolos sobornados por Fernando, que el monarca francés no hacía sino buscar medios de eludir el cumplimiento de la concordia, y suscitáronse tantas dificultades para la entrega de Perpiñán y de los condados, que más de una vez estuvo a punto de ser causa de guerra lo que se había firmado y jurado como ajuste de paz. Fue necesario que Fernando amenazara a un tiempo a Francia por Navarra y por Rosellón, para que Carlos, después de muchas moratorias, se resolviera a hacer formal restitución de aquellos estados (septiembre), de los cuales pasaron Fernando e Isabel a tomar posesión solemne, volviéndose en seguida a Barcelona.

La recuperación de los condados de Rosellón y Cerdaña era considerada por los hombres de aquel tiempo como una empresa no menos difícil y no menos importante que la conquista de Granada. Por lo cual causó grande admiración, creció en Europa la fama de la astucia y la política de Fernando, y no se comprendía que el rey de Francia hubiera hecho la restitución sin alguna ventaja o recompensa oculta; mas como nunca el tiempo la descubriese, «no cesan hasta ahora los franceses, dice un cronista aragonés, de reprobar en sus historias el consejo y condenar sus consejeros como autores, unos comprados, y otros sinceros, de un injusto escrúpulo del rey».

Época de fortuna y de prosperidad fue ésta para los dos esclarecidos monarcas de Castilla y de Aragón. Con la toma de Granada y con la recuperación de los dos importantes condados de Rosellón y de Cerdaña, coincidió la conquista de la Gran Canaria y de la Palma, hecha ésta por el intrépido y atrevido Alonso Fernández de Lugo, nno de los más ilustres guerreros de su época, digno émulo de Bethencourt, y que estaba destinado a llevar a ejecución la parte más difícil de la empresa del famoso normando. Hasta la desgraciada muerte del marqués de Cádiz, el campeón de la guerra granadina, contribuyó al engrandecimiento del patrimonio real, puesto que habiendo muerto sin hijos, volvió la ciudad y puerto de Cádiz a incorporarse a la corona. De modo que todo era nuevas adquisiciones para los reyes.

Faltaba no obstante la mayor y más gloriosa de todas, y ésta se realizó también. Cristóbal Colón les anunciaba su vuelta a España con la plausible noticia de haber descubierto tierras al otro lado del Océano Occidental. El ilustre navegante había visto coronada su empresa, y venía a certificar a la Europa de que existía un mundo nuevo, y de que la incredulidad general quedaba desmentida. Los reyes aguardaban con ansia la llegada del audaz viajero, y deseaban con impaciente curiosidad oír de su boca las circunstancias de aquel acontecimiento extraordinario.

Hacia la hora de medio día del 15 de marzo de 1493, notábase una agitación desusada en el pequeño puerto de Palos al avistar un buque que entraba por la barra de Saltes. Era uno de los que constituían la pequeña flota del almirante Colón que hacía siete meses habían visto partir con tanta desconfianza. Los parientes y amigos de los que con él se habían embarcado, y a quienes creían ya muertos y engullidos por las olas de desconocidos mares después de un invierno tempestuoso, acudían a la playa con la natural zozobra y ansiedad de ver si los reconocían de nuevo. Imponderable fue la alegría de todos, expresada primero con los ojos y los semblantes, manifestada después con mutuos y tiernos abrazos, cuando Colón saltó en tierra con sus compañeros. Todos miraban asombrados al almirante, y los raros objetos que consigo traía como muestras de las producciones y habitantes de los países nuevamente descubiertos. Las campanas de la población tocaban a vuelo, y el pueblo entero acompañó al ilustre viajero y sus marinos a la iglesia mayor, donde fueron a dar gracias a Dios por el éxito venturoso de su empresa. «Celebrense procesiones, había escrito el afortunado navegante desde Lisboa, haganse fiestas sonlemnes, llenense los templos de ramas y flores, gocese Cristo en la tierra cual se regocija en los cielos, al ver la próxima salvación de tantos pueblos entregados hasta ahora a la perdición.»

Poco permaneció el esclarecido viajero en Palos, porque los reyes deseaban verle, y él también quería tener pronto el orgullo y la satisfacción de ofrecer a las plantas de sus soberanos el fruto de su arriesgada empresa y los testimonios de verdad de sus cálculos, con las pruebas de la existencia de las regiones por él descubiertas. Cerca de un mes tardó en llegar a Barcelona, porque su marcha era a cada paso obstruida por la muchedumbre que se agolpaba a ver y admirar al insigne navegante y los objetos curiosos que consigo llevaba, llamando muy particularmente la atención los isleños semidesnudos y engalanados a la manera rústica y salvaje del país, así como los cuadrúpedos traídos de allá y no conocidos en Europa. En las ciudades por donde pasaba se plagaban las calles, y se coronaban las ventanas, los balcones, y hasta las torres y tejados de curiosos espectadores. Así llegó Colón a Barcelona en medio del general entusiasmo de las poblaciones. Esperabanle los reyes en su palacio, sentados bajo un soberbio dosel. Momento grande y solemne fue aquel en que un extranjero, desdeñado de propios y extraños, menospreciado por los poderosos, ridiculizado por los ignorantes, y protegido sólo por la reina de Castilla, se presentaba ante su augusta protectora a decirle: «Señora, mis esperanzas se han cumplido, mis planes se han realizado, vengo a mostrar mi gratitud a vuestra generosidad y a ofrecer al dominio de vuestro cetro y de vuestra corona regiones, tierras y habitantes hasta ahora desconocidos del mundo antiguo: a ofreceros una conquista que no ha costado hasta ahora a la humanidad, ni un crimen, ni una vida, ni una gota de sangre, ni una lágrima: a vuestras plantas presento los testimonios que acreditan el feliz resultado de mi expedición y el homenaje de mis más profundos respetos a unos soberanos a quienes tanta gloria en ello cabe.» «Fue aquel, en verdad, dice un escritor ilustrado, el momento de mayor satisfacción y orgullo de toda la vida de Colón: había probado plenamente la certeza de su teoría por tanto tiempo combatida, contra todos los argumentos, sofismas, sarcasmos, incredulidad y desprecios, y la había llevado a cabo, no por acaso, sino por razón, y venciendo con su prudencia y entereza los más grandes obstáculos y contradicciones. Los honores que se le tributaron, reservados hasta entonces a la clase, a la fortuna, o a los triunfos militares comprados con la sangre y las lágrimas de millares de seres, fueron en este caso homenaje rendido al poder de la inteligencia empleada gloriosamente en favor de los más altos intereses de la humanidad.»

Tuvieron los reyes especial complacencia en oír de boca de Colón la interesante relación de su arriesgado viaje y la descripción de las tierras que había descubierto. Con aire satisfecho, mas sin ostentar orgullo, les refería el gran marino los peligros que había corrido en su navegación, no por lo que hubiera tenido que luchar con los elementos, sino por los riesgos en que más de una vez le habían puesto la desconfianza, los recelos y la impaciencia de sus mismos compañeros de expedición. En efecto, cuando aquellos hombres, después de haber perdido de vista las Canarias, vieron que trascurrió más de un mes, y que habiendo franqueado con rapidez distancias inmensas, no veían delante de sí sino un mar sin límites, comenzaron a desconfiar y a impacientarse, y cada día que pasaba, crecían los recelos y las murmuraciones hasta prorumpir en denuestos contra el orgulloso o el insensato de quien se habían fiado, y que así los conducía a una muerte cierta, sin que sus familias a tan incalculable distancia pudieran saber siquiera el sitio en que habían perecido. No ignoraba Colón los rumores desfavorables de los marineros, y trabajaba cuanto podía por tranquilizarlos infundiéndoles nuevas esperanzas. Mas éstas desaparecían pronto, y ya los murmullos se convertían en amenazas, no faltando entre aquellos hombres turbulentos quien en su desesperación concibiera y aún propusiera el proyecto de arrojar al agua al extranjero que así los había comprometido, y así había engañado a sus reyes, y en seguida tomar rumbo para España. Colón lo sabía todo, pero imperturbable y sereno, con fe en el corazón, con la vista fija en los astros o en la brújula, y fingiendo ignorar lo que contra él se tramaba, todavía logró persuadirles a que por unos días no desconfiaran de él, y con esto y con las señales que decía observar de no estar muy distante la tierra, y con la tranquilidad que procuraba mostrar en su rostro, iba entreteniendo y manteniendo la paz entre aquella gente bulliciosa y casi desesperada. Cuando calculaba hallarse a setecientas cincuenta leguas de Canarias, bandadas de aves, de las cuales algunas posaron sobre los mástiles de las carabelas, vinieron a anunciar que no podía estar muy lejos alguna isla o continente donde ellas tuvieran alimento y reposo. Colón observó su vuelo y le siguió, a costa de variar un poco el rumbo que antes llevaba. Al cabo de algunos días viose revolotear en derredor de los buques nuevas aves de variados colores, notaronse a la superficie del agua hierbas verdes que parecía acabar de desprenderse de la tierra, pero se echaba la sonda y no se encontraba fondo, y al ponerse el sol no se divisaba sino un horizonte sin límites.

La desesperación llegó ya a su colmo, veíanse síntomas de atentar a la vida de Colón, y los oficiales de su mismo buque, y los mismos hermanos Pinzones se lo advirtieron, y el temor de alguna violencia les hizo aconsejarle que mandase virar para regresar a España. «Tres días os pido no más, dijo entonces el almirante con firmeza, y si al tercer día no hemos descubierto la costa, os prometo solemnemente que volveremos, renunciando a todas mis esperanzas de gloria y de riquezas.» El tono firme con que pronunció estas palabras tranquilizó algún tanto a los revoltosos y les movió a concederle tan corto plazo. No fue menester que se cumpliese entero. Parecía que el hombre tentaba a Dios, y Dios premió la fe del hombre, en vez de castigarla. Al segundo día se vio flotar sobre las aguas alguna caña, una rama de árbol con fruta, un nido de pájaros suspendido en ella, y un bastón labrado con instrumento cortante. La tristeza iba desapareciendo de los semblantes de los marineros. Soplaba una fuerte brisa que hacía avanzar grandemente las naves. Por la noche, colocado Colón de pie en la cubierta de su buque, queriendo penetrar con su vista la inmensidad del espacio, creyó ver brillar una luz en lontananza; su corazón latía con violencia; toda la tripulación aguardaba con ansia ver apuntar el nuevo día; el almirante mandó por precaución amainar el velamen; aquella noche pareció a todos un siglo. Amaneció al fin, y al despuntar los primeros rayos de la aurora… un grito general de alegría resonó a un tiempo en los tres buques; «¡tierra, tierra!» Ofrecióse a los ojos de los navegantes y a corta distancia una costa cubierta de espeso verdor, poblada de árboles aromáticos cuyos perfumes les llevaba la brisa de la mañana. Colón mandó anclar y echar al mar las chalupas, que llenas de gente se acercaron a la costa al son de instrumentos de música y con todo el ruido y aparato de una conquista. Distinguíanse ya en ella habitantes, que con gestos y actitudes extrañas mostraban la sorpresa y admiración de ver por primera vez lo que a ellos, según después significaron, se les antojaban monstruos salidos del seno del mar durante la noche. También a los españoles les causaba sorpresa la forma y el color de los rostros de aquellos seres humanos. Al paso que los unos se acercaban, los otros huían como espantados. Saltó pues a tierra Cristóbal Colón vestido con rico manto de púrpura, como almirante del Océano, con la espada en una mano y la bandera de sus reyes en la otra, siendo el primer europeo que puso el pie en ese Nuevo Mundo, cuyo descubrimiento se debía a su genio y a su perseverancia. Desembarcaron tras él sus compañeros, y prosternaronse en tierra para dar gracias a Dios por el éxito feliz con que acaba de coronar su empresa.

Colón se hincó de rodillas, besó la arena y la regó con sus lágrimas. «Lágrimas de doble sentido y de doble agüero, dice una elocuente pluma extranjera, que humedecían por la vez primera la arcilla de aquel hemisferio visitado por hombres de la antigua Europa: ¡lágrimas de alegría para Colón, que brotaban de un corazón altivo, reconocido y piadoso! ¡lágrimas de luto para aquella tierra virgen que parecía presagiarle las calamidades, las devastaciones, el fuego, el hierro, la sangre y la muerte que aquellos extranjeros le llevaban con su orgullo, sus ciencias y dominación! El hombre era el que derramaba esas lágrimas; la tierra era la que debía llorar.» Pero lágrimas de consuelo, añadiríamos nosotros, para aquella tierra virgen, a la cual llevaban también aquellos extranjeros una civilización, una religión, una fe: vertíalas un hombre, y la tierra y el cielo se regocijaban.

Los pilotos y marineros que la víspera habían ultrajado, atentado a la existencia del hombre que allí los conducía, se avergonzaron de sus criminales tentaciones, se prosternaron con respeto ante aquel ser que miraban ya como sobrehumano, le pedían perdón y le besaban las manos y los vestidos. El Gran Almirante tomó solemne posesión del país a nombre dela corona de Castilla. Sus esperanzas se habían cumplido; sus sueños habían tocado la realidad. Trabajos, miserias, desdenes, sinsabores, sustos, peligros, amenazas y amarguras, todo se olvidó en aquel momento de suprema felicidad. Era el 12 de octubre de 1492.

Concluida aquella ceremonia, los naturales, que habían estado observándola a cierta distancia, se fueron aproximando poco a poco y cobrando confianza hasta el punto de tocar los vestidos y las armas de sus nuevos huéspedes, y con tal sencillez que alguno se hirió al tomar incautamente una espada por el filo. Entonces tuvieron ocasión de contemplarse y admirarse unos a otros. La desnudez de aquellos naturales, su tez cobriza, su rostro sin vello ni barba, sus armas, que consistían en una caña a cuya punta ponían un pedazo de madera o de hueso afilado, formaban singular contraste con el color blanco, la barba poblada, los vistosos trajes y las relucientes armas de acero de los españoles. Dulces, afables, ignorantes y tímidos aquellos isleños, entusiasmabanse a la vista de los más fútiles objetos, como sartas o cuentas de rosario, botones, cascabeles, pedazos de vidrio o de cristal y otras baratijas, mostraban tal deseo de adquirirlos, que por ellos daban gustosos las produciones del país, el oro, todo lo más precioso que ellos creían tener, y se hacían cambios con gran beneplácito de todos, «Así, dice un escritor, en la primera entrevista de los habitantes del Nuevo Mundo con los del Antiguo todo pasó a gusto de los unos y de los otros. Probablemente los hijos de la vieja Europa, ambiciosos e ilustrados, calculaban ya las ventajas que reportarían de estas regiones nuevas; pero los pobres indígenas no podían prever, en su sencilla ignorancia, la pérdida de la independencia que amenazaba a su patria.»

Llamaban los naturales a esta isla Guanahani, pero Colón le puso el nombre de San Salvador, «a conmemoración de su Alta Majestad, dice él mismo, el cual maravillosamente todo esto ha dado.» Guanahani era una de las muchas islas que formaban el archipiélago de las Lucayas, de las cuales reconoció algunas otras, y les puso los nombres de Santa María de la Concepción, Fernandina e Isabela. Parecíanse en todas ellas los habitantes y las produciones, mas como no hallase allí las riquezas ni los pueblos florecientes que él se había imaginado, preguntábales por señas a los isleños de dónde sacaban el oro que ellos tenían, y ellos le significaban que de otras regiones más distantes, señalandole al sur. Dirigió pues sus naves al Mediodía, siempre en busca de las opulentas comarcas que eran el objeto de su viaje, y al cabo de algunos días arribó a una vasta región sembrada de colinas y montañas, con tan lozana vegetación que creyó ser Cathay, o Cipango, o alguna de las que había visto descritas en las maravillosas relaciones de Mandeville y de Marco Polo, siempre considerándolas como una continuación del continente de Asia. Aunque más fértil que las Lucayas o de Bahama, y rica y variada en producciones, tampoco encontró allí la abundancia de oro que se prometía; supo que los habitantes la nombraban Cuba, y aunque él la denominó Juana por honor al príncipe don Juan, primogénito de los reyes, aquella grande isla ha conservado su primer nombre. Detuvose muy poco en Cuba, pues habiéndole indicado los indios al este como la parte de donde sacaban el oro, diose otra vez a la vela sin tardanza, y continuó navegando hasta descubrir la isla Haití, que él nombró la Española, y lleva también el nombre de Santo Domingo. «La Española es maravilla, decía él en su relación: las sierras y las montañas y las vegas y las campiñas y las tierras fermosas y gruesas para plantar y sembrar, para criar ganados de todas suertes, para edificios de villas y lugares. Los puertos de la mar, aquí no haría creencia sin vista, y de los ríos muchos y grandes, y buenas aguas; los más de los cuales traen oro.»

Aquellos habitantes huían despavoridos a los bosques; mas habiendo alcanzado los españoles una joven y tratadola con amabilidad, dándole cuentas de vidrio, anillos de cobre, alfileres y algunas otras bagatelas, enviándola en seguida a reunirse con sus parientes, la joven les contó lo que le había pasado con los hombres blancos, y todos acudían ya a cambiar su oro, sus frutas, sus pescados, sus hermosas aves y todo cuanto poseían, por cuentas de vidrio, y hasta por pedazos de platos y de escudillas, que les parecían preciosas joyas, no cansándose de admirar los vestidos y armas de aquellos hombres, a quienes en su rústica sencillez miraban como bajados del cielo e incapaces de hacerles daño alguno. «Venid, se decían unos a otros en su lengua, venid a ver la gente del cielo.» El cacique Guacanagari que mandaba en aquella costa, y era uno de los más poderosos del país, había de indicar a Colón el paraje de la isla en que se encontraba el oro en abundancia, que era un país montuoso que ellos llamaban Ciba, y el almirante entendió ser su apetecida y codiciada Cipango. Mas desgraciadamente cuando iba a dirigirse a aquel sitio ocurrió un desastre lamentable. Por negligencia o ignorancia de un grumete que provisionalmente gobernaba el timón de la capitana, mientras Colón descansaba un rato en su camarote, se estrelló el buque contra un escollo, abriendose por cerca de la quilla, y empezó a hacer agua de tal manera que hubiera perecido toda la gente, incluso el almirante, sin el oportuno auxilio de los de la Niña, y de los indígenas mismos que botaron al agua porción de canoas, merced al cual se logró salvar la tripulación y los objetos de algún valor de la Santa María. Colón se mostró muy agradecido a Guacanagari, el cual lloraba de placer por haber contribuido a salvar al cacique de los blancos.

Quedaba pues reducido el gran mareante a una sola carabela, porque Alonso Pinzón que mandaba la Pinta se había alejado de allí con su nave, por desavenencias ocurridas entre los dos, tal vez porque el marino andaluz, a quien, como a sus hermanos, se debía en gran parte el mérito y resultado de la expedición, sentía que un extranjero se atribuyera toda la gloria, o, según otros, se indispusieron por haber desaprobado Pinzón una de las disposiciones del almirante, si bien después se reconciliaron por intercesión de los otros dos hermanos Pinzones Francisco Martín y Vicente Yáñez en el puerto que de este suceso se llamó de Gracia. La disposición de Colón fue dar la vuelta desde allí a España, así por creerse con poca gente para conquistar países tan vastos como los que se descubrían y proveerse de más hombres y navíos, como por llevar pronto a sus soberanos la noticia del feliz resultado de su viaje, dejando en aquella isla una parte de sus marineros, ya porque no podían venir todos en la Niña, ya también porque fuesen aprendiendo la lengua de los indios y familiarizándose con ellos, lo cual podría ser muy útil para el segundo viaje que pensaba hacer pronto. Contando pues con la buena voluntad del cacique Guacanagari, que le prestó para ello muy gustoso sus súbditos, hizo construir una pequeña fortaleza de tierra y madera, en la cual empleó el tablaje y puso los cañones del buque encallado; mandó disparar algunos tiros de cañón para imponer a los Caribes que decían habitaban una parte de la isla; recibió suntuosos regalos del obsequioso cacique, oro en coronas, en pepitas, en planchas y en polvo, papagayos y otras vistosas aves, hierbas aromáticas y medicinales, y otros objetos; tomó varios indios que quisieron venirse con él; encargó mucho a los treinta y nueve hombres que allí dejaba que no incomodasen a los indígenas, antes procurasen hacerse amar de ellos, y despidiéndose de sus compañeros y del amable jefe de aquellos salvajes, diose a la vela prometiendo volver a verlos muy pronto, y viéndole todos partir con mucha pena, y más los pocos españoles que allí quedaban tan lejos de su patria y aislados de todo el antiguo mundo (4 de enero, 1493). A los dos días de haber perdido de vista las montañas de Haití, se encontró el almirante con la carabela Pinta y con Alonso Pinzón que la comandaba. Explicó Martín Alonso la causa de su separación, asegurando haber sido contra su voluntad, y disimulando Colón su resentimiento, navegaron juntas las dos naves por más de un mes con dirección a España, hasta que se levantó una de aquellas borrascas terribles que suelen poner a prueba en los mares el valor, la serenidad y la destreza delos más esforzados marinos y de los más hábiles y prácticos pilotos. Fue esta tan espantosa y brava, que todos creyeron ser tragados por las olas y que con ellos iba a quedar sepultada la noticia que traían a Europa de la existencia de un nuevo mundo, que era una de sus mayores aflicciones, y ya no tenían más esperanza que en la misericordia de Dios.

Por fortuna, después de muchos peligros, calmó la tempestad, pero las dos carabelas se habían apartado y cada cual siguió separadamente su rumbo a España. La del almirante arribó a las aguas de Lisboa, la de Pinzón a Bayona de Galicia. Cristóbal Colón dio noticia de su arribo al rey don Juan II. de Portugal; este monarca, aunque en vista del resultado de la expedición se acusaba a sí mismo de no haber aceptado las proposiciones y prohijado la empresa del marino genovés, disimuló su pesar y su envidia y tuvo con Colón las más finas atenciones haciendo justicia a sus extraordinarias prendas. Después de descansar allí unos días continuó su viaje el almirante, y entró con felicidad en la bahía de Palos de donde había salido, según dejamos ya apuntado. A las pocas horas llegó también Alonso Pinzón con su carabela. Pero este famoso mareante, que venía ya bastante delicado de salud, temeroso además de que Colón intentara algún procedimiento contra él por las pasadas desavenencias, se encerró en su casa, donde murió a los pocos días, con lo que perdió la marina española uno de sus más diestros y arrojados pilotos.

Lágrimas de placer y de ternura derramaban Fernando e Isabel al escuchar en su palacio de Barcelona la relación que de palabra les hizo el ilustre viajero de estas y otras circunstancias de su expedición. El júbilo embargaba a la reina Isabel cuando le oyó decir que los sencillos habitantes de aquellas islas le parecían muy dispuestos a recibir la luz del Evangelio, y que allí se abría un ancho campo para difundir la salvadora doctrina del cristianismo. Acabada la relación, durante la cual había tenido Colón la honra desusada de estar sentado delante de los reyes de Castilla, prosternaronse estos y todos los presentes para dar gracias a Dios por el éxito venturoso de tan grande empresa. Mientras permaneció Colón en Barcelona recibió las más señaladas y honrosas distinciones de la corte y de los reyes. Fernando hacía gala, cuando salía en público, de llevar a su lado al gran almirante. Confirieronle los monarcas el almirantazgo hereditario y perpétuo; ratificaronle las prerrogativas concedidas el año anterior; ennoblecieron su linaje, dándole el privilegio de usar el título de Don, que, como dice un escritor moderno, no había degenerado aún en palabra de mera cortesía y por último le hicieron el grande honor de autorizarle para poner en su escudo las armas reales de Castilla y de León, mezcladas y repartidas con otras que asimismo le concedieron de nuevo, con un lema o divisa que decía: Por Castilla y por León nuevo mundo halló Colón.

Efecto grande de sorpresa y de admiración causó en toda Europa la noticia del descubrimiento de vastas regiones más allá del Atlántico; todo el mundo envidiaba la gloria del atrevido y sabio cosmógrafo y la fortuna de los reyes de España, al propio tiempo que todos se felicitaban de haber nacido en un siglo en que se había obrado tal maravilla. Continuaba no obstante Colón en creer que las tierras descubiertas eran como una dependencia del vasto continente de Asia, y los más de los sabios contemporáneos, así españoles como extranjeros, adoptaron esta errada hipótesis. Así es que se les dio el nombre que conservan de Indias Occidentales, para distinguirlas de las Orientales, y a los naturales del Nuevo Mundo se los llamó Indios, nombre que aún llevan.

Desde luego se procedió a preparar otra segunda expedición para proseguir los descubrimientos, y con más grandeza y con más medios que la primera. Creóse un consejo de Indias, cuya dirección se dio al arcediano de Sevilla don Juan de Fonseca. Establecióse en Sevilla una lonja, y en Cádiz una aduana dependiente de ella; principio de la casa de la Contratación de Indias. Se prohibió, con arreglo al sistema mercantil restrictivo de aquel tiempo, ir a Indias, ni menos comerciar allí sin licencia de las autoridades puestas por el gobierno; se hizo provisión de caballos, cerdos, gallinas y otros animales domésticos, de plantas, granos y semillas para trasportarlas y ver de aclimatarlas en las nuevas regiones; de mercancías, espejos, cascabeles, y otros dijes y juguetes para traficar con los naturales; se declaró libres de derechos los artículos necesarios para proveer la armada; se obligó a todos los dueños de barcos en los puertos de Andalucía a tenerlos prontos para la expedición; se alistaron artesanos y mineros, para que provistos unos y otros de los instrumentos de sus oficios, ejerciesen y enseñasen las artes, y descubriesen las riquezas subterráneas encerradas en aquellos países. Nunca los reyes, y menos en esto caso, se olvidaban de los intereses de la religión, y así destinaron también doce eclesiásticos, que en calidad de misioneros propagasen la fe, instruyendo en ella aquellos pobres gentiles. Determinóse igualmente enviar los indios que había traído Colón y habían sido bautizados, para que estimulasen a sus compañeros a hacer lo mismo, excepto uno que quedó agregado a la servidumbre del príncipe don Juan, y se recomendó mucho al almirante que procurara fuesen tratados los indígenas de aquellos países con toda consideración y benignidad, y que castigara severamente a los que los vejasen o molestasen en lo más mínimo.

Para autorizar mas la conquista, quisieron los reyes, «aunque para esto no tuviesen necesidad», como dice un cronista contemporáneo, fortalecer su derecho con la sanción pontificia; a cuyo efecto impetraron una bula del papa, que lo era entonces Alejandro VI., el cual no vaciló en otorgarla (3 de mayo, 1493), confirmando a los reyes de Castilla en el derecho de posesión de las tierras ya descubiertas y de las que en lo sucesivo se descubriesen en el Océano Occidental, en atención a los servicios que los monarcas españoles habían hecho a la religión destruyendo en su reino y preservando a Europa de la dominación mahometana. Pero a esta bula siguió inmediatamente otra de una naturaleza bien extraña y singular. A fin de evitar las cuestiones que pudieran ocurrir entre españoles y portugueses sobre derecho de descubrimiento y conquista de las tierras que hubiese en el Océano, trazó el pontífice una línea imaginaria de polo a polo, y declaró pertenecer a los españoles todo lo que descubriesen al Occidente, a los portugueses lo que descubriesen ellos al Mediodía. No podían desechar los portugueses la mortificante idea de haber sido ellos los primeros que pudieron aprovecharse de la ciencia y de los ofrecimientos de Colón, ni ver sin inquietud y sin envidia el engrandecimiento marítimo de la España debido al hombre que ellos habían desdeñado. Y aunque el almirante a su regreso por Lisboa había declarado que su rumbo y su plan y las instrucciones del gobierno de España era de alejarse de todos los establecimientos portugueses en la costa de África, andaba no obstante el político don Juan II. de Portugal discurriendo cómo entorpecer o desconcertar los descubrimientos de los españoles; y si bien había hecho a Colón una buena acogida y no había dejado de felicitar a los reyes por el éxito de su empresa, tampoco dejaba de hacer armamentos que Fernando e Isabel tuvieron por sospechosos, y que los movieron a enviar por embajador a Lisboa a don Lope de Herrera, con órdenes secretas y facultades especiales para obrar según el empleo que los portugueses dieran a aquella armada. El astuto don Juan lo comprendió, y como no le convenía chocar directamente con un enemigo tan poderoso, para disipar sus recelos se comprometió a no dejar salir de su reino escuadra alguna en el espacio de dos meses, y para manifestar su deseo de hacer un ajuste amistoso entre ambas naciones, envió una embajada a Barcelona, proponiendo que la línea divisoria de las pertenencias de España y Portugal fuera el paralelo de las Canarias, de modo que el derecho de descubrimiento hacia el Norte fuese de los españoles, quedando el del Sur para los portugueses.

Durante estas negociaciones avanzaban los preparativos para la segunda expedición del almirante. La dificultad ahora no era encontrar gente que quisiese embarcarse como la vez primera, sino desembarazarse de la muchísima que a competencia se alistaba cada día, ya por el espíritu aventurero de la época, que concluida la guerra de los moros hallaba en las regiones de un nuevo mundo un vastísimo campo en que desarrollarse, ya por la codicia que habían excitado los objetos traídos por Colón, figurándose muchos que iban a países donde no tenían que hacer otra cosa que recoger oro y riquezas, y algunos iban también impulsados sólo por la curiosidad. Entre los alistados se contaban personas de la casa real, caballeros y gente de clase.

Distinguíase entre estos el joven caballero Alfonso de Ojeda, primo hermano del inquisidor de su mismo nombre, hijo de una familia noble de Andalucía, que gozaba ya fama de generoso y esforzado, ágil en sus movimientos, de genio fogoso y vivo, tan fácil en irritarse como en perdonar, siempre el primero en toda empresa arriesgada, hombre que ni conocía el temor, ni reparaba en el peligro, que peleaba más por placer que tenía en la pelea que por ambición ni por vanidad, querido de la juventud por sus prendas personales, y uno de los héroes que por sus hazañas estaban destinados a adquirir gran renombre entre los primeros descubridores del Nuevo Mundo.

Limitóse sin embargo el número de personas a mil quinientas, y la armada se componía de diez y siete buques entre grandes y pequeños. Para ocurrir a estos gastos contrataron los reyes un empréstito, destinando además el producto de los bienes confiscados a los judíos. Dispuesto ya todo, diose Colón a la vela con su grande escuadra en la bahía de Cádiz a 25 de setiembre (1493), facultado hasta para expedir órdenes con título y sello real sin necesidad de acudir al gobierno.

Tan pronto como partió la armada, enviaron los reyes de Castilla una embajada al de Portugal participándole el envío de la expedición, y manifestandole que la línea divisoria de navegación que él proponía no era admisible, ya por ser contraria a la demarcada por las bulas de Alejandro VI., que suponía tirada de polo a polo, y no de Oriente a Occidente, según el cual el Océano Occidental quedaba todo a disposición de los españoles, ya porque el tratado de 1479 sólo se refería a las posesiones que entonces tenía Portugal en la costa de África y a su derecho de descubrimiento en dirección de las Indias Orientales. Recibió el portugués con igual disgusto la noticia de la expedición y la respuesta de les embajadores; y si bien estos ofrecieron someter el asunto a la decisión arbitral de la corte de Roma, o a la de otro árbitro que de acuerdo nombrasen, pareció al principio querer intimidar a los enviados españoles, llevándolos como por acaso a que viesen la brillante caballería portuguesa, dispuesta a salir a campaña. Mas como luego supiese que en la corte española se tomaban medidas enérgicas y se preparaban duplicadas fuerzas para el caso de un rompimiento de hostilidades, con mucha sagacidad procuró desvanecer la idea de que abrigase tal pensamiento. Convencido también, por otras tentativas que ya había hecho, de que el juicio arbitral de Roma no había de serle favorable, optó por que se decidiese la cuestión por medios y conferencias amistosas.

Pero en esto se había dejado trascurrir el resto de aquel año. Al siguiente cada corona nombró sus representantes para tratar el asunto. Reuniéronse éstos en Tordesillas (7 de junio, 1494), y después de conferenciar algún tiempo firmaron un tratado, por el cual se ratificaba a los españoles el derecho exclusivo de navegación y descubrimiento en el Océano Occidental, y estos, en atención a que los portugueses se quejaban de que la línea del papa reducía sus empresas a muy estrechos límites, convinieron en que en lugar de tirarse a las cien leguas al Occidente del Cabo Verde y las Azores, según la bula pontificia, se extendiese a las trescientas setenta. Cada nación había de enviar a la Gran Canaria dos carabelas con hombres científicos, que dirigiéndose al Occidente hasta la expresada distancia, designasen la línea de partición, poniendo señales de distancia en distancia. Esto último no llegó a verificarse; pero la ampliación de la línea con arreglo al tratado, que ratificaron ambos monarcas, sirvió después a los portugueses para fundar las pretensiones al imperio del Brasil. «Así, dice Vasconcelles, esta gran cuestión, la mayor que se agitó jamás entre las dos coronas, porque era la partición de un nuevo mundo, tuvo amistoso fin por la prudencia de los dos monarcas más políticos que empuñaron nunca el cetro.»

No seguiremos a los descubridores y conquistadores del nuevo Mundo en los interesantes pormenores, sucesos y aventuras de sus viajes de exploración y de conquista, porque sería embarazar el curso de nuestra historia con interminables episodios, que dan copioso y digno asunto para determinadas y particulares historias que de ellos se han hecho, y donde pueden verse. Expondremos sólo los principales resultados de éstas y otras sucesivas expediciones, y las consideraremos en su índole y carácter, y en el influjo que iban ejerciendo en la condición de España.

Sin las inquietudes, hijas de la desconfianza de la vez primera, y sin otro contratiempo que alguna pasajera, aunque imponente borrasca, siguiendo desde las Canarias el rumbo de sudoeste, y con intención de encontrar las islas de los Caribes, de que tanto habían hablado a Colón los indios de la Española, en la tarde del 2 de noviembre vio el almirante señales de estar cerca de tierra; y en efecto, al día siguiente toda la flota divisó con regocijo y arribó con entusiasmo a una isla cubierta de verdes florestas, a la cual llamó Colón la Dominica, por ser domingo aquel día. No viendo en ella proporción de buen anclaje, pasó a otra que les pareció desierta, y de que tomó posesión en nombre de sus soberanos, según costumbre, llamándola Marigalante, del nombre de su buque. Forman estas islas parte del grupo de las Antillas. Continuando su exploración descubrió otra, que nombró Guadalupe, en cumplimiento de una promesa que había hecho a los religiosos del convento de este título en Extremadura. En ésta hallaron pequeñas y rústicas poblaciones, cuyos habitantes huían a su vista, abandonando hasta sus propios hijos. Grande fue el asombro y el terror de los españoles cuando al reconocerla hallaron en las chozas huesos y cráneos humanos, al parecer como si les sirvieran de vasos y utensilios del servicio doméstico. Esto y las explicaciones de algunas mujeres que cogieron, les convencieron de que estaban en una isla de caribes, de aquellos que hacían largas expediciones en sus canoas contra los de otras islas, a quienes aprisionaban y destinaban para pasto en sus feroces festines. Algunas de las mujeres aprehendidas por los españoles eran de estas infelices cautivas, y otras se les presentaban pidiéndoles amparo. Por lo mismo fue mayor el sobresalto de Colón y de sus compañeros al observar que Diego Márquez, capitán de una carabela, que con ocho hombres se había internado por la isla, no pareció en los días siguientes. En vano fue disparar cañonazos en los bosques y en la playa, destacar partidas que sonaran trompetas, y hacer otras llamadas y señales. En vano el intrépido Alonso de Ojeda, seguido de algunos de los más resueltos, recorrió hondos valles y elevadas montañas descargando arcabuces y haciendo resonar clarines. Ojeda volvió con el desconsuelo de no haber hallado vestigios de Márquez y sus compañeros, y ya todos los suponían muertos y devorados por los fieros caníbales. La flota, que sólo por ellos había esperado muchos días, estaba ya para darse a la vela, cuando con universal alegría se vio aparecer a los extraviados, cuyos macilentos y descarnados rostros revelaban los trabajos que habían sufrido. Traían consigo algunas mujeres y muchachos: hombres no habían visto ninguno, pues por fortuna suya habían salido a una de sus expediciones predatorias.

Deseaba mucho Colón volver a encontrar la Española, y saber los progresos que había hecho la colonia del fuerte de Navidad que allí había dejado en su primer viaje. Al efecto navegó costeando al Noroeste de la Guadalupe. Sin empeñarse en ensanchar sus descubrimientos, fue poniendo nombres a las islas que en aquel hermoso archipiélago al paso se le aparecían, como Monserrate, Santa María la Redonda, Santa María de la Antigua, San Martín, Santa Cruz y otras. Aquí sostuvieron los nuestros un combate con una canoa de feroces caribes, armados de arcos y flechas envenenadas. Las mujeres peleaban lo mismo que los hombres. El aspecto de aquellos salvajes era fiero y horrible, y los colores con que se pintaban la circunferencia de los ojos daban a sus rostros una expresión siniestra y repugnante. Vencidos, prisioneros y atados por los españoles, conservaban aquellos salvajes una impavidez imponente. Una carabela enviada por Colón hacia unas islas que se divisaban, volvió diciendo que se descubrían al parecer más de cincuenta. A la mayor del grupo le puso Colón Santa Úrsula, y a las otras las Once mil Vírgenes. Dejando su reconocimiento para otra ocasión, continuó su rumbo hasta llegar a una isla grande, revestida de hermosas florestas y circundada de muy seguros puertos. Era la patria de los cautivos hechos por los caribes que se habían refugiado a los buques, y casi siempre estaban con ellos en lucha. Gobernabalos un cacique, que vivía en una casa grande y regularmente construida, pero todo estaba desierto, porque los naturales habían huido a los bosques al divisar la escuadra. Daban ellos a su isla el nombre de Boriquen: el almirante la llamó San Juan Bautista, y es la que hoy se denomina Puerto Rico.

A los dos días de estancia en aquella isla, y acabando así el crucero por entre las Caribes, diose de nuevo a la vela la escuadra, y el 22 de noviembre arribó a otra isla, que desde luego se reconoció ser el extremo oriental de Haití o la Española, que con tanta ansiedad buscaba el almirante. Sin hacer mucho caso a algunos indios de aquel país de agradables recuerdos, que se presentaron a convidarle de parte de uno de los caciques a ir a tierra ofreciéndole mucho oro, continuó su rumbo con la impaciencia de encontrar el puerto de la Navidad, a cuyo frente llegó al anochecer del 27. Aquí comenzaron las halagüeñas esperanzas de Colon y las doradas ilusiones de los expedicionarios a convertirse en tristes y fatídicos presentimientos. Los cañonazos que aquella noche dispararon desde el buque, no fueron contestados por la colonia que había quedado en la fortaleza. Ni se veía luz en la costa, ni se percibía ruido, ni se advertía señal alguna de vida, todo era silencio y oscuridad. ¿Qué se habría hecho la gente del fuerte? Crueles sospechas empezaron a agitar el ánimo de Colón y de todos los españoles. Las noticias vagas que por algunos indios adquirieron al día siguiente, no hacían sino aumentar su perplejidad y su amargura. Un bote que envió a reconocerla silenciosa y solitaria costa, que creyó encontrar rebosando de animación y de alegre bullicio, volvió con la nueva fatal de no haber hallado sino ruinas y huellas de incendio en el fuerte, y a su inmediación cajones y utensilios rotos y girones de vestidos europeos. Más y más alarmado Colón, saltó él mismo a tierra. En su afanoso reconocimiento halló las mismas señales, con más diez o doce cadáveres semienterrados, que por algunos retazos de ropa que aún se descubrían mostraban haber sido españoles. ¿Habían perecido los treinta y ocho infelices que Colón dejó allí en su primer viaje para que recogieran y almacenaran el oro de la isla, y civilizaran a los indios, y los hicieran amigos y les enseñaran su lengua aprendiendo ellos la suya? Tiempo es ya de que sepamos la historia de aquella primera colonia europea en las regiones del Nuevo Mundo.

Gente la mayor parte indócil, turbulenta y soez la que había dejado allí Colón, como casi toda la que había llevado la vez primera, tan pronto como se vio sin el freno de la presencia del almirante, olvidó sus prevenciones y consejos, menospreció la autoridad de Diego de Arana su lugarteniente, comenzó a cometer todo género de desórdenes y malos tratamientos con los indios; cada cual pensó en satisfacer su avaricia y su sensualidad, a pesar de haber dado el cacique Guacanagarí dos mujeres a cada uno, no estaban libres de sus brutales pasiones las mujeres ni las hijas de los isleños, como no estaban seguros de su rapacidad sus adornos, y los infelices indios que se veían maltratadosy despojados, no acertaban a comprender cómo unos hombres a quienes habían creído bajados del cielo, se entregaban a tales excesos y demasías. Perdida y relajada entre ellos la disciplina, ansiando llenar cada cual de por sí su cofre de oro, dividiéronse en facciones, abandonaron los más de ellos el fuerte, inclusos los otros dos jefes Pedro Gutiérrez y Rodrigo de Escobedo, que con una partida de diez hombres y algunas mujeres, se internaron la isla adelante en busca del oro de las ponderadas montañas de Cibao. Dominaba allí el cacique Caonabo, que quiere decir Señor de la casa de oro, caribe de nacimiento, tan feroz como valiente, que aprovechando la ocasión de vengarse de aquellos extranjeros que iban a apoderarse de sus riquezas, armó secretamente a sus súbditos, y cayendo de improviso sobre los españoles, los degolló a todos. Seguidamente, concertado con el cacique de Marion o Maireni, atravesó silenciosamente las montañas, sorprendió el fuerte de los cristianos, donde solo había quedado Arana con otros diez hombres, y casi todos fueron horriblemente despedazados, y los pocos que huyeron al mar perecieron en él. El buen Guacanagarí peleó con sus súbditos en defensa de los españoles, pero derrotados por sus salvajes vecinos, herido él mismo en una pierna de una pedrada lanzada por el feroz Caonabo, presenció la muerte de muchos de los suyos, y su misma residencia fue incendiada y destruida. Tal es la trágica historia del primer establecimiento europeo que hubo en el Nuevo Mundo.

Aunque Colón, invitado por Guacanagarí, pasó a visitar a este cacique su antiguo amigo, y le halló efectivamente herido y en cama, y aunque Guacanagarí lloró al verle lamentando el desastre dela guarnición española, casi todos sospecharon alguna traición de parte de aquel cacique, menos Colón que nunca dudó de su lealtad, y a pesar de las sugestiones del padre Boil contra el jefe de los indios, no quiso el almirante malquistarse con un aliado que aún era poderoso en el país, y de quien tantas finezas y tantas pruebas de amistad había recibido la vez primera. Sin embargo, ni ya los indios miraban con tanto respeto a sus celestiales huéspedes y a los símbolos de su fe, ni los españoles se fiaban ya de las amistosas demostraciones de Guacanagarí y sus isleños: había una oculta y recíproca desconfianza, nacida en los unos del mal comportamiento de los primeros colonizadores, en los otros del misterio que envolvía la lamentable tragedia de la guarnición del fuerte de Navidad.

Determinó, no obstante, Colón, dejar fundado en aquella isla un establecimiento formal, una ciudad que asegurara su posesión, y en que aprovechar los muchos elementos de colonización que había llevado en la escuadra y que se estaban ya deteriorando. Con este objeto reconoció varios lugares y comarcas de la isla, hasta que halló uno que ofrecía cómodo puerto, en clima suave y feraz, no lejos de las apetecidas montañas de Cibao, donde se encontraban las ricas y abundantes minas de oro. Mandó, pues, aproximar allí las naves, y comenzó el desembarque de la gente de tierra, de los artesanos, menestrales y labradores, de los instrumentos de cada oficio, delos animales, plantas y semillas, de los cañones y provisiones de todas clases para la defensa y mantenimiento de la colonia. Con mucha diligencia y actividad se emprendieron los trabajos de construcción, levantaronse casas de piedra, madera y otros materiales, se erigió un templo, se hicieron almacenes, se edificó, en fin, una población con sus calles y sus plazas, y quedó fundada la primer ciudad cristiana del Nuevo Mundo. Colón le dio el nombre de Isabela, en honra de la reina de Castilla, su regia patrona.

Pero pronto comenzaron a desarrollarse enfermedades en los nuevos colonos; las privaciones que habían sufrido en una navegación larga, la dura vida que habían hecho a bordo y a que no estaban acostumbrados, la mala calidad de algunos alimentos, los trabajos de edificación y de plantación de huertas, las exhalaciones de un suelo virgen y de un clima húmedo y cálido, multitud de causas físicas y morales contribuyeron al desarrollo de enfermedades, de que no se libertó el mismo Colón, el cual se vio obligado a pasar algunas semanas en cama, si bien su espíritu no se abatió nunca ni dejó de atender a los cuidados de su gobierno. Era menester ya enviar a España la mayor parte de los buques. Se necesitaban medicinas, ropas y alimentos de España. Hacían falta armas y caballos para imponer sumisión a los indios; trabajadores mecánicos, mineros y fundidores para los metales que se esperaba obtener. ¿Pero qué enviaba a España para mantener vivo el entusiasmo de los reyes y de los pueblos por los descubrimientos y conquistas del Nuevo Mundo? ¿Qué dirían los españoles si en vez de los cargamentos de oro que esperaban, veían regresar los bajeles vacíos, con más la triste nueva del asesinato y degüello de la guarnición que había quedado en la Española? Todo esto angustiaba el ánimo de Colón, y resuelto a no enviar así la escuadra, despachó a los dos jóvenes e intrépidos caballeros Ojeda y Gorbalán a explorar las doradas montañas de Cibao, que distaban sólo tres o cuatro días de viaje.

Estos dos emisarios partieron por distinta dirección, y después de haber trepado elevadas sierras, y cruzado hondos y oscuros valles, atravesando el imterpérrito Ojeda el país que gobernaba el terrible Caonabo, hallando en una parte cabañas desiertas, en otras indios que le recibían con extraña y sospechosa amabilidad, vadeando auríferos ríos, y pasando por desfiladeros y rocas resplandecientes de oro, volvieron a Isabela con sus respectivas comitivas, no sólo haciendo maravillosas descripciones de la riqueza que encerraban las grietas y senos de las montañas, sino trayendo piedras jaspeadas con ricas venas de oro, cantidad de polvo del mismo metal regalado por los indios, y hasta pedazos grandes de oro virgen hallados en los cauces y lechos de los torrentes, alguno hasta de nueve onzas de peso. Esto reanimó el abatido espíritu de los colonos y del mismo almirante, que ya tenía nuevas muestras que enviar a España de sus prometidas riquezas, con que ir manteniendo y alimentando las esperanzas públicas. Con esto, y sin perjuicio de ir personalmente a visitar las minas y formar allí un grande establecimiento, despachó a España nueve de sus buques, haciendo también embarcarse en ellos los hombres, mujeres y niños cogidos en las islas de los caribes, para que se los instruyese en la fe, y pudieran ser después intérpretes y misioneros para propagarla en sus propios países. La flota se hizo a la vela el 2 de febrero (1494), y su arribo a España volvió a exaltar el entusiasmo público, halagados unos con la idea de las grandes riquezas que esperaban ver llegar de las nuevas regiones, otros con la más noble de ver difundida por los españoles la civilización y la fe cristiana por los ámbitos de un nuevo mundo, otros con la de la dominación en extensas y dilatadas naciones, y cada cual, en fin, con lo que lisonjeaba más su imaginación y sus gustos.

Dejemos ahora al famoso descubridor engolfado en su nuevo mundo, que tantos misterios encerraba para él todavía, y que había de ser ancho teatro de grandes e interesantísimos sucesos, y volvamos ya la vista al interior de nuestra España, y veamos la marcha política que en su gobierno seguían los dos esclarecidos monarcas Fernando e Isabel.

(Capítulo IX. Cristóbal Colón. Descubrimiento del Nuevo Mundo. Tomo III, Parte II (Libro IV: Los Reyes Católicos), de la Historia General de España de D. Modesto Lafuente)

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Ciudadanía

Puesto que todos somos miembros de la pólis, del Estado, todos somos políticos. Lo somos además en un sentido más real y auténtico que los que pertenecen a la “clase política”, aquellos que han hecho un oficio de su dedicación a la conquista del poder. Los verdaderos políticos, o, como les gusta decir a ellos para halagarnos, los ciudadanos, estamos interesados en el buen orden de la pólis por encima de cualquier otra cosa para podernos entregar con tranquilidad y seguridad a nuestras actividades económicas, familiares, religiosas, sociales, deportivas, etc. Para entregarnos a ellas con la tranquilidad de quien sabe que no será importunado en ninguna y con la seguridad de quien tiene a su favor la fuerza del Estado para protegerle de quien trate de impedírselo. No otra es la paz social. Ese es nuestro máximo interés, que es más bien una necesidad básica de nuestra pertenencia al Estado y no puede ser, por tanto, más general. No es el mismo interés el que mueve al político de profesión. Es que lo nuestro es necesidad general y lo suyo es demasiadas veces interés particular.

El político de profesión ordena sus afanes a la conquista y ejercicio del poder sobre la sociedad. Forma grupos, partidos o secciones que estima por encima de todo y se apoya en la capacidad de presión de que dispone sobre el resto de los individuos para acaparar las magistraturas del Estado. Dice que busca dirigir la nave a buen puerto y organizar las cosas en orden al bien, pero esto es algo de cuya verdad o falsedad hemos de juzgar nosotros y no es él quien debe anunciarlo con demagogia para que le prestemos nuestro consentimiento y nuestro voto. Su interés suele ser interés de partido o de sección, no interés del conjunto de los ciudadanos. Alguien podría decir incluso que es interés sectario por esto mismo. No es su pertenencia a esos grupos lo que debería inclinar el juicio del ciudadano a su favor, sino el trabajo bien hecho. Se le debe juzgar por lo que hace, no por lo que dice.

Es inevitable, desde luego, que haya hombres dedicados a la tarea de mandar a los demás, a administrar el poder político. En todo cuerpo compuesto alguien tiene que regir y alguien ser regido y el cuerpo social es compuesto: de oficios, religiones, valoraciones morales, grupos de interés, etc.

La desigualdad entre gobernantes y gobernados es, pues, necesaria, pero debe limitarse al máximo obligando a que los que ocupan cargos del Estado no perduren en ellos más de un cierto tiempo, a que se vean obligados a rendir cuentas de su actuación al frente de ellos, a que existan mecanismos de control y de poder que sirvan de contrapeso a su poder, a que éste se halle dividido, pues su superioridad, aunque sea temporal, es peligrosa para los individuos y con excesiva facilidad limita o suprime la libertad de éstos.

Ellos arriesgan nuestras las libertades. Podemos pasar sin darnos cuenta de ser ciudadanos a ser súbditos, lo que es intolerable para todo aquel que no esté dispuesto a abandonar su criterio en manos de otro ni a aceptar injerencia alguna en su vida, para todo aquel que haya decidido ser el único juez de su persona.

La primera libertad que está hoy perdiéndose, si es que no se ha perdido del todo, es la de pensamiento. En un tiempo en que los individuos se pierden entre la muchedumbre amorfa y en que es la opinión de ésta, transformada en opinión pública, la que gobierna todo, los políticos de profesión hacen gala de una enorme habilidad para aglutinar en su persona y su partido los impulsos y querencias de la muchedumbre. Saben ponerse al frente de ella, adivinar sus movimientos antes de que se produzcan, orientarla y, por medio de una pléyade de profesionales de la comunicación, hablar en su nombre sobre lo divino y lo humano, etc. Así se forma un magma de ideas que lo impregna todo y al que es casi imposible resistirse. Ese magma no solo se hace intolerante con cualquier atisbo de originalidad e individualidad, sino que se introduce en el alma misma de todo hombre, de modo que ninguno se atreve, no ya a expresar ideas diferentes, sino ni siquiera a concebirlas.

Todos oyen lo mismo, ven lo mismo, leen lo mismo, tienen los mismos deseos, anhelos y temores, gozan con lo mismo. Todos se han asimilado entre sí y forman un cuerpo único de opinión. Antes de ponerse a pensar, cualquiera de ellos se cuidará ante todo, sin que ya nadie tenga que imponérselo, de que lo que a él se le ocurra no se salga del camino que todos siguen.

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La filosofía

En sus Disputaciones tusculanas, V, 3, 8-9, guardó memoria Cicerón de un hecho que había recogido Heráclides Póntico, discípulo de Platón y hombre de grandes conocimientos: que Pitágoras llegó en cierta ocasión a Fleunte y habló allí tan bien y con tanta elocuencia ante León, el príncipe de los fliasios, que éste, admirado de ello, quiso saber qué oficio profesaba, a lo que respondió Pitágoras que él no profesaba oficio alguno, sino que era filósofo.

Extrañado León de aquel nombre, que se pronunciaba entonces por vez primera, preguntó de nuevo que a qué se dedicaban los filósofos y en qué se diferenciaban del resto de los hombres. Pitágoras contestó que él veía la vida de los mortales muy semejante a lo que pasa en una olimpíada, a la que unos concurren para alcanzar gloria y celebridad después de un duro entrenamiento, otros por ver si ganan algún dinero comprando y vendiendo mercadería, pues aprovechan así la gran cantidad de gente que se congrega con ocasión de una feria semejante, y otros, por último van allí solo para observar y ver lo que sucede y cómo sucede, porque es lo único que les importa, dándoles igual el dinero y la gloria. Y que de la misma manera que todos estos van a la olimpiada movidos por esos intereses, hemos venido nosotros a esta vida, unos para servir al dinero y otros a la gloria, pero que hay algunos, los menos, que tienen en poco ambas cosas, pues lo que ellos quieren por encima de todo es ser sabios. Estos se llaman a sí mismos amantes del saber, que eso es lo que significa la palabra “filósofo”, y, lo mismo que pasa en la feria, donde el más noble es el que se limita a comprender la naturaleza de las cosas, sin buscar nada para sí, igual ocurre en la vida, pues el conocer y el pensar son superiores a todo lo demás. Este y no otro es el significado de la palabra “filósofo”, concluyó Pitágoras ante León.

Platón encontró más tarde que la palabra “filosofía” incluye otro significado no menos importante que el que Pitágoras halló en ella. En El banquete explicó que el amor no puede ser bello, sino feo, pues se ama lo que no se tiene y es bueno, pero no puede ser llamado se llamado bello el carecer de algo que es bueno, y que esto es así porque el dios Amor es hijo de Poros, el Recurso, y de Penía, la Pobreza, y que por eso es privación, miseria, carencia de hogar, rudeza y terquedad. Por ello asimismo tiene que ser filósofo, pues, no siendo bello, desea ardientemente las cosas bellas y el saber es una de ellas. Los dioses no son filósofos por el motivo opuesto, pues son sabios. Tampoco los ignorantes, para su mal, que consiste justamente en creerse sabios no siéndolo.

Por donde se ve que el filósofo está entre el saber y el no saber, entre el dios y el ignorante. El segundo no sabe que lo es, por eso nunca será sabio, para su mal, que no es otra cosa que su incurable ignorancia. Un ignorante así es malo. El filósofo, por el contrario, ha descubierto sus errores, que antes había tomado por verdades, y los ha destruido o procura hacerlo. Por ello puede aprender algo, pues el que cree que sabe es imposible que salga de ahí. Ni los dioses ni los ignorantes pueden cambiar en este punto, unos para su bien y otros para su mal.

¿Qué cosas hay que saber? Seguramente muchas, pero hay una que debe ser la primera, al menos según decía Sócrates una y otra vez a quien quisiera escucharle: vivir bien. Es lo primero de todo. Lo demás puede esperar hasta que esto se haya logrado.

Para vivir bien es necesario ser justo y para ser justo deben estar bien ajustadas entre sí las inclinaciones y tendencias del propio temperamento. La justicia no es en realidad algo diferente de la armonía, que consiste en general en el equilibrio entre las partes de un todo, lo que hace que el todo sea bello. Justicia y belleza son, pues, inseparables, y un hombre será justo y bello si da a cada uno de sus impulsos el lugar que le corresponde por naturaleza.

Al final de una larga serie de razones que Sócrates y sus discípulos desgranan en otro pasaje de La república, se concluye que las tendencias básicas de cualquier humano coinciden con las mencionadas por Pitágoras, y son el amor al dinero, el amor al poder y el amor al saber, además de que cada una se aloja en algún lugar del cuerpo. Están en guerra constante entre sí y, según se alce con la victoria una u otra, su dueño será de una u otra manera y tendrá una vida acorde con su elección. El hombre está compuesto de elementos tan contrarios como el fuego y el agua, por lo que está en guerra consigo mismo desde que nace hasta que muere. En esas victorias o derrotas es donde se decide cómo es su vida.

En la parte baja del tronco se aloja el afán de dinero, con que se da satisfacción a dos impulsos principales, el del hambre y el del sexo, dos impulsos buenos en sí, pues uno sirve para la perpetuación de uno mismo y el otro para la de la especie, pero que arrastran a la mayoría de los hombres más allá de lo necesario. Ambos están ligados a la vida. Si esta parte se impone sobre el total, no se estará liberando otra energía que la encaminada el comer, el fornicar y otras cosas aparejadas a éstas. Un hombre así ha dejado crecer su vientre y su bajo vientre a expensas de lo demás.

En la sección de en medio anida la parte fogosa de todo individuo. Ahí está el asiento del orgullo, la fuerza de voluntad, el amor propio, etc. Esta parte mueve todo, pero puede inclinarse por la de abajo y se trocará entonces en principio de un hombre esclavizado, o por la de arriba, y será el principio de un hombre libre.

En la parte superior, por último, se encuentra la razón, lo que el hombre tiene de divino e inmortal. Es la capacidad de pensar, que debería gobernar la vida entera para que ésta pudiera vivirse bien.

El que logra la armonía entre estos tres estratos del alma es justo y bello y no es posible que sea infeliz, por lo que carece de sentido preguntarse, como hacían los sofistas, si favorece más al hombre la justicia que la injusticia. Pero, como ya había advertido Pitágoras, los filósofos son los menos, en tanto que los que buscan el placer a costa de lo que sea, por lo que muy a menudo se dan de frente con el dolor, son los más. A lo largo de más de dos milenios, y muy en particular durante los siglos XIX y XX, otros han concluido que el predominio de la muchedumbre, compuesta de individuos que son esclavos de sus pasiones, no es otra cosa que la aceptación de la tiranía de quien no aspira a la justicia y la felicidad. Tienen por dios a su vientre y a su bajo vientre.

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Manuel J. Castellano

Ayer tarde me visitó Manuel J. Castellano, que, como todos saben, es un joven bachiller inteligente, algo descuidado y poseedor de un amor al estudio no mayor que su descuido. Venía a contarme lo que había tenido ocasión de oír aquella misma mañana, una mañana jerezana fría, lenta y luminosa como pocas. La rutina diaria le había llevado hasta una de las aulas de la Escuela de Arte, casi esquina entre la Ponce y la Porvera, justo a lado de la Iglesia de la Victoria. Aquel día quería que le vieran por allí. El programa había prefijado que se examinara el concepto de libertad y alguna otra idea aneja a éste, como la de educación o la de moral, uno de tantos asuntos estériles y vacíos que los planes gubernamentales reservan a los jóvenes encomendándolos a la desidia de algún funcionario de enseñanza. El tema prometía una hora más de tedio, pero ya era tarde para evitarlo sin desdoro de las buenas maneras de Manuel, pues el viejo profesor encargado de la materia había ya cruzado la puerta de entrada. No había más remedio que hacer de la necesidad virtud y disponerse a prestar atención por si su buen hado le deparaba algún minuto de entretenimiento que pudiera destilarse de la hora larga que se avecinaba.

Libertad no es elegir entre varias opciones, comenzaba a decir aquel profesor, antes al contrario, el tener que elegir es un obstáculo, no una condición, de la libertad. Ésta se contiene en solo tres palabras: querer, poder y saber.

En seguida hizo mención de un caso extraído de algún libro medieval que acaso nadie haya leído jamás. Se trataba de un galgo que perseguía a una liebre por un sendero hasta que éste se bifurcaba por el cruce con otro y se perdía el rastro de la liebre. Sucedía entonces lo previsible: que el galgo olisqueaba veloz el ramal primero, no hallando en él señal alguna de la liebre, luego el segundo, por donde tampoco había huido, y a continuación se lanzaba como una centella por el tercero, sin detenerse ya a examinar nada.

Así en nuestra vida, siguió diciendo, pues no somos de estirpe distinta de la del galgo. Las más de las veces no optamos por lo que más queremos, sino que nos contentamos con lo que detestamos menos. Mas no se crea que termina aquí el parecido, como podrá comprobar el que quiera averiguar ahora en qué momento fue libre el galgo, si cuando perseguía a la liebre o más bien cuando, perdido su rastro, pero no su impulso, se vio forzado a elegir uno de los tres ramales.

Está claro que en el primer momento hacía lo que quería hacer. ¿Qué otra cosa habría de querer un animal así, una máquina perfecta de instinto y velocidad producida por la naturaleza para el único fin de cortar el viento con una flecha y capturar la liebre?

También es obvio que en el segundo se interpusieron la zozobra y la ansiedad entre su deseo y el objeto de su deseo. En eso no puede consistir entonces la libertad. Esta no es puede ser elegir algo, sino quererlo y lograrlo sin que nada se interponga entre lo uno y lo otro. La elección es más bien interposición e impedimento.

Me dijo Manuel también que en este punto sintió la comezón de la duda. No le pareció verosímil que aquellas cuatro palabras sobre un galgo disolvieran el parecer de la mayoría de la gente sobre el tema de la libertad, pues todos creen que consiste en elegir entre varias opciones. Me dijo además que apenas tuvo tiempo de formular para sí la duda, porque aquella voz había vuelto a tomar aliento tras una breve pausa y no parecía dispuesta a descansar hasta llegar al final que se había marcado.

Además, continuaba alegando, si ser libre fuera lo mismo que elegir, los ricos serían libres, y tanto más cuanto más ricos fueran, y lo pobres, por el contrario, serían tanto menos libres cuanto más pobres fueran. Esto no tendría más remedio que ser, pues unos tienen más cosas que elegir que los otros.

Parecía como si hubiera previsto la duda de Manuel. El tiempo de éste se deslizaba con lentitud inexorable hacia un desenlace que no adivinaba. Decidió dejarse llevar de él sin oponer resistencia a su desarrollo.

Ahora estaba hablando del rey David y de cómo sintió un deseo incontenible de poseer a Betsabé, la esposa del hitita Urías, un buen capitán de su ejército, y de cómo, obcecado por su lujuria y su poder, lo envió a la muerte para poder disfrutar libremente de ella. Grande debió ser el atractivo de aquella mujer para que todo un rey perdiera la cabeza y la honra por su causa. A lo cual añadió que el mismo David, siendo ya viejo y avanzado en días, no se calentaba por más ropas que ponían en su lecho para cubrirle y que sus siervos creyeron hallar la solución trayéndole a la mujer más hermosa de toda la tierra de Israel, a la sunamita Abisag, una joven virgen, para que durmiera a su lado y así entrara en calor el cuerpo del anciano rey, pero que éste “no la conoció”. Así se narra en el libro de Samuel.

Por causa del atractivo de Betsabé cometió David adulterio y homicidio, un doble crimen por el que le perseguiría el remordimiento toda su vida. Pero el atractivo de Abisag, que era sin duda mayor, no le impulsó a poseerla, lo que le estaba permitido. Ni siquiera la tocó, satisfaciendo el único deseo que sentía por ella, el de que le diera el calor que su cuerpo anciano había ya perdido.

Piénsese más despacio en esto. ¿Qué hace el rey cuando una mujer le atrae con fuerza? Apoderarse de ella si está en su mano. ¿Y cuando no le resulta atractiva? Entonces no hace nada. ¿Por qué una le atrae y no la otra? ¿De dónde procede esa fuerza que arrastra al hombre? Una única respuesta se impone: de él mismo. En David reside la potencia del atractivo de Betsabé, a la que no hay otra fuerza que se resista dentro de él. Por eso hubo de poseerla. Es el deseo del rey, un deseo que nunca duerme, pero que unas veces apunta a un objeto y otras a otro, el que tiñe con el color de la atracción las personas y los objetos a donde se dirige. El querer no descansa jamás y siempre se inclina por una cosa antes que por otra. Y no hay duda alguna sobre lo que hará quien se halla poseído por el querer, que somos todos: si puede se tendrá que apoderar de la primera y si no puede se resignará a la segunda. Pero nunca serán ambas iguales. Nunca habrá dos opciones de idéntico atractivo.

Querer y poder. En estas dos palabras se cifra casi todo el misterio de la libertad. Falta una tercera, que brotará por si sola en cuanto se avance un poco más, pero véanse antes estas dos. ¿Qué cosas queremos? Las que se nos presentan como buenas. Para el galgo era bueno capturar a la liebre, para el rey poseer a Betsabé o no pasar frío. Una vez que algo se quiere se tiene que hacer, excepto si otra fuerza se interpone. ¿Qué otra cosa habían de hacer el galgo o David salvo llevar adelante el deseo de que se hallaban poseídos, si es que estaba en su poder hacerlo?

Además de esto, al animal se le presentó el cruce de caminos porque estaba sano y era veloz. Si hubiera estado enfermo y cojo no habría sentido el deseo, no habría llegado al cruce y no habría tenido que elegir ningún ramal del mismo. Los cruces de caminos solo se ofrecen a los capaces. El tener que elegir entre varias opciones se presenta solo a los fuertes, no a los ricos ni a los indolentes. También el rey hubo de decidir si mataba o no a Urías para disponer libremente de Betsabé porque tenía poder. Un vasallo suyo no habría tenido ocasión de llegar a ese cruce. Sin embargo, no se trata aquí en verdad de esa clase de fuerza física que exhibió el rey, sino de otra más grande de la que careció.

No puede suceder otra cosa que la que sucede una vez que el animal o el hombre ponen en marcha su deseo, uno por la liebre y por la mujer el otro. Cuando alguien quiere algo lo hace si puede. Es así de sencillo y aquí no hay nada más que entender. El centro del asunto está, pues, en el querer. También en el poder. En ambos consiste por ahora la libertad. Pero aún falta una tercera cosa. Para hallarla véase de nuevo cuál es el objeto del querer, que es siempre algo que se presenta como bueno.

Como bueno se presenta siempre, por ejemplo, el seguir vivo, pues es imposible detestar la vida. Algunos dicen que prefieren morir, pero no es creíble. Ellos no detestan vivir. Lo que detestan es vivir así. Pese a todo, puede ocurrir que algo parezca mejor que seguir vivo, como el deber al que sirvió Tomás Moro en contra de su rey.

Que una unión sexual es vista como algo bueno nadie lo dudará. Este no es el problema. El problema es que alguien no vea nada superior, como la vida ajena, la propia o el respeto a un igual en la persona de una mujer. El que no comprende esto es un necio y puede incluso ser un homicida, como el rey David, que se inclinó por un bien a costa de otro superior, que destruyó. Su necedad y su crimen brotaron de una mente que no supo entender qué es lo mejor, presentó a su voluntad como un bien lo que no era tal, sino la destrucción de otro mayor, y no dispuso de una fuerza que pudiera oponer a su deseo lujurioso. Por eso fue un hombre débil, un imbécil moral.

No tuvo la clarividencia de Tomás Moro, el cual, pese a tener la vida por un bien, comprendió que era inferior al servicio a Dios que él mismo había decidido. Entendió que la vida es inferior a la libertad y actuó en consecuencia. Una vez que un hombre es así, actúa del modo que es y no de cualquier otro. ¿Qué otra cosa es posible que haga?

Pensar como se debe, pensar bien, era entonces la tercera idea que faltaba. Añadida al querer y al poder completa la de libertad.

David se inclinó por lo peor porque no pensó como debía y por causa de ello creyó que era bueno lo que no era. Ese es el motivo de que deseara poseer a Betsabé, de manera que, una vez que lo quiso lo hizo, puesto que tenía poder para ello. Si su conciencia hubiera sido más clara, su deseo habría sido otro y se habría inclinado por él. Él mismo habría sido entonces la fuente de un deseo superior, como el que tuvo Tomás Moro. No lo fue porque su mente estaba oscura, de lo que solo él era responsable. En una palabra: David habría sido más fuerte y más libre de lo que fue si hubiera pensado bien lo que tenía ante sí, si hubiera nacido de ahí su deseo y si, por último, lo hubiera ejecutado. En ese caso habría sido dueño de su lujuria, en vez de que la lujuria fuera dueña suya, como sucedió en realidad. Habría tenido más poder que la mera fuerza de que abusó por ser el rey, pues habría sido dueño de sí. Por eso fue esclavo de su deseo y le prestó obediencia. ¿Qué otra cosa podía haber sucedido siendo él como fue? El hombre es su propio destino.

La libertad es determinación de uno mismo, capacidad de decidir por sí y no por otro una vez que se ha pensado lo que es mejor y más conveniente. Lo demás es un falso sucedáneo suyo.

De aquí que uno de los negocios más importantes de la vida consista en ser libre. Esto eleva a un hombre por encima de sí mismo y es lo más bello y elevado que cualquiera puede adquirir. Decidir por uno mismo, sin equivocarse, qué es lo bueno y lo mejor y ejecutarlo: no hay nada que esté por encima de esto. Cierto es que no se adquiere en un instante, pero otorga los mejores goces conforme se va adquiriendo.

En aquel momento preguntó uno de los asistentes por la relación que aquellas ideas tenían con la educación de los jóvenes, pues al principio se había dicho que había que mostrarla. La respuesta fue inmediata:

Pensar correctamente lo que es bueno y conveniente, tomar la decisión de ejecutarlo y  actuar en consecuencia, es decir, ser libre, es el fruto maduro de una buena educación, porque un hombre bien educado es el que se dule y se complace como es debido. Por este motivo es una de las mejores adquisiciones que un hombre puede lograr, pues sirve para determinar por sí mismo qué es lo mejor y para trazar los planes necesarios para alcanzarlo. Por esto no debería educarse a los jóvenes para el juego y la diversión de hoy, pues a su edad el aprendizaje va necesariamente acompañado de esfuerzo sin recompensa, sino para el recreo en el saber y en el decidir de mañana, cuando sean hombres hechos y derechos. La libertad de mañana es disciplina de hoy.

Si un instituto de bachillerato sirviera solo para lograr una pequeña parte de este fin ya estaría justificada su existencia.

El tiempo se había acabado. El funcionario de educación advirtió que todo lo que había dicho era una introducción a las ideas de Santo Tomás de Aquino y que en los días venideros habría que adentrarse en las mismas.

Aquí se detuvo el relato de Manuel. Había fatigado su memoria cuanto había podido para no dejar nada importante sin decir. Y como deseaba repensar lo que había oído, salió a la calle y al pasar por la puerta de la Iglesia de la Victoria dedicó un recuerdo a Santo Tomás.

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La impostura de Agamenón

¿Habrá que llamar libre al que solamente tiene una oportunidad de obrar? ¿No merece esto más bien el nombre de fatalismo? De ninguna manera. Es más bien su negación. La coartada fatalista está presente por doquier en la poesía y en el mito, donde no ha carecido de una gran belleza. No es otra cosa que creer que las cadenas del hado sujetan de tal manera la acción de un hombre que no puede evitar lo que hace por más que lo intente. No otra fue la justificación de Agamenón cuando en la asamblea de los aqueos admitió haberse apoderado injustamente de Briseida, la bella esclava que pertenecía a Aquiles. Estas fueron sus palabras:

No fui yo, dijo, la causa de aquella acción, sino Zeus, y mi destino y la Erinnia que anda en la oscuridad: ellos fueron los que en la asamblea pusieron en mi entendimiento fiera ate (locura) el día que arbitrariamente arrebaté a Aquiles su premio. ¿Qué podía hacer yo? La divinidad siempre prevalece[21]

La indefensión frente a lo divino, el saberse señalado por los dioses, la admitida ausencia de libertad, etc., todo colabora para concluir que el protagonista es inocente. Los hombres, se cree, son como las figuras del ajedrez, que piensan que hacen lo que quieren y se empeñan en tomar decisiones por sí mismos pero no advierten que un ser detrás de ellos está jugando la partida. Así lo versifica Borges:

No saben que la mano señalada
Del jugador gobierna su destino.
No saben que un rigor adamantino
Sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(La sentencia es de Omar) de otro tablero
De negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueños y agonías?[22]

Si dejamos atrás la poesía de Borges y la Ilíada y volvemos a la prosa de la vida cotidiana observaremos cuán cándidos fueron los que creyeron las palabras de Agamenón y los que siguen aceptando disculpas iguales a aquellas, disculpas que llevan consigo el supuesto falso de que un hombre se transforma en un autómata cuando interviene lo divino y ya no tiene, en consecuencia, que rendir cuentas por lo que hace, pues ha sucedido en contra de lo que él quería.

Hoy no creemos ya en Zeus, el destino o la Erinnia que anda en lo oscuro, pero tenemos fe ciega en las pastillas, los genes y las circunvoluciones cerebrales. La justificación de Agamenón sigue viva, pero despojada de poesía y revestida de ropaje científico, el más oscuro y potente de todos los ropajes, porque otorga a sus acólitos una seguridad inapelable. Ya no son los dioses, y menos aún el Dios del catolicismo, que hizo al hombre libre y responsable de su conducta, quienes encadenan las acciones humanas, sino algunas sustancias que inhiben ciertos circuitos cerebrales, genes que impulsan a sus dueños en contra de lo que ellos querrían hacer, traumas infantiles que emergen cuarenta años después, la educación, la sociedad, la cultura, el sistema político, el poder de la prensa, etc.

Todo coopera para hacer de los hombres autómatas inconscientes e involuntarios, seres poseídos de algo que no son ellos y que actúa en contra de ellos. Y todo se acepta de buena gana como fuerza externa irresistible con tal de no tener que cargar con el fardo pesado de la responsabilidad, que es un efecto de la libertad. La asamblea de los hombres actuales es más crédula que la de los aqueos que destruyeron Troya.

Esas excusas son inaceptables ¿Significa esto que Agamenón pudo hacer una cosa distinta que la que hizo? La respuesta es que no, pero para verla con claridad hay que examinar antes las tres perspectivas siguientes:

  1. Lógica.- Solamente es posible lo que no es contradictorio. No es posible, por ejemplo, hacer y no hacer una cosa en el mismo momento y lugar. Agamenón no pudo raptar a Briseida y devolverla a Aquiles al mismo tiempo. Desde esta perspectiva sí fue posible que hubiera hecho otra cosa.
  2. Natural.- No es posible que suceda algo que viole una ley natural. Lo mismo que una fuerza superior impide que el río remonte su curso, Agamenón se impuso a Aquiles y le robó la esclava. Luego también desde esta perspectiva pudo haber actuado de otra manera.
  3. Psicológica.- Es imposible que alguien no haga lo que quiere hacer si nada se lo impide. Alguien que no fuera Agamenón seguramente habría hecho algo diferente en circunstancias idénticas, pero no él, pues lo que él quería era raptar a Briseida.

En consecuencia, el lógico y el naturalista no tienen nada que oponer si alguien dice que Agamenón pudo hacer otra cosa. Pero no basta con ello. Todavía hay que tener en cuenta el carácter del personaje. En casi todos los momentos de nuestra vida, si no en todos, hacemos lo que hacemos porque así lo queremos. Examine el lector si una mala acción de la que ahora se arrepiente volvería a ejecutarla en idénticas circunstancias, con el mismo estado de ánimo y las mismas esperanzas por lo que viniera más tarde. Es seguro que contestará que sí.

Luego Agamenón no pudo hacer otra cosa que robar a Briseida, porque cuando un hombre quiere hacer algo tiene que hacerlo, excepto si desea otra cosa con más fuerza, en cuyo caso hará esto otro, o se le opone una barrera infranqueable, y entonces abandonará su pretensión y hará también algo distinto. Nunca suceden los actos por la fuerza superior de los dioses, sino por la propia voluntad. Si el deseo de humillar a Aquiles fue más fuerte que su previsión de lo que sucedería tras el ataque de Héctor ¿qué otra cosa podía hacer que seguir el impulso más fuerte? Cuando un deseo supera a los demás se impone sobre ellos y desemboca en la acción.

Todo se le puede arrebatar a un hombre menos su voluntad. Cuando ésta se oscurece, lo que ocurre en muy contadas ocasiones, el hombre es otro ser. Está fuera de sí y no es él quien obra. Y si no se le puede arrebatar al hombre la voluntad, entonces tampoco la libertad. Parece ser que a un tirano que aseguraba ser dueño de todo respondió Epicteto que él, sin embargo, era libre:

–¡Cómo! ¿Tú libre?
–Sí, me ha libertado la Divinidad y no pienses ni remotamente que ella consintiese que uno de sus hijos pudiera estar bajo tu yugo. Hagas lo que hagas conmigo, lo más que llegarás será a ser dueño de un cadáver; pero sobre mí, sobre mí no tienes ni tendrás nunca poderío[23].

 Era verdad. Se puede ser dueño de un hombre convertido en cosa, no de un hombre que tiene voluntad, salvo si ésta decide doblegarse. Y esto sólo puede hacerlo voluntariamente. Luego nadie puede hacer que otro actúe contra su voluntad. Ni siquiera el mismo individuo puede, pues sería absurdo. Todos somos responsables de lo que hacemos y a todos se nos pueden imputar nuestros actos.

[21] HOMERO, Ilíada, XIX.
[22] BORGES, J-L., Obra poética, 125
[23] Atribuido a EPICTETO. V. VV. AA, Los estoicos: Epicteto, Séneca, Marco Aurelio, 32.

(Extraído de Sobre la libertad, cap. 9)

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