Mito y lógos

Tratar la relación entre mito y lógos -vocablo griego traducido al latín por ratio y al español por «razón»-, o entre religión y filosofía, es situarse, según muchos, en la frontera que ha dejado en el lado de acá a nuestra disciplina, cultivada por unos pocos hombres dados a la reflexión, y en el de allá las formas tradicionales de pensar, seguidas por el común de los humanos. Pero en el comienzo no hay una frontera, sino un río caudaloso que fluye de la religión a la filosofía. Es así porque aquélla ha sido siempre origen de múltiples ideas con las que entender el mundo y el hombre. En ella han nacido y de ella han pasado a otras esferas de la actividad humana, sobre todo a la filosofía, cuando ésta ha existido, como sucedió en Grecia.

La filosofía no nació de sí misma, de punta en blanco, como Atenea de la cabeza de Zeus. Se ha querido a veces verla aparecer después de una ruptura con todo lo anterior, de un acto revolucionario por el cual los hombres habrían apartado por fin de sus ojos el velo de la tradición religiosa para mirar el mundo de frente, tal como es en sí. Pero esto no ha podido suceder nunca, porque a nadie le ha sido dado encarar el estado puro de lo real, sin interferencias de las ideas de alguna tradición particular. Un hombre que medita tiene que hacerlo sobre las ideas propias del lugar y tiempo en que vive. Esta sujeción, por otro lado, no afecta sólo a la filosofía, sino a toda forma de acercamiento a lo natural, ya sea estética, industrial, política o científica. Creer que puede ser de otra manera es estar fuera de razón.

La religión griega, que contaba con un abundante repertorio de relatos míticos para explicar al creyente cualquier cosa que despertara su curiosidad, constituyó el armazón de la racionalidad griega anterior a la filosofía y, una vez que ésta entró en escena hacia el siglo VI a. C., le hizo entrega de una gran cantidad de conceptos que ella desarrolló según sus propios métodos hasta el punto de olvidar su origen.

En este capítulo se traerán a colación solamente dos de ellos, ambos importantes para la filosofía griega y, por extensión, para toda la filosofía posterior. Son los conceptos de alma y de orden universal. Habría sido conveniente dedicar algún espacio a un tercero, el de Dios, pero éste es un elemento confuso que solamente adquiere claridad en la Metafísica de Aristóteles y, por influjo suyo, en la teología y la filosofía cristianas posteriores, pero una tal investigación es innecesaria en este momento.

Sobre el origen del alma existe un mito órfico de indudable interés:

Zeus, adoptando la forma de una serpiente, se unió a Perséfone y engendró en ella un hijo, de nombre Zagreo o Dioniso. Para que no fuera víctima de los celos de Hera, su esposa, lo confió a la custodia de los Curetes, pero ella lo encontró y ordenó a los Titanes que lo mataran. Éstos lo despedazaron, cocieron los trozos en un caldero y los devoraron a continuación. Zeus, enterado del crimen, los fulminó con un rayo. De las cenizas nació la raza humana.

El mito dice que los humanos son en parte mortales e indignos, por proceder de los Titanes, y en parte inmortales y excelsos, por proceder de Dioniso. Por lo primero están destinados a la corrupción y la muerte, por lo segundo a la eternidad, donde les espera el goce o el sufrimiento, según haya sido su conducta en la vida. Así lo versifica Píndaro, el poeta lírico del siglo V a. C.:

Al lado de los dioses
que venera el averno
los que guardaron fieles
sus santos juramentos
sin lágrimas disfrutan
reposo sempiterno,
mientras al malo afligen
terroríficos tormentos (Odas, pág. 25)

Quienes creyeran estas cosas sabían que su vida verdadera no pertenece a la tierra, sino al más allá, donde habrían de vivir eternamente, porque su alma venía de lo más alto y estaba de paso por su cuerpo. Por eso debían cuidarse de ella como de la parte más preciada de su ser y despreocuparse del cuerpo cuanto les fuera posible.

Éstas son ideas familiares. Originadas en un mito casi olvidado, se incrustaron en la filosofía desde los pitagóricos y Platón. El segundo presentó una serie compleja de argumentos acerca de la existencia e inmortalidad del alma en el Fedón, donde los Titanes, Zeus, Hera, Dioniso, etc., ya no eran elementos de convicción, pero se conservaba lo esencial del mito: la doble naturaleza humana, la superior dignidad del alma y su inmortalidad. Cuando se pasa del mito al lógos se pierde en imágenes de seres personales, reales para el creyente sin condición alguna, lo que se gana en argumentos abstractos, obligatorios para todos los seres humanos a condición de que estén correctamente construidos.

La noción religiosa de orden universal, el segundo concepto de nuestra lista, había sido más antigua y firme que los dioses homéricos, a juzgar por el hecho de que las veleidades de éstos, agentes de desorden en sí mismas, no habían podido modificarla. Era un orden intangible, inexorable, superior a las divinidades olímpicas, que había que rescatar del derrumbamiento del mito, de lo cual se encargaron los filósofos. La presencia de dicho orden es incontestable en los relatos homéricos. Poseidón, por ejemplo, recurre a él en un famoso pasaje de la Ilíada con el fin de resistirse a una orden de Zeus que le ha traído Iris:

Aunque él sea poderoso, tales palabras son imposibles de soportar, si es que pretende hacerme torcer mis propósitos con violencia, por más que yo sea su igual en rango. Pues tres hermanos somos, nacidos de Cronos y Rea, Zeus y yo, y Hades es el tercero, el señor de los muertos. Y todas las cosas fueron divididas en tres regiones y cada uno tomó la parte que le correspondía. Por lo tanto, jamás obraré conforme al propósito de Zeus; no, y por más que su poder sea grande, que viva tranquilo en esa tercera parte que es la suya» (Cit. en Cornford, F., De la religión… pág. 29; subrayado nuestro)

Se comprende bien por qué lanzó Platón sus invectivas contra Homero y los poetas, pues todos ellos habrían ocasionado la rebelión de los dioses contra aquel orden antiguo que no debía morir, un orden merced al cual se había dividido el universo en partes y asignado a cada cosa su lugar apropiado. Era una ley que abarcaba todo y que los filósofos desarrollaron en forma de arjé, cuando la aplicaban a la naturaleza, a la physis, y de nómos, cuando la aplicaban a la ciudad, a la pólis.

La primera filosofía no fue un forcejeo contra el mito irracional ni un dique levantado contra el oleaje del misticismo religioso, sino una continuación por otros derroteros de los temas presentes en la tradición griega, que había sido fundamentalmente religiosa. Si ésta se arruinó no fue por los ataques de la descreencia racional, sino por su propia evolución interna. La religión se estaba destruyendo por sí sola a causa de que los dioses del Olimpo se habían trocado en seres humanos engrandecidos, dotados de una voluntad irresistible y un capricho sin freno que los hacía tan imprevisibles como sus modelos humanos y no podían servir para comprender la realidad.

Antes de que Grecia alcanzara su esplendor intelectual existían ya en Egipto y Babilonia una cosmología, una astronomía y una matemática rudimentarias, pero, por evidente y grande que sea el legado oriental en la filosofía y la ciencia griegas, difícilmente los grandes sistemas que veremos sucederse podrían pasar como frutos de la especulación oriental. La filosofía griega se origina en el momento en que en Grecia se produce una situación económica, social y política que libera a una clase social de la necesidad de trabajar para procurarse la subsistencia. Ésta puede entonces dedicarse a otras actividades, la filosofía entre ellas. Al hacerlo recogió lo que le brindaba su pasado, de estructura profundamente religiosa, e integró las ideas llegadas de fuera. El resultado fue esta tarea del intelecto que llamamos filosofía, la cual no pudo consistir en la creación de nuevas herramientas conceptuales, sino en la “clarificación de un material religioso, e incluso prerreligioso” (Cornford, De la religión…, pág. 150). Los conceptos fueron descubriéndose “mediante análisis cada vez más sutiles y definiciones más ceñidas de aquellos elementos confundidos en su dato original” (ibid.).

El cambio radical no tuvo lugar en el escenario del pensamiento, sino en el de la acción política y económica, y consistió en esa mencionada transformación por cuya causa se desembarazó una clase social de problemas prácticos. En ella arraigó la inclinación por la especulación pura y simple, sin trabas materiales que la obligaran. Quiérese expresar con ello que el pensamiento comenzó en aquellas fechas a verse libre de las pesadas trabas impuestas, no por el pensamiento religioso, sino por la acción. El gusto por la especulación y los problemas teóricos, por lo completamente inútil en sentido vulgar, requería la existencia de hombres que no tuvieran que ocuparse de su subsistencia, de hombres libres, lo cual requería a su vez un alto grado de prosperidad económica y de ocio para una parte al menos de la población. Esta no fue una condición suficiente para la aparición de la filosofía, pero sin ella no habría aparecido en suelo griego.

(Extraído de Historia de la filosofía. 2 Bachillerato, lección 1, 1)

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Los cuatro nombres de la esencia

Et quia illud, per quod res constituitur in proprio genere vel specie, est hoc quod significatur per definitionem indicantem quid est res, inde est quod nomen essentiæ a Philosophis in nomen quiditatis mutatur. Et hoc est etiam quod Philosophus frequenter nominat quod quid erat esse, id est hoc per quod aliquid habet esse quid. Dicitur etiam forma secundum quod per formam significatur certitudo uniuscuiusque rei, ut dicit Avicenna in secundo Metaphysicæ suæ. Hoc etiam alio nomine natura dicitur, accipiendo naturam secundum primum modum illorum quattuor, quos Bœthius in libro De Duabus Naturis assignat: secundum scilicet quod natura dicitur 40omne illud quod intellectu quoquo modo capi potest. Non enim res est intelligibilis nisi per definitionem et essentiam suam. Et sic etiam Philosophus dicit in quinto Metaphysicæ quod omnis substantia est natura. Tamen nomen naturæ hoc modo sumptæ videtur significare essentiam rei, secundum quod habet ordinem ad propriam operationem rei, cum nulla res propria operatione destituatur. Quiditatis vero nomen sumitur ex hoc, quod per definitionem significatur. Sed  essentia dicitur secundum quod per eam et in ea ens habet esse.

Y lo que hace que una cosa quede constituida dentro de un género propio o una especie es lo que viene significado por medio de la definición que indica qué es la cosa, por lo cual los filósofos han cambiado el nombre de esencia por el de quididad; esto es asimismo lo que el Filósofo llama con frecuencia “lo que era ser”, esto es, aquello por lo que algo tiene el ser un qué. También se le llama forma, siempre que por forma se entienda la perfección o certeza de una cosa cualquiera, según dice Avicena en su Metaphysica, II. Otro nombre que se le asigna es el de naturaleza, entendida en el primer sentido de los cuatro que Boecio menciona en su libro De duabus naturis, según el cual se llama naturaleza todo aquello que de una manera u otra pueda ser captado por el entendimiento; ninguna cosa, en efecto, es inteligible si no es por medio de su definición y su esencia. Y así dice también el Filósofo en Metaphysica, V, que toda sustancia es naturaleza. No obstante, el nombre de naturaleza tomado en este sentido parece significar más bien la esencia de la cosa según presente orden u ordenación a su operación propia, pues ninguna hay que pueda ser destituida de la operación que le es propia. La quididad se toma ciertamente de lo que es significado por medio de la definición, pero la esencia se dice según que por ella y en ella tiene existencia el ente.

[Se limita el autor a enumerar los cuatro vocablos con que también se nombra la esencia: quididad, forma, naturaleza y “lo que era ser”. Esta última designación pretende poner en español la intraducible expresión aristotélica τό τί ἧν εἴναι, que Santo Tomás por su lado vierte por quod quid erat esse. Aubenque, tras una búsqueda por las expresiones vulgares del griego de tiempos de Aristóteles la traduce como “lo que se dice que cada ser es por sí”. Aparte de esto, el texto es claro. Apoyan la lista de nombres de Santo Tomás un texto de Metafísica, VIII, de Aristóteles, donde dice que a cada número corresponde su esencia y forma pensada en la mente, y que su esencia es la unidad merced a la cual es lo que es, y otro de De duabus naturis, de Boecio, que afirma que al hablar de la naturaleza en general es necesario proporcionar una definición capaz de abarcar todas las cosas que existen, una definición como: “tienen naturaleza las cosas que existiendo pueden ser captadas de alguna manera por el entendimiento”.]

(Extraído de Santo Tomás, El ente y la esencia, capítulo primero)

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Utopías bíblicas

a) Utopías escatológicas del Antiguo Testamento

El modelo original de estas conductas fue la doctrina de los profetas del Antiguo Testamento, que abandonaron la idea de combatir el mal mediante rituales tales como sacrificios, rezos, ceremonias, procesiones, etc., y proclamaron la necesidad de que todos creyeran que son responsables de él y deben evitarlo. La salvación empezó a depender de las obras y el judaísmo se convirtió en una religión generadora de normas para intentar realizar la justicia en este mundo.

Las profecías del Antiguo Testamento fueron útiles para la resistencia de la comunidad de los creyentes frente a la opresión. A diferencia de otros pueblos de la Antigüedad, los judíos tenían una visión del papel que a todas las naciones corresponde desempeñar en la historia. Su religión comprendía la idea de que Jehová era no solamente el Dios de Israel, sino el Dios único de todos los hombres. Señor todopoderoso de la historia, a Él toca exclusivamente guiar a todos los pueblos hacia un fin común.

Esta creencia obliga a los creyentes a ser justos con todos y a extender la salvación de Dios hasta el último confín del mundo. Pero, junto a esta inclinación ética, algunas tendencias de la religión de Israel prometieron un reino perfecto de paz y felicidad a los que hubieran seguido el camino de la rectitud, un reino de mil años que no vendría antes de que pasara una época de desdicha. El pueblo ha abandonado a Jehová, por lo que debe ser castigado y purificado con el fuego y el hambre. Después de la purificación amanecerá el día de la ira, el día en que Jehová habrá de juzgar y castigar a los incrédulos e injustos de todas las naciones. Los que sobrevivan a ese juicio terrible vivirán en una Palestina regenerada y santa y Jehová reinará entre ellos. El mundo será justo, los pobres no pasarán hambre, las fieras serán mansas, el Sol tendrá más brillo, los desiertos serán fértiles, no habrá dolor ni enfermedad y todo será vivir alegres y confiados.

En estas profecías sobre el fin de los tiempos se fragua el modelo de la actividad mesiánica y utópica posterior. El fin de la historia pertenece a los santos, que antes han tenido que sufrir dolores sin cuento en este mundo sometido a tiranía y opresión. Cuando éstas lleguen al dolor más agudo, cuando la desgracia padecida por los santos no pueda ser mayor, ellos se levantarán por fin, destruirán la maldad y la injusticia y heredarán la tierra, estableciendo un reino milenario que no tendrá sucesor, el reino último hacia donde conducen todos los caminos y todos los tiempos.

b) Utopías escatológicas del Nuevo Testamento

Las luchas mesiánicas de los judíos finalizaron el año 131 d. C., cuando el emperador Adriano aplastó un levantamiento encabezado por Simón bar Kochba, que había sido seguido por la multitud como un Mesías que habría de aniquilar el poder de Roma y dar comienzo al Reino de los Santos. En adelante los cristianos tomaron el relevo. Pese a que su religión hablaba de un reino puramente espiritual, muchos tomaron al pie de la letra la profecía de Mateo: “Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces recompensará a cada cual según sus obras. En verdad os digo que hay algunos entre vosotros que no probarán la muerte antes de haber visto al Hijo del hombre venir en su reino”. Interpretadas según la escatología anterior, estas palabras predecían el cataclismo de las naciones y el posterior reino feliz, en el que el propio Cristo estaría presente entre sus santos.

La religión cristiana encerraba en su seno dos interpretaciones del mensaje de Cristo, una que invitaba a la pasividad consolando al alma de las miserias del más acá con la esperanza del más allá, y otra que promovía la actividad exhortando a los fieles a hacer realidad el más allá en el más acá. La conjunción en una sola de ambas tendencias, la espiritual y la terrenal, fue siempre una fuerza sin igual, una fuerza revolucionaria que en muchas ocasiones a lo largo de la Edad Media sacudió los cimientos de la sociedad.

Un clérigo medieval, Joaquín de Fiore (1135-1202), fundió las dos tendencias, dando lugar a una visión general de la historia humana en clave mesiánica, milenarista y utópica. Tres etapas, relacionadas cada una con una de las Personas de la Trinidad, jalonan el avance progresivo de la humanidad hacia su fin último. La primera fue la del Padre y el Antiguo Testamento, etapa de la carne, durante la cual imperó el derecho, la esclavitud y la sujeción. La segunda es la del Hijo y el Nuevo Testamento, una etapa intermedia entre la carne y el espíritu, durante la cual imperan los clérigos. La tercera, la definitiva, porque detrás de ella vendrá el fin del mundo, será la del Espíritu Santo y el Último Testamento, etapa de los varones espirituales, entre los que se contarán los santos de los primeros días, que resucitarán para reinar con ellos. Después se consumará la historia y dará comienzo la eternidad.

(Extraído de Filosofía. 1 Bachillerato, XVIII, 2)

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Fuentes de la voluntad

Al tratar de las fuentes generales de la motivación humana es necesario aceptar la antigua distinción entre actos humanos y actos del hombre. Los primeros son los específicos de un ser humano cualquiera, o sea, aquellos por los que se distingue de cualquier otro ser natural, sea un animal, una planta o una piedra. Los segundos son aquellos en que no se distingue de otros seres naturales. Sentir hambre o dolor, oír o ver, dormir, adquirir velocidad tras haberse caído por una ventana y muchos otros sucesos de esta misma índole no pertenecen a la primera clase, sino a la segunda, porque no son voluntarios. Tampoco son voluntarios los llamados actos espontáneos, aquellos que se ejecutan maquinalmente y sin deliberación, como toser, parpadear, etc. Todos estos pueden incluirse sin problemas en la red causal que dirige cuanto sucede entre los seres inanimados y no es necesario esforzarse en diferenciar su origen del de las actividades de las plantas o las piedras.

Por esto solo tendremos en cuenta aquí los actos humanos, los cuales, pese a las apariencias, se incluyen también a la red causal que domina toda la realidad. La causa que los provoca ha recibido el nombre de motivación. Esta se origina en una multitud compleja de causas no controlada por los individuos. A poco que se examine la situación general en que un hombre se halla inmerso y se reconozcan sus posibilidades de acción, de elección, de planificación y, en suma, de la libertad real que cabe atribuirle, se encuentra uno con que su vida se desenvuelve en un medio plagado de impulsos que siente con su organismo y proceden de éste o del mundo humano que habita.

La fuerza que ejercen impulsos como el hambre o el sexo evidencia que no han sido deliberadamente producidos por nosotros y conduce a pensar que todos los demás, aun siendo inferiores en potencia, proceden también de una fuente ajena. Cada uno de ellos es una chispa que dispara una acción, pero la chispa no la encendemos nosotros. El procedimiento es patente en los animales. Cuando el perro percibe el olor de la hembra en celo tiene que buscarla. Solamente vacilará si está domesticado y el amo lo llama, pues entonces estará en medio de dos impulsos contrarios, pero en estado salvaje no vacilará un solo instante. La respuesta automática, sin dilación, es para casi todos los animales una garantía de supervivencia para la especie. Lo que llamamos instinto no es otra cosa que esa chispa que dispara la acción en contacto con un estímulo exterior o una acción interna del organismo. Hay algo que, como el pedernal contra el pedernal, hace que salte la chispa, que prenda en la pólvora y la bala se dispare al instante. Una vez iniciada la secuencia, ésta no puede detenerse por sí misma.

Estas cosas suceden en los animales y en nosotros porque tenemos un organismo biológico. Por su causa estamos siempre deseando algo y deseándolo de tal manera que no podemos nunca satisfacerlo plenamente. Dice Schopenhauer:

Ningún objeto de la voluntad, una vez logrado, puede producir una satisfacción duradera, que sea inmutable; se asemeja sólo a la limosna que, dada al mendigo, prolonga hoy su vida para continuar mañana su tormento[11].

Pero tampoco hay descanso, sino cansancio, en la desaparición de las pasiones. Nuevamente dice Schopenhauer que

de los siete días de la semana seis corresponden a la fatiga y a la necesidad y el séptimo al hastío[12].

 El cuerpo es el causante de esta situación. Él nos determina a obrar de una u otra forma. Si hubiéramos de aceptar la existencia del destino, diríamos que el cuerpo lo es para nosotros, al menos en un grado importante.

[11] En VALVERDE, J. M., Breve historia y antología de la estética, 192.
[12] SCHOPENHAUER, A., El mundo como voluntad y representación, libro cuarto, § 57.

(Extraído de Sobre la libertad, cap. 4)

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Esplendor de la escolástica

La filosofía de los árabes y los judíos fue cercenada cuando la cristiandad estaba originando organizaciones sociales y métodos docentes capaces de recibirla y perfeccionarla: las universidades y las órdenes religiosas planificaron, sistematizaron y protegieron el trabajo de los sabios, las escuelas de traductores proporcionaron un abundante material de estudio y el método escolástico impuso orden en la creación y transmisión del conocimiento.

La universidad como centro organizado de estudios regulares, integrado por profesores y alumnos obligados a cumplir los reglamentos y con capacidad para expender las titulaciones de bachiller, licenciado, maestro y doctor, titulaciones que dotaban a sus poseedores del derecho exclusivo a ejercerlas en cualquier lugar, es una creación de la Edad Media. Su origen no hay que buscarlo en las antiguas escuelas de saber. La Academia de Platón, el Liceo de Aristóteles, las bibliotecas de Alejandría y Pérgamo, las medersas persas, las madrazas árabes, las midraschot judías, etc., no originaron las universidades medievales ni fueron similares a ellas en funciones y contenido.

Su origen debe buscarse en las escuelas monacales y episcopales, alrededor de las cuales habían aparecido gremios de maestros y discípulos, los cuales se transformaron en universidades por el impulso de los reyes y los papas. El término mismo, universitas, se refería a la agrupación profesional. Fue utilizado por primera vez con ese significado el año 1208 en un documento papal: universitas omnium magistrorum et scholarium. En un documento similar otorgado por Alfonso X el Sabio se las denomina ayuntamiento de maestros e scholares.

Las primeras universidades fueron las de Salerno (1087) y Bolonia (1119). Luego vendrían las de Montpellier (1125), París (1150), Oxford (1168), Palencia (1208), Padua (1222), Salamanca (1244), Valencia (1245), etc.

Las universidades hicieron del saber una institución social. Una vez creadas, la filosofía, la teología y las ciencias no dependieron más del albur de las inclinaciones particulares de grupos o individuos, sino que fueron materia ordinaria del trabajo cotidiano de profesionales dedicados exclusivamente al estudio y la enseñanza. Antiguamente el saber había seguido al sabio. Ahora el sabio seguía al saber.

Las universidades recibieron un vigoroso impulso de dos órdenesreligiosas, la franciscana y la dominicana. La primera había sido fundada por San Francisco de Asís a principios del siglo XIII, con el propósito de volver a la vida cristiana de los primeros tiempos, por lo que, aunque no despreciaba las letras, tampoco promovía su estudio. Pero esta indiferencia duró poco. La orden vio entrar pronto en su interior a muchos clérigos de formación científica, lo que cambió su constitución, dedicándola al estudio.

La orden dominicana, en cambio, nació con la decisión firme de dedicarse al estudio, pues sus monjes tendrían que combatir las herejías mediante la predicación y la enseñanza. El mismo Santo Domingo de Guzmán, natural de Caleruega, envió a París a los seis primeros religiosos de la orden el año siguiente a su fundación, en 1217. En 1229 ya había en la universidad varios maestros dominicos. Al principio se consagraron solamente al estudio de las ciencias sagradas, pero los graves problemas que suscitaban en aquel momento los escritos griegos, árabes y judíos les obligaron a estudiar también las ciencias profanas, sobre todo la filosofía.

La actividad filosófica guardaba una estrecha relación con el métodoescolarde la universidad. La lectio era el procedimiento regular de enseñanza. Consistía en comentarios de sentencias previamente leídas. Los escolares atendían en silencio, como hoy. Cada cierto tiempo, que no solía pasar de una o dos semanas, se celebraba la disputatio, que consistía en esgrimir argumentos y contraargumentos sobre una quaestio o tesis propuesta. Los silogismos favorables y contrarios a la quaestio tenían que ser claros, concisos y directos. La vivacidad y sutileza de aquellas sesiones han desaparecido para siempre de las universidades. Por último, estaban los quodlibeta, sesiones celebradas cuando la ocasión lo requería, que versaban sobre asuntos no previstos en la planificación ordinaria. Se elegía un tema a placer y se examinaban y discutían su significado y consecuencias.

Cada una de estas formas docentes tomó forma de libro. Había necesidad de libros de sentencias, de quaestiones, de quodlibeta y de disputationes. Estas últimas se convirtieron en summae cuando, negro sobre blanco, se pasaron al papel y representaron el esplendor de la filosofía escolástica. Todas seguían el mismo proceder. Se empezaba por proponer una tesis o quaestio con el máximo de claridad y precisión. A continuación se exponían todos los argumentos existentes contra dicha tesis, incluso contra su formulación. El siguiente paso consistía en triturar tales argumentos. Se cerraba el proceso con la defensa propia de la tesis y su definitiva aceptación, que culminaba en el q. e. d final (quod erat demonstrandum: lo que había que demostrar). Cuando estas tres letras coronaban adecuadamente el conjunto podía darse por seguro que la questio no admitía réplica.

El método fue aplicado a todos los problemas legados por la tradición propia y ajena: la filosofía griega, el neoplatonismo, las filosofías árabe y judía y la propia herencia cristiana que partía de la Patrística.

La maquinaria institucional estaba preparada. Faltaba un solo elemento, la biblioteca, para ponerla en movimiento, porque la existente hasta entonces era muy exigua: poco más de veinte libros de la antigüedad clásica (el Timeo de Platón, traducido e interpretado por Calcidio, y algunos tratados lógicos de Aristóteles, interpretados por Boecio), las enciclopedias de Casiodoro, Beda, San Isidoro y Alcuino, la Isagoge de Porfirio y unos pocos tratados de Séneca y Apuleyo. La llegada de nuevos libros de autores griegos, árabes y judíos procedentes de España suplió con creces aquella carencia, hasta el punto de que este hecho marca el inicio de una nueva etapa:

La introducción de los textos árabes en los estudios occidentales (…) divide la historia científica y filosófica de la Edad Media en dos épocas enteramente distintas… el honor de esta tentativa, que había de tener tan decisivo influjo en la suerte de Europa, corresponde a Raimundo, arzobispo de Toledo y gran canciller de Castilla desde 1130 a 1150 (Renán en M. Pelayo, Historia…, p. 480)

Los traductores más afamados fueron Domingo Gundisalvo y Juan de Sevilla. El primero, archidiácono de Segovia, conocía el latín y la filosofía. El segundo era un judío converso que conocía el árabe y el hebreo. Sin gramáticas ni diccionarios, Juan iba pasando una palabra tras otra al castellano y Gundisalvo de éste al latín. En el prólogo de la traducción del De anima, de Avicena, dedicada a Don Raimundo, consta lo siguiente en boca de Juan:

me verba vulgariter proferente, Domino Archidiacono singula in latinum convertente (las palabras que yo pasaba a la lengua vulgar las pasaba el señor Arcediano una por una al latín)

Recién salidas de sus manos, las traducciones se extendían en multitud de copias por toda Europa con gran rapidez. Creció la fama de Toledo como centro de saber, incluso de saber prohibido, razón que movió a muchos extranjeros, deseosos de conocer los arcanos de la nueva filosofía árabe y judía, a dirigir sus pasos a Toledo y otros lugares de España, como Tarazona, Barcelona y Sevilla, donde también hubo escuelas de traductores formalmente constituidas.

(V. Historia de la filosofía. 2 Bachillerato, lección 3, cap. 6)

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El concepto de especie

Relinquitur ergo quod ratio speciei accidat naturæ humanæ secundum illud esse quod habet in intellectu.  Ipsa enim natura humana in intellectu habet esse abstractum ab omnibus individuantibus, et ideo habet rationem uniformem ad omnia individua, quæ sunt extra animam, prout æqualiter est similitudo omnium et ducens in omnium cognitionem in quantum sunt homines. Et ex hoc quod talem relationem habet ad omnia individua, intellectus adinvenit rationem speciei et attribuit sibi. Unde dicit Commentator in principio De Anima quod «intellectus est qui agit universalitatem in rebus». Hoc etiam Avicenna dicit in sua Metaphysica.

Luego solo resta decir que el concepto de especie se aplica a la naturaleza humana en tanto que existe en el entendimiento. Es así porque la naturaleza humana misma tiene en el intelecto una existencia separada de toda nota individualizadora y puede aplicarse de modo uniforme a todo individuo existente fuera de él, por cuanto es esencialmente imagen igual de todos ellos y conduce al conocimiento de todos en cuanto hombres; y es por tener tal relación con todos los individuos por lo que el entendimiento inventa el concepto de especie y se lo atribuye; por lo cual dice el Comentador en el libro primero de su De anima que es el entendimiento el que universaliza las cosas; y lo mismo dice Avicena en el libro octavo de su Metafísica.

{La cita de Averroes, De anima, I, 8 dice así: «Aquí se puede ver que Aristóteles no cree que las definiciones de género y especie sean definiciones de cosas de existencia universal, fuera de la mente, sino que son definiciones de cosas de existencia particular; es el entendimiento el que opera en ellos la universalidad», en Luventicus, J., J., ibidem.}

{La cita de Avicena, Metaphysica, V, 2, dice: «La universalidad sólo tiene existencia en el alma», en Luventicus, J., J., ibidem.}

(Extraído de Santo Tomás de Aquino, El ente y la esencia, capítulo cuarto)

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